Katerina

Katerina


XVI

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XVI

Puse rumbo al norte. Viajar era fácil en esa estación: las carreteras estaban llenas de vehículos y carretas. Te subías a una de ellas, y nadie te preguntaba adónde ibas. Por las noches solíamos dormir en alguna posada pequeña, apartada del camino principal, bien escondida entre las colinas.

Después de aquella pesadilla, el miedo no me dejaba. A veces, sentía que el pueblo entero estaba acechándome. Sabía que no eran más que imaginaciones sin sentido, malos presagios, intranquilidad, pero no conseguía librarme del miedo. Iba corriendo de sitio en sitio, y todas las mañanas bendecía mi propia vida y la vida de mi hijo.

Solo un año antes, yo tenía un fuerte vínculo con Rosa y con Henni; hablaba con ellas cara a cara, sin barreras. Pero ahora mi sueño era cerrado, desprovisto de imágenes. Me despertaba llena de pánico y empezaba a empacar mis cosas.

—¿Adónde vas con tanta prisa? —me preguntó de repente, en yiddish, una voz familiar.

—Tengo que ir a Czernowitz.

—Pero tómate algo antes. Dale algo de beber a ese niño. En esta época salen los carros, y si la suerte te sonríe quizá hasta encuentres un coche de caballos.

La voz de aquella mujer era como la paz misma; solo un creyente tiene una voz tan tranquila. Preparó una papilla para el bebé y un café para mí; los movimientos suaves de aquella anciana me calmaron, y quise llorar. Benjamin se agarraba a mí, sonriendo.

—¿De dónde eres, querida? —me preguntó.

—Soy gentil —dije, sin ocultarlo.

—Ya veo —dijo la anciana—. Pero estás empapada de judaísmo.

—He pasado años trabajando en casa de una judía creyente.

—Sí, pero tu voz me dice que has estado siempre cerca de los judíos.

—Desde que era muy joven.

—Y ahora, ¿qué es lo que quieres hacer?

—Quiero criar a mi hijo, Benjamin, en una casa limpia y tranquila. Quiero mantenerle lejos de las voces bastas y de la brutalidad. Quiero ver muchos árboles y mucha agua, y no quiero que mi hijo esté rodeado de carreteros.

La anciana me miró con buenos ojos y me dijo:

—Hacía mucho tiempo que no oía una voz como la tuya. ¿Quién era esa mujer para la que trabajaste cuando eras joven?

Se lo conté.

—¿Y dónde está ahora esa mujer?

—Fue asesinada por unos malvados, ella y su marido.

—No nos dejan ni un momento de paz, querida. También aquí los asesinos tienen las manos llenas de sangre. Mi yerno, que en paz descanse, fue asesinado hace diez años en el patio de su casa. Estaba sentado en un banco, tomándose un café, cuando de repente apareció su asesino y le asestó un golpe de hacha.

—¿Y usted no tiene miedo de vivir aquí, madre?

—Yo me levanto cada mañana y pongo mi vida y todos mis anhelos en las manos de Dios. Dejo que haga con nosotros lo que Él quiera. Hubo un tiempo en que tuve mucho miedo de la muerte, pero ya no siento temor. Tengo a muchos seres queridos en el reino de la verdad, no estaré sola allí.

Los judíos del pueblo eran seres fuera de lo común. Los árboles y el silencio purificaban su fe; hablaban con la misma simpleza de las cosas grandes y de las pequeñas. Los campesinos les admiraban, les temían y, cuando el fanatismo se les desbordaba, los mataban.

—Los judíos deberían abandonar el pueblo; el pueblo es una trampa —dije.

—Tienes mucha razón, querida, pero yo nunca me iré de aquí. Yo nací aquí y, según parece, aquí tendré mi tumba.

Yo le pagué a aquella mujer el alojamiento de esa noche, y añadí unas monedas de más.

—Has puesto demasiado. Se ha de guardar el dinero para cuando vengan malos tiempos —me dijo.

Yo la miré de frente y pensé: «No se encuentra un semblante así todos los días. La gente es mezquina y malvada como si este mundo fuera la eternidad. Conservaré el rostro de esta mujer en mi corazón». Ese día, la cara de aquella mujer me dijo que la muerte no es el fin.

Ni una nube cubría el sol, y yo iba a pie. Estaba feliz con Benjamin, y feliz entre árboles. Cuando me cansaba, extendía la manta en el suelo y le ofrecía lo que llevara en la bolsa: queso, pan blando, un tomate o un huevo cocido machacado. Benjamin comía todo lo que le caía en las manos, no hacía falta estar dándole la comida. Y, cuando se sentía saciado, rodaba por la hierba como un cachorrito, riendo y balando bajito como una cabritilla.

