Karnaval

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KARNAVAL 2 » DK 31

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DK 31

VENUS NEGRA

El dios K está tan obsesionado con el incidente coprotagonizado por la bruja africana que lo sedujo contra su voluntad que a menudo siente una extraña culpabilidad, una vergüenza impersonal que se proyecta en fantasías y pesadillas recurrentes. No sabe de qué delirante forma de imaginario colectivo podrían surgir, pero eso no les quita la eficacia con que lo perturban a todas horas, dormido o despierto. Como si todo lo vivido hubiera sido prefigurado en otro tiempo, por otros personajes, muy anteriores a él, y él pudiera contemplar los acontecimientos ahora como en una película, infiltrándose en los intersticios de la historia filmada como un intruso.

Es así como se sorprende una noche irrumpiendo de improviso en una barraca que parece de un circo de bulevar, o de una feria itinerante, la distinción no es nada fácil en estas circunstancias, y deslizándose en el interior aprovechando que nadie lo puede ver, por alguna razón el dios K sabe que goza esa noche, por privilegio divino, del don de la invisibilidad. Al menos eso creyó durante años hasta que tuvo el mal encuentro que le está creando todos los problemas del mundo. Lo más sorprendente del caso es que sabe lo que busca, esa misma noche, tan sólo unas horas antes, tuvo ocasión de disfrutar del perturbador espectáculo en compañía de mucha otra gente enfervorecida. La negra bailaba desnuda ante el ruidoso público, venido de los barrios más populares de Londres, y luego se metamorfoseaba en una serpiente de escamas relucientes que amenazaba con morder a las mujeres que no fueran vírgenes antes de desaparecer por una trampilla entre aplausos y vítores. Al fondo de la barraca hay una jaula, una jaula gigantesca, usada con fines inhumanos para encerrar a congéneres de otras razas, pero ella no está dentro. La puerta de la jaula está entreabierta, la cerradura violentada, lo que le indica que huyó a otra parte con la ayuda de alguien. Confundido, decide marcharse para no ser descubierto. Al día siguiente vuelve a la barraca y el espectáculo ha cambiado, una pareja de enanos se burlan ahora en el escenario de una giganta sonrosada de dientes negros como el carbón. Pregunta al individuo que vende los billetes a la entrada por la bailarina africana del día anterior y le dice que se ha fugado con un gitano domador de caballos. La decepción no le dura mucho tiempo y el dios K inicia al poco las pesquisas para averiguar su paradero. Logra la información necesaria al cabo de unas semanas y emprende el viaje a París, que es donde le indican que podría residir con toda probabilidad la mujer que idolatra desde la noche misma en que la vio bailando para un público de mujerzuelas y canallas delante de la jaula donde pasaba encerrada gran parte de sus días y sus noches. Una vez allí, se adentra, sin miedo a la infección de fiebres ni al contagio de males venéreos, entre las húmedas paredes de un burdel miserable que sólo frecuenta la clientela más pobre y enfermiza de la ciudad y se entera por la regente del lugar, una mujerona desdentada y fea, de que la negra fornida ha engatusado a un marqués decadente y sólo es posible verla en salones frecuentados por la nobleza más degenerada. El dios K no teme los calificativos de la dueña del burdel, no mientras se refieran a cuestiones de abolengo y clase, pero sí se estremece al oír la siniestra profecía de la puta avejentada sobre las partes íntimas de la negra. Los labios protuberantes de esa vulva maldita, una de las puertas más solicitadas del infierno, no sólo condenan a la portadora sino a todo el que los ve al desnudo y más aún al que los prueba. El dios K, sin arredrarse por los intimidatorios augurios de la puta envidiosa, persigue a su formidable presa por los salones más distinguidos de París y oye hablar de ella en todas partes. Oye hablar de sus danzas frenéticas y de sus hazañas sexuales, pero no logra verla nunca. Unos le dicen que está en tal burdel y cuando acude ya se ha marchado, dejando tras de sí una leyenda de seducciones aristocráticas y fascinación universal que aún alimenta el lugar de un prestigio malsano. Otros le comunican su nuevo paradero. Casada con un rico hombre de provincias, vive en una mansión lujosa donde baila desnuda para su marido y sus invitados en fiestas nocturnas cuyo sórdido eco ha llegado hasta la capital. Va en su busca hasta ese villorrio perdido en los mapas de la época y no encuentra más que ruina y desolación. La mansión ha sido devastada por la incuria y ahora campan en ella a sus anchas las ratas, las serpientes y otras alimañas, y la africana legendaria, según los testimonios de los escasos labriegos del terruño, se ha vuelto sola a París, muy enferma al parecer, a morir entre sábanas de seda y muebles caros. El dios K, como un obseso, la busca de burdel en burdel, de casa en casa, de palacio en palacio. En uno de éstos, donde el conde propietario agoniza de unas fiebres malignas que le impiden entrevistarlo, soborna a un criado que le confía que la negra moribunda fue secuestrada por un famoso doctor que se enamoró de la monstruosidad de su vulva y de la opulencia de sus nalgas. El dios K no soporta la vileza despectiva con que el lacayo se refiere a la anatomía de la Venus hotentote y lo abofetea y luego compensa con billetes esa violencia colérica que, como se sabe, no le aportará ningún bien en el futuro. El criado del conde, a pesar de todo, le proporciona las señas exactas, en las afueras de la ciudad, de la clínica y residencia familiar donde el médico la mantiene recluida con la excusa de cuidar de su precaria salud. El dios K alquila un carruaje para que lo conduzca allí lo más rápido posible. En vano, la negra ha muerto por la mañana, ésa es la noticia a la que tiene acceso en cuanto llega, pero el médico se niega a permitirle la entrada para ver el cadáver antes de que empiece a pudrirse y lo deformen los gases y lo devoren los gusanos y haya que enterrarlo para hacerlo desaparecer de la vista de todos. Uno de los criados, sin embargo, a cambio de una generosa suma, le anuncia que se está llevando a cabo, en el gabinete privado del médico, el examen forense del cuerpo y que un artista está trabajando al mismo tiempo en la fabricación de un simulacro de arcilla de una perfección asombrosa. También obtiene la confidencia de que el doctor tiene previsto hacer públicos los resultados del exhaustivo estudio anatómico de la africana la semana siguiente en la misma escuela de medicina donde imparte clases desde hace tres decenios.

