Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XIII

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CAPÍTULO XIII

Julia nunca olvidaría cuán molesta se había sentido, cuán enfadada estuvo con la marcha de Marco. El muchacho salió de su vida con una garbosa sonrisa y una larga mirada que le dirigió justo en el umbral de la puerta. Luego llegaron las cartas, repletas de comentarios superficiales y secos, y pronto comenzaron a espaciarse hasta que no volvieron a recibir ninguna.

La vida le resultaba muy aburrida sin él. Le dolía el estómago y sentía un apetito voraz, pero no de comida. El aire de la villa se le hizo espeso y casi irrespirable.

Pasaba buena parte del tiempo en el templo de Isis ante las ofrendas de incienso colocadas en candelabros de seis patas frente al altar, envuelta en jirones de aromático humo. A través de sus ojos llorosos, veía el rostro de su madre representado en la diosa. Siempre salía muy despacio del templo y regresaba a casa con Bricca, quien la esperaba cotilleando con otra gente. La chica nunca decía nada, pero parecía saberlo todo tanto de la vida social de Londinium como de los sueños y esperanzas de todos los que la rodeaban. Una vez pasaron cerca de un asno que rebuznaba débilmente tras ser apaleado; la niña lo tocó y el animal cesó de roznar mirándola con una mirada que se diría perpleja. Bricca miró al asno, luego a la niña y la llevó a casa sin decir palabra.

En casa, dentro de las agobiantes paredes de la mansión, Julia se perdía en un mundo de libros. Pasaba largas horas en la biblioteca, acurrucada sobre un diván, leyendo sobre Dido, Helena de Troya, Eurídice, Ifigenia y otros personajes. Iluminada por la tenue luz otoñal, leía sobre el amor y la vida.

Los pretendientes llegaban y se iban, al igual que su decimoquinto y decimosexto cumpleaños. Su tío perdió toda esperanza de casarla. Había algo en ella que resultaba difícil de dominar, por lo que la convertía en una esposa poco conveniente para cualquiera. Julia siempre encontraba algo que criticar en los hombres que le eran presentados formalmente y Lucio tenía que admitir, tras meditar los argumentos de su sobrina, que ésta tenía razón. Era obvio que no convenía un hombre que hablase demasiado. Si era parco en palabras, era porque ocultaba un carácter arrogante y poco fiable que no soportaba otra opinión más que la suya. De un hombre muy educado, dijo:

—Es educado, es demasiado educado. No tiene auténticas convicciones y teme disgustar a cualquiera. Estaría bien como tribuno de la plebe, pero no para ser mi marido.

Otros defectos eran mucho más evidentes, como aquel de mascar perejil continuamente para ocultar su halitosis, aunque el remedio no era eficaz en absoluto. Otro mostraba claras tendencias homosexuales.

—No estoy dispuesta a desperdiciar mi vida haciendo el papel de yegua de cría —había dicho con el más orgulloso de sus tonos.

En una ocasión, Lucio le dio permiso a un obeso comerciante griego para declararse a ella. Valentino, haciendo gala de su prudencia habitual, preguntó si no sería un tanto arriesgado para el mercader; por toda respuesta, Lucio exhibió una enigmática sonrisa. Horas después, Valentino volvió a interesarse por el resultado de la entrevista. El cuestor carraspeó un tanto embarazado.

—Nuestro grueso amigo heleno fue lo bastante imprudente como para intentar conquistarla con halagos.

—Una desafortunada maniobra.

—Cierto. Y, no conforme con errar una vez, intentó reparar el desaguisado propinándole un cariñoso pellizco en la mejilla.

—¿Cuál fue su reacción? —preguntó el secretario visiblemente preocupado.

—La habitual. Unas bofetadas y unos cuantos arañazos. Amén de la firme promesa de arrancarle la piel al pobre desdichado a tiras con sus dientes y escupírsela en la cara.

Valentino asintió pensativo y añadió:

—Eso bien se puede interpretar como una negativa.

—Yo diría que sí, amigo mío.

Lucio soltó una sonora carcajada, un gesto muy poco habitual en él. Cada vez admiraba más y más a su sobrina.

Nadie estaba a salvo de la afilada lengua de la muchacha. En cierta ocasión que paseaban juntos por el foro, Julia se detuvo a contemplar el busto del emperador Constante.

