Katerina

Katerina


XVII

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XVII

El invierno llegó de golpe, y con toda su crudeza. Las posadas estaban vacías y heladas, y los posaderos de mal humor. Benjamín lloraba, y yo me sentía impotente. Los vientos invernales se habían adueñado de la región. Yo miraba por las ventanas, que estaban cubiertas de escarcha, pateando el suelo de desesperación.

Estaba dispuesta a pagar lo que hiciera falta para tener la habitación caliente, pero el casero ahorraba mezquinamente hasta la última astilla, repitiendo el mismo argumento: hay que ahorrar. Quién sabe cuántas heladas nos quedan este invierno. Solo unos días antes, los caminos estaban llenos de gente, coches de caballos y carretas, yendo a galope tendido en todas direcciones, y ahora no quedaba ni rastro de ellos, solo viento y nieve.

Un hombre que llevaba un coche de caballos dijo que me llevaría a la estación de ferrocarril, pero al final cambió de opinión.

—Estoy dispuesta a correr el riesgo —le dije yo.

—Una madre con un nene tan tierno no debe correr riesgos —me echó en cara.

El hombre tenía miedo, y con razón. Las tormentas eran furiosas, capaces de arrancar de cuajo los tejados.

Por fin, no me quedó otra opción que amenazar al dueño de la casa. Si no me daba leña, pediría ayuda a la policía. La amenaza hizo efecto: me dejó coger leña del almacén al momento.

—Pensábamos que sería usted más dócil —me dijo el hombre.

—¿Por qué?

—Porque habla yiddish muy bien.

—¿Y por eso tengo que morir congelada?

—Ya entiendo —dijo el propietario de la taberna, sin explicarme qué quería decir.

Imperceptiblemente, aquel invierno que me había atacado y encerrado en aquella posada miserable despertó mi vitalidad antigua, adormecida. Estaba hablando como hablan en el pueblo, sin rodeos. Hay que hacer saber a la gente que el mundo no es un lugar sin ley. Ni siquiera Benjamin podía ser débil: un judío débil despierta los instintos más bajos.

Has de ser fuerte, le repito una y otra vez a Benjamin. Él ríe, y su risa tiene el sonido de las campanitas de cristal. Si eres fuerte, también tu madre lo será. De hecho, Benjamin ganaba fuerza de día de día. Sus manos se aferraban a mí con energía. Y, cuando se enfadaba, daba arañazos; me hacía daño, pero me complacía su ira. Después de arañarme, se metía a gatas debajo de la mesa, escondiéndose y riendo.

Enseñé a Benjamin a ponerse de pie; le costaba un gran esfuerzo, pero al final triunfó y se mantenía derecho. Yo no tenía duda alguna de que sería musculoso y robusto. También su vocabulario aumentaba por días; hacía ya muchos sonidos distintos. Para hacerle reír, yo le decía bajito alguna palabra en ruteno. Se reía como si me hubiera oído decir algo completamente sin sentido.

Fuera, las cosas seguían igual. La nieve se amontonaba sobre la nieve. Yo no necesitaba lujos: compraba víveres a la mujer del posadero y cocinaba platos sencillos. Benjamin comía de todo y tenía buen apetito. Por las noches, caía rendido en el suelo y se quedaba dormido; tenía una sorprendente facilidad para dormirse. Se quedaba dormido instantáneamente. De él aprendí que la línea que separa el sueño y la vigilia es muy fina. Yo no dormía con tranquilidad: por todas partes me invadían visiones turbadoras. El posadero volvió a subirme el precio de la leña, con el argumento de que el precio de mercado se había puesto por las nubes. Yo le pagué sin decir ni una palabra, aunque sentía que me estaba engañando. Sabía que no podía irme, así que se aprovechaba de mí. Al cabo de un tiempo, ya no pude quedarme callada, y se lo dije: «No debe aprovecharse. A los judíos se les dio la Torá para que la respeten». Al posadero le sorprendió este argumento: me sacó todos los recibos y facturas para demostrarme que no estaba ganando nada. Al contrario, las pérdidas eran cuantiosas. No le creí, y le dije que no le creía. Durante aquel invierno, mis sospechas se intensificaron, y no tenía miedo de expresarlas en voz alta.

