Karnaval

Karnaval


KARNAVAL 2 » DK 30

Página 40 de 57

DK 30

QUINTA EPÍSTOLA DEL DIOS K

[A los grandes hombres (y mujeres) de la tierra]

NY, 14/07/2011

Querido Sr. Trichet:

Ésta es la cuarta vez que me pongo a escribirle en estos últimos días. En las tres ocasiones anteriores, me detuve a mitad de camino y destruí todo el trabajo. No encontraba las palabras, no acertaba con el tono, no me decidía a hablarle con la franqueza con que usted y yo hemos sido capaces, en momentos críticos recientes, de decirnos a la cara las cosas que hacían falta. No sé si esta vez lo lograré, pero siento que debo intentarlo de nuevo antes de tirar la toalla de manera definitiva.

Me gustaría mucho poder decirle la verdad a usted. La institución que preside, como sabe, suscita en mí toda clase de sentimientos encontrados. La he desdeñado, como tantas cosas, porque no la podía tener, no la pude tener, o habría tenido que pagar un precio muy alto para tenerla. Imagino su sonrisa al leer esto, no me tome por impertinente, no pretendo insultarlo. Y la he deseado como un loco, he deseado ponerla a mi servicio, hacer de ella el gran instrumento de creación de esa Europa en la que yo creía como pocos. He ambicionado poder gobernar desde ahí una realidad europea que, en mi opinión, se saboteaba a sí misma, zapaba las bases de su gran proyecto de unidad no sólo económica, esto era sólo el principio, en nombre de valores pequeños, de gobiernos pequeños y políticos pequeños. Usted y yo no lo somos, desde luego, pero mi perspectiva es más ambiciosa que la suya. Para mí la economía es un medio no un fin, el euro es un medio y no un fin en sí mismo con el que estrangular la vida de la gente, un ídolo al que sacrificar, como usted ha hecho con sus políticas del último decenio, la sangre y la vida de los pueblos al servicio de una causa puramente financiera. Ha pecado de estrechez de miras, de mezquindad moral, y también de exceso de ambición personal, plegándose a los intereses particulares de algunos políticos pequeños y sus pequeños, muy pequeños intereses electorales. La Europa con la que yo soñaba, y mucha otra gente con la que usted no se ha dignado hablar ni escuchar, es algo que ya me parece irrealizable. Y ésta es la mayor catástrofe que podía ocurrirle a un continente que ha perdido mucho el tiempo a lo largo de la historia desgarrándose trágicamente en guerras locales y regionales, por valores innobles e indignos. Hubo un momento en que podríamos haberlo conseguido de no ser por sus políticas miserables, por su cesión a las exigencias de algunos poderosos y por su veneración sacramental a la moneda única. El nuevo ídolo de la tiranía económica impuesta por Bruselas sobre la gran Europa. No entiendo dónde estudió usted, o qué maestro se la susurró al oído durante un sueño, la idea de que una moneda es el fin más alto al que puede aspirar la inteligencia humana. No se le escapará la ironía socrática escondida en la frase anterior. No consigo, de verdad, entender dónde, en qué escuela o universidad, usted y los que piensan y actúan como usted, todos esos tecnócratas de Bruselas, París, Londres y Berlín, dónde han aprendido todos ustedes, los nuevos dictadores económicos, que una moneda y sus corruptos valores financieros son las deidades a las que hay que sacralizar mediante el sacrificio de los pueblos.

