Kalashnikov

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Capítulo 21

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Capítulo 21

Manero y el segundo lugareño que respondía al nombre de Gunic mostraban sin la menor sombra de duda el camino y les seguían Román Balanegra y Gaza Magalé, mientras que los dinkas cerraban la marcha pese a que de tanto en tanto se detuvieran a tomar aliento debido al hecho de que a todo lo largo de su existencia jamás habían caminado tanto tiempo, tan seguido, ni tan aprisa.

Eran «hombres anfibios» acostumbrados a nadar o hacer avanzar sus balsas a través de los cañaverales del pantanal a base de clavar largas pértigas en el fango, por lo que se les advertía fuertes y fibrosos, con anchos pulmones y poderosos brazos, lo que no era óbice para que las piernas les flaquearan en cuanto recorrían a buen paso media docena de kilómetros.

—Esos tres no alcanzarían a un elefante cojo ni en diez años… —comentó en un determinado momento el pistero—. Como sigamos a este ritmo el bueno de Kony se va a tener que morir de viejo.

—Sigues siendo un maldito negro criticón hijo de puta… —masculló su compañero de tantas cacerías—. Me gustaría verte nadar rodeado de «comegentes», y me juego el cuello a que cuando llegue el momento podremos contar con ellos.

—¡Si es que llega ese momento! —fue la burlona respuesta—. Manero tiene razón, y si en treinta años nadie ha conseguido matar a Kony no sé por qué diablos lo vamos a conseguir nosotros.

—Porque a nadie le han ofrecido tanto dinero por hacerlo.

—¡Buena respuesta, sí señor! La mejor, sin duda.

Continuaron en silencio hasta que el más joven de los dinkas se derrumbó como un fardo, y cuando acudieron a su lado con el fin de auxiliarle advirtieron que los gemelos de la pierna izquierda se le habían acalambrado hasta el punto de que más que de carne parecían tallados en un trozo de madera.

Pese a ello no dejó escapar ni el más mínimo lamento, limitándose a apretar los dientes y alargar la mano en un gesto de que le ayudaran a levantarse.

Le pidieron que se mantuviera tranquilo mientras sus compañeros le masajeaban la pierna intentando aliviar la dolorosa contractura, aprovechando la ocasión para comer algo pese a que aquellos peculiares habitantes del Sudd jamás comían a horas fijas.

Una de las cosas que más llamaba la atención en ellos era precisamente el hecho de que eran capaces de llevarse a la boca cualquier cosa que caminara, volara, nadara o se estuviera quieta.

Sus armas de defensa estaban constituidas por una larga lanza y un afilado machete, pero siempre esgrimían una delgada vara muy flexible y resistente que acababa en una dura punta en forma de flecha.

La utilizaban con tanta habilidad que no existía lagarto, rana, pájaro o pez que se pusiera al alcance al que no abatiera de inmediato de un leve golpe o clavándolo con asombrosa puntería de tal modo que seguían su camino entretenidos en despellejarlo, sacarle las tripas y devorarlo crudo como si cada uno de ellos fuera el más exquisito de los manjares.

Sentían, eso sí, una marcada predilección e incluso cabría asegurar que desaforada afición por los huevos de cocodrilo, y en cuanto se aproximaban a una laguna en la que se distinguiera a los peligrosos saurios se detenían a buscar las pequeñas piscinas que las hembras construían en las orillas y en cuyo fondo desovaban con el fin de que las crías se encontraran seguras en el momento de romper el cascarón.

Como sabían muy bien que la madre solía encontrarse en las proximidades protegiendo a su prole, dos de los agilísimos dinkas se dedicaban a acosarla con las lanzas y esquivar sus acometidas mientras el tercero expoliaba el nido.

Se alejaban luego cantando y riendo, felices, sonrientes y sin dejar ni por un instante de burlarse de la desesperada madre, puesto que en realidad aquélla parecía ser más una venganza que una necesidad de saciar el hambre.

Era cosa sabida que en los pantanales del Sudd los «comegente» constituían sus principales enemigos, les atacaban especialmente de noche, devoraban a sus hijos saltando incluso sobre la balsa, y por lo tanto, el simple hecho de acabar de un golpe con dos docenas de sus crías se convertía en un placer difícilmente comprensible para quien no perteneciera a su estirpe.

Con las primeras sombras de la tarde se alejaban cada uno en una dirección distinta, casi al instante se esfumaban como si se los hubiera tragado la tierra, y resultaba inquietante que con el alba hicieran de nuevo su aparición saliendo de la nada.

