Kanada

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Capítulo 3

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Tu casa no es tu casa. Eso lo comprendes tan pronto como el Vecino hace girar la llave y te indica que entres. Pisas cautelosamente el umbral. Avanzas por el vestíbulo. Por el pasillo. Miras a uno y otro lado, a través de las puertas abiertas. Recuerdas de pronto las pirámides de cascotes que viste hace sólo unas horas desde el tranvía. Cuadrillas de niños jugando entre los hierros retorcidos y los escombros en medio de una alegría feroz, con el entusiasmo intacto a pesar de las ruinas o tal vez gracias a las ruinas. Los edificios derruidos que a veces conservaban en pie sus fachadas, y filas de ventanas recortando a uno y otro lado rectángulos de cielo. Tu casa es como una de esas casas que ya no existen. Es cierto que sus paredes parecen las mismas de siempre, que el techo es también el mismo, que durante tu ausencia alguien se ha molestado en mantener limpias unas habitaciones que también parecen iguales. Alguien podría pasear por su interior como tú lo estás haciendo ahora y creer que se trata de la misma casa; que dentro de todo has tenido mucha suerte, un milagro. Pero tú sabes que ese alguien estaría equivocado. Que el paisaje de un hogar no está hecho de paredes ni cimientos sino de detalles, de olores, de una determinada disposición de los muebles y una narrativa tejida en torno a esos muebles, de una fotografía presidiendo la entrada al salón o un reloj de pesas manoseando con gravedad las horas, y en tu casa -en la casa- ya no queda nada de eso. Hasta el eco de tus pasos suena distinto. Hasta las luces, cuyos interruptores tanteas mientras avanzas, arrojan una luz distinta, un parpadeo reticente de bombilla desnuda, de resplandor tiritando en la penumbra de un desván o una bodega. Y en las habitaciones nada, o peor que nada, algunos muebles desparejos y pobres que nunca antes habías visto, un desvarío de colchones enrollados, de alacenas vacías, de sillas de esparto, de mesas que parecen proceder de mundos imposibles y contradictorios. Objetos que tartamudean historias que no conoces, que no deseas conocer. El armario veneciano se ha transformado en tres tablas mal atornilladas a la pared, y el escritorio del salón en una especie de mesita camilla coja, y el piano ha dado paso a un butacón con el fieltro muy sobado. Tus muebles como cadáveres que al descomponerse hubieran dado origen a otras formas de vida; formas humildes y en cierto modo repugnantes.

En las paredes blancas, parches de sombra que parecen ventanas tapiadas; el lugar donde alguna vez colgaron fotografías y cuadros. Te detienes frente a uno de esos rectángulos renegridos, tratando de recordar. No lo consigues. También el Vecino mira ese mismo punto, esa pared donde ya no queda nada que mirar. Los saqueadores, los malditos saqueadores, repite, meneando la cabeza. Se han llevado tantas cosas. Tal vez él debería haber hecho algo para evitarlo, pero al final no tuvo valor; qué puede hacer uno contra hombres armados, salvajes que no se detienen ante nada: sólo esconderse detrás de la puerta y rezar para que su casa no fuera la siguiente. Durante meses tu apartamento estuvo vacío y a él se le rompía el alma de verlo así. Por eso decidió reunir unos muebles nuevos, es decir, esos muebles viejos que ves; había tantos tirados por la calle después de los bombardeos y tu casa estaba tan vacía, digamos tan desnuda, que no dudó ni un instante en vestirla. Al fin y al cabo los dueños de esos muebles ya no los necesitarían más, que Dios le perdone, y tú en cambio podías regresar, ibas a regresar en cualquier momento. Eso tampoco lo dudó nunca: que regresarías tarde o temprano. Y no sabes lo feliz que le hace que haya sido así, y que ahora pueda estar contándote todas estas cosas, sin callar ni siquiera las más terribles. Porque él vio a los desvalijadores desde el otro lado de la mirilla, tienes que saberlo; vio cómo se echaban al hombro los fusiles para cargar los armarios, y el escritorio, y hasta el piano. Los oyó contar chistes, los vio hacer cálculos para maniobrar en la escalera, fumar y rascar un fósforo en el marco dorado de una pintura, y al mirar sus rostros, esos rostros que deformados por la lente de la mirilla ni siquiera parecían humanos, no pudo evitar preguntarse qué clase de mundo permite una indignidad como ésa; qué futuro le estamos legando a nuestros hijos.

Eso te dice, siempre sin apartar la vista del cuadro que ya no está; siempre sin mirarte.

Después aparece ella. Al principio ella es el ruido de una puerta que se abre, justo detrás de vosotros. Ella es un olor lejano a jabón casero. Ella es una figura que sale de pronto del cuarto de baño, con el pelo húmedo y el cuerpo silueteado por el vaho. Ella es una muchacha detenida en la puerta con los ojos muy abiertos, con una toalla colgando de un brazo y un montón de ropa debajo del otro. Ella es alguien que acaba de bañarse en la que alguna vez fue tu bañera y todavía tiene los pies descalzos. Por un momento te sobreviene una impresión absurda: la sensación de que esa mujer no es una mujer sino la imagen extraída de una pintura, quién sabe si incluso de ese cuadro que alguna vez estuvo colgado en el pasillo. Escuchas la voz del Vecino, como viniendo de un lugar muy lejano. El Vecino reprochándole que esté allí, parada como una estúpida; allí, usando un baño que no le pertenece; allí, escuchando una vez más lo que ya debería haberle quedado claro, lo que ya le ha repetido tantas veces, que ésa no es su casa, que esa casa pertenece al hombre que está ante ella, ese hombre que al fin ha vuelto, tal y como él advirtió y anunció y prometió; ese hombre al que le debe un poco de respeto. La muchacha intenta decir algo y luego se contiene, baja los ojos, aprieta un poco más fuerte el montón de ropa, como si lo opusiera a modo de escudo. Saluda sin alzar la vista y casi corre hacia la puerta.

Desaparece.

Es mi esposa, murmura con gesto de fastidio el Vecino.

Tú te quedas mirando el suelo del pasillo, y en ese suelo las huellas húmedas y breves de los pies de la muchacha, cada vez más delgadas conforme se alejan. Los pies de la Esposa, piensas.

Tienes que disculparla, continúa el Vecino. Es una buena muchacha, después de todo. Como a él le gusta repetir, la guerra le ha traído una cosa buena y otra mala: la buena es su mujer, la mala es su cojera. Dos cosas malas, en realidad: no hay que olvidar a los comunistas. Pero tú seguramente no quieres hablar de política, y menos después de todo lo que has vivido. El caso es que es una buena chica pero todavía comete esa clase de imprudencias, quién sabe si por su juventud. No debes tomártelo como una falta de respeto: es sólo que en su casa no tienen bañera y ella, por supuesto sin maldad alguna, ha estado utilizando la tuya de vez en cuando. Espera que no sea un problema para ti. La pobre se crio en un pueblo de la montaña, donde no conocen más agua caliente que la que se usa para hervir las patatas, cuando las hay, y por eso está como fascinada por la idea de darse un baño todas las semanas. En cualquier caso puedes estar tranquilo: ahora que estás de vuelta no volverá a molestarte.

Tú no dices nada. Continúas mirando las medialunas de sus pies, cada vez más delgadas, hasta que desaparecen.

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