Kalashnikov

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Capítulo 16

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Capítulo 16

Los encontró tumbados sobre la cama que habían compartido la mayor parte de su vida, cogidos de la mano y mirándose a los ojos con la tranquila expresión de quien emprende un largo viaje en compañía de la persona con la que ha emprendido siempre todos los viajes que han merecido la pena.

La nota, escrita por su madre y firmada también con el tembloroso trazo de la incontrolable mano de su padre, era a la par escueta y clara:

Nos quisimos desde el momento en que nos vimos y nos continuaremos queriendo hasta el instante mismo en que dejemos de vernos.

Lo único que nos queda es ese amor y la necesidad de dejar de ser una carga para ti.

Ni una queja, ni un reproche, ni un consejo, tan sólo aquella escueta nota de despedida porque eran conscientes de que al quitarse la vida privaban a su hija de la disculpa de tener que protegerles, por lo que se vería obligada a tomar sus decisiones sin que su conciencia dispusiera de escudo alguno tras el que refugiarse.

Lo que hiciera lo haría únicamente por su propio interés.

Convertirla en la indiscutible responsable de sus actos constituía sin duda la última y más sutil forma de educarla.

Tal como Andrea Stuart dijera en un determinado momento, «existen al menos diez disculpas por cada uno de los seis mil millones de seres humanos».

Pero las únicas disculpas que no servían de nada eran las que cada cual se daba a sí mismo cuando se encontraba a solas.

En ese caso no tenía quién fingiera creérselas.

Sentada a los pies de la cama y con la nota en la mano, dudando entre echarse a llorar o golpearse la cabeza contra la pared, no fue capaz de hacer ni una cosa ni otra, limitándose a permanecer como alelada, negándose a aceptar que lo que estaba viendo fuera cierto.

¡Estaban tan hermosos!

Ningún cuadro, ningún poema, ninguna sinfonía, ninguna estatua, ni ninguna obra de arte surgida de la mano del más sensible pintor, escritor, músico o escultor que hubiera existido nunca, alcanzaría a representar la esencia del amor tal como lo hacía aquella imagen de un hombre y una mujer que habían decidido cruzar serenamente el postrer umbral de la vida al igual que habían cruzado todos los umbrales a lo largo de casi tres décadas: cogidos de la mano.

Amar es fácil.

Continuar amando durante mucho, mucho tiempo, suele ser imposible.

Pero aquellos que lo consiguen viven dos vidas; la suya y la del ser que ha pasado a convertirse en parte de sí mismo.

Allí estaban ahora sus padres.

Juntos como siempre y más hermosos que nunca.

Comenzaba la primavera, antes de tumbarse en la cama habían dejado abiertos los dos balcones que hacían esquina sobre el jardín, por lo que en la habitación no imperaba un acre olor a cadáver sino el dulce perfume ofrecido por millones de flores que con el alba habían querido rendir un postrer homenaje a quienes les habían cuidado con tanto mimo durante tanto tiempo.

Pese a que sus dueños acabaran de fallecer, L'Armonia seguía siendo L'Armonia.

El panteón había sido elegido con sumo cuidado hacía años, por lo que descansarían el uno junto al otro y hasta el fin de los tiempos.

Al sepelio tan sólo asistió Orquídea, que no quiso comunicarle a nadie la fecha ni la hora de la amarga ceremonia.

Despedir para siempre a los dos únicos seres a los que había amado se le antojaba un acto demasiado personal como para tener que escuchar manidas frases de pésame que nunca expresarían la magnitud de su sufrimiento.

Al regresar a la casa les ordenó a las asistentas que se tomaran un mes de vacaciones, le rogó al jardinero que tan sólo se ocupara de regar sin molestarla bajo ninguna circunstancia, descolgó el teléfono y se dedicó a recorrer en silencio el hermoso lugar en que había pasado toda su vida y donde cada rincón le traía a la mente recuerdos de tiempos extraordinariamente felices.

Aquella casa era como su propia piel y sus olores, el olor de su cuerpo.

Permitir que se la arrebataran era tanto como permitir que la despellejaran viva, por lo que prefería mil veces ocupar el tercer nicho del panteón familiar que abandonar para siempre L'Armonia.

Vagó como un fantasma por salones y pasillos, durmió a ratos en la cama en que habían muerto sus padres y otros ratos en el mullido sofá del salón principal porque el sueño, que huía cuando trataba de recurrir a él como forma de escape, le sorprendía, no obstante, cuando menos lo deseaba.

El sentimiento de culpabilidad se comportaba como una escurridiza anguila que le asaltaba o se alejaba a su capricho, sin momentos precisos y sin prestar atención a si la noche era oscura o el sol brillaba esplendoroso porque cuando el pozo de la amargura llegaba a ser tan profundo como aquél en que se hallaba inmersa no se alcanzaban a distinguir la luz de las tinieblas.

