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TERCERA EPÍSTOLA DEL DIOS K

[A los grandes hombres (y mujeres) de la tierra]

NY, 14/07/2011

Querido Sr. Ratzinger:

Sé que usted pensará, y con razón, que mi osadía al escribirle desborda todos los protocolos diplomáticos que usted y yo, en nuestro desempeño diario, debemos respetar. Sé que para usted no seré otra cosa que un réprobo en busca de socorro espiritual. No se equivoque, a pesar de su infalibilidad aparente, al pensar esto. Me dirijo a usted con todo el respeto intelectual que me suscita su figura con la intención de comunicarle la buena nueva que me ha sido anunciada por las vías menos previsibles. Sí, este emisario diabólico, postrado ante usted con humildad, puede imaginar su sonrisa beatífica al leer esto viniendo de quien viene. Esa sonrisa de paz y de amor con la que usted convence a la muchedumbre de sus fieles de que la fe y la razón son compatibles en la mente de Dios. Y que es esa mente la que garantiza la razón de la fe que sostiene todo el edificio doctrinal en que usted aloja sus pretensiones de gobierno espiritual sobre la tierra. Le supongo más que informado sobre el incidente que me ha conducido a esta situación lamentable. No en vano, en las más altas instancias suele bromearse con que usted, en su cargo pontifical, recibe la información sobre lo que va a ocurrir antes incluso de que se produzca, a través de canales providenciales vedados no sólo a los demás mortales sino a las más dotadas agencias de información y los servicios de inteligencia de los gobiernos, con lo que no me cuesta adivinar con cierta pesadumbre que usted supo antes que yo lo que me esperaba. Usted conoció mi siniestro destino antes de que se cumpliera, lo que nos sitúa en posiciones encontradas, como es lógico, al negarme ese conocimiento anticipado la libertad de eludir la condena aneja a ese cumplimiento. Pues bien, las paradojas del caso no acaban aquí. Sepa, Santidad, que, gracias a ese desgraciado incidente sobre el que prefiero omitir todo comentario por el momento, he podido tener acceso a los designios de esa mente divina en que usted funda todo su poder simbólico en la tierra. Me he asomado al vacío de esa mente sobrehumana y he sentido horror y vértigo al hacerlo. Pero también he experimentado paz y amor infinito por el mundo y las criaturas que lo pueblan al descubrir que había estado equivocado en mis apreciaciones. Al confirmar que usted también lo estaba y toda la biblioteca teológica en que usted basa su autoridad dogmática. Al saber que los dos estábamos equivocados sobre este trascendental asunto.

Mi conocimiento no está hecho de resentimiento ni de amargura, no me mueve ninguna pasión triste, no soy uno de tantos contestatarios que le deniegan por sistema la firmeza y la autoridad de la fe. No le reprocho nada. He sentido la liberación de ese peso que nos aplasta, tanto a usted como a mí, y nos hace seres pequeños que aspiran a una grandeza inmerecida, criaturas insignificantes que se otorgan un sentido y una meta como forma de medirse con un vasto universo que no los contempla como un logro de su creación sino como un fracaso o un residuo generado por sus procesos más banales. Sepa, Santidad, que en la mente de Dios no hay más razón que fe. No hay razón, no podría haberla, es presuntuoso atribuírsela como usted ha hecho, siguiendo una tradición errónea, en sus encíclicas y tratados. Pero tampoco hay fe, no al menos en el sentido que nosotros damos a esa mágica palabra, un equivalente del amor que da vida. No hay amor tampoco. En la mente de Dios sólo encontré estupor, un estupor atávico ante el crimen cometido con la creación del mundo. Sé que humanizo mis percepciones para hacerlas más comprensibles, pero lo más extraño de todo es que ese estupor de que le hablo no se parecía en nada al estupor que los humanos hemos aprendido a experimentar ante todo lo que nos disgusta o atemoriza en la vida. Ese estupor de la mente vacía de Dios era una forma de reconocimiento, pero un reconocimiento negativo, una aceptación y un rechazo cifrados en el mismo objeto indigno de amor. Un reconocimiento distante del horror causado. Para llegar a comprender eso que para usted constituye el mayor de los misterios, he tenido que rebajarme a la condición ignominiosa del prisionero, del apestado, del réprobo detestado por todos en razón de la naturaleza execrable de su crimen. He tenido que bajar al infierno del odio de mis semejantes para poder encontrar esta verdad intolerable.

