Kalashnikov

Kalashnikov


Capítulo 17

Página 20 de 30

Capítulo 17

Parecían muchachos traviesos ya que avanzaban riendo, empujándose y gastándose bromas, como si en lugar de estar vadeando una laguna plagada de voraces cocodrilos en la más lejana, sofocante e inhóspita selva del confín del planeta, se encontraran paseando a la caída de la tarde por cualquier callejuela de una pacífica aldea.

Sus soeces gestos obligaban a suponer que se estaban refiriendo a lo que pensaban hacerle a las fugitivas en cuanto les pusieran la mano encima, y salvo alguna que otra ojeada al playón con el fin de cerciorarse de que los saurios aún dormitaban, nada parecía preocuparles convencidos como debían de estar de que aquél era el territorio de su sagrado y todopoderoso Ejército de Resistencia del Señor, por lo que nadie osaría cometer la estupidez de atentar contra cualquiera de sus sagrados miembros.

Cada uno de ellos cargaba al hombro un AK-47 sujeto por el cañón y con la culata hacia atrás, vadeando con el agua casi al pecho y las mochilas en alto, sin sospechar que paso a paso se iban poniendo al alcance de dos fusiles de enorme potencia que para su desgracia se encontraban en manos de profesionales acostumbrados a meterle una bala entre los ojos a un elefante en el momento en que se lanzaba a la carga.

Apenas habían concluido de recorrer los doscientos primeros metros cuando Román Balanegra musitó apenas:

—Para ti el Cagaprisas; yo me ocupo de los otros.

Los tres disparos resonaron como si hubieran sido uno solo.

El agua se tiñó de rojo; por efecto del impacto de una bala del calibre quinientos en el centro del cuello, la cabeza del Gorila se desprendió del cuerpo para ir a hundirse a casi diez metros de distancia y donde un segundo antes se escuchaban risas y bromas no quedó el menor rastro de vida.

Los cocodrilos despertaron de su letargo, corretearon por la arena y se sumergieron, primero alarmados por los estampidos de las armas, pero de inmediato felices por el inesperado festín que los siempre generosos seres humanos acababan de proporcionarles.

Gaza Magalé se volvió a observar de medio lado a quien se encontraba recargando su arma con el fin de inquirir:

—¿Qué se siente al matar por primera vez a un ser humano?

—No ha sido la primera vez —fue la tranquila respuesta—. Han sido la segunda y la tercera, porque esta mañana el rubio del elegante uniforme se quedó para siempre en remojo.

—¡Pues vaya un día agitado que llevas! —fue el jocoso comentario.

—Peor lo lleva el Ejército de Resistencia del Señor, que ha perdido un avión y un buen piloto el mismo día en que les abandonan tres sucios desertores.

—¿A qué desertores te refieres?

Román Balanegra hizo un despectivo gesto hacia el punto de la laguna que se agitaba con el chapoteo de las bestias que se estaban disputando lo poco que quedaba de los difuntos.

—¡A ésos! —dijo—. Como los jodidos «comegente» no van a dejar ni los huesos, sus jefes supondrán que se largaron con las chicas a montar un prostíbulo por su cuenta.

—¿Dónde…? —quiso saber el pistero haciendo un amplio ademán con los brazos que pretendía abarcar la inmensidad del espacio que les rodeaba—. Sabes tan bien como yo que el Alto Kotto está más deshabitado que el desierto del Sahara.

—En una ocasión leí que es una de las tres regiones del planeta con menos influencia humana, pero también leí que la conquista del oeste americano, que se encontraba en parecidas circunstancias, se hizo a base de putas y vías de tren.

—¡No jodas!

—No jodo. Eran ellas las que jodían; en el tren llegaban las chicas y tras las chicas, los granjeros. Puede que aquí ocurra lo mismo algún día.

—Por aquí nunca pasará un tren porque las vías y las traviesas se hundirían de inmediato. Y tampoco pasará ninguna carretera porque por cada kilómetro de tierra firme hay treinta de agua, fango o pantanal.