Llamaron en varias ocasiones a la puerta, pero ni siquiera se molestó en averiguar quién podía ser tan inoportuno visitante, porque sabía muy bien que los únicos a los que hubiera deseado ver disponían de sus propias llaves aunque ya nunca podrían utilizarlas.

Los había matado.

No con sus manos, pero sí con sus actos, porque a la hora de matar de dolor no se hacía necesario tocar a la víctima.

Durante los atardeceres, sentada a solas en el porche e incapaz de apreciar la fabulosa belleza de cuanto la rodeaba, no podía por menos que preguntarse si la desesperada acción de sus padres había constituido una forma de castigarla por negarse a aceptar la derrota, o un postrer intento de protegerla.

Sin duda conocían lo suficientemente bien a quien habían engendrado como para saber que el mayor peligro que corría se centraba en la obligación de tener que abandonar la fabulosa torre de marfil en que la habían encerrado sin ser conscientes del daño que le causaban.

Cabría imaginar que Orquídea Kanac «nunca había nacido» ya que en cierto modo pasó toda su juventud en el dulce y cálido refugio del regazo de su madre.

Era como si el vientre de Andrea Stuart se hubiera contraído por primera vez con los espasmos del parto el día en que su marido sufrió un ataque de apoplejía, y tan sólo se hubiera decidido a dar a luz a su hija en el momento de confesarle que se encontraban en la ruina.

Ello obligo a Orquídea a «nacer de verdad» con veinte años de retraso.

El término «placentero» provenía sin duda de la palabra «placenta», y Orquídea había dispuesto siempre de una gigantesca placenta constituida por bosques, jardines, fuentes, flores y delicadas esencias de la que ahora pretendían privarle.

Y no lo aceptaba.

Nunca lo aceptaría.

Seis días más tarde recibió la noticia de que el intercambio había tenido lugar con absoluto éxito, las armas estaban ya en poder de Joseph Kony, los mil ochocientos kilos de coltan navegaban sin problemas rumbo a Hong Kong y el pago a los servicios prestados había sido ingresado en una cuenta de las islas Caimán.

En ese mismo instante llegó a la conclusión de que el camino que había elegido, por tortuoso o inmoral que pudiera parecer a algunos, era sin duda el acertado.

En cierta ocasión su padre le había dicho: «El político más inteligente es aquel que permite que tanto sus amigos como sus enemigos roben y se corrompan. Es la mejor forma de pedir igualdad ante la justicia a sabiendas de que nadie estará interesado en que se haga justicia».

En los tiempos que le había tocado vivir, la venda con que tradicionalmente se cubrían los ojos de la imagen que representaba a la ley no venía a significar que no hiciera distinciones entre humildes o poderosos; significaba que se trataba de una «gallina ciega» a la que tan sólo debían temer aquellos que fueran tan estúpidos como para dejarse atrapar.

Con demasiada frecuencia atenazaba por el cuello a los inocentes ante las risas y las burlas de los culpables.

Si era digna hija de su padre sabría esquivarla tal como lo había hecho él durante décadas.

Supermario acudió a visitarla quince días más tarde, comieron juntos en la amplia cocina, y lo primero que hizo el italiano fue echarle en cara su inexplicable silencio:

—Nunca imaginé que me harías esto… —se lamentó—. Sabes cuánto quería a tus padres y hubiera deseado estar presente en su entierro.

—No es un tema discutible —fue la seca respuesta de quien se dedicaba a freír patatas como si la cosa no fuera con ella—. Quisieron irse juntos y en silencio, por lo que me he limitado a acatar sus deseos.

—El tono de tu voz me obliga a suponer que estás resentida.

—¡En absoluto! —señaló ella volviéndose un instante a mirarle mientras negaba con total naturalidad—. Si ése era el fin que querían estaban en su derecho y me sirve para afirmarme en mi convicción de que cada cual debe elegir la forma de vivir o morir que prefiera sin tener en cuenta las opiniones ajenas.

—¿Ni tan siquiera de aquellos que más les quieren?

—Quienes más les quieren son los que mayor obligación tienen de aceptar lo que han hecho. Ninguna persona viva está capacitada para juzgar los motivos de un suicida, puesto que nunca se ha visto sometido a las presiones que llevan a tomar semejante decisión. Ocurre como con los abortos, donde tan sólo la persona implicada está en situación de opinar.

El italiano la observó mientras colocaba ante él un enorme y jugoso entrecot acompañado de una ensalada y una montaña de patatas fritas, y tras agitar la cabeza como si tratara de despejarse, inquirió un tanto confundido:

—No entiendo a qué demonios te refieres.