—Ya se lo dije, tío —afirmó como si hubiesen tratado el tema anteriormente—. Parece un luchador, un labriego o cualquier cosa antes que un emperador. Mire qué aspecto más zafio. ¿Cómo puedes fiarte de un hombre que tiene el cuello más grueso que su cabeza?

Lucio miró la estatua tratando de reprimir la sonrisa que pugnaba por aflorar en su boca. La cuestión era que las pullas de Julia siempre tenían un fondo de verdad.

—Quizá sea cierto, pero no es conveniente expresar tales pareceres en voz alta.

Tratarlo de divinidad, a ese mastuerzo... Julia no podía concebirlo. Indudablemente había dioses, pero el emperador distaba mucho de ser uno de ellos.

Siempre recordaba una cita de Epícteto: «¿Puede el emperador salvarnos de una enfermedad, de un naufragio, de un incendio, de un terremoto, de una tormenta? ¿Podría salvarnos aunque sólo fuese del amor?».

Hermógenes continuaba al servicio de Lucio, ya no como maestro, sino más bien como asesor de lecturas. De vez en cuando se extendían rumores por la ciudad acerca de Quintiliano y su mal hábito de permitir a su joven sobrina que pasase tantas horas encerrada con un anciano, aunque el anciano fuese feo como el mismo Efestos.

Un día, Hermógenes trató de persuadir a Julia para que ésta se dedicase a seguir lo que se llamaban las Siete Virtudes. Era uno de los objetivos personales del maestro.

—Templanza, fortaleza —enumeró Julia interrumpiendo la lectura de uno de sus autores favoritos, Apolonio—, justicia, bla, bla, bla. Sophrosyne es la única de esas «virtudes morales» que quizá pueda considerarse una virtud intelectual. Pero la vida es algo mucho más complejo, más enmarañado que todo eso.

El griego, a pesar de no estar muy interesado en las opiniones de Julia, preguntó:

—¿Una virtud intelectual ha dicho? ¿Y eso?

—Sí, en cierto modo es lo que dijo Sócrates, un hombre que debía tener un aspecto parecido al tuyo. Ya sabes, una palabra cuya etimología resulta interesante, y que tanto te gustan a ti. Sophrosyne, según él, deriva de sophia, si no recuerdo mal. Por lo tanto, moralidad o virtud vendrían de conocimiento.

—No recuerdo ese dato —admitió Hermógenes perplejo.

—Fenofonta, Memorables —citó Julia—. Tercer tratado, creo.

A continuación la muchacha disfrutó de un buen rato de paz muy pagada de sí, mientras Hermógenes buscaba en los pergaminos la referencia señalada por Julia.

—¿Está su tío en casa? —preguntó despacio, con un pergamino en la mano.

Julia asintió sin abandonar la lectura. El maestro abandonó la biblioteca. Poco después regresó.

—Muy bien, joven dama, creo que mi trabajo aquí ha finalizado —anunció sorprendiendo a su pupila—. Cuando el alumno es capaz de instruir a su maestro acerca de las etimologías tratadas por Sócrates para analizar los auténticos significados de las Virtudes Morales, el maestro ya no es tal,.. y está fuera de lugar.

Julia se levantó y agradeció al griego las enseñanzas recibidas, confiando en volverlo a ver algún día. El maestro le deseó lo mejor a su vez y, bajo su espesa barba, ella creyó ver cierto rubor en el rostro de su pedagogo.

Y así Hermógenes salió de su vida.

* * *

La persona que cada vez le importaba más a Julia era, sin duda, Cennla.

Un esclavo sordomudo no se suponía que fuese la compañía ideal para una joven patricia de noble cuna y comportamiento tan altanero como ella. Al principio lo usaba para despachar a sus pretendientes. Parecía indicarles que la compañía de un esclavo mudo era mejor que la conversación de un patricio soltero en busca de esposa.