Poseían además un sentido del oído tan sólo comparable al de los «orejudos», y cuando se quedaban muy quietos y pedían con un gesto que se guardara silencio parecían capaces de determinar qué clase de animal pululaba en casi un kilómetro a la redonda.

—Yo he estado en el Sudd y me consta que entre los altos cañaverales y en medio de la bruma la visión resulta a menudo imposible… —señaló en un determinado momento Gunic—. Por eso estos salvajes son capaces de percibir cualquier sonido, duermen con una oreja pegada al suelo de la balsa y al parecer a través del agua distinguen si lo que se aproxima es un cocodrilo o un pez muy grande. ¡A mí me asombran!

Que a alguien nacido y criado en el lejano, desértico, primitivo y casi impenetrable Alto Kotto le asombraran las habilidades de lo que él consideraba «salvajes», daba una clara idea de hasta qué punto los dinkas eran a decir verdad una especie de reliquia dentro de la evolución de la especie humana.

Su forma de existencia ya era antigua en tiempos de los faraones y tal vez continuaría inmutable cuando los astronautas hubieran colonizado planetas muy lejanos.

Se agotaban a la hora de andar, pero fueron ellos los que en un determinado momento señalaron sin dudar un punto hacia el suroeste y comentaron en su extraña lengua:

—¡Hombres!

—¿Cuántos? —quiso saber Nsock.

Cuchichearon entre sí, tardaron un par de minutos en determinarlo, pero por último el de más edad alzó en silencio cuatro dedos.

—¿Armas de fuego? —inquirió de inmediato Gunic, y ante el seguro gesto de asentimiento Román Balanegra no pudo por menos que inquirir:

—¿Cómo diablos pueden saberlo?

—Distinguen el sonido metálico de un machete del que hace el cañón hueco de un fusil al tropezar con algo. Ya le dije que son asombrosos.

—¡Y tanto! —admitió el cazador—. Me hubiera venido bien tenerlos de guía, en lugar de este besugo que no diferencia el pedo de un burro del croar de una rana.

—¡Si serás cabrón! ¿Qué hacemos ahora?

El cazador ni siquiera tuvo tiempo de responder dado que sus cinco acompañantes habían desaparecido en la espesura con tal celeridad que apenas pudo darse cuenta de que se había quedado a solas con el pistero.

—¡Qué jodidos! —fue todo lo que pudo mascullar—. Son como fantasmas.

—¿Crees que han huido?

—Me temo que se van a cargar a esos cuatro cuando lo que nos interesa es conseguir que nos cuenten dónde diablos se oculta la puta comadreja.

—¿Nos sentamos a esperar?

—¡A no ser que prefieras hacerlo de pie…!

Se sentaron con las armas amartilladas, atentos a cuanto ocurría a su alrededor, y transcurrió un largo rato antes de que de entre la maleza surgieran los desaparecidos empujando ante ellos a dos maniatados miembros del Ejército de Resistencia del Señor.

—¿Y los otros? —quiso saber Román Balanegra.

—Ofrecieron «resistencia»… —replicó un sonriente Manero mientras se llevaba significativamente un dedo al cuello—. Supuse que os interesaría interrogar a éstos.

—Bien pensado, sí señor. ¡Muy bien pensado! —El cazador se encaró a uno de ellos que lucía los galones de sargento con el fin de espetarle sin más preámbulos—: ¿Dónde está Kony?

—Kony es el segundo hijo de Dios, hermano de Jesucristo, y por lo tanto se encuentra aquí y en todas partes.

—Pues lo que es aquí no lo veo… —fue la irónica respuesta—. Y como no tenemos tiempo de buscarlo en todas partes te aconsejo que empieces a soltar la lengua si no quieres que éstos te rajen el gaznate como a tus compañeros.

—En ese caso el cielo me abrirá sus puertas de par en par.

—Para tu información te aclararé, y lo sé de buena tinta por alguien que ha estado allí, que el cielo no tiene puertas, porque cuando se construyó aún no se habían inventado. Y dejándonos de chorradas te garantizo que antes de llegar a él te puedo hacer pasar una larga temporada en el infierno… —Se volvió al segundo prisionero, un congoleño de expresión hosca al que le faltaba una oreja, con el fin de inquirir—: ¿También tú eres de los que creen que irán al cielo?

—Por ello lucho.

