Kanada

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Capítulo 24

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Schneider sigue ahí, a tu lado. Su presencia se vuelve más sólida, más real que el telescopio, que tu cama, que la ventana velada por las cortinas, que el Sobrino y su procesión de toses y ruidos al otro lado de la puerta. Está ahí cuando cierras los ojos y también cuando los abres. Sigue a tu lado aunque entierres la cabeza bajo el ovillo de mantas. Escuchas su voz. Escuchas el ruido de su respiración. El rumor de su garganta al tragar saliva. El latido de su corazón. Escuchas incluso sus sueños, llenos de voces y profecías, de estrellas que se encienden y apagan, cometas que vienen de ninguna parte y relojes que invierten el rumbo de sus manecillas. Te mira con los ojos enardecidos por la fiebre. Hasta aquí sientes su calor, como si estuvierais unidos a través de conexiones misteriosas. Un fuego que ya no arde en el brasero apagado sino en su piel, en tu piel, propagándose igual que fluye el agua de un río. Sientes tu cama inundada por ese río, un charco helado bañando tu cuerpo. A veces Schneider te toca: pone la mano sobre tu frente, una mano muy suave y también muy fría. Es la Esposa. Sólo puede ser la Esposa. Él está demasiado ocupado haciendo cálculos, escudriñando el cielo con su telescopio. Es la Esposa, y junto a ella un hombre con el rostro grave y un maletín de cuero del que saca émbolos y cajitas. Una serpiente negra enroscada en torno a su cuello. Sientes el beso frío de esa serpiente, detenida en algún lugar de tu pecho -Schneider, auscultando los últimos latidos del cosmos mientras contempla el fuego-. Tienes clavado en la conciencia un único pensamiento: la fila de la izquierda, la fila de la izquierda, quieres que ese hombre te coloque en la fila de la izquierda. Y el hombre no hace nada: te mira detenidamente, anota algo en su cuadernito y no te coloca en ninguna parte. Te deja ahí, clavado en la cama, flotando en el sopor helado del agua. A tu alrededor sólo eso: una cama, un telescopio, una habitación, ninguna fila. Pero basta cerrar los ojos para ver a Schneider de nuevo. Schneider, que no ha dejado de trabajar ni un solo instante. Escribe apoyado en el antepecho de la ventana, bañado por la luz del sol o de las estrellas. Tampoco él tiene libros. Tampoco abre la puerta. Únicamente le interesa el futuro, los días o años que lo separan del fin de los tiempos -«la supervivencia del universo estaba amenazada por un apocalipsis inminente»-. Usa ante tus ojos instrumentos que sólo has visto en los cuadros de época: sextantes y astrolabios, esferas armilares y cuadrantes; cartas estelares viejísimas, con calveros horadados por el punzón del compás. Tú sabes que se equivoca. Que ninguna de las anotaciones de su cuaderno -posiciones, elípticas, paralajes- tiene sentido alguno. Pero tal vez una vida sin sentido no quiera decir una vida que no merezca la pena ser vivida. Eso te dices, flotando en la deriva lenta de tu cama, mientras a tu alrededor los objetos bailan y giran como girasoles o planetas. Planetas. También ellos danzan en torno a un epicentro invisible; con sus movimientos ocultan el secreto de que no hay en realidad ningún secreto. Así también tú, así el ser humano, viviendo al calor de ideas que con el tiempo se revelarán falsas o sólo aproximadas. Templos llenos de nada. Universidades para transmitir la nada -¿qué enseñabas tú, en aquellas aulas?-. Fronteras con que defender un nombre frente a la amenaza de otros nombres. Y eso no impide que los templos, las universidades, las naciones sean por otra parte bellas y haya algo verdadero en esa belleza.