Y así, un día, se le ocurrió que podría enseñar a leer a Cennla. Fue tras leer Meno, de Platón, donde demostraba cómo un esclavo analfabeto podía resolver correctamente un problema de geometría con tal de que se le formulasen las preguntas adecuadas. Animada por la idea, Julia comenzó a mostrarle a Cennla dibujos sencillos trazados a tiza sobre una pizarra. Cosas fáciles como «casa», «perro», gato», acompañadas de las palabras correspondientes escritas debajo. Los progresos fueron sorprendentes. En dos semanas ya era capaz de escribir más de cien palabras, amén de ser un dibujante más hábil que ella. La gramática fue un asunto bastante más complicado; una frase sencilla como «yo entro en casa», requirió más de una hora de esfuerzo y varios sonoros bofetones destinados a captar la atención de Cennla. De todos modos, no tardó mucho tiempo en adquirir los conceptos gramaticales básicos tales como verbo, adjetivo, pronombre, etc. Al cabo de un mes, Julia se presentó con una tablilla encerada y un stylus. Unos minutos después el esclavo, que estaba realizando una de las labores más odiosas como era la de tejer, agradeció la interrupción y se presentó ante ella. En la tablilla había escrito: eres «muuy» amable.

Lo normal es que le hubiera propinado un buen tortazo por la falta de ortografía, pero esta vez sintió un nudo en la garganta y, agradecida, le dio el resto del día libre. Hasta la mañana siguiente Cennla no volvería a las cocinas.

Lo vio marcharse y, por primera vez, sintió ansiedad. Ansiedad por la atención que le prestaba su esclavo, por la intensidad de su mirada.

Aquella noche, Cennla hizo algo que le hubiese costado ser duramente flagelado y quizás una marca con hierros candentes de haber sido sorprendido. Antes del amanecer, cuando todos dormían, atravesó el atrio y se infiltró en la biblioteca de su amo. Una vez allí, a la luz de la luna, escogió al azar uno de los pergaminos y trató de leerlo. Por la mañana tenía los ojos enrojecidos, pero su mente se hallaba saciada como si, por primera vez en su vida, hubiese sido alimentada.

Cennla observó a los pretendientes ir y venir. Les servía vino y empanadas de carne, y ellos hablaban y hablaban hasta aburrir a su ama. Luego se iban y él, trabajando en las cocinas, esperaba a la noche para coger su pizarra y escribir sobre ella.

En una ocasión escribió: «Te hablan con palabras suaves y brillantes como la plata. Yo tan sólo puedo amarte en silencio. Mi amor es como el oro».

* * *

Poco después de su decimosexto cumpleaños, Lucio consideró que Julia tenía edad para acompañarlo a una cena de sociedad. Lo cierto era que él odiaba tales eventos, pero le apetecía ir acompañado de Julia y, de vuelta a casa, escuchar sus comentarios acerca de los asistentes.

La alta sociedad de Londinium no era demasiado numerosa y, por otra parte, el palacio de Albino no era uno de los lugares favoritos del cuestor; sin embargo, en esta ocasión se requería su presencia, pues se trataba de la presentación en sociedad del nuevo gobernador de Máxima Caerensis, cuya capital era precisamente Londinium Augusta. Su nombre era Flavio Martinus y lo recordaba de los tribunales. Le gustó desde el preciso instante en que se conocieron, como le suele gustar a un hombre asaltado por la ansiedad y abarrotado de trabajo tomar una copa de buen vino. El nuevo gobernador era casi lo opuesto al cuestor: rubicundo, sociable, cristiano (al menos nominalmente), y seguía a rajatabla la norma de no trabajar después del mediodía porque, para él, las tardes estaban destinadas a las termas y al cotilleo. Lucio no estaba seguro de que fuese un hombre con capacidad de mando, pero aun así le resultaba simpático. Por eso aceptó la invitación.

Fue una gran cena, para lo habitual en Londinium. El gobernador asistió acompañado de Calpurnia, su esposa, una mujer amable y bastante guapa. La mujer tenía un aspecto sereno e inteligente y parecía disfrutar todo el tiempo, incluso se sorprendía a menudo. Por supuesto, allí estaban los anfitriones, Albino y Sulpicio, pero afortunadamente la fiesta estaba lo bastante concurrida como para que Lucio y su sobrina no tuviesen que sufrirlos más de lo estrictamente necesario. Sulpicio, que todavía estaba soltero, miraba a Julia de un modo que ésta detestaba. Conocieron a un obeso y, según los rumores, acaudalado comerciante llamado Lucio Solimario Secundino, cuyo nomen traicionaba sus orígenes asiáticos. El comerciante venía acompañado de su esposa, una ridícula mujercita que no paró de cotorrear tonterías sin sentido durante toda la cena; también asistieron sus tres hijas. Las dos mayores, Marcela y Livilla, parecían tan descerebradas como su madre, infirió Julia. Ninguna de las dos tenía mucho que aportar, ocultas tras sus abanicos, riéndose tontamente en cuanto un hombre se dirigía a ellas. En su opinión, cualquiera de las dos sería una buena esposa para Sulpicio. Sin embargo, la más joven, Elia, parecía mucho mejor y, como descubrió al poco de conocerla, le gustaba la poesía.