Transcurren los días a velocidad de vértigo y toda la ciudad le informa, en todos los medios escritos, del evento científico extraordinario que va a tener lugar en París. El dios K consigue hacerse pasar, comprando documentación falsa en el mercado negro, por un importante médico de provincias y se encuentra, el día preciso a la hora señalada, entre el público expectante que abarrota el anfiteatro universitario a la espera de la aparición del doctor y su equipo de asistentes. Ya nada puede sorprender al dios K tras todas las aventuras y peripecias vividas en la persecución de la bailarina africana. Desde luego no le asombra que en las bancadas del aula no haya más que hombres, veteranos facultativos, médicos colegiados o en ciernes, estudiantes de primer año o especialistas en otros ámbitos del conocimiento guiados por la misma curiosidad innata por los innovadores descubrimientos de este reputado investigador en las ciencias de la vida y de la muerte. El tema a tratar exigía, desde luego, esta reserva suprema y este celo encubridor. La inquietud y el nerviosismo entre el público exclusivamente viril son enormes y apenas si pueden disimular la ansiedad cuando ven al ujier abrir la chirriante puerta del fondo. Tras una ceremoniosa entrada en la sala, saludada por exclamaciones de asombro y satisfacción, el célebre doctor y sus dos jóvenes ayudantes descubren, retirando el lienzo que la ocultaba de las miradas profanas, el simulacro tridimensional que reproduce con exactitud el prodigioso cuerpo desnudo de la mujer negra, inmortalizada en un material indigno de su belleza y vitalidad, que el dios K había visto cinco años atrás surgiendo del interior de una jaula de gruesos barrotes en una barraca de feria en Londres. Entonces las espectadoras celebraban en igualdad de condiciones que sus acompañantes de sexo masculino las grotescas acciones y proezas frenéticas de la africana.

Los espectáculos tienen esa ventaja social sobre la ciencia y el saber. Se dirigen a todos, sin excepción, y excluyen la restricción o la privacidad de sus contenidos. Por eso quizá la democracia de los tiempos modernos se asemeja más a un colorido espectáculo de variedades para las masas que a una rigurosa exposición científica en una vetusta aula universitaria de élite. El famoso doctor, sin ningún escrúpulo ni decoro, alza entre sus manos como una ofrenda al caprichoso dios de la medicina, para que sus colegas más distantes puedan contemplarlo sin dificultad, un recipiente repleto de un líquido amarillento donde se conserva una pieza de carne de extravagante morfología y cromatismo. Con ese sentido democrático entre pares que caracteriza a los científicos y a los que profesan como ellos las creencias y los valores positivistas, el doctor da instrucciones para que comience a circular el recipiente traslúcido y su escabroso contenido entre el público allí reunido como una turba de ciudadanos sobreexcitados con las maravillas y los horrores, unas no van sin los otros, como suele decirse en el medio, que el ojo perspicaz de la ciencia no cesa de descubrir en el cuerpo ultrajado de la madre naturaleza. La pretensión del laureado doctor con este gesto de generosidad hacia el anhelo de conocimiento de sus colegas, empezando por los de las bancadas más próximas a su posición en el estrado, no es otra que la de permitirles comprobar por sí mismos las peculiaridades fisiológicas de este espécimen femenino, raro por su género y raro por su raza. Raza degenerada, la de esta fémina de insólitas medidas, y sexo degenerado, la de esta negra desgarbada y opulenta, producto genético de una intersección excepcional de anomalías y deformidades hereditarias, como nos revela también el anormal achatamiento del cráneo, dice el buen doctor señalando con el largo puntero la cabeza prominente del simulacro escultórico y luego, descendiendo por todo el cuerpo, las partes reproductoras, reproducidas con morboso esmero, según comenta el médico con ingenio retórico digno de lo que es y siempre ha querido ser, un humanista integral.

