Kalashnikov

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Capítulo 20

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Capítulo 20

A Mario Volpi le faltaba poco para cumplir los setenta, tenía mujer e hijos, dos hermosas casas, un pequeño velero y una confortable situación económica que le permitía contemplar el futuro con una cierta tranquilidad, siempre que rebajara el desaforado ritmo de vida que había llevado durante aquellas tres décadas en las que su jefe le compensara puntual y generosamente por su comprobada eficacia y fidelidad en un negocio tan complejo y arriesgado como el tráfico de armas.

Precisamente había sido Julius Kanac quien le acostumbrara a comportarse como las mulas que cuando transitaban por terrenos peligrosos no levantaban nunca una pata sin haber asentado antes las otras tres.

Y le había enseñado de igual modo a procurar hacerlo siempre por senderos conocidos sin permitir que un exceso de ambición le precipitara al abismo.

Las reglas de un juego en el que cada apuesta significaba que cientos de seres humanos morirían por culpa de los fusiles o las balas que estaban proporcionando a fanáticos y asesinos, habían sido siempre muy estrictas, por lo que un pequeño error de cálculo solía concluir con el desagradable resultado de encontrarse con una de aquellas mismas balas alojada en el cerebro.

Por ello, cuando acudió a reunirse una vez más con la inteligente pero inquietante hija del que había sido su único patrón durante gran parte de su vida, no pudo por menos que expresarle con total sinceridad cuanto pensaba acerca del nuevo «cliente» con el que había decidido hacer negocios.

—El problema con que podemos encontrarnos no se centra en esa cuadrilla de muchachitos desesperados a los que les da igual morir de hambre o que les peguen cuatro tiros durante el asalto a un barco —dijo—. Ni tampoco en unos bestiales Señores de la Guerra que jamás han puesto los pies fuera de Somalia.

—¿En quién entonces? —quiso saber ella.

—En los armadores saudíes que pagaron dos millones y medio de dólares por la liberación del súper petrolero Sirius Star. Cuando los ocho piratas regresaban a tierra su embarcación naufragó, cinco se ahogaron y tres fueron capturados. Cada uno, vivo o muerto, llevaba encima ciento cincuenta mil dólares. ¿Qué te indica eso?

—Que faltaba casi un millón y medio de dólares.

—¡Justo! Los que se juegan la vida se reparten las migajas mientras que los verdaderos «capitanes piratas» suelen ser astutos hombres de negocios sin escrúpulos que actúan impunemente desde Dubai o Londres.

—Algo he leído al respecto… —admitió Orquídea Kanac sin inmutarse—. Pero de igual modo sabemos que desde antiguo el tráfico de oro y drogas, o ahora el de coltan, se encuentra en manos de astutos hombres de negocios sin escrúpulos que actúan desde Nueva York, Hong Kong o el mismísimo París. Y eso nunca detuvo a mi padre.

—O sea que continúas decidida a seguir adelante con esto.

—A no ser que me ofrezcas algo mejor… —señaló ella esbozando una casi burlona sonrisa—. He intentado aprender deprisa y he aprendido algo que no admite discusión: vender fusiles de asalto es como vender automóviles, puesto que la oferta supera en mucho la demanda, por lo que quien deja pasar la oportunidad de colocar su mercancía se queda con ella en un almacén. Si en esta ocasión el mercado se encuentra en Somalia tendremos que vender nuestro producto en Somalia o retirarnos del negocio.

—Pero los ojos del mundo están puestos en Somalia y hay algo que debes tener muy presente, querida niña: cuando vendemos armas a Kony las emplea para matar civiles congoleños y cuando se las vendemos a guerrilleros y narcotraficantes las utilizan para matar soldados colombianos o policías mexicanos. —Mientras hablaba el italiano iba golpeando con el dedo índice varios puntos de la mesa como si pretendiera remarcar que se trataba de situaciones concretas y perfectamente controladas—. Pero ésas son víctimas que, por decirlo de algún modo, carecen de peso específico y escasa capacidad de reacción… —continuó—. Sin embargo, los piratas somalíes emplean sus armas en atacar petroleros, cruceros de lujo o buques mercantes que transportan valiosas mercancías de grupos económicos muy, pero que muy poderosos. Y ésos sí que tienen un notable peso específico y una enorme capacidad de reacción.