Por todo esto, se lo repito, me gustaría mucho poder decirle la verdad. Me gustaría mucho poder decirle que lo que hice estuvo mal, que sólo lo hice para afirmar una vez más mi voluntad de poder. Me gustaría mucho decirle que lo que hice lo hice para humillar a una persona a la que consideraba inferior. Me gustaría mucho poder decirle, a usted, precisamente, que lo hice a cambio de una suma que ahora mismo no sabría recordar. Me gustaría mucho poder decirle que ofrecí esa suma, esa suma cuantiosa, y fue rechazada con desdén, con un desdén y una insolencia insultantes. Me gustaría mucho decirle que en ese desprecio hacia mí y hacia mi dinero hallé una dignidad humana que creí desaparecida, ya sabe que a los hombres públicos, acostumbrados a movernos en un mar de corrupción institucionalizada, nos conviene pensar que ciertas virtudes se encuentran en vías de extinción entre nuestros ciudadanos y, por la misma perversión psicológica de nuestro cargo, tendemos a idealizar también a éstos creyéndolos inmunes a nuestras prácticas desaprensivas. No me lo niegue. Estoy siendo sincero con usted, no juegue conmigo a ocultar la parte de la verdad que le conviene eludir, como hacemos todos en cuanto tenemos una cámara delante o un micrófono abierto. Sí, a usted es a quien más ganas tengo de decirle la verdad, se lo ha merecido con creces en todos estos años de gestión implacable al frente del BCE. Me gustaría mucho poder decirle que esa mujer que me acusa mostró ante mí, ante mi arrogancia sexual y mi actitud de clase superior, una dignidad que me reconcilió con mi especie y mi cultura. Me gustaría mucho poder decirle que, a pesar de todo, vi en ella la encarnación de un valor moral que daba por desaparecido. Que cuando rechazó mi oferta a cambio del servicio que le había obligado a prestarme vi en ella a una heroína. Vi en ella a una diosa de una nueva especie. Vi en ella a un ser humano que habría que condecorar y recompensar como se merece. Me gustaría decirle todo esto y que esto fuera la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Pero no lo es.

En realidad, no sé por qué hice lo que hice. Voy a pagar un precio muy alto por un acto que no puedo entender. Le imagino riéndose de nuevo. Yo no le soy simpático, ni nunca se lo he sido, usted tampoco me gusta, es recíproca la animadversión que nos profesamos. Pero sé que estimaba y apreciaba mi inteligencia. Y usted se preguntará con razón cómo una mente de mi clase puede caer tan bajo. Usted se puede permitir el lujo de insultarme así, preguntándose cómo una inteligencia de mi nivel puede degradarse hasta ese extremo. Pregúnteselo, pregúntemelo, no tenga reparos. Ya le digo que entre usted y yo la verdad debe imperar, aunque sea como ideal de un diálogo improbable entre nosotros. Me gustaría decirle que fue así, en efecto, que yo me rebajé al grado ínfimo en que puede hacerlo una persona sin perder del todo su condición humana. Pero no sé si es cierto. Me temo que es falso como la mayor parte de las versiones que circulan sobre el caso. Me gustaría decirle que me degradé al entrar en contacto con esa mujer, mujer, africana e ilegal, dese cuenta por un momento del cúmulo de atributos perniciosos que confluían en ella. Y que lo hice para elevarla de su condición, para redimirla, en cierto modo, de una vida indigna. Me gustaría poder decirle a usted que ella es mejor que yo porque rechazó el dinero que le ofrecía y que podría haberle permitido pasar unas buenas vacaciones con su hija en Las Vegas, las Bahamas o las Bermudas, sitios donde este tipo de gente suele querer pasar el tiempo libre que se les concede. Pero no puedo decírselo, porque no sé por qué lo hizo, aún hoy, viéndola en televisión como la he visto contando su versión de lo sucedido, no entiendo por qué no tomó su dinero y salió corriendo sin mirar atrás. Qué importa lo que hubiera pasado en la habitación, el dinero riega la planta del olvido, como decía Attali, y esa planta venenosa crece cada día sobre la tierra y la sombra que arroja se va volviendo cada día más oscura. Supongo que recuerda la vieja parábola. Estamos hechos de tantas ficciones, ¿verdad?, cómo recordarlas todas, dirá usted con cierta razón. Pero están ahí, bien arraigadas, predispuestas a actuar en cuanto les damos libre curso o las circunstancias se revelan idóneas. Nuestros cerebros se acostumbran a manejarse con tal número de ficciones, algunas imperceptibles, otras incompatibles con nuestras ideas, que ya no nos damos cuenta siquiera de que los números también lo son. De que las sacrosantas cifras no son otra cosa que ficciones con las que respaldamos gobiernos y políticas, despedimos a gente, sí, a demasiada gente, de empresas y corporaciones, con la excusa de que los números lo dicen, los números lo recomiendan, los números lo mandan. Como si los números, esas abstracciones terribles, dijeran lo que en el fondo pensamos y no decimos en nuestro nombre porque nos da miedo reconocerlo. El sistema no puede funcionar sin explotación, es evidente, nos gusta explotar, nos gusta exprimir, necesitamos hacerlo, no hay otro modo, usar y tirar, lo sé bien, y los números nos justifican, nos permiten ser realistas, hacer lo que hay que hacer, sin avergonzarnos ni agachar la cabeza ni sentirnos infames. Los números dictan las políticas a seguir, nadie, ni siquiera nosotros, está en posición de discutir su autoridad. Usar y tirar, nadie puede enseñarme eso tampoco, ha sido mi práctica amorosa durante años, mientras reservaba para la economía y la política una cierta dosis de idealismo. Soy un realista que ha dejado de creer en la realidad. Un idealista que ha dejado de creer en los números y los valores. Usted mejor que nadie sabe que yo tenía un plan para salvar la economía europea sin hacer muchos sacrificios y arrinconar en el escenario internacional al todopoderoso dólar, nuestro enemigo inveterado, y ustedes, por razones que nunca entenderé, se las arreglaron para que no pudiera compartirlo con el mundo y no pudiera aplicarse. Ustedes, sus amigos tecnócratas y sus amigos políticos, se organizaron para que ese plan no pudiera realizarse. Tenían otro y les molestaba el mío. Pero eso ahora no importa tanto, ¿verdad?