No discutiré con usted, Santidad, sobre asuntos de economía, sé que le interesan poco o nada, usted sólo cree en la economía espiritual de la creación divina, pero sepa que la economía a la que he dedicado toda mi energía y pensamiento es otra forma de teología. Más mundana, si quiere, pero no menos abstrusa. Cambie los nombres y los conceptos de las cosas y obtendrá asombrosas similitudes. La única diferencia sustancial que observo en ellas, como ciencias efectivas de la realidad, es el énfasis que una, la que usted domina como nadie, pone en sostener la ficción de un origen divino, mientras la otra, la que me ha desquiciado hasta la sinrazón en muchos momentos de mi vida, no puede escapar, por más que lo intenta tomándose con soberbia por criatura autónoma, de la conciencia de haber sido creada por ese enfermo crónico que llamamos cerebro. El ser humano y la economía que administra su vida hasta en sus más mínimos detalles tienen ese terrible punto en común. Ambos son criaturas igualmente desgraciadas, condenadas a sostener una falsa idea de su libertad a partir de una incomprensión de su origen esencial. Así que, como usted puede comprobar sin necesidad de demostraciones matemáticas que sólo conseguirían extraviarnos, la teología y la economía se miran en el mismo espejo, pero desde ángulos distintos. Con presupuestos antagónicos.

Por más que usted no lo crea, esta convicción mía no podría flaquear nunca, la he adquirido no hace mucho a un alto precio. El precio moral que uno ha de pagar tras someter a examen riguroso el vacío de la mente de Dios y bajar al infierno helado de ese vacío insondable. Me satisface saber que a través de mí le ha sido dado aprender que la mente vacía de Dios es el infierno que ustedes los cristianos han temido tanto en la historia y sobre el que se han torturado tanto sus mentes más agudas y, por si fuera poco, han torturado a muchos desgraciados en nombre de esa idea endemoniada para tratar de averiguar su grado de realidad. En el infierno, en su núcleo más concentrado, se siente un frío infinito y no hay nada ahí abajo, ni una idea consoladora de redención ni un gesto compasivo, que pueda calentar y reconfortar el ánimo. En cualquier prisión de máxima seguridad se sentiría uno como en casa en comparación. Sepa, pues, que el infierno, al contrario de lo que nos muestra la iconografía cristiana, no es un decorado ígneo, inflamado por un incendio eterno, sino una extensión de aire irrespirable y gélido, instalado en el cero absoluto de la escala térmica, un espacio sin dimensiones reconocibles donde la congelación y la desintegración aguardan al visitante para no volver jamás a ver la luz del sol o las estrellas. Debe saber, Santidad, que el infierno no existe más que en la mente de Dios, el infierno es la mente de Dios, pero esa mente está vacía, luego el infierno no es que no exista como tal, es que el infierno es ese mismo vacío elevado a la enésima potencia, ese lugar vacante donde debería estar todo clasificado y previsto y, sin embargo, nada se aloja en sus infinitas salas y atrios. Nada, en efecto, excepto conexiones infinitesimales y circuitos interminables, para desesperación de los ceñudos teólogos que llevan siglos escrutando su enigmática configuración. Una nada espantosa, un silencio insoportable, eso conocí al descender como un condenado a las entrañas de ese enclave monstruoso que nadie ha conocido jamás, o, si lo ha hecho, no ha tenido la oportunidad, como yo la tengo ahora, con todo el respeto y la admiración que profeso a su egregia figura, de contarlo

urbi et orbi. Yo he sobrevivido a ese infierno y he regresado de él para poder comunicarle en primicia la buena nueva de esta liberación.