—Creo que empiezo a captar por dónde pretendes ir… —admitió la dueña de L'Armonía—. Continúa.

—No es necesario ser demasiado listo para darse cuenta de que la guerra del coltan se libra desde hace casi treinta años, y pese a que ha costado cuatro millones de muertos, en su mayoría mujeres y niños, las naciones supuestamente civilizadas no han enviado al Congo más que un puñado de Cascos Azules que es más lo que incordian que lo que ayudan. Sin embargo, en cuanto los piratas somalíes han comenzando a atacar los intereses de los países ricos, y pese a que la cifra de víctimas mortales no llega a la docena, ya se encuentran allí representantes de la mitad de las armadas del planeta.

—Alguien aseguró en cierta ocasión que el éxito o el fracaso de un invento no depende de a quiénes beneficia, sino de a quiénes perjudica, y por lo visto en este caso nos estamos enfrentando a un problema similar.

—En la sociedad actual la comodidad de los mil pasajeros de un crucero de lujo pesa mucho más que la vida de un millón de negritos, querida —insistió Supermario—. Los armadores contratan patrulleras yemeníes por quince mil dólares diarios o a grupos de mercenarios tan brutales o más que los piratas, por lo que al venderles armas a esos piratas nos arriesgamos a que nos las metan por cierta parte sin ni molestarse en quitarles el punto de mira.

—Primero tienen que encontrarnos —fue la tranquila respuesta de su interlocutora—. Le he visto de cerca las orejas al lobo de la miseria y me consta que para evitar que acabe devorándome únicamente me han dejado dos opciones: o casarme con un millonario, cosa que no pienso hacer, u olvidarme de lo que no sean mis propios intereses, le pese a quien le pese.

—Se trata de tu conciencia.

—La conciencia se domestica… —Le miró de hito en hito al añadir con marcada intención—. ¿O no?

—¿Lo dices por mí?

—No veo a nadie más.

—Cierto; al principio se rebela e incluso te hace pasar noches en blanco, pero en cuanto le clavas las espuelas acaba por amansarse. —Mario Volpi se encogió de hombros en una muda señal de rendición al añadir—: Creo que he hecho cuanto está en mi mano para tratar de disuadirte, pero visto que no voy a conseguirlo más vale que me ponga de tu parte.

—Excelente idea.

—¿Cuándo recibiremos la mercancía?

—El día ocho.

—¿Y cuándo será la entrega?

—A las dos semanas.

—¿Dónde?

—A sesenta kilómetros al sur de Kismaayo, que es la tercera ciudad en importancia de Somalia. Una serie de islas forman una barrera a cuatro o cinco millas de la costa, por lo que allí el mar siempre está tan quieto como una balsa de aceite; es un lugar perfecto, lo único que tenemos que hacer es reforzar las cajas de los fusiles.

—E impermeabilizar las de munición, supongo.

—¡Por supuesto! —le tranquilizó la dueña de la casa en cuya piscina se encontraban tomando café tras un agradable baño y un ligero almuerzo—. Cada fusil viene de fábrica con envoltura de plástico y te consta que soporta sin problemas casi un mes bajo el agua, pero como no quiero correr riesgos con las balas he ordenado que las transporten en barriles metálicos con las tapas herméticamente cerradas. Cuesta algo más pero vale la pena.

—Veo que lo tienes todo muy bien pensado. ¿A qué distancia está el punto de entrega del almacén de El Cairo?

—A tres mil quinientos kilómetros.

—Mucho es eso… —se vio obligado a hacerle notar Supermario en tono de evidente preocupación—. Ninguno de los aviones que utilizamos posee semejante autonomía.

