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Segunda hora: Geografía » 32. Ciro y el río

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32. Ciro y el río

Cuando uno de sus caballos favoritos se ahogó al intentar vadearlo, Ciro, rey de los persas, se enfureció tanto que decidió castigar al río Gindes. Detuvo la marcha de su ejército rumbo a Babilonia y obligó a los soldados a excavar trescientos sesenta canales, para derivar las aguas del Gindes y así vaciarlo. Ciro quiso que las aguas del río se perdiesen en la llanura, estancándose en pantanos y bañados, y que su lecho principal quedase casi vacío, sin mayor profundidad que la de un arroyo. La medida de la humillación que pensaba infligirle era precisa: en su parte más profunda, el Gindes no debía llegar a la rodilla de una mujer.

Esta historia suele ser narrada para describir el poder omnímodo de Ciro, el rey que mutiló a un río y obligó a sus soldados a trabajar como esclavos para vengar a un caballo. Líder del ejército más poderoso del mundo, que ocultaba al sol cuando arrojaba sus flechas, Ciro hubiese castigado al sol de haberlo deseado, y también a la luna y a los mares.

Yo siempre entendí la historia de Ciro de otra forma. De niño creía que Ciro era un ignorante y un insensato. Ignorante, porque atribuía al río Gindes personalidad e intenciones. Un río nunca puede ser asesino, y menos aún avieso; un río es sólo un río. E insensato porque puso en riesgo su campaña militar por un capricho, haciendo que sus hombres se llagaran las manos con las palas y no pudiesen tomar luego sus arcos y espadas. La historia no lo dice, pero muchos soldados deben haber muerto durante la excavación, elevando todavía más el precio de la venganza. Nunca un caballo recibió tributo más extravagante.

Con el correr de los años, mi visión de Ciro dejó de ser monocromática. Al principio Ciro era un monarca exótico, de trenzas en la barba e idioma brutal, cuyas decisiones sólo podían ser comprendidas como parte de la lógica olímpica de los más grandes reyes y guerreros. Después pasó el tiempo (hay ríos que ni siquiera Ciro podría detener) y cuando volví a leer la historia de Ciro ya no lo sentí distante ni incomprensible. Se parecía a muchos que yo conocía, con quienes compartía un rasgo de lo humano: la tendencia a acumular poder sin preguntarse nunca para qué y cómo emplearlo. La gente que tiene el poder de Ciro (militar, político, económico) suele olvidar que el poder engendra responsabilidad y prefiere creer que el mal está siempre en los otros. Desviar un río es más fácil que asumir la verdad; Ciro no quiso ver que el caballo no se habría ahogado si él no lo hubiese forzado a cruzar.

He sabido de muchos Ciros a lo largo de mi vida. Algunos sólo figuran ya en libros que nadie abre. Otros comparten nuestro aire y nuestras calles. Y aunque vivan hoy en palacios y se les rinda pleitesía, el tiempo hará con ellos lo que hizo con Ciro. Los hombres que acumulan poder y lo malgastan son como monedas de una sola cara: no tienen valor en ningún mercado.

Fue en Ciro en quien pensé cuando reviví la historia del trampolín que instalamos sobre las aguas de la pileta. Que la ligazón entre ambos hechos no sea evidente no significa que no exista; no vemos la trama que anuda las raíces de cada árbol debajo del suelo, y sin embargo está.

Pero es verdad que no tengo una respuesta concluyente. Imagino que la violencia con que otros desviaban por esos días el curso de mi historia me sugirió una delicadeza superior a mis años. Imagino que corregí a Ciro, asumiendo mi responsabilidad en el ahogamiento de los sapos y respetando la existencia del río. Imagino que quise actuar con la inteligencia de la naturaleza, y no hacer más de lo que ella habría hecho al derribar un árbol y hundir sus ramas en el agua de la pileta. Ninguno de estos razonamientos cruzó entonces por mi cabeza llena de invasores y Houdinis, pero eso no significa que no me hayan asistido en mis acciones. Si algo aprendí en el transcurso de mi vida, es que pensamos con mucho más que el cerebro. Pensamos con el cuerpo, también, y pensamos con el afecto que sentimos, y pensamos con nuestra noción del tiempo.

Que unas páginas más adelante Ciro muera y su cuerpo sea hundido en una tina llena de sangre humana es, en apariencia, un hecho que no tiene conexión con la historia del río Gindes. Algo, sin embargo, me dice que no es así.

Vemos con más que los ojos. Pensamos con más que el cerebro.

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