Belleza. La belleza. Repites la palabra con los labios áridos, petrificados. También la fiebre es bella. También Schneider, su sueño absurdo, su esperanza inútil, son bellos. En la oscuridad te quema el calor de su delirio, un calor bello y terrible al mismo tiempo. Te acuerdas de pronto de las pirámides. Otra vez las pirámides. Siempre las pirámides. Aparecen como esculpidas frente a ti en la oscuridad, iluminadas por una luz que no está. Las pirámides de cascotes que viste desde el tranvía, alzándose a ambos lados de tu cama. Las pirámides de carbón. Las pirámides de libros que ardieron en una pira que también parecía una pirámide. Una pirámide de cuerpos humanos dispuesta sobre el platillo de una inmensa balanza, como balas de cañón o piezas de fruta. Las pirámides de Kanada; no querías verlas, pero igual las ves. Ves sus reflectores girando en la noche como satélites, movimientos sin sentido, sin propósito, por más que Schneider y tú queráis comprenderlos. Ves la noche. Las pirámides de México. Porque aunque parezca imposible, México -Mexiko- está muy cerca de Kanada: sus fronteras casi se tocan cada vez que cierras los ojos. Cara y reverso de una misma moneda. Y México tiene sus propias pirámides: has visto sus fotografías en los libros de Historia. Monumentos al sacrificio que hombres como tú alzaron en el corazón de la selva, hace tantos siglos. Sabes que los aztecas asesinaron en ellas a cientos, tal vez a miles de prisioneros -¿cuánto pesaban sus banquetes de carne humana?y sin embargo sus ruinas parecen tan inocentes, tan grandes hitos de la civilización, tan postalita de recuerdo. Pedestales que soportan en silencio un mundo que no volverá. Todo un sistema que giraba en torno a la muerte, a la nada; su vértice apuntando a un cielo que está y ha estado siempre vacío. Sabes que los dioses que exigían esos sacrificios no existen -qué dioses extraños habrían sido, si a pesar de todo su poder hubieran dejado morir a sus últimos fieles-. Sabes que los gestos con que eran honrados estaban huecos. Que los muertos merecían tanto el castigo como los vivos: su delito era estar ahí, agonizando en la piedra sagrada en lugar de empuñar el cuchillo de obsidiana. Y sin embargo sus pirámides te parecen hermosas precisamente por eso, por lo que tienen de inútiles, de absurdas, porque no significan nada ni proporcionan nada. Porque están vacías y desnudas en su grandeza. Aquellos hombres y mujeres murieron por nada, y los aztecas levantaron su altar de sacrificios también por nada. Su sangre, esa sangre que ves derramarse peldaño a peldaño hasta empapar la tierra, hasta anegar el suelo de tu cuarto, no puede manchar el sentido de la pirámide, porque la pirámide no tiene sentido alguno.

Así sucede también con la mecánica celeste de Schneider, con ese monumento a la locura que ahora mismo está erigiendo ante tus ojos, cálculo a cálculo, piedra a piedra, hasta llenar toda una vida. A la luz del fuego, su perfil parece el de una bestia o un dios. Sí; puede que no sea más que un loco. Que su idea de devolver la Tierra al centro del cosmos sea absurda, como es absurdo acumular un millón de bloques de granito para enterrar el cuerpo de un único hombre. Como es absurda tu vida, enterrada en una habitación de tres metros de ancho por cuatro de largo. Y sin embargo, de todas las vidas que has visto arder en la salamandra, la suya es la única que puedes tomarte en serio; su empresa, la única que te conmueve. Echar abajo los cimientos de la física y después ponerlos en pie de nuevo para servir a una idea. Un mundo construido desde la raíz para dar sentido a otro mundo. Un sistema perfecto, piensas, al que le toca representar una realidad imperfecta. Porque el universo sería un lugar más hermoso, más admirable, si se pareciera aunque fuera un poco al modo en que Schneider lo concibe. Claro que eso nadie más que tú puede saberlo. Su obra se ha perdido, pero tú eres capaz de reconstruirla pieza a pieza, página a página, cada vez que cierras los ojos. Por ejemplo, ahora.

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