Karnaval

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NUEVO TRATADO DE LOS MANIQUÍES (1)

Nadie supo nunca qué hacían esos cuatro maniquíes destrozados contra la acera, qué verdad proclamaban contra las apariencias, o contra la consistencia real atribuida por los medios masivos a los hechos más banales y vulgares. Nadie lo relacionaría, en todo caso, con el hecho de que el dios K, en un arrebato de honestidad sin precedentes, hubiera descubierto de nuevo en su vida reciente las virtudes terapéuticas del mundo del espectáculo.

Así lo descubrimos una noche celebrando una de sus sesiones especiales con sus cómplices de siempre y alguna nueva invitada y un despliegue de efectos luminosos digno del operístico Metropolitan o de cualquiera de los populares teatros de Broadway, donde Nicole, por cierto, pretendía fugarse esa misma noche en compañía de una amiga con la excusa de asistir al estreno de una versión musical de

EL hombre de la máscara de hierro, hacia la que sentía una curiosidad mucho más que cultural o artística, antes de que DK la interceptara en la puerta a punto de salir y le exigiera, con lágrimas en los ojos, que se quedara a compartir con él la velada que había preparado con tanto esmero y dedicación a lo largo de esa semana extenuante.

La singularidad de la obra en preparación es tal que, una vez vista, no es fácil saber si se trata de un ensayo de la obra o de la obra en sí, la diferencia es lábil, hasta tal punto la improvisación y el provecho extraído de cualquier intervención inesperada parecen formar parte del fin buscado, como si todo el montaje sólo persiguiera propiciar la manifestación en su seno de una instancia exterior cuya aparición no estaba en absoluto garantizada desde el principio. El dios K, émulo en esto de la liturgia sacramental de la misa católica, se toma muy en serio las posibilidades de la representación y, a ese efecto, ha decido sumir el salón donde tendrá lugar en una penumbra acogedora, situando en dos rincones enfrentados dos focos que garantizan el mínimo de luz necesario para que la velada tenga el éxito deseado. Por si fuera poco, sostiene en la mano derecha una linterna de potente batería con la que apunta hacia todo lo que le interesa destacar, ya sean objetos o cuerpos, en sus parecidos y en sus diferencias más llamativas.

Ya están aquí las cuatro modelos vestidas y los cuatro maniquíes desnudos que las acompañarán esta noche. Y durante la tarde fueron llegando, con puntualidad y por turno, las compras realizadas por el dios K después de practicar un concienzudo examen, con el asesoramiento independiente de Nicole y de Wendy, de los catálogos de temporada de marcas tan apreciadas por las chicas como Chanel, Prada, Dior, Versace, Gucci, Vuitton, Donna Karan, Cartier, Prada y hasta la segundona Carolina Herrera. La presencia de esta pretenciosa modista en el elenco de diseñadores del más alto nivel responde a una sugerencia tardía de Wendy, siempre atenta a las últimas novedades de firmas femeninas. En este caso, un vestido rojo de tirantes con un tablero de cuadros blancos y negros estampado a la altura del vientre y un par de sandalias de paseo, una negra de hebilla y adornos dorados y la otra dorada con hebilla y adornos negros, concebidas, según explicaría la noche anterior una entusiasmada Wendy por teléfono al dios K, como reflejos de la misma idea fascinante en dos espejos incompatibles. Es como si la indecisión creativa entre cuál de las dos opciones de color y textura es la mejor se resolviera combinando las dos en el mismo par. No había podido evitar encapricharse con esos sofisticados artículos, el vestido con el damero alusivo y las sandalias de cromatismo simétrico, nada más verlas ayer mismo por la mañana al pasar por delante del renovado escaparate de la tienda principal de la creadora venezolana, según le comunicó entusiasmada para convencerlo de la necesidad de incorporarlas a la representación y, de paso, al acabar la misma, a su vestuario privado. Este vestido tan alegre como intrigante, en opinión de Wendy, que se mostraba siempre muy receptiva a todo lo concerniente a los problemas de la maternidad, y el par dispar de sandalias se encuentran ahora, junto con los demás vestidos, complementos y accesorios de las marcas seleccionadas, colgados del enorme perchero metálico que se sitúa a la derecha del ventanal, justo enfrente de la butaca desde donde DK presidirá la representación en su calidad de anfitrión agasajado.