—Lo malo es que padre no me deja leer tanto como quisiera porque —le confesó—, en su opinión, no todo es adecuado para una joven soltera. Pero bueno, al menos me deja comprar lectura con bastante regularidad... varios libros a la semana.

Julia quedó anonadada, varios libros semanales implicaba la existencia de dinero, de mucho dinero. Se preguntó si también tendría armarios llenos de hermosos vestidos...

—¿Qué lectura te permite tu padre? —quiso saber Elia.

—Mi tío —corrigió—. Pero casi todas las lecturas son... —hizo una pausa dramática—. Son poco... recomendables.

—¿Has leído a Propertio y a Tíbulo?

Por respuesta, Julia recitó un párrafo de cada uno.

—Eres muy inteligente —murmuró Elia.

Julia, un tanto azorada, vio un destello de admiración en la mirada de su nueva amiga. Sí, se llevarían muy bien.

Un poco más tarde, cuando ya había comenzado la cena, se presentaron tres hombres con el misterioso atractivo de los nacidos en la Galia. Las muchachas se fijaron inmediatamente en ellos. Su apariencia no era la corriente en tales reuniones.

Pánfilo, uno de ellos, era griego de origen; un hombre de mediana edad un tanto empalagoso, que vestía una túnica blanca que le llegaba a los tobillos ocultándole los pies, cuya tela se arrastraba por el suelo de un modo peligroso para su andar. Se presentó como un «neoplatónico». Julia se preguntó cómo se ganaría la vida. Uno de sus acompañantes fue presentado como Ausonio; tendría unos treinta años, vivía en la Galia y era... poeta. Ambas chicas temblaron de emoción.

—Pero, ay —se lamentó—, los ingresos de un poeta son lo que son, son precarios. Tengo que ganarme la vida impartiendo clases en una academia.

El poeta presentó a su vez a otro hombre, un individuo entrecano, corpulento, de barba y cejas grises que le conferían un aire tenaz y honesto. Se llamaba Magnencio, era general y servía en la Galia. Un murmullo de admiración recorrió la sala y el general inclinó la cabeza con auténtica modestia.

Tanto Magnencio como Ausonio les parecieron dos personas interesantes y decidieron entablar conversación con ellos. Pero Julia fue atrapada por la conversación de Pánfilo, si se puede llamar conversación a un monólogo.

Julia preguntó qué era ser un neoplatónico y el griego extendió un tedioso discurso. Le explicó con todo lujo de detalles, con la mirada perdida en algún indefinido lugar del techo, que él, junto a Plotino, opinaba que existían tres... ¿cómo se diría?, hypostases, vulgo realidades. El vulgo llama a éstas: Alma, Mente y... la Verdad. El alma se correspondería con, usemos términos del populacho, el pensamiento discursivo, la mente del pensamiento intuitivo y la verdad es la conciencia mística de la realidad.

—¿Qué ocurre con el mundo que nos rodea? —pudo preguntar Julia.

Su pregunta le pareció a Pánfilo terriblemente vulgar, por no hablar de la desconsiderada interrupción de su discurso. Aun así, se rebajó a contestar.

—La naturaleza es una quasi-hypostases que emana directamente de las otras tres. La mente —dijo retomando su perorata— es el pensamiento en estado puro. Es hija de treinta eones de Luz, Conocimiento y Sabiduría. Al final todo será uno para reunirse en lo que se llama una apocatástasis.

—Espero que no te importune la pregunta, pero, ¿cómo sabes esas cosas?

Pánfilo encontró la pregunta tan vulgar que no consideró necesario contestarla. Continuó divagando acerca de la scala perfectionis, la escalera de la perfección por cuyos peldaños, tenía que admitir en honor a la verdad, había ascendido. Habló de la intervención de la gnosis, el divino pleroma y la ilusoria naturaleza del dolor... algo reservado a los altos iniciados como él.