—Por eso se siente tan segura esa maldita comadreja y resulta un contrasentido que el exceso de agua pueda convertir un lugar en tan inhóspito para el hombre como la absoluta carencia de ella… Y ahora más vale que nos larguemos, no vaya a ser que los disparos hayan alertado a alguien que se encuentre por los alrededores.

Recogieron a las aún asustadas muchachas que se habían mantenido ocultas en el bosque, buscaron refugio en lo profundo de un espeso cañaveral y aguardaron a que oscureciera, muy quietos y en silencio, atentos al menor rumor que llegara de la laguna.

La noche no se diferenció apenas de cualquier otra noche en las selvas del oriente, por lo que los primeros rayos del sol alumbraron el rosado plumaje de miles de flamencos que rebuscaban con sus curvos picos en el barro del fondo con la tranquilidad de quien sabe que nadie va a molestarles.

Pese a ello los dos hombres dedicaron casi media hora a cerciorarse con ayuda de los prismáticos de que no corrían peligro alguno, y tan sólo entonces regresaron a la orilla, cortaron largas cañas, le ataron a la punta los sedales provistos de anzuelos que portaban en sus mochilas y tras rebuscar en la arena gruesos gusanos tomaron tranquilamente asiento en un tronco caído y se dedicaron a pescar como dos pacíficos aficionados, aunque manteniendo siempre las armas al alcance de la mano.

No tardaron en amontonar sobre la hierba una veintena de hermosas tilapias.

Cuando el sol cobró fuerza, desplegaron sobre la arena dos grandes hojas de papel de aluminio que portaban siempre consigo, las embadurnaron de una leve capa de aceite, llamaron a las chicas, y cuando las improvisadas planchas se encontraban lo suficientemente calientes colocaron sobre ellas los peces abiertos en canal.

Fue un banquete.

Al concluir agruparon cuanto les quedaba en una de las mochilas, y con la otra el pistero se entretuvo en fabricarles unos rudimentarios pero eficaces zapatos a las muchachas que carecían de ellos.

El cazador, que se había dedicado a repasar una y otra vez su amado y resobado mapa, acabó por guardarlo al tiempo que comentaba:

—Hoy es jueves y si el cabronazo de Dongaro cumple su palabra, pasado mañana pasará cerca de aquí, por lo que debemos estar muy atentos a la hora de atraer su atención. Si conseguimos que nos vea se llevará a las chicas y podremos seguir con lo nuestro.

—¡Dios te oiga!

—Hace mucho que tendría que haberse comprado un sonotone.

—¡No blasfemes!— protestó molesto el nativo.

—No es blasfemia, negro; es la realidad. A poco que oyera tendría que haberme escuchado cuando le supliqué que no me arrebatara a Zeudí. Y tampoco le ha hecho nunca caso a tantos millones de desgraciados que a todas horas le piden un poco de misericordia.

—Él sabe lo que hace.

—Peor me lo pones.

—¡Deja el tema!

—Lo dejo, pero admite un consejo: no se te ocurra nunca poner una zapatería; te morirías de hambre.

—¡Jodido blanco!

Fueron casi dos jornadas de necesario y merecido descanso, buena pesca y comida abundante hasta que a primera hora de la tarde del día siguiente la más joven de las muchachas, que había tomado la costumbre de subirse a un árbol en el que se pasaba las horas oteando el horizonte con ayuda de los prismáticos del pistero, alertó sobre la presencia de una patrulla armada.

Los había detectado en el momento justo en que coronaban una lejana colina al otro lado de la laguna, lo cual les proporcionó tiempo más que suficiente a la hora de borrar cualquier rastro de presencia humana en la orilla y ocultarse de nuevo en el cañaveral.

La diminuta chicuela, que trepaba como una ardilla y poseía una rara habilidad a la hora de desaparecer entre las ramas y las hojas, vigilaba desde lo alto y de tanto en tanto les indicaba por señas el rumbo que seguían los inoportunos visitantes.

Habían llegado sin prisas hasta la laguna, algunos de ellos incluso se habían dado un refrescante chapuzón ignorantes de que tres de sus compañeros habían sido devorados por los ahora de nuevo impasibles «comegente», y una hora antes de que comenzara a oscurecer habían reanudado la marcha rumbo noroeste buscando sin duda un lugar en el que pernoctar sin tan inquietante vecindad.