La pelirroja Wendy ha traído con ella a sus dos amigas habituales, la negra rapada Mandy y la muñeca rubia Emily, y a una tercera, una española que acaban de presentarle en la fiesta de cumpleaños de un amigo común, morena de pelo corto y voluptuosa complexión, sonrisa seductora y mirada provocativa que porta el nombre estelar de Noemí, como le dice Wendy al presentársela al dios K, en los incontables posados fotográficos, los tres cortos independientes y las cinco películas porno de estilo artístico que ha hecho desde que llegó a esta ciudad con la intención de mejorar su conocimiento práctico del inglés. El anfitrión se sonríe ante la deliciosa ironía con que Wendy, sin pretender ofenderla, retrata a su nueva amiga peninsular. Para mostrarse a la altura estética exigida por el espectáculo y por sus invitadas, el dios K viste esta noche con excéntrica elegancia: un traje Armani de franela blanca, unos zapatos Vuitton de piel de cocodrilo encerada, una camisa Calvin Klein de hilo plateado y una corbata Dior de seda dorada. La camisa y la corbata han sido adquiridas ex profeso para la ocasión, aludiendo con este atuendo intencionado al apuesto héroe de una novela americana que leyó con pasión en su juventud y le marcó en lo más profundo de su ser, según confesó a Nicole nada más conocerla, por lo menos hasta que cumplió los treinta.

Embriagado por la gama de fragancias y perfumes con que las vistosas chicas han inundado el apartamento nada más entrar en él, ya buscará tiempo para identificarlas por sus marcas como corresponde también a los fines inconfesables de este montaje, el dios K anticipa que el espectáculo colmará de sensaciones y emociones nuevas todas las expectativas que lo mueven a ponerlo en escena. Para que no haya fallos ni contradicciones se ha molestado en preparar un guión sucinto de la velada que ha repartido entre su cuarteto de invitadas, dándoles quince minutos para que se familiaricen con el papel que les corresponde. En líneas generales, con la libertad de movimientos que tampoco puede faltar en este tipo de sesiones, las chicas se dedicarán a vestirse y a desvestirse, ellas y el maniquí asignado a cada una, mientras el dios K se limitará a observarlas con detenimiento en sus actividades, cronometrando el tiempo que consumen en realizarlas y dándoles en ocasiones alguna instrucción suplementaria, si las viera confundidas o cansadas, mientras enuncia de tanto en tanto las ideas centrales de su nuevo programa.

Le ha llevado varias noches de insomnio elaborar este decálogo filosófico y aún hoy, en la fecha de su estreno privado, hay algunos polémicos puntos del mismo sobre los que alberga serias dudas. Tampoco está seguro de por qué se ha empeñado en que Nicole asista al espectáculo como espectadora de honor. Cuando su mujer se tumba en el sofá con indiferencia, sin molestarse en quitarse los zapatos ni mostrar ninguna consideración ni simpatía por las chicas, el dios K siente que ha llegado el momento de dar comienzo a la representación.

Empieza la sesión, por tanto, con las modelos desnudándose y traspasando a los maniquíes una a una, en medio de un agitado revuelo, los vestidos de Chanel, de Prada y de Dior que eligieron para empezar de entre la abigarrada colección que permanece expuesta en el perchero que les sirve de camerino improvisado. Al concluir en menos de diez minutos su primera tarea de la noche, las modelos en ropa interior adoptan una pose de inmovilidad junto a sus respectivos maniquíes. Y esperan, con paciencia de estatuas, las indicaciones del maestro de ceremonias. El dios K, por su parte, se muestra contento y lo expresa a su manera rebuscada, apuntando con el haz de la linterna a los detalles que no le gustan en el conjunto. Un vestido arrugado, una media caída, el tirante suelto de un sujetador, unas bragas demasiado subidas, un cinturón desabrochado, un pañuelo negligente o unos zapatos sin calzar del todo. Ellas saben lo que podrían esperar de él en estas circunstancias y lo que no, son realistas y no se hacen falsas ilusiones, ni tampoco se torturan en exceso por errores que consideran reparables en cuanto se les conceda la oportunidad de hacerlo.

—Durante mucho tiempo, amigas mías, hemos considerado la belleza un atributo superficial. Una mera apariencia. Un manto superfluo para encubrir todo lo que hay de injusto y de horrible en la creación. Es cierto que ese artificio es obra nuestra y lo hemos impuesto a un mundo donde antes no existía. Pero no es menos cierto que esa belleza creada con retales y materiales de pacotilla es la expresión más auténtica de lo que sentimos en el fondo de nuestros corazones.