—Harán escala en Jartum, de la misma forma que suelen hacerlo cuando entregamos las armas a Kony, por lo que no nos queda más remedio que aceptar que los sudaneses se queden con un diez por ciento de la carga. —La muchacha lanzó un suspiro que tenía más de humorístico lamento que de auténtica resignación—: ¿Qué le vamos a hacer? Son gajes del oficio.

—No te quejes, porque tu padre siempre aseguraba que este negocio proporciona un margen de beneficios tan amplio que continuaría siendo rentable aunque la mitad de la mercancía se perdiera por el camino. Bastará con que este envío llegue a su destino para que tengas L'Armonía para rato… —El italiano extendió la mano como rogando que no le interrumpiera—. Y hablando de L'Armonía te recomiendo que refuerces su sistema de seguridad.

—Ya lo he hecho.

—Pues ya me explicarás cómo te las has ingeniado, porque no he conseguido ver ni un vigilante armado, ni un perro guardián, ni un equipo de cámaras.

—No los necesito.

—No deberías tomártelo a la ligera, a causa de la crisis los índices de criminalidad aumentan de una forma espectacular y al parecer una banda de delincuentes extremadamente violentos se dedica a asaltar viviendas de la zona. La Costa Azul siempre ha constituido una gran tentación para los criminales.

—Es el problema de ser rico…

—Por lo que me han contado en este caso se trata de grupos muy bien organizados que dan el golpe y se vuelven de inmediato a sus casas dejando tan sólo una pequeña infraestructura de apariencia inofensiva que es la que selecciona a las nuevas víctimas. —El contable alzó los brazos como si pretendiera abarcar la totalidad de cuanto le rodeaba al concluir—: Esta enorme mansión, habitada únicamente por una mujer a la que además le gusta quedarse sola los fines de semana debe constituir una especia de pastel de nata para esos bárbaros.

—Ya lo había pensado.

—Pero lo que me inquieta no es que te roben, sino que puedan hacerte daño.

—No te preocupes… —intentó tranquilizarle ella—. Siempre he sabido defenderme.

—Eso no es en absoluto cierto y lo sabes. Nunca has necesitado defenderte y hasta que murió tu padre eras la criatura más frágil y vulnerable que he conocido. ¿O no recuerdas que te enfermabas hasta el punto de vomitar porque te aterrorizaba el tráfico de la autopista?

—No era miedo, era asco —puntualizó Orquídea Kanac convencida de lo que decía—. Vomitaba por culpa del ruido y el olor, no por el tráfico. Y como me consta que probablemente volvería a hacerlo, tan sólo me sacarán de L'Armonía con los pies por delante.

—No es algo que me sirva de consuelo —protestó él con absoluta sinceridad.

—Lo imagino, pero debes tener en cuenta que mi padre tomó bastantes precauciones cuando decidió reformar la finca, por lo que no he tenido más que limitarme a adaptar sus ideas a las nuevas tecnologías.

—Prefiero que no me cuentes los detalles —fue la fatalista respuesta—. Durante tres décadas no hice otra cosa que aconsejar a tu padre, y debo admitir que nunca me escuchó, gracias a lo cual sigo con vida y no he pasado ni un solo día entre rejas. Era un hombre tan inteligente que supo hacerme comprender la inmensidad de mis limitaciones sin ofenderme y sospecho que ésa es una habilidad que has heredado.

—Se agradece el cumplido, aunque dudo que el sentido de la diplomacia se encuentre entre mis virtudes dado que siempre fui una niña consentida —le hizo notar la dueña de la casa con un asomo de sonrisa—. Pese a ello no me considero impulsiva sino más bien todo lo contrario; cada paso que doy, incluso este de convertirme en traficante de armas, suele ir precedido de una larga reflexión.

—¡No tan larga a fe mía!

—Lo suficiente porque me consta que nadie moverá un dedo por mí, ni nadie me aprecia salvo tú, y partiendo de esa base he llegado al convencimiento de que a un lado estoy yo, y al otro, el resto de la humanidad. En esos momentos la balanza se encuentra equilibrada y lo único que debo hacer es procurar que se mantenga así.

