Kanada

Kanada


Capítulo 4

Página 7 de 58

 

 

 

 

Antes de marcharse, el Vecino te hace prometer que esa misma noche cenaréis juntos. Hay mucho que celebrar. La Esposa desplumará un pollo para ti, y abrirán una botella de buen vino, y brindaréis todos juntos por un nuevo comienzo. Sientes la tentación de responderle que nada puede comenzar otra vez; que si hay algo que has aprendido es que nada termina nunca. Abres la boca y más tarde la cierras. Lo único que quieres es quedarte solo. Y aunque el Vecino habla y habla sin cesar mientras se aleja pasillo arriba, aunque se vuelve todavía un par de veces para darte explicaciones que no escuchas, finalmente lo consigues.

Te quedas solo.

Paseas por una casa que no es tuya. Te pertenece del mismo modo que podría pertenecerte el cadáver de un ser querido: no es de nadie más pero tampoco termina de ser tuyo, quieres cubrirlo de tierra cuanto antes y quedarte con su recuerdo. O no quedarte con nada: un vacío. Pero no puedes enterrar tu casa muerta. Sólo pasear por esas habitaciones que parecen cuartos de pensión o de hotel, sin detenerte nunca; acariciar a tu paso las paredes y el cristal de las ventanas, cuyo tacto frío sí reconoces. Las mismas ventanas, las mismas puertas, los mismos interruptores. Encuentras un diminuto consuelo en el cuarto de baño: en él permanecen intactos el lavabo, los azulejos, el espejo, las cañerías de plomo, la bañera. ¿Se habrían llevado también la bañera, si no hubiera sido tan pesada? Deslizas el dedo por la superficie blanca de la cerámica, en busca del calor que el cuerpo de la Esposa no ha dejado.

Es entonces cuando piensas en tu despacho. La única puerta que todo este tiempo ha permanecido cerrada. Y la abres, claro, dudas un momento y al final la abres. El sol que entra por la ventana te deslumbra. Un haz luminoso en el que ves flotar el polvo, trazando rutas espesas en el aire. Luego miras a tu alrededor y descubres lo que queda de tu vida. Ves una sucesión de bultos cubiertos por sábanas blancas, ves los hierros despiezados de una cama, tu cama, ves la estufa negra, ves un rimero de libros deshojados cubriendo el suelo. Una pila de carbón. Una alfombra enrollada. Junto a la ventana tu telescopio, todavía acoplado a su trípode. Guiñas un ojo para mirar a través del ocular: una imagen difusa, una especie de niebla verdosa que no deja ver nada. Parece un telescopio roto. Sonríes. Eso debieron de pensar los saqueadores: sólo es un telescopio roto. Y lo dejaron ahí, junto con todos aquellos restos que no pudieron o no quisieron llevarse porque no valían nada. De qué sirve un telescopio en plena guerra: quién pagaría un solo pengő por ver la vida amplificada, perturbadoramente cerca, cuando lo que todos desean es alejarla lo más posible; huir hasta donde la realidad no pueda tocarlos.

Continúas revolviéndolo todo, levantas sábanas, soplas nubes de polvo en el aire viciado. Una lámpara desflecada. Un barreño abollado. Un colchón encanecido por la humedad, con la tela desgarrada de arriba abajo. Por el costurón abierto se ha derramado un rastro de plumas que se te pegan al cuero de los zapatos: basta el menor movimiento para alzarlas en un torbellino que tarda mucho tiempo en aquietarse. Alguien ha mullido un rincón del despacho con unos puñados de heno venidos de quién sabe dónde, como improvisando una cama o un pesebre. Imaginas un caballo recostado en el suelo. Un caballo que mastica con los ojos muy abiertos y se asoma luego al balcón para mirar sin ver el fondo de la plaza Corvin desde la altura. Un caballo al que por alguna razón alguien hubiera hecho ascender coceando por la escalera de servicio. Es absurdo, aunque no demasiado: resulta más difícil entender otras cosas. Por ejemplo quién se tomó la molestia de desencuadernar uno a uno todos los libros de la biblioteca, buscando entre las cuartas y debajo de los lomos quién sabe qué. Y sin embargo no hay huellas de herraduras en el suelo, sólo de zapatos de hombre y de mujer, incluso la silueta de un pie desnudo cuyos cinco dedos aparecen claramente definidos en el polvo. Un ejército de pies que se persiguen y alejan en una coreografía vertiginosa. Sólo ellos han podido llevarse consigo las montañas de ropa y los muebles, las mesas, lámparas, sillas, y dejar a cambio aquel montón de paja. Te resistes a hacer un inventario de los cuadros perdidos, las copas de cristal de las que no volverás a beber, alfombras que no volverás a pisar. No buscas tu gramófono. No quieres saber adónde han ido a parar los cuadros del salón ni la otomana del dormitorio. No necesitas saber por qué el Vecino rebuscó entre los escombros para reunir todos esos muebles que no quieres. Te obsesiona sólo eso, el montón de paja, su olor a desván clausurado y a excremento seco. El misterio de su procedencia: ese trozo de campo que florece como por milagro en una ciudad hecha de hierros y de cemento, de piedra y de ladrillo.

Se hace de noche. Con la oscuridad llegan el hambre y el frío, y tú no te mueves. No enciendes la luz. Sigues ahí, detenido en ese momento que no te llevará a ninguna parte. Prendes la estufa. Arrojas el montón de paja y te sientas a verlo arder con las palmas vueltas hacia el fuego. Piensas en tu saco de lona, olvidado en algún rincón de la casa, y dentro la cuña de queso que no vas a buscar. Piensas en la lluvia que otra vez vuelve a batir las ventanas. Piensas en Kanada, no quieres pensar pero igual piensas, y luego cierras los ojos y piensas en ti como un objeto más del despacho, no más importante que la propia estufa o el colchón destripado, que los libros sin tapa o el telescopio que apunta inofensivamente a la calle. Es entonces cuando escuchas el primer timbrazo, y luego otro, y otro más, varios golpes en la puerta que suenan como una lluvia pesada y dura, y tú que continúas con los ojos cerrados, que te tapas los oídos con las manos, y aprietas muy fuerte, y esperas hasta que los ruidos cesan y el fuego también cesa.

Ir a la siguiente página

Report Page