Rompiendo el protocolo de la representación, la escultural Wendy se ha aproximado a la butaca desde la que el dios K dirige el espectáculo con su linterna y, conociendo como nadie sus preferencias, se ha descalzado enseguida de los ostentosos Blahnik de tacón de aguja que la hacían levitar por encima del mundo conocido y le ha puesto justo delante de los ojos, para su sorpresa, primero un muslo carnoso y luego una pantorrilla y un tobillo esbelto y, finalmente, alzándolo apenas a un centímetro de su boca, el pie izquierdo, de huesos finos, arco acentuado y dedos traviesos. Así ha permanecido Wendy, en pose acrobática, sin perder el equilibrio ni despegar la mirada de la estupefacta señora de la casa echada en el sofá a sólo unos metros, mientras el dios K concluía la lectura del primer punto de su programa sin molestarse siquiera en mirarla, conformándose con inhalar el refinado aroma de su piel, bañada de la cabeza a los pies en Miss Dior. Al acabar el recitado, Wendy baja la pierna sin tardanza, oculta el pie izquierdo tras el talón derecho y toma de inmediato la palabra, como le indica el guión, con el rostro aún atrapado en la aureola de luz de la linterna:

—¿Cuánto crees que valen estas piernas y estos pies? Atrévete a insultarme fijando una cantidad.

—Trece mil.

—¿Estás loco?

—Veinticinco mil.

—¿Te ríes de mí?

El dios K le tiende un grueso fajo de billetes de cien dólares que ha preparado de antemano a ese fin sin preocuparse por la opinión al respecto del curioso inventor y político fundacional Ben Franklin, cuya efigie impresa en el rugoso papel no parece alterarse por la naturaleza equívoca de la transacción. El primer americano de la historia, debió de pensar DK al idear la diabólica estratagema, no podría desaprobarla sin contradecirse.

—Sírvete. Coge lo que quieras.

Wendy, atenta a la numeración más que al garante simbólico de su valor, cuenta los billetes con lentitud y coquetería, labio inferior mordido, parpadeo incesante, nerviosas oscilaciones de cabeza, retiene una parte importante para ella y le devuelve el resto.

—Éste es el precio real. No quiero abusar de ti.

Transcurren entonces unos minutos preciosos mientras Wendy se reincorpora, satisfecha con la ganancia obtenida, a su posición al lado de sus compañeras y el dios K se repone mentalmente de la ardua negociación con su favorita. Todos se toman una merecida pausa antes de proseguir.

A una señal inequívoca de su linterna, vuelve a empezar la actividad vestimentaria de las mujeres y los maniquíes, ahora se trata de intercambiarlos, de renegociar su adquisición. Cada una de las modelos, conociendo de antemano lo que está en juego, ha echado ya el ojo al vestido que quiere ponerse y eso da lugar a pequeñas disputas hasta que cada una de ellas, respirando hondo para serenarse, se encuentra abrazada a un nuevo maniquí aderezado con la prenda deseada. Proceden a desnudarlo a continuación y a poner sobre su cuerpo las prendas que le van quitando. En el curso de la actividad, ninguna de las cuatro se atreve a desviar la mirada para vigilar al dios K, o a cualquiera de las compañeras con las que compiten por acabar antes y presentar ante él mejor apariencia que las otras. DK, viéndolas tan ocupadas en vencer la resistencia del maniquí o de las prendas, esas hebillas resistentes, esos enganches imperceptibles y esas abotonaduras minúsculas que tanta tenacidad oponen a los delicados dedos de las chicas, se decide a cerrar los párpados por unos minutos para distraerse del esfuerzo de sus pupilas y, sobre todo, huir de la fría mirada de desprecio que Nicole ha empezado a lanzarle a la cara como una advertencia de que su tolerancia tiene un límite. Repuesto ya, los reabre poco después, no quiere perderse ni un detalle de esta parte crucial de la representación. Encuentra la inspiración suficiente para leer el siguiente punto de su programa cuando las descubre a todas concentradas en ajustar los últimos detalles de sus vestidos recién adquiridos, el cronómetro marca sólo siete minutos, han agilizado los trámites, y le divierte comprobar el gesto de resignación con que los maniquíes acogen el saqueo implacable de que han sido objeto.

—Los antiguos dioses que nos sacaron de la barbarie en que vivíamos nos han engañado por mucho tiempo haciéndonos creer en las virtudes de la profundidad y el peso de las cosas. Sostener lo contrario fue considerado en otras épocas motivo de herejía y persecución. Por fortuna, hemos sido capaces de cambiar de perspectiva gracias a la ciencia y, por qué no reconocerlo, a la industria de la moda. Tras siglos de esclavitud a la insoportable materialidad de la vida, podemos ahora emprender una revolución que imponga lo liviano y lo frívolo, lo vulgar y superfluo, en todas las cosas, por encima incluso de los valores más respetables. ¿No son acaso el diseño y el corte de la tela con que se fabricará el vestido una de las más bellas cosas que podemos mirar y admirar, como pequeños demiurgos de la forma, por toda la eternidad?

Al concluir la lectura, como si una cosa llevara a la otra, el dios K se queda hipnotizado de nuevo ante el espectáculo de modelos vestidas de colores vistosos y telas estampadas en las más festivas y elegantes tonalidades, de faldas con volantes atrevidos y plisados insinuantes, de tentadoras gasas y audaces tules, junto a los inertes maniquíes que hace un momento lucían ese esplendor textil y ahora se muestran en esa desnudez industrial o fabril, esa exhibición indecente de una carne que no es tal, recubierta de piel sintética.