Con esta última observación, Julia sintió la fortísima tentación de inclinarse ante él y destriparlo con el cuchillo de la mesa para que comprobase en su propia carne su teoría de que el dolor no existe o, por lo menos, comprobar si el pedante podría deshincharse como un globo. Afortunadamente sintió la presencia de Calpurnia tras ella, quien la llevó hasta Ausonio. Confiaba en que el poeta no hablase de tonterías, porque la sabiduría de ese neoplatónico no era tal, sino un cúmulo de conocimientos teóricos de alguien que jamás ha tenido que enfrentarse a la cegadora luz de la vida real. Pero claro, esto último, en cierto modo, también se le podría aplicar a ella...

El poeta era un hombre tímido y modesto, y a pesar de su juventud, treinta años, había viajado y visto cosas realmente asombrosas. Estaba en Britannia con objeto de dar el último adiós a su difunto tío Contemtus, enterrado en Richboroug. Julia supo admirar el gesto. Él le gustó, la halagó de un modo que casi se podría tildar de conspirativo.

—Sabes que en realidad no pienso tal cosa —decía él—. Pero ambos sabemos que te gusta que te lo diga.

Ausonio mostraba la melancólica afectación tan corriente entre los poetas de medio pelo, pero en su caso parecía auténtica. Hijo de un médico famoso, había nacido en Burdigala, su patria chica, como la llamaba él, y ahora enseñaba retórica allí. A los dieciocho años ya había sido requerido en Constantinopla para ser tutor de los hijos del emperador Constantino.

—¿Cómo son los hijos del emperador? —preguntó fascinada.

—Como se espera que sean los emperadores cuando todavía son niños. Valientes, nobles, honestos, diligentes, aplicados, obedientes, generosos... —enumeró las virtudes con tal sorna que no hubo lugar a dudas acerca de su verdadero sentido—. Constancio, al menos, era un buen jinete y se le veían ciertas aptitudes militares.

—¿Cómo es Constantinopla?

—Es una vasta ciudad, grandiosa, impresionante en todos los sentidos, bien cuidada, populosa... prefiero Burdigala.

Ausonio volvió al vino. Julia notó que le gustaba beber. Ella bebió un sorbo de agua, pues no se espera que las mujeres beban vino.

—Regresé de allí hace cinco años —continuó—, y me casé.

—¿De veras?

—Sí, tenemos tres hijos. Bueno dos, porque el primero murió en la infancia... Ausonio júnior, tenía dos años. Lo enterramos en la misma tumba que su bisabuelo, así no estará tan solo —el poeta sonrió tan melancólico que Julia quiso abrazarlo—. Y después murió mi esposa —el tono de su voz se volvió más grave—. Alucia Lucana Sabina.

Lo dijo sin mirarla. Sus ojos descansaban sobre la copa de vino que tenía en la mano; no estaba buscando su condolencia o su pena.

De pronto el vozarrón de Albino atronó en la sala.

—¡Ausonio! Cuéntanos tu último epigrama, ese de Mirón y Lais.

Ausonio se volvió al centro de la sala, apuró su copa, la posó sobre la mesa y declamó:

—Mirón y Lais. Lais rechazó a Mirón por las plateadas canas que peinaba. Éste, que rabiaba, las tiñó de negro con hollín. Y ella, moza espabilada, aseveró con rudeza: «¿No te han dicho, malandrín, que a tu padre rechacé?».

Los presentes estallaron en carcajadas y Julia, riéndose por cortesía, se preguntó si sería la única a lo largo del imperio que no le hacían ni pizca de gracia esos epigramas. Prefería una charla amena.

Poco más tarde, relajado por el efecto del vino, comenzó a recitar historias un poco subidas de tono.

—¿Habéis oído hablar de ese nuevo rico, un plebeyo llamado Trimalquio, que adornó su villa con frescos de Rómulo y Remo? La gente decía: «Es lógico, al igual que ellos, su padre era un desconocido y su madre una puta».

Los hombres relincharon de risa. Calpurnia le hizo a Julia una señal con la cabeza. Las mujeres debían ir a una sala contigua y dejar a los hombres bebiendo vino y charlando de sus cosas.

La compañía de mujeres, sólo mujeres, no le parecía tan interesante, pero la fiesta de los hombres tampoco le parecía muy animada que se diga. La separación de sexos le parecía una idea absurda. Sea como fuere, Calpurnia se mostró muy interesada por ella.