Era cosa sabida que los cocodrilos eran animales de sangre fría que solían mostrarse asaz indolentes mientras permitían que el sol les calentara, pero cambiaban de hábito en cuanto caía la noche, momento en que su reconocida voracidad les volvía sumamente agresivos.

Contaba la historia que el legendario explorador Livingstone había naufragado en una laguna repleta de enormes saurios, por lo que se había visto obligado a pasarse toda la noche fingiendo ser un tronco. A la mañana siguiente el cabello se le había quedado completamente blanco.

El hecho de que los hombres de Kony, puesto que sin duda de ellos se trataba, se hubieran alejado a una hora tan tardía obligaba a pensar que acamparían no demasiado lejos, por lo que Román Balanegra decidió que lo mejor que podían hacer era quedarse donde estaban, ojo avizor y con el oído atento.

Se preparó un lecho de cañas empapadas en el que no hubiera sido capaz de dormir ni un perro vagabundo y se tendió cuan largo era al tiempo que comentaba:

—La experiencia demuestra que el osado triunfa o muere allí donde el prudente fracasa pero sobrevive, y no es éste momento de triunfos.

Un minuto después dormía tan profundamente que su conciencia no tuvo tiempo de echarle en cara que le hubiera obligado a cargar con la muerte de tres hombres en el transcurso de un solo día.

Al fin y al cabo, y pese a que fueran seres humanos, ninguno de ellos merecía vivir más que cualquiera de los cientos de hermosos y pacíficos elefantes que había abatido a lo largo de los años.

Faltaba aún casi una hora para el amanecer cuando Gaza Magalé le agitó levemente y susurró apenas:

—Me voy a ver qué pasa por ahí fuera.

—¡Ten cuidado!

—Si te parece iré cantando. ¡No te jode…!

—No se te ocurra vadear la laguna a estas horas.

—La rodearé hacia el norte y espero estar de vuelta sobre las diez; si hay peligro dispararé tres veces con intervalos de un minuto.

—¡De acuerdo!

El negro desapareció entre las cañas, por lo que cerró de nuevo los ojos, pero en esta ocasión el sueño fue sustituido, tal como solía ocurrir demasiado a menudo, por una memoria que se empeñaba en devolverle una y otra vez la imagen de la única mujer a la que había amado a todo lo largo de su vida.

Pese a los años transcurridos continuaba sin acostumbrarse a la idea de que no le esperara en el porche, resplandeciente con sus inmensos ojos negros en los que podía leer el alivio y la felicidad que le producía comprobar que su hombre regresaba a casa tras enfrentarse a las mayores bestias de la naturaleza.

Sentía de igual modo su miedo cuando días más tarde llegaba la hora de regresar a la selva, pero le agradecía en el alma que jamás pronunciara una sola palabra que permitiera traslucir que lo que en verdad ansiaba era que cambiara la forma de ganarse la vida.

Zeudí le había conocido siendo cazador de elefantes, hijo y nieto de cazadores de elefantes, el mejor de su tiempo, y desde el primer día había aprendido a ocultar su miedo en lo más profundo de las entrañas.

Se habían amado apasionadamente como si el tiempo les apremiase, convencidos de que cualquier día él acabaría por perder la difícil partida frente a los orejudos, pero para su sorpresa no ocurrió así y contra toda lógica y todo pronóstico fue ella la que emprendió en primer lugar un largo camino siguiendo las huellas de la única bestia a la que nadie había conseguido abatir a lo largo de la historia.

Desde que Zeudí se fue en pos de la muerte, su marido no había tocado a una mujer y le constaba que jamás lo haría, no sólo por fidelidad a su recuerdo, sino porque estaba convencido de que tras haber pasado tantos años junto a una diosa todos sus esfuerzos por intentar satisfacer a otra mujer resultarían inútiles.

Román Balanegra había llegado a ese punto crucial en la existencia de los seres humanos en los que el pasado se valora más que el presente o el futuro porque nada de lo que le ocurriera y por extraordinario que pudiera parecer quedaría grabado a fuego en su memoria tal como habían quedado los acontecimientos vividos en compañía de un ser inimitable.