Con el fin de que pueda mantener aún por mucho tiempo esa distinción sutil entre el tejido vivo y el tejido muerto, Mandy, la esfinge afroamericana, con su complexión de atleta y su cabeza rapada, se ha atrevido a acercarse ahora al dios K y plantarle ante los ojos la seductora rotundidad de sus hombros y antebrazos, primero el izquierdo y después el derecho, sellados a la altura de la clavícula y los omóplatos con tatuajes abstrusos, cuatro ideogramas que expresan con variaciones significativas la independencia de la chica, o la atrevida convicción de pertenecerse en exclusiva a sí misma y a sus deseos. No obstante, esa piel reluciente y cobriza, sobresaliendo de un vaporoso vestido de novia de Cartier, y la fragancia primaveral, esa inconfundible Gloria de Cacharel que impregna cada poro de su cuerpo, bastan para absorber la atención sensual de DK durante cierto tiempo, aunque su boca cerrada no exprese otra cosa en ese instante que reconocimiento tácito a la belleza prohibitiva que se exhibe en todo su esplendor bajo la inspección obsesiva de su linterna. Quizá esté empezando a comprender, mediante la captación de algunos gestos de enojo, que las chicas no se van a conformar al final de la noche con llevarse sólo unos cuantos vestidos caros y un cheque generoso. Esta humillación a la que se ven sometidas por los maniquíes debería pagarse con otra moneda más valiosa. La reprobación de Nicole, a quien Mandy dirige también su mirada más aviesa mientras ofrece el potente torso al anfitrión, no permite pensar en un desenlace menos oneroso para el experimento provocativo que está teniendo lugar esta noche en este aburguesado apartamento. En el mismo momento en que Nicole dirige a la chica, para debilitar su jactancia juvenil, un fingido bostezo de tedio, Mandy aprovecha para interpretar sin demora su parte hablada del guión:

—¿Cuánto pagarías por poseer en exclusiva estos hombros tatuados y estos brazos musculosos? Di una cantidad exacta.

—Nueve mil.

—¿Te has vuelto loco?

—Veinte mil.

—¿Estás de broma?

El dios K le tiende entonces los billetes sobrantes de la escena anterior más otro abultado fajo de billetes de cien dólares, para escándalo moral de las miles de caras circunspectas del inventor del pararrayos, la armónica de cristal y las lentes bifocales. Al ingenuo padre de la patria americana le convendría más ahora ponerse las gafas de doble graduación y echarle un buen vistazo, de arriba abajo, a la silueta espectacular de la afroamericana en lugar de prejuzgar como malversación de fondos lo que está pasando entre ella y el dios K. El juicioso Franklin no debería olvidar que, en su tiempo, esta raza de mujeres solía vivir en la doble esclavitud del macho negro y el amo blanco.

—Cógelo todo si quieres.

Sin alterar la mueca de desdén con que castiga al anfitrión, Mandy cuenta los billetes con rapidez, como una contable profesional. El roce del papel al deslizarse entre sus ágiles dedos produce una electricidad estática imposible de tasar. Al terminar el recuento, la chica retiene más de dos tercios del total y le devuelve el resto a desgana.

—Esto es lo que valgo. Ni más ni menos.

Mientras Mandy, cumplida su parte del trato, retorna ahora con sus tres socias de la noche, Nicole se ríe a carcajadas de la petulancia y ambición de la chica y sólo deja de burlarse de la situación cuando su marido, transgrediendo el tabú implícito de la representación, se lo exige con gesto autoritario. Es cierto que su incómodo papel de espectadora pasiva no le permite sostener una actitud distinta. Así lo entiende el dios K al decidir que la presencia crítica de Nicole, aun siendo necesaria para él por razones aún incomprensibles, no debería interferir más de lo debido en el plan de la representación.

El caluroso viento ha penetrado de repente en el salón con fuerza inusitada y les ha recordado a todos, las cuatro chicas, el señor de la casa y la dueña mezquina y celosa, la volatilidad de las posiciones que se dan por garantizadas en la vida y en los negocios. Los vestidos no les pertenecen aún y las juguetonas manos del viento han estado a punto de desnudarlas para revelarles a las cuatro modelos lo infundado de tales pretensiones. Tras la elevada tensión de estos momentos, el dios K parece despertar del largo letargo estético en que las actividades de sus cómplices, de un modo u otro, lo habían sumido en contra de su voluntad y da la orden poco después, mirando de reojo a Nicole, que acaba de agachar la cabeza en señal de aburrimiento, de pasar de inmediato a la siguiente fase del espectáculo.

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