—Así que tú eres la sobrina de Quintiliano. Hemos oído hablar mucho de ti —se rió ante la cara de sorpresa de Julia— No, no te preocupes, nada serio. Creo que te has introducido en el apasionante mundo del neoplatonismo.

—Algo más que introducirme. Casi perdí la noción de lo real mientras lo escuchaba... pero creo que me estaba quedando dormida.

La risa de Calpurnia sonó profunda, plena.

—Entonces estamos bien informadas, eres una muchacha inteligente —añadió.

—¿Eso dicen? —preguntó halagada.

—No creo que te cases con ningún estúpido de mediana edad, querida —dijo poniéndole una mano sobre la rodilla—. Vamos a tener que buscarte a alguien especial.

Finalmente llegó el momento de retirarse. Ausonio se despidió de ella y le dijo que le escribiría un poema. Julia se sonrojó hasta las raíces del pelo. Inmediatamente después fue Sulpicio a decirle adiós.

Calpurnia y Elia también se despidieron deseando volver a verla pronto. La esposa del gobernador, que no tenía hijos, sintió cierta tristeza al verla marchar acompañada de su tío, y sabía por qué.

—¿Has conocido a gente interesante? —preguntó Lucio una vez acomodados en la litera.

Julia habló entusiasmada de Calpurnia y Elia.

—¿Qué hay de Ausonio, el poeta?

Julia no contestó, se limitó a mirar hacia otro lado y sonreír.

Otra litera, mucho mayor que la de Lucio, transportaba a dos hombres por las oscuras calles de Londinium. Dentro iban Albino y Sulpicio. También hablaban de la fiesta, pero con otro tono, con ese estilo elíptico y abreviado tan común entre los hombres poderosos.

—¿Qué piensas? —preguntó Sulpicio.

—Es un buen hombre, demasiado bueno. Incorruptible —contestó Albino estirando su corpachón—. Firme. El oro es tan atractivo para él como... —hizo un vago gesto con la mano—, como para una cabra ciega.

Sulpicio sonreía, pero Albino se mantuvo serio.

—Es una versión moderna de Séneca —añadió sarcástico.

—No creo que sea como Séneca, el gran estoico, hermano —ronroneó Sulpicio—. No como el Séneca que prestaba dinero a los bretones cobrándoles un cuarenta por ciento de interés... así, cuando reclamó los intereses, se produjo la famosa revuelta de Boudica.

Albino se rió. Le gustaba cómo su hermano podía convertirse en una mina de información malévola; pues podría sacar los platos sucios de cualquiera, hasta de los filósofos estoicos. Eso mantenía a la gente en su lugar, no cabían los héroes en el mundo de su hermano.

—Y yo que pensaba que la guerra de Boudica fue un asunto de honor. Un gesto para vengar la flagelación de aquella puta y la violación de sus hijas.

—Eso son leyendas populares. Engrandecer los acontecimientos pasados, ya sabes. El dinero es la base de todas las cosas. Todo el mundo tiene un precio.

—Todos excepto él —suspiró Albino— Y la gente como él puede ser un tremendo obstáculo para un hombre ambicioso.

—La impaciencia es un escollo aún peor, hermano —sentenció llevándose un dedo a los labios—. Observa y espera. Observa y espera.

* * *

A medida que pasaban las estaciones, se celebraban cenas más o menos divertidas. Julia asistía a ellas, las intercalaba con la tensa y agobiante espera de algo que no acababa de suceder. Su tío le aseguraba que más de la mitad de los solteros de Londinium, dentro de los de su clase, evidentemente, estaban dispuestos a casarse con ella. El problema era que ninguno le inspiraba respeto.

—¿Por qué no se ha casado nunca, tío? —preguntó con descaro.

Lucio mostró una tristísima sonrisa y tocó el fino anillo de plata que lucía en el dedo meñique de su mano izquierda.

—Hubo una muchacha una vez, hace mucho tiempo —explicó—. Hace tanto tiempo que yo era joven... Bien, no quiero culparla, ¿qué razón tendría una mujer para casarse con un hombre tan aburrido como yo, pudiendo casarse con un rico muy aficionado a dar fiestas, como hizo poco después? —la miró con la triste sonrisa dibujada aún en el rostro—. Sin embargo, no hubo nadie que la sustituyese.

