Kanada

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Capítulo 21

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Tu biblioteca tenía ciento doce libros y ahora tiene uno. Es un manual de Astronomía, con las tapas negras arrancadas y las páginas llenas de anotaciones y subrayados. Te basta abrirlo para recordar. De pronto te ves a ti mismo subido a una tarima, repitiendo todas esas palabras con un libro semejante en las manos. Quizá el mismo libro. De hecho algunas de sus páginas te resultan familiares, como si las hubieras leído en voz alta muchas veces. Eres capaz de recordar la masa de Mercurio −3,302 × 10²³ kg-, pero nada de lo que sucedía antes o después de entrar en el aula. O mejor dicho, lo recuerdas, pero esos recuerdos no parecen tener ningún significado: le han sucedido a otra persona. Esa misma imagen, tú subido a la tarima con un libro en las manos, te parece ajena. ¿Qué tenías que enseñarles a todos esos chicos? ¿Acaso las páginas de un libro iban a hacerlos más felices? ¿Puede el perihelio de Júpiter ponernos a salvo de algo? Sólo recuerdas esto: tú subido a la tarima, hablando. Y el resto de las cosas -la ley de Titius-Bode, el prefacio de De revolutionibus orbium coelestium, los epiciclos de Ptolomeo, el rostro pintado a carboncillo de Kepler- te parecen vacías, indiferentes. Lees sus páginas concienzudamente, como un estudiante que memorizara las respuestas de un examen, a la espera de una revelación que nunca llega. Un catálogo de nombres de otra época, ciegos que una vez encendieron un fósforo en una habitación a oscuras y en el intervalo de esa luz entendieron o creyeron entender el mundo en el que vivían. La mayoría sólo vieron eso: su propia luz brillando, un momento antes de quemarse los dedos. Y ahora tú estás rasgando las hojas de ese libro. Lees sus sueños, sus promesas, sus visiones de alucinado a la luz de una cerilla, y los rasgas de arriba abajo. Arden de inmediato, casi con alivio, tan pronto como los aproximas a la boca de la estufa.

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