El dios K ha esperado durante mucho tiempo este reencuentro con su ídolo y cuando el recipiente, más grande y pesado de lo que pensaba, llega por fin a sus manos, después de limpiar el cristal de la grasa depositada por el sucio manoseo de los curiosos, se complace en examinar con detenimiento el fascinante contenido haciendo girar el continente una y otra vez entre sus manos y ante sus ojos, suscitando la impaciencia natural en sus vecinos de banco, ansiosos por contemplar en vivo el portento prometido y confirmar sus peores sospechas sobre el maligno cariz de los experimentos realizados en el laboratorio del célebre maestro. Mientras escruta la belleza inusitada de ese sexo mutilado, admirando la conformación floral de sus órganos y la exuberancia carnal de sus pliegues y repliegues colgantes, el dios K comienza a experimentar un odio y un furor anacrónicos. El dios K no pertenece a su tiempo, es evidente por su actitud. Es un hombre de otro siglo, un adelantado, un precursor cultural. Y reacciona ante la situación con la arrogancia intelectual con que los hombres y las mujeres del porvenir tratan la materia del pasado, la petulancia moral con que juzgan cuanto no corresponde a sus prejuicios y gustos. Toma entonces el recipiente cristalino con fuerza entre sus manos, se levanta escandalizado del asiento, movido por un impulso de indignación ética desciende a toda prisa los escalones del anfiteatro que conducen al estrado, donde el doctor permanece parado, puntero en ristre, junto al simulacro de la africana, señalando como un fanático puritano las anomalías ginecológicas que lo obsesionan hasta trastornarle el sueño, y, sin mediar palabra, estrella el recipiente contra la cabeza del ilustre investigador. Una, dos y hasta tres veces se necesitan para que el recipiente de cristal se quiebre y quiebre de paso el cráneo eminente antes de derramar el líquido repulsivo sobre él y recibir en el cuero cabelludo la bendición mortal de ese órgano venéreo que incluso en su esposa, desde la noche de bodas, siempre causó estupefacción y horror en el médico tirado ahora boca abajo en el suelo, con la cara hundida en un expansivo charco de sangre. La herida es vital y no tardará en morir allí mismo, a pesar de la asistencia inmediata y los esfuerzos por salvarlo de sus insignes colegas. El dios K se entrega sin resistencia a la enfurecida muchedumbre que se echa sobre él de inmediato para apalearlo, mientras lo mantiene inmovilizado, y lo entrega poco después, bastante magullado, a los policías que han acudido al conocer la terrible noticia del asesinato del médico egregio, la pérdida fatal de un gran hijo de la nación, considerado por todos uno de los mayores garantes del porvenir científico de la patria.

Sólo un mes y medio después de los hechos, tras un juicio amañado en que no tuvo la oportunidad de defenderse, ni de esgrimir sus argumentos ilustrados en contra de la siniestra alianza de la ciencia médica y el racismo colonialista, el dios K fue guillotinado en la cárcel donde permanecía recluido desde el día de su arresto. Eran otros tiempos, desde luego. La prensa y la opinión pública de entonces habían dictado sentencia en contra del reo, considerándolo un enemigo público de peligrosas ideas al que había que extirpar del tejido social, y el juez, tomándose por un magistrado bíblico, se limitó a ratificarla con su poder incuestionable y su farragosa verborrea, amparándose en los intereses morales y los deberes cívicos de la república, esa gran democracia del pueblo donde todos los ciudadanos se sienten hermanos, libres e iguales, encarnación del ideal filosófico defendido en la historia por las mentes más instruidas. Por una de esas perversas coincidencias a que el pasado nos tiene acostumbrados, la cabeza del dios K, fijada para la eternidad en la violenta instantánea de su decapitación, adornó durante mucho tiempo, sumergida como un trofeo científico en el líquido conservante de un recipiente de cristal, el mismo gabinete de prodigios y monstruos donde el hiperbólico sexo de la hotentote seguía siendo la curiosidad más admirada, año tras año, por los numerosos visitantes venidos de todas partes del mundo.

Qué se habían creído, que la ciencia iba a escapar de la masacre. Éste era un ataque en toda regla a la civilización occidental, un acto de terrorismo intelectual, y la ciencia, como sostén de esa civilización infame y corrupta, no podía salir indemne bajo ningún concepto, como escribiría un revolucionario novelista de la época en el polémico panfleto de acusación con que trató de conmover en vano al pétreo juez y a la insensible opinión pública y salvar así, con casi dos siglos de antelación, el cuello amenazado del dios K.

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