Kanada

Kanada


Capítulo 20

Página 23 de 58

 

 

 

 

El Sobrino hace mucho ruido. Tanto que a veces no puedes soportarlo. No importa que cierres la puerta de tu despacho y te cubras la cabeza con las mantas: de alguna forma se las arregla para llegar hasta ti en forma de portazo, de carraspeo, de canción que silba desde el cuarto de baño. Escuchas su voz. Escuchas el ruido de su respiración; ese resuello bestial que se desliza por debajo de la puerta. El rumor de su garganta al tragar saliva. El latido de su corazón. A veces pasas la noche en vela escuchando sus sueños, porque los sueños del Sobrino están sorprendentemente cargados de imágenes y ruidos. Por ellos desfilan bicicletas estropeadas que hay que arreglar, manos empapadas de grasa, mujeres vulgares que se dejan abrazar en la penumbra de un callejón, recuerdos de una casa en el campo y de una trinchera en el frente y de un muñeco de trapo en la infancia. Son sueños extraños, perturbadores, de cuyo lecho emerges empapado en sudor y como enfebrecido. Necesitas darte un baño. Necesitas vaciar la vejiga y arañar del fondo de la marmita unas cucharadas de potaje. Pero quién te dice que el Sobrino no está precisamente ahora al otro lado de la puerta, conteniendo la respiración y el pulso y hasta los pensamientos para sorprenderte cuando ya sea demasiado tarde; para tocarte otra vez con sus preguntas y con sus manos negras.

Prefieres sentarte de nuevo. Contar una vez más las tablas del suelo. Los desconchados del techo. Los libros que yacen amontonados junto al jergón, componiendo una nueva pirámide -ciento doce-. Por primera vez en mucho tiempo vuelves la vista hacia ellos. Son estúpidos, los libros. De pronto te parece imposible haberlos leído alguna vez: haber creído que sus palabras podían contener algo verdadero, un sentido más allá de sus páginas. Alzas algunos de los volúmenes desencuadernados. Los abres al azar. Lees al desgaire una o dos frases. Libros de Física, de Matemáticas, de Astronomía. Libros que conoces y has olvidado, porque siempre estuvieron vacíos. Repites en voz alta esas palabras que alguien eligió muy lejos de ti, en ciudades donde nunca has estado, en habitaciones de hotel o en mesas de café, en buhardillas o en burós de oficina. Personas que no te conocían, que jamás te llegarán a conocer. Cada libro como una ventana abierta a un mundo definitivamente desaparecido, peor, una ventana abierta a un mundo que nunca existió, que nunca importó realmente. Un decorado al otro lado del cual no había nada, como esas fachadas huecas que viste todavía en pie, a ambos lados de la avenida Andrássy.

Un libro de Matemáticas Avanzadas. Un cuento infantil, con las páginas llenas de tachaduras y garabatos. Un ejemplar de la Enciclopedia Británica. Un manual de Física. Un álbum de fotografías. Casi sin darte cuenta has ido arrojándolos al fuego. Los tomas de la pila, les echas un vistazo distraído y después los abandonas en el hueco de la estufa, como un fogonero que aprovisiona su locomotora. Dentro de la salamandra sus páginas parecen florecer por un momento, despojarse de su sinsentido; abrirse como un abanico de fuego para iluminar el mundo por primera y última vez.

Ir a la siguiente página

Report Page