Kanada

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Capítulo 25

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Imaginas que eres Schneider. De hecho quizá lo seas. En la oscuridad de tu cuarto ves girar sus planetas, girar y girar dentro de ti. Te llevas la mano a los ojos, aprietas fuerte, y ves iluminarse las primeras fosforescencias. Un aro de luz amarilla, inmenso, que parece devolverte la imagen de tu propio ojo. Lunares de luz que orbitan lentamente, como reflectores barriendo la noche que hay tras tus párpados. El vértigo de sus trayectorias infatigables, obsesivas, entrecruzándose sin llegar a impactar nunca -«una extravagante órbita en bucle, que podría llegar a afectar la dirección del tiempo»-. Son los planetas, y su danza es el cosmos. Eso todavía tardas un poco en entenderlo. En descubrir que esa imagen no te pertenece: que has comenzado a soñar los sueños de Schneider. No enciendes la luz. No descorres las cortinas. No abrirás la puerta. Pasas el tiempo tumbado en el colchón de plumas sin plumas, abismado en esos puntitos luminosos que se persiguen y enredan como piojos en una cabeza. Como células convocadas en la lente de un microscopio. Dejas enfriar, tocándolos apenas, los cuencos, los platos, las tacitas humeantes que la Esposa lleva y trae a la orilla de tu cama. Un paño húmedo sobre tu frente, que se seca y endurece al calor de la piel. Días o años pasando.

Una extravagante órbita en bucle, movimiento que podría llegar a revertir la dirección del tiempo.

 

Una extravagante órbita en bucle, movimiento que podría llegar a revertir la dirección del tiempo.

 

Estás viendo ahora ese bucle. Lo ejecuta cada uno de esos destellos, es decir, cada uno de los planetas. Parece una cinta de Moebius: ese cuerpo serpentino, alucinante, misterioso, que tiene una sola cara y que cualquiera puede confeccionar con una simple tira de papel. Aún te queda la lucidez suficiente para darte cuenta de que es imposible; fue Moebius quien inventó la cinta de Moebius, y lo hizo además cuando Schneider llevaba casi un siglo muerto. Al menos eso recuerdas haber leído en uno de aquellos absurdos papeles. Y sin embargo Schneider, es decir, tú, la descubres muchos años antes, en este cuarto o en un cuarto parecido a éste, y el mundo lo ha olvidado. Prendes la luz, doblas la única página que ha sobrevivido a la quema y la retuerces tal y como los libros te han enseñado a hacerlo -aunque por otro lado los libros sólo saben lo que tú les has enseñado-. La esquina A doblada para unirse a la esquina 2, la esquina 1 con la esquina B. Véase el dibujo adjunto. Ya está: con un simple movimiento has construido un cuerpo que consta de una sola cara. Bastaría rayar la hoja con una pluma -pero ya no tienes pluma- para darte cuenta de que el final de la línea se topa o se confunde con su principio. Que lo que parecen dos caras es en realidad una sola, arriba es abajo, lo interior es lo exterior, la portada del libro es también su última página. Ése es el dibujo que hacen las trayectorias de los planetas. Ése es el dibujo que hace también el tiempo. Parece discurrir en línea recta, siempre hacia adelante, y cuando menos lo esperas ya está de vuelta con el rumbo trastornado, para contar una historia diferente en la que los efectos aparecen convertidos en causas y las causas en efectos, y ya no se sabe si son los padres quienes hacen a sus hijos o los hijos los que engendran a sus padres. La Creación como un río que el océano escupiera hacia la tierra, en busca de su diminuta desembocadura en las montañas. Una ciudad derrumbándose en ruinas que parecen cimientos. Tú muriendo y después naciendo de nuevo.

Para eso tiene que morir el cosmos: para que una vez más todo comience.