—Me refiero a que cuando se discute tanto como se está discutiendo sobre la libertad de abortar, no comprendo por qué razón tienen que opinar los hombres. Únicamente las mujeres conciben, y por lo tanto únicamente las mujeres saben lo que se siente cuando una nueva vida comienza a nacer en sus entrañas. Puede ser una inmensa alegría, pero también un insoportable terror ante la idea de que el niño nazca enfermo o angustia por el hecho de que le consta que no dispone de medios para cuidarlo y tendrá que abandonar o convertirá su vida en un infierno… —Tomó asiento al otro lado de la mesa y frente a otro entrecot y otro montón de patatas al tiempo que le apuntaba con el tendedor e inquiría casi agresivamente—: ¿Me quieres explicar qué coño puede saber un hombre cuando nos estamos refiriendo a algo tan íntimo como un embarazo?

—Admito que nunca se me había ocurrido mirarlo desde ese punto de vista.

—Porque como siempre nos habéis menospreciado estáis convencidos de que sabéis de las mujeres más que las propias mujeres.

—Me sorprende esta nueva faceta feminista… —no pudo por menos que reconocer Mario Volpi mientras cortaba su carne—. ¡Mucho estás cambiando!

—Nunca he sido «feminista» en el aspecto al que supongo que te refieres. Me limito a puntualizar que lo que se está haciendo respecto al aborto es como consentir que un ciego opere del corazón a un moribundo… —Cogió una larga patata frita entre los dedos y antes de introducírsela en la boca concluyó—: Ni siquiera yo me atrevo a opinar puesto que no tengo ni la menor idea de lo que se experimenta al llevar a un hijo en las entrañas.

—Supongo que algún día te casarás, tendrás hijos y podrás opinar.

—Lo dudo. —Orquídea Kanac parecía muy segura al respecto mientras picoteaba de su plato o la ensalada con evidente desgana—. Casarme no entra en mis planes.

—¿Y cuáles son tus planes? ¿Mantenerte encerrada en L'Armonía hasta que te mueras de vieja?

—¿Por qué no? —quiso saber—. L'Armonia es cuanto necesito para ser feliz ya que no soy ambiciosa ni me atraen los vestidos, las joyas, los coches de lujo, ni los viajes. Apenas bebo alcohol y si quiero jugarme el dinero a las cartas lo puedo hacer por medio de Internet… —Sonrió de una forma que no se podría aclarar si era enigmática o divertida al remarcar—: Por lo general el problema de los seres humanos se centra en que siempre quieren más. Yo no; yo no quiero más; me conformo con lo mismo.

—Con la crisis que nos está azotando eso es lo que desearía todo el mundo, querida; quedarse con lo mismo… —El italiano hizo un gesto con la mano rogándole que aguardara a que concluyera de masticar un pedazo de carne que tenía en la boca, y en cuanto lo hubo hecho, insistió—: Y de lo que me estás hablando es de cosas materiales, no de conocer a un hombre y formar una familia… ¿Acaso piensas vivir siempre sola?

—¿Por qué no?

—Porque es antinatural.

—¿Antinatural…? —pareció escandalizarse ella mientras hacía un gesto hacia el ventanal que se abría a los jardines, los bosques y las lejanas montañas—. ¿Acaso se te antoja antinatural vivir sola en este silencioso paraíso en lugar de tener que hacerlo con un montón de aulladores mocosos, una suegra refunfuñona y un hastiado marido en cualquier oscuro apartamento de cualquier polucionada ciudad del mundo?

—No me refería exactamente a eso —protesto él—. Existe un término medio.

—No trates de engañarme; te referías a que todo lo que no sea acostarse con alguien aunque sea de tu propio sexo parece hoy en día antinatural, aunque a cambio de ello acabes convirtiéndote en una especie de esclavo o robot preprogramado.

—Empiezas a sacar las cosas de quicio.

—Es posible… —admitió la dueña de la casa—. Pero como eres la única persona que me queda a la que puedo hablarle de un tema tan delicado voy a intentar aclarártelo: siento mucho más placer tumbándome al amanecer entre las flores y permitiendo que sus aromas me penetren hasta lo más íntimo, de lo que supongo que podría sentir abriéndome de piernas bajo un hombre.

—Amar y ser amado es mucho más que abrirse de piernas.

—Te creo, pero debes creerme si te digo que las flores nunca se cansan de ti, te maltratan, desprecian o abandonan. Conservan siempre su mismo perfume y te devuelven multiplicado por mil el cariño que les hayas dado. Son como un perro fiel que ni come, ni muerde, ni se caga en la alfombra.