Llego ahora al centro de mis revelaciones, preste atención, Santidad, y no se escandalice si cree advertir alguna irreverencia en mis palabras. No hay tal, sólo observaciones constatadas en vivo durante mi estancia en el infierno. La mente de Dios es la mente de un economista, sí, como lo oye, la mente de un programador universal. Una mente que carece de contenido sustancial pero no de formas, aún soy capaz, a pesar de mi estado, de hacer este tipo de sutiles distinciones. Esa mente es un tablero preparado de antemano con todas las categorías y las facultades imaginables, sí, pero carente por entero de contenido y de sustancia. Una mente huera, como la calificaría con horror un teólogo de otro tiempo menos racional. Y no porque se haya vaciado por los ataques de sus enemigos, o porque sea un ente desposeído de sus atributos en el curso de los eones celestiales por otro ente superior. No me fue dado encontrar tal entelequia en mi tránsito por ese infierno, esto a buen seguro le tranquilizará, al menos sus rezos no fueron desoídos por Dios y escuchados por otros entes menos caritativos, deidades más crueles e inhumanas, incapaces de amor, como las adoradas e idolatradas en edades primitivas por pueblos bárbaros cuyo recuerdo se ha borrado por fortuna de la faz de la tierra. No, no exagero si le digo que Dios es el gran economista del cosmos, el único contable del universo, un autómata supervisor del programa que informa sus procesos y cómputos, y que, para poder gobernarlo como corresponde, no necesita sobrecargarse de un contenido que usurparía con sus exigencias deterministas el control del mismo. Al fin y al cabo, como usted sabe, la economía es también una cuestión de fe, una cuestión de fe rige nuestras decisiones cuando confiamos nuestra fortuna o nuestros ahorros a un banco, o invertimos en bolsa para multiplicar el capital acumulado en nuestras cuentas. No olvide que la invención del dinero encierra una respuesta lógica al problema de la fe. Consideraría obsceno tener que recordarle el parentesco entre el misterio de la eucaristía y la invención del dinero. La presencia real en la sagrada forma y en la moneda o el billete participa de la misma credulidad e ilusión. No es casual, en este sentido, que fueran los protestantes y no los católicos los que impulsaran el capitalismo en sus inicios, transfiriendo de un símbolo a otro, de una forma sacramental a una forma profana, la garantía del valor y la salvación. Conciba, si puede, y sé que tiene dotes sobradas para hacerlo, el cosmos como un gran mercado y la mente de Dios como rector formal de sus operaciones y cálculos. Una suerte de árbitro supremo que vigilara el cumplimiento de las reglas del juego con la indiferencia y el aplomo que ni usted ni yo estaríamos en condiciones de compartir.

