Kamchatka

Kamchatka


Segunda hora: Geografía » 33. Lo que ellos sabían

Página 38 de 94

33. Lo que ellos sabían

Yo no ignoraba que corríamos riesgo. Estaba claro que los militares perseguían a los opositores, en especial a los que se decían peronistas y/o de izquierda, una definición amplia que englobaba a papá, mamá y los tíos. Estaba claro que de encontrarlos los arrestarían, como habían arrestado al socio de papá. Y estaba claro que la violencia podía ser extrema. Las balas que mataron al tío Rodolfo no habían salido de su propia arma, si es que tenía alguna entre las manos a la hora de morir.

Pero el peligro era una consideración lateral. Ya alguna otra vez papá había desaparecido de casa por algunos días, entre el 74 y el 75, durante el auge de la Triple A, para regresar al poco tiempo sano y salvo, y además convencido de que las aguas se habían tranquilizado. La vida seguía su curso. Nunca pasaba nada grave. Cosas de la política. Uno participa, va a marchas, canta, da discursos, vota. A veces recibe aplausos y a veces, palos.

Esta vez parecía algo más serio —de hecho involucraba por primera vez al Enano y a mí—, pero tampoco de gravedad. Ahora nos tocaba desaparecer a todos durante algunos días, al término de los cuales volveríamos a casa y a nuestras actividades y todo seguiría como antes, militar más, militar menos.

Lo que más me molestaba, la preocupación central de mis días, era la interrupción de lo cotidiano. Verme apartado a la fuerza de mis rutinas con Bertuccio. Verme apartado a la fuerza de mis cosas, que dejaban de estar a mano y a las que ya no podía utilizar cuando y como quisiera. Verme apartado a la fuerza de mi mundo chico, mis calles, mis vecinos, mi almacenero, mi kioskero, mi club. Verme apartado a la fuerza del universo de sensaciones a que estaba habituado: el perfume de mis sábanas, el suelo que sentía debajo de mis pies al levantarme, el sabor del agua de la canilla, los ruidos de la carpintería que se cuelan por el patio, la visión del cantero con las plantas de mamá, la superficie rugosa de la perilla de mi televisor.

La quinta podía funcionar como una improvisada vacación —ese primer fin de semana compartimos más tiempo con papá y mamá que en los meses precedentes—, pero era difícil olvidar que habíamos sido obligados a tomarlas. Una cosa es una vacación planeada, soñada, prevista. Otra muy distinta es verse obligado a correr y a permanecer en otro sitio, no importa cuán dorado, hasta que se descorra el velo y nos devuelvan nuestra vida.

Durante muchos años, mientras vivía en Kamchatka y me cuidaba de los osos salvajes, pensé que había atravesado el túnel de aquel invierno del 76 con los ojos vendados. Finalmente comprendí que papá y mamá iniciaron el trayecto casi tan ciegos como yo. Su opción política era clara y transparente y jamás renegaron de ella. Pero hasta el 24 de marzo de 1976, fecha del golpe militar, supieron a qué atenerse. Después ya no.

(La dictadura empezó un 24 de marzo. Houdini nació un 24 de marzo. El tiempo es raro y ocurre todo junto.)

El advenimiento de la dictadura cambió las reglas del juego. Todo lo que mis padres veían a su alrededor eran sombras. Se sabían buscados —sus compañeros de militancia lo estaban—, pero no sabían qué ocurría con los que caían en manos de la represión. Simplemente se desvanecían en el aire. Sus familiares reclamaban por ellos, pero en las comisarías, los cuarteles y los juzgados decían no saber nada al respecto. No existía una orden legal de captura, ni cargos formales en su contra. Y sus nombres no aparecían en ninguna lista de prisioneros. Una semana después de la detención del socio de papá, nadie sabía aún nada de su paradero.

Esos meses iniciales fueron los meses de la devastación. Mucha gente creyó que bastaba con retirarse de la actividad política para ser respetada. Fueron a buscarlos a sus casas. Cualquier lugar público era peligroso, bares y cines, restaurantes y teatros, porque las redadas no conocían límites y ocurrían a toda hora. Salir sin documentos era peligroso, porque la imposibilidad de identificarse resultaba causa suficiente para terminar en la comisaría. Pero salir con documentos lo era aún más, porque en ese caso ni siquiera se llegaba a la comisaría; el hombre era identificado, detenido y puf, se desvanecía en el aire.