Sólo sé una cosa. Me gustaría mucho poder decirle la verdad y que usted y todos los que son como usted puedan dormir tranquilos de una vez y no con esa incómoda sensación que les procura el saber que lo que hice, sea lo que sea, es lo que le hacen a diario a la gente, es la explotación a que someten a diario a las personas y los pueblos. Así es. Me gustaría decirle la verdad de lo que pasó para que usted piense que soy un degenerado y que lo que hice no tiene nada que ver con lo que usted hace desde su cargo. Es lo que piensa, ¿no? Que sólo un enfermo podía hacer una cosa así y jugarse su carrera haciendo una cosa así. Qué sabe usted de nada. Usted sólo sabe de números, de monedas, de cambio. Usted vive de las ficciones matemáticas que impone a la gente con la excusa de que son necesarias y beneficiosas para todos. Pero no sabe nada de la gente, no sabe nada de las necesidades de la gente. Usted no sabe nada de mis necesidades tampoco. Mire que me gustaría poder decirle que lo que hice, lo que hicimos esa mujer y yo en aquella habitación de hotel, se parece mucho a todas las transacciones e intercambios que en este planeta se llevan a cabo a diario, con perfecta naturalidad, pero algo falló de manera inexplicable y no pudo realizarse como estaba pensado. Me gustaría poder decirle esto y que usted pensara que me estoy eximiendo de mi responsabilidad recurriendo a metáforas económicas. Es usted un cínico, ya sé que no se lo han dicho nunca en público, pero en privado yo mismo se lo he dicho muchas veces y usted me lo ha reprochado cada vez como una desconsideración hacia su eminente intelecto y su puesto de máxima responsabilidad. Se lo digo hoy de nuevo. Es usted un cínico y un tramposo, su apellido lo delata, si me permite esta pequeña broma demagógica. Un cínico incapaz de comprender lo que un hombre en mis circunstancias y una mujer en sus circunstancias particulares pueden terminar haciendo o no haciendo por razones muy difíciles de esclarecer ateniéndonos sólo a criterios racionales. No aspiro a su perdón, no lo merezco. Usted tampoco, desengáñese. Es usted un cínico y un estúpido a la vez, pues sólo alguien así podría hacer lo que usted hace, asfixiar a la gente con tipos de interés y políticas financieras criminales ignorando absolutamente todo de las necesidades reales y los deseos de la gente. Números y nada más. Cifras estadísticas y nada más. Como peones, podemos jugar con ellos cuanto queramos, hipotecar sus vidas, destruir sus ahorros, privarlos de trabajo, qué más se le ocurre para impedirles el acceso a la felicidad. Me gustaría decirle la verdad de lo sucedido, es cierto, me gustaría decirle que esa mujer rechazó mi proposición por un sentido de la dignidad que está fuera de mi alcance. Pero no puedo, lo siento, la verdad no es una baratija que se adquiere a bajo precio. La única verdad es que ni usted ni yo hemos hecho nada para merecernos el consuelo de esa verdad. Lo que el capitalismo le hace a la gente, ésa es la única verdad que quiero comunicarle, lo que los mercados les hacen a los deseos de la gente, ésa es otra verdad, lo que el dinero le hace a la vida de la gente, sí, eso sí que es la verdad, lo que la gente como usted hace con el dinero de la gente. Así es. No seamos hipócritas. Eso es lo importante, ésa es la verdadera porquería, no lo que sucedió en una sórdida habitación de hotel entre el pene erecto de un hombre viejo y el cuerpo deseable de una mujer más joven. Esto es insignificante en comparación. Me gustaría decirle que sólo lo hice por divertirme y que ella se resistió por un prurito de dignidad trasnochada. Me gustaría mucho poder decirle eso y que la diversión me costó muy cara y la decencia venció al final sobre la vileza y que Hollywood está ya preparando una película sobre el tema, con un guión melodramático trufado de buenos sentimientos. Me gustaría mucho decirle eso, pero no puedo. Le mentiría. No puedo mentirle a un hombre como usted, compréndalo, pero tampoco decirle la verdad. No es posible.