Pensó luego en sus hijos y por enésima vez se vio obligado a reconocer que si los amaba tanto no se debía a que llevaran su sangre sino a que llevaban la sangre de Zeudí.

Si por casualidad conseguía salir vivo de la arriesgada apuesta de intentar volarle la cabeza a Joseph Kony, les pediría que le acompañaran a algún remoto lugar, tal vez las islas del Pacífico, donde pudieran pasar a solas un par de semanas alimentándose mutuamente del recuerdo de quien lo había sido todo para ellos.

Zeudí siempre había deseado conocer la Polinesia, pero cayó enferma meses antes de que emprendieran el viaje, por lo que acudir allí los tres juntos sería tanto como llevarla con ellos.

La luz del sol se interpuso al fin entre el cañaveral y las estrellas, y el cazador observó sin moverse cómo una «niña-ardilla», que ni siquiera era capaz de saber en qué lugar del mundo había nacido, se deslizaba entre la maleza con el fin de trepar a un árbol y otear el horizonte.

Sonrió para sus adentros al caer en la cuenta que lo mejor que había hecho desde que murió su esposa era conseguir que cinco desamparadas criaturas perdieran el miedo y recuperaran la esperanza de regresar intactas a sus hogares.

Pensándolo bien, conseguir que se reunieran de nuevo con sus familias se le antojaba mil veces más importante que acabar con una hedionda comadreja asesina.

Para matar a un canalla siempre había tiempo.

Desayunaron en silencio y aguardaron pacientes hasta que desde la copa del árbol la siempre inquieta chicuela anunció que el pistero regresaba.

Las noticias eran buenas únicamente a medias; el enemigo se había tomado con excesiva calma la tarea de recoger el campamento y reemprender la marcha, por lo que aún se encontraba bastante más cerca de lo que hubiera sido deseable.

—Si el helicóptero aparece y tiramos cohetes lo más probable es que los oigan o los vean… —señaló Gaza Magalé convencido de lo que decía—. Y te garantizo que en ese caso regresarán aquí a toda prisa a intentar averiguar quién demonios los ha lanzado.

—¿Cuánto tardarían en llegar?

—Eso depende de lo que corran; tal vez una hora; tal vez más.

—Si Dongaro nos ve y aterriza tendremos tiempo de sobra para embarcar —le hizo notar el cazador.

—¡Desde luego! —admitió el otro—. Pero si no nos ve, o no se atreve a descender, o una vez abajo su cochambroso cacharro se niega a elevarse tal como tiene por costumbre, nos cogerán cagando.

—Tú siempre tan pesimista.

—Si me presentas a alguien que se muestre optimista teniendo que proteger a cinco mocosas en el corazón del pantanal de levante con una pandilla de asesinos armados con fusiles de asalto en las proximidades le beso el culo.

—No te enseño el culo porque no me fío de ti, pero ten presente que ser optimista cuando las cosas van bien no tiene mérito; lo que vale es mantener la moral en momentos como éste. Te apuesto mil euros a que antes de las tres de la tarde el mugriento está aterrizando junto a la laguna.

—¡Hecho!

Se ocultaron en la espesura, lo más cerca posible de la orilla del agua, atentos al cielo y a cualquier rumor que pudiera llegar desde lo alto, pero fue una vez más la atenta «niña-ardilla» la que gritó desde la copa de un árbol cercano:

—¡Por allí viene!

La maldita tenía sin duda una vista de lince aumentada por unos prismáticos que parecían haberse convertido en parte de su cuerpo, puesto que aunque todos se volvieron hacia el punto que indicaba con absoluta convicción, tardaron un par de minutos en confirmar que, en efecto, algo que no se diferenciaba apenas de cualquiera de las miles de libélulas que sobrevolaban el agua era en realidad un helicóptero que se desplazaba hacia el este.

—Pasará demasiado lejos… —sentenció el negro negando con la cabeza una y otra vez—. Dudo que pueda distinguir unos putos cohetes desde esa distancia y a pleno día.

—También yo… —admitió resignado el cazador—. Y como ese cretino tiene la maldita costumbre de volar escuchando música a todo volumen es más fácil que los oigan esos hijos de puta que él.