—Me está usted amargando la vida —me dijo el hombre, tratando de apelar a mi conciencia.

Benjamin me había cambiado. Subí de peso, pero sin perder libertad de movimientos. Me metía con él a gatas bajo la mesa, saltaba a la comba, y rodaba por el suelo de lado a lado de la habitación con él.

Los otros habitantes de la casa eran cautelosos conmigo, apenas hablaban cuando yo estaba presente y, si lo hacían, medían cada palabra. Temían que yo los delatara. Yo no tenía la menor intención de hacerlo; delatar es un acto despreciable. Solo las personas más infames lo hacen. Quería decirles eso, pero sabía que esas palabras solo aumentarían su recelo. Recordé a los miserables que habían calumniado a Rosa, y ella tuvo que ir de despacho en despacho desmintiendo las calumnias. Cuando volvía a casa, caía al suelo llorando de pena y de vergüenza. «Yo no delato, porque la Torá nos ordena no difundir habladurías», pensé en decirles, pero me arrepentí inmediatamente; no quería parecer santurrona.

En poco tiempo más, cuando llegáramos a Czernowitz, le leería libros a Benjamin. Benjamin abriría sus grandes ojos escuchándome. Este pensamiento, no sé por qué, me conmovía mucho. Hacía años que no lloraba. Entonces, cada movimiento de Benjamin me hacía llorar. Tengo que ser fuerte, me decía a mí misma, y me tragaba las lágrimas.

Al día siguiente la tormenta se aplacó y un claro cielo invernal se reveló en todo su esplendor. Debo partir, dije, como si me esperara un hogar lejos de allí. Durante las últimas semanas, me había dado cuenta de que mi presencia le resultaba agobiante a los dueños de la posada; cada vez que yo salía al pasillo, la mujer se echaba hacia atrás. Tampoco al hombre se le veía mucho; me ignoraba. Mi habitación estaba muy cerca de la suya, y no se permitían ni una palabra de más. No hables, oía decir al posadero.

Empaqué mis escasas pertenencias, abrigué a Benjamin con pieles y pagué. El posadero no me pidió nada de más, y no me dio las gracias. El recibidor de la posada estaba vacío a aquella hora, y partí de allí sin una sola bendición.

El sol brillante no aplacaba el frío. El frío era intenso, pero yo sabía que tenía que alejarme de aquel sitio y seguir adelante.

—Sube —un paisano paró su trineo.

—¿Adónde?

—A Czernowitz.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Lo adiviné.

Y así, aquel hombre decidió por mí. Era un campesino viejo, que llevaba unas cuantas cajas de manzanas, unos paquetitos de fruta seca y una caja de productos lácteos frescos en el trineo. Había dejado un sitio libre en la esquina delantera, para un pasajero.

—No me gusta viajar solo —confesó.

—¿Cuánto tiempo estaremos viajando?

—Hasta que se haga de noche.

Benjamin se quedó dormido en mis brazos. Solo ahora me daba cuenta de cuánto había crecido durante el invierno. Tenía la cara más llena, y la frente cubierta de cabello dorado; habían desaparecido los pliegues de sus mejillas, que ahora estaban acolchadas con un nuevo color rosado.

—¿Dónde vives?

—En la ciudad —dije, sin más detalles.

—Pero eres del campo, ¿verdad?

—Así es, tío —dije, como se dice en el pueblo.

—¿Trabajas para los judíos?

—Así es, tío.

El viaje fue rápido y rítmico, y por la tarde nos detuvimos en una taberna. Yo sentía una urgente necesidad de llegarme hasta la barra y pedir un trago, pero me controlé. Me quedé en mi sitio, vigilando el sueño de Benjamin. Era una taberna rutena, de las que apestan a estiércol y a vodka día y noche; de allí no se salía hasta haberse emborrachado el último nervio del cuerpo.

Cuando el paisano volvió al trineo, me reconvino por no haber entrado a tomar un trago con él. Sin un trago, uno no es gente. El trago despierta el cuerpo y le permite a uno hablar con libertad.

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