Concluyo enseguida, por fin he podido decirle lo que quería y eso me da ánimos para terminar con una recomendación inesperada. Quiero recomendarle una película que acabo de ver en compañía de mi hija. Sé que le sorprenderá esto. A ella le ha encantado. A mí me ha dejado perplejo, por eso quizá se la recomiendo. No se la pierda. Esa película se llama La cuestión humana y es de producción francesa, esto le interesará doblemente. Esa película está repleta de esos mensajes crípticos que el cine europeo sigue elaborando para una audiencia selecta que, como usted y yo sabemos bien, hemos colaborado a ello con éxito, nosotros y nuestros cómplices en las distintas comisiones europeas, esos tecnócratas de alta graduación, tiende a menguar o a decrecer, a volverse inexistente incluso, con el paso de las décadas y las políticas adecuadas. Esa película, se lo adelanto antes de que mis palabras le induzcan a algún equívoco, muestra que nuestras empresas y nuestras industrias funcionan como los campos de exterminio nazis. Pero no es eso lo que me importa. Al verla uno comprende, sí, digo bien, comprende, como lo hace el director de recursos humanos que la protagoniza, que la racionalidad demencial que organizó el exterminio de millones de personas durante los años cuarenta, esa racionalidad delirante expresada en el lenguaje impersonal de la técnica, es la misma con que las empresas capitalistas rigen la producción y tratan a sus empleados en todas partes. Ése es el mundo que usted avala con sus políticas monetarias. Ése es el fundamento de la banca que usted santifica con su gestión. La explotación es la única forma de horror y depravación que toleramos sin escandalizarnos ni rasgarnos las vestiduras, ¿sabe por qué? Porque no la vemos. No se ve, no sale en televisión, no suele tratarse en los debates públicos, donde se la desdeña cuando aparece como una idea desfasada. Cada vez que alguien es despedido de una empresa, cada vez que alguien es contratado por una miseria para hacer un trabajo indigno, cada vez que alguien se humilla para pedir un crédito, cada vez que eso y tantas otras cosas como ésas ocurren, la explotación se manifiesta, tiene lugar, no sea ingenuo, no sea cínico. No debe perdérsela. Es una película desconcertante y molesta, pero se aprende mucho de ella si uno quiere ver las cosas como son y no como más nos conviene a los hombres públicos. Tome nota del título y recomiéndela a sus colegas. Los mismos que han convertido las políticas financieras y presupuestarias de la Unión en una nueva forma de dictadura al servicio de la explotación de los pueblos. La dictadura capitalista falseada bajo la apariencia de una democracia representativa. Y no deje de recomendársela en especial a su amigo Bernanke, su cómplice transatlántico en no pocos desmanes monetarios. La cuestión humana, de eso trata todo. No lo olvide. La cuestión humana. Eso es lo único importante.

Atentamente,

El dios K

Ir a la siguiente página

Report Page