—¿Y tampoco estás dispuesto a hablar?

—Tampoco —fue la seca respuesta.

—Eso está por ver… —Román Balanegra señaló con la mano un grueso árbol de unos cinco metros de altura que se alzaba a menos de veinte metros de distancia al tiempo que inquiría—: ¿Sabéis cómo le llaman las gentes de por aquí a la resina de ese árbol? —Ante el mudo gesto negativo, añadió—: Sangre de Satanás.

—¡No, por Dios! —exclamó Gaza Magalé en tono de claro y casi exagerado reproche—. No te creo capaz de hacer lo que estoy pensando.

—¿Y por qué no? —fue la áspera respuesta—. Están ansiosos por subir al cielo y cuanto más sufran antes lo alcanzarán… ¡Quítales las camisas!

—¡Pero hombre…!

—¡Escucha, negro! —le espetó su amigo y compañero de andanzas en un tono cada vez más agresivo—. Ya he perdido la cuenta del tiempo que llevamos pateando estos bosques y chapoteando por esos malditos fangales. Quiero acabar de una vez, y si este par de hijos de puta asesinos de niños no me facilitan las cosas se van a enterar de quién soy. ¡Andando!

Se aproximó al árbol que había señalado y valiéndose del machete le practicó una docena de cortes por los que a los pocos instantes comenzó a rezumar una resina blancuzca de la que se alejó de inmediato como si pudiera morderle.

Mientras les levantaba las camisas de arriba abajo dejándoles las espaldas al desnudo, el pistero no pudo por menos que agitar la cabeza una y otra vez en un gesto de franca reprobación al tiempo que comentaba:

—Lo tenéis crudo, negros, porque conozco a ese blanco racista y me consta que cuando empieza algo no para hasta acabarlo. Si la maldita Sangre de Satanás te roza un ojo te deja tuerto, y si una gota te cae en la cabeza te produce una calva de por vida; se os irá introduciendo en la carne como si se tratara de hormigas de fuego que os devorarán en vida, atacando las partes blandas de tal modo que pasarán horas, o tal vez días antes de que llegue al corazón.

—¡No puede hacernos eso! —protestó el desorejado en un tono que permitía percibir la intensidad de su angustia.

—¡Ya lo creo que puede! Es un jodido sádico que disfruta viendo cómo la gente sufre hasta el instante mismo en que la espicha.

Todo cuanto Gaza Magalé había asegurado, excepto el hecho de que Román Balanegra fuera un sádico racista, era cierto, puesto que un árbol que crecía en pantanales infestados de gusanos, lombrices, termitas y una infinidad de agresivos insectos que solían buscar refugio en sus troncos, sus ramas o sus hojas, no conocía otra forma de sobrevivir a sus ataques que protegerse a base de una savia inusitadamente venenosa y corrosiva.

Debido a ello no habían pasado ni tres minutos desde el momento en que les colocaron las espaldas sobre los cortes que había hecho el machete, atándolos por los brazos y las piernas con tanta fuerza que no conseguían mover más que la cabeza, cuando los desgraciados miembros del Ejército de Resistencia del Señor empezaron a comprender que el suplicio que les aguardaba iba mucho más allá de lo que cualquier ser humano pudiera resistir.

Sus verdugos se habían limitado a sentarse a descansar convencidos de que debían armarse de paciencia, dado que era cosa sabida que nadie había sido capaz de resistir tan cruel y refinada tortura.

—No es que me gusten estos métodos… —comentó al rato y en voz alta el cazador a modo de excusa—, pero estos cerdos han violado, descuartizado, abrasado, torturado o asesinado a miles de desgraciados, por lo que no entienden otro lenguaje que el de su propia ferocidad. Cada día que Kony continúe respirando es un día en que muchos inocentes dejan de respirar por su culpa, y por lo tanto debemos considerar que cada hora que ganemos es un tesoro que ofrecemos a hombres, mujeres y niños que han perdido ya toda esperanza.

—¡Visto de ese modo…! —masculló de mala gana el pistero.

—No hay otro modo de verlo. Al fuego se le combate con el fuego… —se dirigió casi burlonamente a quienes le miraban con los ojos dilatados por el terror con el fin de inquirir—. ¿Cómo va eso, negros? ¿Duele?

—¡Hijo de puta!

—Quien no está dispuesto a ser hijo de puta en un determinado momento está condenado a ser un cretino el resto de su vida, o sea que a joderse.