Aquellos que pensaron que la represión iba a seguir pautas claras y reconocer límites se equivocaron también. En los primeros días de abril papá se encontró con un abogado amigo, Sinigaglia, que durante un café le dijo que —eso pensaba— a partir de entonces las cosas iban a tener que encarrilarse. Sinigaglia explicó que el respeto natural que los militares sienten por las formas y los estatutos los impulsaría a legalizar la represión, disolviendo los grupos parapoliciales y difundiendo públicamente las listas de detenidos. Papá pensó que lo que Sinigaglia decía tenía su lógica, pero aun así le aconsejó que no se hiciese ver por los Tribunales. Sinigaglia rechazó la idea de plano. Dijo que ya lo habían amenazado miles de veces, y que no renunciaría a la idea de defender presos políticos y presentar habeas corpus.

Me acuerdo bien de Sinigaglia. Un hombre alto, de pelo engominado y bien tirante, cuyo estilo anticuado en materia de trajes lo hacía parecer más viejo de lo que era. Me trataba siempre de pibe, qué hacés pibe, cómo andás pibe, y me revolvía el pelo, supongo que intrigado por la cabellera agresiva que tanto contrastaba con la suya.

Sinigaglia fue el primero en caer. Se lo llevaron en un auto sin placas identificatorias. Lo imagino sufriendo por el efecto de los empujones sobre su traje bien planchado y diciéndome qué barbaridad, pibe, por qué así, si no hay necesidad.

Después cayó Roberto, una mañana en que papá no había ido al estudio. De haber estado, se lo habrían llevado también. Ligia, su secretaria, le dijo a papá que los hombres que se llevaron a Roberto lo habían subido a un auto sin placas. Obligada a describir a esos hombres, Ligia dijo que eran maleducados. Al pobre doctor lo sacaron a empujones, como un vulgar delincuente, dijo Ligia, que también era de la vieja escuela.

Papá no quiso correr más riesgos. Esa misma mañana me fui del colegio, dejando el misterio de la vida a media proyección.

Mamá se sentía más segura. La asociación gremial que lideraba en la universidad se definía como independiente. No sólo no era una agrupación peronista, sino que se había enfrentado con el peronismo en las elecciones. Protegida por la neutralidad de su tarea profesional, y dada como lo era a interpretarlo todo en términos de proposiciones razonables y hechos científicos, mamá creyó que atravesaría el chubasco sin mayores inconvenientes.

Pero todos los días le llegaba la misma clase de historias. Profesores y alumnos que se caían del mapa. De algunos se decía que los habían ido a buscar, siempre con el mismo modus operandi: gente vestida de civil, armada hasta los dientes, circulando en automóviles sin patente. Otros se esfumaban, simplemente, y nadie volvía a saber de ellos. Las listas de los que cursaban las materias se llenaban de ausentes.

En aquellos días de abril, las sombras comenzaban para papá y mamá en el límite preciso de la quinta. La imagen de la isla que mamá había propuesto como ayuda visual tomó vida propia y comenzó a perseguirla, como el Cristo de madera al aterrado Marcelino. Más allá de la quinta sólo había incertidumbre, aguas peligrosas y una bruma impenetrable. Querían hablar con cierta gente y descubrían que se la había tragado la tierra. Muchos teléfonos no respondían nunca a sus llamados. En otros respondían voces que lo negaban todo. La información se les volvió fragmentaria, imprecisa. Recibían evaluaciones de la situación que no podían compatibilizar con la realidad que creían ver. En medio de esta neblina, cada vez les costaba más saber qué hacer y a qué atenerse.

Por eso mamá volvió al trabajo. Quería tener al menos una línea abierta de conexión con lo que estaba pasando. Desde el laboratorio mamá podía hablar, preguntar, organizar reuniones, plantearse una modesta actividad política.

A los pocos días la ansiedad se impuso sobre papá, que decidió regresar también a sus tareas.

La pregunta era qué hacer con nosotros.

Ir a la siguiente página

Report Page