—¡Santa Madonna! —exclamó Supermario agitando las manos con las puntas de los dedos unidos hacia arriba en una exagerada imitación de la mímica propia de los cómicos italianos—. ¿Qué se puede hacer con una chica que, como decía tu madre, prefiere los pétalos al capullo? ¿No te das cuenta de que te vas a marchitar en vida?

—Todo se marchita en vida, querido —sentenció ella sin un asomo de duda—. Todo lo que nace, crece, se marchita y acaba muriendo; unas veces se reproduce y otras no, pero eso es lo único que cambia. Cuando una rosa especial alcanza su máximo esplendor suelo sentarme a disfrutar de su olor y su belleza, pero al rato doy media vuelta y no regreso a ese rosal hasta que me consta que la han cortado.

—Excepto para Enrique VIII y los de su calaña los seres humanos no somos rosas de las que disfrutar hasta que se les corta la cabeza. —Supermario se encogió de hombros al tiempo que apartaba ligeramente el plato como indicando que había comido lo suficiente pese a que en realidad no hubiera comido apenas—. Pero te conozco bien, te considero lo suficientemente madura como para saber qué es lo que le pides a la vida y lo has dejado muy claro; quedarte en L'Armonía. Pero aclárame una cosa…: ¿cómo piensas seguir manteniéndola cuando se te vuelva a acabar el dinero?

—Trabajando. —La muchacha comenzó a retirar los platos al tiempo que sonreía de oreja a oreja al añadir—: Tenemos un nuevo cliente.

Mario Volpi pareció alarmarse, sobre todo por el hecho de que ella le había dado rápidamente la espalda inclinándose con el fin de depositar en el cubo de basura cuanto había quedado en los platos.

—¿Un nuevo cliente? —casi gimió llevándose de forma melodramática una mano a la frente como si aquél fuera el anuncio de una imparable catástrofe—. ¡San Jenaro me proteja! ¿Qué clase de cliente?

—Uno que me han garantizado que paga a tocateja.

—En este negocio todos pagan a tocateja o nunca pagan, querida. Tenlo muy presente. ¿De quién se trata?

—De alguien a quien el señor Lee le vende ordenadores, teléfonos móviles y todo tipo de aparatos electrónicos de tecnología punta, y a quien le ha encantado mi sistema de dejar caer coltan en una ensenada del mar Rojo. Aunque en esta ocasión no se tratará de coltan ni del mar Rojo…

—Sino de… —En el tono de voz del fiel administrador de la familia se advertía que se sentía seriamente amenazado.

—… cinco mil fusiles de asalto con su correspondiente parque de municiones y que dejaremos caer en el interior de una ensenada de las costas de Somalia.

—¿Estás insinuando que vamos a negociar con piratas somalíes?

—Con un Señor de la Guerra somalí, para ser más exactos —fue la rápida aclaración.

—Pero supongo que sabes que esos famosos Señores de la Guerra son en realidad fanáticos islámicos que impiden que en el país exista un gobierno y además son los que respaldan a los piratas.

—Sí, naturalmente que lo sé, pero ¿en qué se diferencian de los miembros del Ejército de Resistencia del Señor, los narcotraficantes colombianos, los asesinos mexicanos o los guerrilleros y dictadores de la veintena de países con que solía negociar mi padre? —quiso saber ella mientras preparaba café pero se volvía a mirarle de tanto en tanto con una cierta picardía—. Si quieres que te sea sincera me caen mejor los piratas porque son unos muertos de hambre que se están enfrentando a los buques de guerra, los aviones de combate y los misiles de un buen número de grandes potencias.

—Pero se están convirtiendo en una plaga y un peligro para el tráfico marítimo. Como continúen actuando como lo hacen provocarán un colapso de proporciones catastróficas.

—No creo que pueda ser mayor que la crisis que han propiciado políticos y ejecutivos de chaqueta y corbata desde sus cómodos despachos. Al menos se juegan el pellejo y por lo que a mí respecta el término «pirata» siempre ha tenido unas maravillosas connotaciones románticas. El hecho de que el protagonista de esta película no sea un actor simpáticamente amanerado sino un pobre negro escuálido no tiene por qué privarle de su aureola.

—Es que ese negro escuálido no tiene el menor escrúpulo a la hora de asesinar a un rehén o volar un petrolero.

—Pero lo hace con fusiles de asalto rusos o lanzagranadas americanos que les proporcionamos traficantes de muy distintas nacionalidades, o sea que en definitiva no son más que el último peldaño de una larga escalera que otros iniciaron. Y te aseguro que, si gracias a ellos consigo que no me echen de mi casa, benditos sean.

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