Primero fueron ahogados gemidos, luego sonoros lamentos y por último casi inconcebibles alaridos hasta que Román Balanegra consultó su reloj, se aproximó al árbol y señaló:

—Aún estáis a tiempo de salvar el pellejo, pero dentro de unos minutos esa puñetera Sangre de Satanás os habrá penetrado en la carne tan profundamente que aunque quisiéramos no podríamos hacer nada. O sea que vosotros mismos…

—¿Qué es lo que quieres saber?

—Ya os lo he dicho; ¿dónde se esconde la comadreja?

—Eso nadie lo sabe —señaló el desorejado—. Lo único que sabemos es que está levantando su cuartel general en la confluencia de dos ríos entre Pembo y Samauoli.

—Conozco la zona… —señaló de inmediato Gunic—. Pembo apenas tiene cinco chozas, Samauoli no pasará de la docena y desde hace meses se encuentran prácticamente deshabitadas.

—¿Existe por las cercanías alguna llanura lo suficientemente extensa como para que pueda aterrizar un avión? —quiso saber el cazador.

—No que yo recuerde… —replicó de inmediato el interrogado.

—En ese caso me temo que este mentecato se ha creído que somos imbéciles —masculló un malhumorado Román Balanegra al tiempo que comenzaba a recoger sus cosas dispuesto a marcharse—. Kony nunca perdería su tiempo montando su cuartel general en un lugar en el que no tuviera la seguridad de que le pueden abastecer por aire. Larguémonos de aquí y que esa puta resina les carcoma hasta los huesos.

—¡Espera! —intervino el sargento al que se le advertía aterrorizado y ya vencido—. No está mintiendo; me consta que ése es el punto de reunión de las tropas que van a cruzar la frontera, y se espera que muy pronto llegue Kony.

—¿Y cómo espera abastecer a tanta gente?

—Por avión… —Hizo una corta y significativa pausa sin duda con el fin de parecer absolutamente sincero para acabar por concluir—: Un avión anfibio.

—¿Un avión anfibio? —se sorprendió Gaza Magalé—. ¡No puedo creerlo!

—Te juro que es verdad… —casi sollozó el otro—. Hace tres meses que lo tenemos, está pintado de tal forma que no se le distingue desde el aire, y el piloto es capaz de aterrizar en cualquier laguna.

—¿Un blanco? —Ante el gesto de asentimiento del sargento el pistero insistió—: ¿Cómo se llama?

—Canadá Dry.

—¡Hijo de puta! —exclamó casi fuera de sí Román Balanegra—. ¡Frank el Canadiense! Ahora sí que te creo, porque me consta que ese cerdo mercenario se vende al mejor postor, aterrizaría en un bidet y aún le sobraría espacio. Con razón hace tanto tiempo que no se le ve la calva… —Se volvió a Gaza Magalé—. Tenía entendido que el gobierno le había confiscado el aparato, pero por lo que se ve la comadreja le ha proporcionado uno nuevo… —Hizo un gesto hacia el árbol al añadir—: Desatadlos y que se pongan en remojo. Cuando se les calme el dolor intentaremos arrancarles la resina, aunque me temo que les van a quedar agujeros para el resto de sus vidas.

La «operación» fue a decir verdad larga, compleja y casi espeluznante, puesto que la Sangre de Satanás había hecho honor a su fama adhiriéndose a la piel como si intentara formar cuerpo con ella, por lo que se hizo necesario cortar la carne con sumo cuidado con el fin de que la corrosiva resina no continuara su implacable avance.

Le aplicaron luego a la herida salmuera mezclada con hojas de pansalic machacadas, lo que contribuía a contener la hemorragia al tiempo que constituía un poderoso analgésico.

Pese a ello ambos desgraciados acabaron por perder el sentido y al finalizar la salvaje intervención no eran más que dos guiñapos casi incapaces de mover un dedo.

—Es lo más repugnante, inhumano e inmoral que me he visto obligado a hacer en mi vida… —reconoció Román Balanegra mientras los observaba con evidente expresión de desagrado—. Pero si no hubiéramos conseguido hacerles hablar podríamos habernos pasado un año vagando por estos pantanales sin ponerle la mano encima a ese canalla.

—Pues como sea verdad lo que han dicho y tenga la intención de internarse en Sudán a través del Sudd no le pondremos la mano encima ni en diez años.

—Ni siquiera Joseph Kony está tan loco como para internarse en el Sudd.

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