Esperaron confiando en que por algún improbable milagro cambiara el rumbo, pero no tardaron en comprender que no era así, y que la vetusta máquina se alejaba rumbo a la frontera sudanesa sin reparar en su presencia.

De improviso Román Balanegra se apoderó de la única mochila que les quedaba y la volcó por completo al tiempo que exclamaba:

—¡Los papeles de aluminio! ¡Rápido! Vamos a intentar llamar su atención deslumbrándole con los papeles de aluminio y el fondo de las latas…

Al poco semejaban siete locos borrachos moviéndose de un lado a otro en un desesperado intento por conseguir que los rayos del sol golpearan en cuanto llevaban en las manos y se reflejaran en dirección al aparato.

En ocasiones, no muchas, una improvisada chapuza da mejor resultado que un plan meticulosamente concebido, y ésta fue una de ellas.

El grasiento Dongaro pilotaba siempre bailoteando y canturreando al son de la última canción de moda, pero no por ello dejaba de estar atento a cuanto ocurría bajo él, consciente de que el suyo era un trabajo arriesgado, aquella vieja reliquia mil veces reparada estaba a punto de lanzar su postrer suspiro y, por lo tanto, debía tener conciencia en cada instante de dónde se encontraba y cómo se las arreglaría a la hora de salir de tan intrincada región por su propio pie en caso de accidente.

En el asiento del copiloto descansaban siempre un rifle y una mochila con todo lo necesario para sobrevivir una semana, y a medida que avanzaba iba seleccionando mentalmente el punto que ofreciera las mejores oportunidades de tomar tierra sin dejarse los morros en el tronco de un árbol.

Ser en exceso precavido resultaba esencial cuando tenía que pasarse la mitad de la vida al borde de semejante montón de chatarra.

Gracias a ello no tardó ni medio minuto en percatarse de que algo inusual sucedía a unos tres kilómetros a su derecha, ya que estaba acostumbrado a que los infinitos lagos de la región le cegaran devolviendo los rayos del sol, pero no a que lo hicieran como si se tratara de una cuadrilla de desesperados saltimbanquis.

Un reflejo molesto pero sereno y continuo era cosa del agua.

Seis o siete reflejos disparatados e intermitentes era cosa de gente.

Viró despacio elevándose lo suficiente como para no llevarse la desagradable sorpresa de que de detrás de semejantes reflejos se encontrara la amenaza de un peligroso lanzagranadas, por lo que cuando alcanzó la vertical de una laguna de la que al poco emprendieron el vuelo infinidad de flamencos, procuró que el helicóptero se mantuviera quieto y enfiló sus viejos prismáticos hacia las figuras humanas que agitaban los brazos en un desesperado esfuerzo por llamar su atención.

—¡Ah, jodidos! —exclamó sonriente—. ¿De modo que estáis ahí? Y bien acompañados, por cierto.

Pese a su descubrimiento la prudencia continuaba siendo su eterna compañera de vuelo, por lo que antes de decidirse a descender trazó un amplió círculo escudriñando los alrededores, lo que le permitió comprobar que a unos seis kilómetros hacia el oeste, un grupo de hombres armados permanecían atentos a sus evoluciones.

Calculó mentalmente el tiempo y la distancia, llegó a la conclusión de que el riesgo no era excesivo y se decidió a descender con el fin de mantenerse a casi un metro del suelo al tiempo que gritaba:

—¡No puedo llevaros a todos! ¡Demasiado peso para este viejo trasto!

—¡Lo sé! —fue la respuesta del cazador al tiempo que le alargaba un trozo de papel—. Saca de aquí a las chicas y que se instalen en mi casa.

—De acuerdo. ¿Quieres que vuelva a buscaros mañana?

—¡No! Telefonea a ese número, pídele al pelirrojo que se ocupe de devolver a las chicas a sus familias y le adviertes que nosotros seguimos tras la pista de Kony, que ya no puede estar muy lejos.

—¡No hay problema! ¡Volveré el próximo sábado!

—Probablemente estaremos más hacia el este.

—Os buscaré por allí. ¡Suerte!

—¡Suerte!

Ir a la siguiente página

Report Page