Julia se sorprendió de lo parecida que era a su tío. Deseaba arrojarse a sus brazos, abrazarlo y mostrarle su cariño con un beso, pero no estaba bien hacer esas cosas. Se limitó a sonreírle y consolarlo con la mirada.

Con las cenas, inevitablemente, se presentaron los cotilleos y agudezas de los provincianos. Julia procuraba disfrutar de la compañía de Calpurnia, al menos ella tenía una conversación coherente. También solía acudir Elia, quien intentaba agradarla en lo que podía. La muchacha tenía la presencia de ánimo para admitir en su fuero interno que el halago que le producía la admiración de Elia no era bueno, pero así pasaban el rato. Respecto a las hermanas de su amiga, Marcela y Livilla fueron desposadas con dos hombres tan idiotas que, en opinión de Julia, sólo otras dos idiotas como ellas podrían amarlos. Quizá fuese obra de los dioses... Marcia, su madre, que las adoraba, derramó ríos de lágrimas, demasiadas para que Julia pudiera contener la risa.

A veces recordaba a Ausonio el poeta, feo y divertido, y le gustaba imaginárselo con sus tristes ojos indolentes, allí, entre los cerezos y viñedos de su tierra, creando poesía. Otras veces pensaba, y se sentía algo culpable por ello, en lo que sería ser estrechada por los fuertes brazos del general Magnencio y sentirse aplastada bajo su peso. Incluso pensaba en Marco, su antiguo compañero de juegos. Lo recordad tan claramente como si lo acabase de ver y hacía años de su despedida, cuando salió por la puerta del jardín dedicándole una mirada y una sonrisa. ¿Qué había sido de él? Ocasionalmente su tío recibía alguna carta, redactada siempre en tono seco y formal, detallándole movimientos de tropas. Nada más.

En verano visitó las sagradas aguas de Sulis Minerva, en Bath, acompañada de Elia y Calpurnia. Allí alquilaron una bonita casa y lo pasaron estupendamente, disfrutando de las aguas y despellejando las debilidades de todos aquellos que conocían. El gozo de Elia frente a las ocurrencias de Julia no tenía fronteras.

Pero Julia también sabía que aquel era un lugar sagrado, aunque el sabor de las aguas no lo fuese y las palabras comodidad y nostalgia se ocultaran tras el tenue velo de moralidad que infundía el vapor de las aguas. En las termas, las aguas bullían con un tono verdoso, opaco, y ella sabía que las fuentes termales eran una puerta al Inframundo, allí donde sus padres, sonrientes y cogidos de la mano, estaban esperándola. No dejó de visitar el templo de Isis.

Con la llegada de los primeros nubarrones otoñales, regresaron a Londinium, al aburrimiento de la rutina diaria.

En ocasiones se sentía soñolienta, abrumada, y abandonaba el comedor para sentarse oculta entre la penumbra de los pasillos, tratando de despejar su cabeza de los cotilleos y tonterías que la ocupaban. Sentía que estaba desperdiciando su vida. Tenía casi veinte años, todavía estaba soltera y continuaba siendo arisca con sus pretendientes. ¿Por quién esperaba? Por él, por el único, fuese quien fuese. Y el concepto de «único» no concordaba con el de Panfilos, ni con ningún razonamiento abstracto de los pensadores griegos. Su «único» sería un hombre de recios brazos y sonrisa fácil, con la mandíbula fuerte, el pelo espeso y oscuro y los ojos más oscuros aún, que al fijarse en los suyos no necesitasen mirar a ninguna otra parte y que sus silencios fuesen tan elocuentes como sus palabras. Esos eran sus sueños, tanto dormida como despierta. Y la vida, o el amor, eran mucho más.

Era algo que estaba esperando por ella en algún lugar, lejos.

* * *

Los libros de la biblioteca de su tío cobraron un nuevo valor para ella; cada uno era un mundo en sí mismo, y cambiaban su sentido, como pudo comprobar a lo largo de sus años de lectora.

Una de sus obras preferidas estaba contenida en un pergamino amarillento bordeado en oro. Lo tomaba siempre con la máxima delicadeza y lo desenrollaba cuidadosamente sobre la mesa central de la sala de lectura. Podía sentir cómo el papiro se metía en ella, la absorbía y la ahogaba.

Era un mapa.

