Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XII

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No tardó en comprender que todos los soldados eran bisexuales, a falta de una palabra mejor. Lo cierto es que los tórridos encuentros con Clito en las termas se hicieron más frecuentes, para solaz del africano. No era extraño entre los soldados. Los más jóvenes tenían relaciones con otros soldados y con prostitutas; los veteranos, como Milo, tendían a tener sus relaciones casi exclusivamente con prostitutas y, cuando se retiraban licenciados, solían dejar a esas prostitutas para casarse con alguna muchacha en edad de merecer y tener una prole de sonrosados pilluelos.

Nadie se imaginaba nada más natural.

* * *

Un día Marco salió con Branoc a cabalgar a través de los pinares y, por primera vez, se retaron a una carrera. Los caballos salieron a galope tendido, pero no habían recorrido cien pasos cuando entraron en un claro; lo que vieron allí hizo que frenaran las monturas con tal fuerza que los caballos relincharon molestos hundiendo las pezuñas en el negro lodo del suelo.

Cinco hombres se hallaban de pie alrededor de una hoguera, y los rodearon en un abrir y cerrar de ojos.

El que parecía el jefe, un hombre alto, trataba de ocultar la delgadez de su cuerpo vistiendo una capa de piel de oso. Los miraba socarrón mientras hacía piruetas con su cuchillo mostrando una gran destreza.

—Queremos las armas —dijo.

—No —contestó Branoc atravesándolo con una pétrea mirada.

El celta desmontó no sin antes pedirle a Marco que hiciese otro tanto. El soldado no estaba en absoluto de acuerdo con la propuesta, pues el caballo les otorgaba una enorme ventaja sobre aquellos hombres. Pero obedeció pensando en que quizá se tratase de alguna rareza de los celtas o quizás una manera de evitar la pelea.

La teoría de Marco cayó por los suelos cuando en menos de dos segundos estalló una violentísima refriega. Branoc se deslizó bajo el vientre de su caballo, emergiendo al otro lado de improviso y, con el mismo movimiento, ensartó al cabecilla con su lanza. Luego ambos amigos echaron mano de sus espadas hiriendo fatalmente a dos de ellos, antes de que los dos restantes huyeran ilesos chillando como cachorros asustados.

—Bandidos —constató Branoc limpiando la hoja de su espada con la capa de oso—. Vulgares ladrones.

—¿Cómo se te ocurrió decirme que desmontase?

—Hubiese sido un tremendo deshonor luchar a caballo, pues ellos iban a pie —contestó mirándolo como si fuese tonto.

—Pero, hombre, si eran cinco. No creo que fuese demasiado contar con alguna ventaja.

—Hubiese sido un deshonor —reiteró Branoc.

Marco no volvió sobre el tema; sabía que no había nada más inútil en este mundo que tratar que un celta cambiase su código de honor. Ya estaba a punto de enfundar su espada cuando una figura apareció tras Branoc, deslizándose tan silencioso como un fantasma.

Marco atravesó el claro a la carrera y sorprendió al desconocido por la espalda. Un poco más allá, entre los árboles, tres figuras se ocultaron entre la espesura. Branoc se volvió y, mirando el cadáver que yacía a sus pies, preguntó:

—¿Iba a matarme?

—O eso —replicó—, o quizá tuviese un modo raro de saludar a la gente...

Branoc montó de nuevo con la cabeza baja, dando una imagen muy sombría de sí mismo, más de lo habitual. Tan inusual que su laconismo se esfumó.

—Esto es un auténtico desastre —se lamentó alzando la mirada hacia el cielo—. Una tormenta... mi vida se ha vuelto un torbellino. Soy un fracaso, estoy en la ruina. Soy como un ciervo destripado en los yermos. Me siento enterrado bajo una avalancha de nieve... y todos los años transcurridos en esta verde tierra han sido inútiles, pues mis pedazos se resecan inertes bajo el sol.

—Bueno, hombre, no será para tanto —trató de consolarlo—. Quiero decir...

—No lo entiendes —dijo Branoc—. No me has salvado la vida una vez sino dos. Sólo hay una manera para pagártelo.

Marco se espantó pensando en las palabras del celta, pues según ellos quizá se dejase matar por él.

—No, hermano, tú no tienes que...

—Debo hacerlo —interrumpió—; la diosa así lo demanda.

Emprendieron el camino de vuelta. Branoc sumido en sus pensamientos y Marco renegando para sí de la testarudez de aquellos malditos celtas.

* * *

Otro día Marco se interesó por la familia de Branoc.

—¿Por qué no estás casado? —le preguntó.

—Lo estoy.

—¿De verdad? —preguntó con una sonrisa—. Lo siento, no lo sabía.

—Me ha dado dos hijos, y ni un solo disgusto —asintió con la cabeza—. Soy un hombre feliz.

—No, lo preguntaba porque como nunca hablas de ella...

—¿Para qué?

Marco se rió con ganas; desde luego que su hermano celta parecía más bien un espartano.

* * *

Muchas veces salían de caza y no pronunciaban una sola palabra desde el amanecer hasta el ocaso, no les hacía falta. Muchas veces un gesto era más que suficiente para entenderse y así evitaban que las presas huyesen hacia las profundidades del bosque, donde tendrían una gran ventaja sobre sus cazadores.

Marco sabía apreciar la silenciosa compañía del celta.

Disfrutaba con el canto de los frailecillos, el silbido del viento entre las peñas, el repiqueteo de los cascos de sus monturas sobre las rocas de los páramos y la serenidad del ambiente. Sí, le gustaba mucho. En alguna ocasión recordaba las bulliciosas cenas y fiestas en Londinium, las charlas, el politiqueo y las discusiones enconadas... también recordaba a Julia. Se preguntaba qué clase de chica sería, criada en aquel mundo de cotilleos, afeites e inevitables flirteos. No le importaba en absoluto.

Prefería salir de caza con Branoc, la compañía de sus camaradas, las anchas montañas, el silencio. Aquella era una buena vida.

Y así pasaron los años sin darse cuenta.

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