—Tal vez sea la declaración de egoísmo más feroz que haya escuchado nunca, pero también la más sincera.

—¿Y de qué sirve la hipocresía cuando sabes que no significas nada para nadie? No tengo padres, ni hermanos, ni parientes cercanos y tan sólo cuando tenga un hijo empezaré a ver las cosas de otro modo.

El italiano la observó de medio lado, en verdad sorprendido, antes de comentar con marcada intención:

—Creo recordar que me aseguraste que no pensabas tener hijos.

—Estoy empezando a cambiar de opinión.

—¿Piensas casarte?

—Eso nunca —fue la firme respuesta—. Pero le estoy dando vueltas a la idea de convertirme en madre soltera, y para ello necesito que me eches una mano a la hora de encontrar por aquí cerca una clínica de confianza en la que estén dispuestos a hacerme la inseminación artificial sin preguntar demasiado.

—¿Es que te has vuelto loca?

—¿Por qué? Casi todas las mujeres del mundo aspiran a tener un hijo y nadie las considera locas.

—Tú eres diferente.

—En cuanto a mujer, no en cuanto a madre. Algunas mujeres son apasionadas, otras frígidas, algunas indiferentes y un cierto número incluso homosexuales o «raras» como yo, pero la inmensa mayoría conservamos el sentido de la maternidad.

—Admito que rara, rara sí que eres. Y en cuanto al tema de la maternidad me encantaría saber si has elegido ya al padre o piensas acudir a uno de esos bancos de esperma de los que no tienes ni idea de qué es lo que te puede caer en suerte y lo mismo te sale un crío normal que un mentecato.

—Hace tiempo que sé quién será el donante… —replicó ella como si fuera lo más normal del mundo—. Un muchacho sano, atractivo, inteligente, simpático y excelente deportista, cuyo único problema estriba en que tuvieron que cortarle las piernas por culpa de un desgraciado accidente de moto.

—¿Y cómo le has conocido si nunca sales de casa?

—A través de Internet.

—¡Madre del amor hermoso! —no pudo por menos que exclamar un escandalizado Mario Volpi—. ¿Pretendes hacerme creer que vas a ser la primera mujer que engendre a un hijo por correo electrónico?

—¡Son los tiempos que corren…!

—¡Y una mierda! Son los desvaríos de alguien a quien acabarán encerrando en un psiquiátrico por empeñarse en encerrarse en su propia casa… —El italiano se apoderó de una de las manos de su interlocutora y se la acarició con sincero afecto al añadir—: Te quiero como si fueras hija mía, pequeña; te quiero y te respeto como a una de las personas más inteligentes que he conocido, pero estaría traicionando a tu padre si no intentara disuadirte de algo que nunca puede salir bien.

—¿Y por qué no puede salir bien? —quiso saber ella—. Para Frederik tan sólo soy una amiga de las que se encuentran en la red y cuya auténtica identidad no conoce pero que le ayudé a superar los peores momentos de su vida al pasar de tenerlo todo a convertirse en un inválido. En aquellos días dedicábamos horas a chatear y le creo cuando asegura que en cierto modo le salvé la vida puesto que lo único que deseaba era volarse la tapa de los sesos.

—Eso no significa que le conozcas; por Internet se suele mentir mucho. Es posible que en realidad ni sea joven, ni atractivo, ni tan siquiera cojo.

—No me tomes por tonta, mi admirado Supermario… —protestó ella en esta ocasión—. He hecho mis averiguaciones y efectivamente es quien dice ser, siempre hemos estado muy unidos pese a que resida en Suecia, y por eso cuando le he dicho lo que pretendía no lo ha dudado ni un momento.

—Tú dirás lo que quieras y como te conozco me consta que de igual modo harás lo que quieras, pero aunque me gustaría equivocarme, algo en mi interior me dice que una historia semejante no puede acabar bien.

—Si tengo un hijo y nace sano, acabará bien.

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