Pero las noches me atemorizaban. Yo trataba de superar el miedo, pero era más fuerte que yo. También Benjamin se despertaba a veces en pleno sueño y me asustaba. Yo le decía que los sueños no significan nada: mamá está a tu lado, y siempre va a estar a tu lado. No hay de qué tener miedo. Le abrazaba con fuerza, y así se calmaba.

Una mañana, Benjamin dijo su primera palabra. Dijo «mami», y lo dijo en yiddish. Inmediatamente, se echó a reír muy alto.

—Dilo otra vez.

Volvió a reír, y lo repitió.

Entonces supe que el yiddish sería su idioma, y ese descubrimiento me hizo feliz. La idea de que mi hijo fuera a hablar la lengua de Rosa y Benjamin pareció llenarme el alma de una esperanza nueva, pero…, ¿por qué me temblaban las manos?

Al día siguiente, le enseñé una palabra nueva, «mano». Le enseñé la mía, y él dijo: «mano». Rodaba por la hierba con mis palabras, repitiéndolas con el suave acento de un bebé, haciendo que se me saltaran las lágrimas. Los verdes prados se extendían hasta el horizonte y me evocaban, en contra de mi deseo, los de mi pueblo natal, que ahora me parecía tan lejano como si nunca hubiera existido.

Así seguimos, cada noche en una posada distinta. Los dueños de las posadas no siempre nos sonreían; menos mal que yo podía pagar una comida caliente. Tras pasar el día entero caminando, estábamos vencidos por la fatiga. Benjamin decía unas cuantas palabras en yiddish, y todo el mundo se reía.

—¿Dónde lo aprendió? —me preguntó un posadero judío.

—Lo aprendió de mí.

—¿Y para qué lo necesita?

—Para no ser un goi.

Yo sabía que esa respuesta le iba a hacer reír, y por supuesto el hombre se rio.

Me costaba mucho pasarme sin beber. Me prometí a mí misma no hacerlo, y cumplía mi promesa, pero lo pagaba con sangre. Por la noche me despertaba sin aliento, con las manos temblándome. Era una tortura atroz, y a veces me preguntaba si no sería mejor tomarme un trago. A fin de cuentas, no era pecado.

Nunca olvidaré aquel verano. Pero el otoño, que llegó abruptamente, cortó mi felicidad de golpe. Fue un otoño turbio, inundado de lluvias salvajes, que caían de repente convirtiendo los caminos en una ciénaga, y nosotros nos vimos en una posada mal atendida, entre brutos y borrachos, con el suelo lleno de porquería y una cama que no estaba limpia.

—¿De dónde es este niño?

—Es mío.

—¿Por qué habla yiddish?

—No habla, solo balbucea —yo intentaba protegerlo.

—Debería darte vergüenza.

—¿De qué?

—Llévale pronto a un pueblo para que pueda aprender un idioma de personas. Hasta un ruteno bastardo es un ruteno; solo los hijos del demonio hablan yiddish.

—No es bastardo.

—¿Y qué es entonces? ¿Nació con la bendición de un cura?

—Es mío.

Para mi desgracia, Benjamin empezó a repetir todas las palabras que yo le había enseñado. Intenté hacerle callar, pero no pude. Reía y parloteaba, y todas las palabras que salían de su boca sonaban claras e inconfundibles. No había posibilidad de error: el crío hablaba en yiddish.

—Sácalo de aquí —me gritó uno de los borrachos.

—¿Y adónde me lo llevo?

—Llévalo fuera.

Yo me sentía muy deprimida y me tomé unos cuantos tragos, que me templaron y me hicieron recobrar el valor. El miedo me abandonó, y le hice saber a aquel hombre con toda claridad, sin dejar lugar a ningún malentendido, que no tenía ninguna intención de volver a mi pueblo, pasara lo que pasara. El pueblo estaba lleno de vulgaridad y maldad, y allí ni las bestias del campo eran inocentes.

—Sirvienta —me dijo uno a modo de insulto.

—Villano —tampoco yo me mordí la lengua.

—¡Puta! —respondió, escupiendo.

Me fui de la taberna y encontré refugio en un granero. Tapé la ventana con dos grandes balas de paja, arropé a Benjamin y le abracé con fuerza contra mí. Se durmió después de pasar un hora temblando.

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