He pensado en usted como el destinatario ideal de mi descubrimiento precisamente por esto. En la mente de Dios usted y yo no somos muy diferentes, aunque yo ahora me atreva, arrodillado ante su carisma, a pedirle el perdón que usted quizá se digne concederme por obligación pastoral. No reconozco mis pecados, ni los considero tales, pero aspiro con mis errores, así prefiero denominarlos, esos mismos errores que me hicieron conocer el vacío de la mente divina, a obtener su clemencia. Ya sé que no es mucho pedir, en el credo de su Iglesia es lo que se ha hecho desde siempre con los pequeños y los grandes pecadores. Mi única soberbia está en mis palabras, no en mis actos. No hay juicio en la mente de Dios contra mí. No hay juicio contra nadie tampoco, no podría haberlo. Eso es lo que significa el vacío de la mente de Dios. La suspensión del juicio, la postergación eterna del dictamen final que habría de separar alguna vez a los buenos de los malos. Los que han obrado bien y los que lo han hecho mal son idénticos para el cerebro artificial que administra la economía financiera del cosmos, como lo son en la más modesta organización económica del globo. En ese infierno a la medida de nuestra soberbia como especie, usted y yo no tenemos mayor protagonismo dramático que una escolopendra en la hoja de un banano, una roca en el desierto arábigo, una nueva estrella en el firmamento o un alga microscópica en el fondo de una sima del Pacífico. Al vivir en el infierno durante el tiempo suficiente, un tiempo que ningún reloj de fabricación convencional sabría cronometrar con precisión, he entendido el mensaje dictado por la mente vacía de Dios. Un mensaje dirigido a todos y a nadie. Lo he entendido y por ello, sin arrogarme poderes especiales, yo le perdono y le absuelvo de sus pecados, y le exijo que haga lo mismo conmigo a fin de que ambos, a partir de ahora, podamos liderar una revolución espiritual para librar al mundo de la seriedad y la gravedad que nos embargan con sus obligaciones mortales y desterrar para siempre de nuestras vidas el espíritu de la pesadez. Pues sepa de una vez que la historia de los últimos dos mil años, por no remontarme más atrás en el tiempo, es la historia repetitiva de la pesadez y de los sangrientos conflictos generados por la pesadez. La pesadez cristiana, la pesadez islámica, la pesadez monárquica, la pesadez aristocrática, la pesadez burguesa, la pesadez capitalista, la pesadez comunista, la pesadez fascista y nazi.

Así pues, hermano Benedicto, sepamos desterrar de una vez nuestras diferencias seculares en provecho de la triste y afligida humanidad, más necesitada que nunca, en estos momentos de desolación, de guías y líderes espirituales como nosotros. Ya sé que estas diferencias entre usted y yo pueden parecer excesivas a simple vista, ya sé que usted pasa por ser ante la opinión pública un santo varón de entrepierna casta, al menos desde hace muchos años, no crea que no he oído esos calumniosos cotilleos y esas infamantes indiscreciones sobre sus aventuras de otrora en la universidad, no me tome por ingenuo, lo sé todo sobre usted, lo que no me hace mejor pero tampoco peor que usted. La única diferencia que advierto entre nosotros es que usted oculta sus culpas y pecadillos del pasado tras una sotana farisea, de corte impecable, desde luego, y yo los exhibo con arrogancia enfundado en un traje diseñado a medida. Así que acepte sin protestar la propuesta que le hago. Imagínese por un momento que estamos los dos ahora, confinados al atardecer en cualquier estancia de su magnífica fortaleza, a punto de suscribir un acuerdo ecuménico en verdad beneficioso para el mundo. Nosotros, sí, los dos seres más incompatibles de la creación. Usted: un émulo piadoso del salvador crucificado por nuestros muchos pecados y villanías, un erudito teólogo, un doctor evangélico de suaves maneras inquisitoriales. Y yo: un pecador relapso, un espíritu lujurioso, un libertino contumaz cogido ahora por el rabo, un burgués degenerado, un hedonista vulgar, como suelen proclamar en sus homilías los predicadores a sueldo de su Iglesia. No sabe cuánto me arrepiento hoy de mis bajezas mundanas de otro tiempo, mi sumisión servil a la tiranía y las imposiciones de la carne, pero en eso radica la gracia eucarística del asunto, ¿no le parece, Santidad? En eso se fundan la generosidad y la magnificencia a las que me atrevo a apelar en usted con enorme modestia.

Abandonemos de una vez todo lo que nos separa en la tierra, dejemos el cielo a los pusilánimes, y todo lo que hace de nosotros hombres distintos, o encarnación, si lo prefiere, de modelos distintos de masculinidad, de los dos usted es el intelectual, yo el tecnócrata, le corresponde establecer esas precisiones, y unámonos con fuerza en esta cruzada espiritual para expandir la buena nueva a todas las aldeas del orbe.

Atentamente,

El dios K

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