Excitado por ese descubrimiento, llenas un cartapacio con diagramas y cálculos y te diriges a tu audiencia con el papa. Primero te retienen en la galería de invitados. En esa recepción esperas minutos o meses. Sentado en uno de los taburetes de terciopelo te enteras de la existencia de Urano, que acaba de ser descubierto gracias a un telescopio más potente que el tuyo, el telescopio que siempre has deseado, y por un momento te paraliza pensar que tendrás que modificarlo todo, poner patas arriba todos tus cálculos para encajar en ellos ese remoto pedazo de piedra. En algún momento, un chambelán te conduce hasta el papa. Te espera en un salón inmenso, rodeado de hombres con capelos rojos o casacas de seda. Un salón que podría ser tu cuarto, si fuera veinte o treinta veces más grande y tuviera recogidas sus cortinas doradas para dejar entrar el sol de Roma. Apenas te prestan atención -la voz te tiembla- y en algún momento les muestras la cinta de papel y su aburrimiento se transforma en distraída curiosidad, en expectación de niños que esperan el próximo truco del feriante. Se van pasando la cinta, tu treta de mercachifle; la tocan con su dedo, la tiznan con una pluma, tal y como les has pedido que hagan, y comprueban que en efecto tiene una sola cara -vea su santo padre cómo tiene una sola cara-. El santo padre ríe, complacido. Los cardenales y los nuncios ríen. Hay un hombre que no sabes quién es y también él ríe. Hasta los alabarderos estiran un poco la cabeza; también ellos quieren asistir al prodigio. Ha llegado tu momento, piensas, y de pronto te arrancas a hablar furiosamente, con la desesperación de quien sabe que el final está muy próximo. Le explicas que Kepler está equivocado, que Copérnico está equivocado también, que todos los hombres que vienen a hablarle sobre leyes gravitacionales y planetas recién descubiertos no dicen más que majaderías; que ésa es la órbita en la que verdaderamente se mueven los planetas, y que al hacerlo echan a andar el tiempo y al mismo tiempo lo desandan, cómo explicarle, santo padre, lo que los planetas hacen, lo tengo todo aquí, en mi cabeza, en mis papeles, en mi memoria; le dices que hasta ahora el cosmos, y el tiempo con él, han seguido una misma dirección, pero que eso está a punto de cambiar; que Dios es como una inmensa araña y su Creación la tela que teje y más tarde desteje. Que el tiempo está lleno de agujeros y estamos a punto de caer en uno de ellos. Le hablas incluso de las pirámides de Kanada, como si entenderlas fuera posible; como si el papa, un hombre al fin y al cabo, pudiera comprender lo que Dios mismo todavía ignora. Dices muchas cosas: las suficientes para que el santo padre levante de pronto uno de sus guantes blancos. Su expresión complacida ha mudado en otra cosa, se ha ido endureciendo, horrorizando, porque sólo un papa sabe qué estrecha puede ser la frontera entre el dogma y la herejía, entre la luz y la oscuridad; cómo quienes interpretan más rigurosamente las Sagradas Escrituras son con frecuencia aquellos que más gravemente las traicionan. Como en ese papelito que acabas de mostrarle, donde arriba se convierte de pronto en abajo y puede tomarse el camino del Cielo tan directo que se acabe ascendiendo hasta el círculo más profundo del Infierno. Y un papa puede soportar que la Tierra ya no esté situada en el centro de la creación, y que sea el Sol el que permanezca inmóvil, aunque en el Libro de Josué se diga otra cosa; puede soportar las trayectorias elípticas y las fases de Venus y el movimiento planetario que barre áreas iguales en tiempos iguales; puede soportar la ley de la gravitación universal y el principio de acción y reacción, pero no a ese astrónomo loco que se arrodilla en la alfombra con sus bártulos de nigromante, de ningún modo, eso es insoportable. Así que hace que un lacayo te levante por los hombros, te devuelve pellizcando con un solo dedo la cinta de Moebius, es decir, la cinta de Schneider, y te dice que vuelvas a tu retiro, a tu observatorio diabólico, que dejes las Sagradas Escrituras a quienes sepan interpretarlas. Eso dice, o dice alguna otra cosa, pero en cualquier caso vuelves a tu retiro, a tu observatorio diabólico, con tu inmenso cartapacio y tu resma de hojas donde se asegura que a la Creación le quedan tantos años y tantos días, y empleas el resto de tu vida en fijar cuántos son exactamente esos años y esos días; tientas diferentes cifras, años que cambian en función de tu humor y del progreso de tu enfermedad: 2374 primero, y luego 2017, y 1945, y 1889, y por último 1787, 1787 al fin, pasado mañana, mañana, apenas dentro de cinco minutos -«Johannes Schneider (1728 − 1787)»-. Y en esos instantes últimos, ya postrado en la cama y a punto de cerrar los ojos -otra vez la fiebre-, aún tienes tiempo de comprender que siempre estuviste en lo cierto mientras todos se equivocaban; que es ahora cuando mueres y contigo el mundo en que creíste también muere.

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