Una tarde, Lucio la encontró mirándolo, sudando por todos sus poros, con una titilante sonrisa en los labios. No pudo dejar de advertir la belleza de su querida sobrina, con su pelo negro como el carbón y los ojos oscuros brillando a la luz de la lámpara... bella, sí, pero con un temperamento tan fiero como el de un hombre. Lucio confió en que su marido, fuese quien fuese, tuviera una piel dura y gruesa.

—Julia, ya te he dicho que los mapas no son cosas de mujeres. Vosotras no los entendéis.

Como siempre, ella lo miraba sonriendo y, sin hacer caso de sus consejos, volvía a su estudio de geografía. Le fascinaban los mapas, las líneas azules de la costa, las pequeñas filas de ángulos que marcaban sierras y cordilleras, los nombres... sobre todo los nombres. Lugares de todo el imperio, ciudades costeras del Mediterráneo y puertos que la transportaban a un mundo de aventura. Seguramente para Marcella y Livilla, un mapa sería un trozo de papiro ininteligible al que no se le puede sacar ningún partido; en cambio Julia los leía como si fueran composiciones líricas. Le permitían trasladarse a lugares exóticos, lejos de la aburrida y provinciana Londinium, una ciudad sin encanto. Allí estaba Corduba, ciudad que le evocaba las riberas del río Betis, llenas de flores en primavera y los picos siempre nevados del sur... las provincias africanas, que tan bien conocía su padre, donde habitaban los leones y tenían nombres como Numidia y Cirene; y la gloriosa ciudad de Alexandria, con el rosado granito egipcio resplandeciendo bajo el sol a orillas del lago Mareotis, y sus acaudalados negociantes judíos y los pendencieros cristianos, sus camellos, sus mercados, el faro y la biblioteca, la admiración de la Tierra, o lo que quedaba de ella tras el incendio de Julio César.

Soñaba con lo que sería navegar hasta arribar a Constantinopla, y poder ver sus templos, sus pavimentos de mosaico, sus columnas recubiertas de pórfido... y el mar Euxino; atravesar las puertas de Bithynia para alcanzar la Cólquida, en el Ponto, lugar donde se hallaba el Vellocino de Oro colgado de un roble protegido por la magia del bosque sagrado... el trofeo de Jasón.

Y los desiertos infinitos que se extendían tras Siria. La maravilla de sentarse a la sombra de las palmas en la ciudad de Palmyra, el lugar de paso de las caravanas de mercaderes repletas de sedas y especias procedentes de lugares lejanos más valiosas que el oro. El puerto de Tyrus, casi podía oler el agua del mar estancada en los espigones y ver a los marineros fenicios transportando sus valiosas cargas de conchas para obtener el preciado tinte púrpura... tanto que la vanidad de los hombres los había empujado a entablar cruentas guerras con tal de obtenerlo.

Había nombres totalmente extraños, evocadores de lugares casi encantados, como el misterioso reino de los nabateos y su fastuosa capital, cercana al mar Eritreo, más allá de las fronteras del imperio. La poderosa ciudad de Babilonia, con sus cien puertas de bronce y sus murallas de adobe cocido de más de cuatrocientos pies de altura... ¿todavía existirían esos lugares? Allí, en Babilonia, toda mujer, fuese cual fuese su condición, debía ir al menos una vez en su vida al templo de la diosa del amor, Ishtar, y ofrecerse a un desconocido, a cualquier desconocido, a cambio de una moneda de plata. Julia siempre sentía un nudo en la garganta al pensar en ello.

Soñaba con viajar a través de los polvorientos caminos del imperio persa, cruzar el desierto salado y alcanzar la ciudad de Persépolis, cuya leyenda decía que estaba construida de cristal. Quería cabalgar a través de Hircana, donde había tigres tan grandes como... como los monstruos de Aníbal. Y llegar más allá, al río Oxus, o al propio Hidaspes, donde el gran Alejandro III de Macedonia concluyó su conquista, pues allí terminaba el mundo. El sur... las riberas del mar océano, las ciudades de Barbaricum o Barrigaza con sus puertos llenos de mercantes romanos listos para ser estibados con vino, oro, cobre, dátiles, diamantes, turquesas, añil, conchas de tortugas, seda y perlas del tamaño del puño de un hombre. El mapa resplandecía ante ella.

La vida estaba en otra parte, pero, ¿cuándo comenzaría?, ¿dónde?

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