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1975 » Capítulo 94. Julio 25, viernes

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Julio 25, viernes

Bernardo Cabral, el director de Sanidad Vegetal, llegó a Rancho Boyeros en un avión con varios funcionarios cubanos acreditados ante el gobierno de Panamá. Venían también personalidades del país hermano, invitados a participar en la celebración del 26 de Julio, previsto para el día siguiente en Pinar del Río.

Cuando Bernardo penetró en el salón grande, salieron a recibirlo el mayor Alba y el capitán Carlos Ríos. El mayor Alba, antes de dirigirle la palabra, le extendió una tarjetica, que Bernardo leyó sorprendido: «No diga una palabra. Quítese los espejuelos y démelos». Bernardo, sin saber qué pensar de aquello, hizo lo que se le pedía. El mayor cogió los espejuelos y se los entregó a Carlos, que los introdujo en un maletín y se retiró del lugar sin decir palabra. Luego, el mayor Alba, con una amplia sonrisa, sacó del bolsillo de su camisa otro par de espejuelos idénticos y se los alcanzó a Bernardo.

—Pruébese estos, a ver si le quedan bien.

Bernardo se los puso y comprobó más sorprendido aún, que veía con igual nitidez. Sin duda, estos espejuelos estaban preparados para sus propios índices de miopía, que, por cierto, eran muy distintos en ambos ojos. ¿Qué significaba todo aquello?

El mayor se limitó a reír complacido y sacó de su bolsillo otra tarjeta, más grande, que contenía una invitación, expedida a su nombre, para participar al día siguiente en la tribuna, en el acto de Pinar del Río. Bernardo estaba ansioso porque el mayor se explicara.

Cuando le entregaron sus dos maletas, Alba lo ayudó a transportar una de ellas, y lo condujo a su carro, que esperaba en el parqueo.

Al salir del aeropuerto, el mayor se ofreció para llevarlo a la ciudad; y si Bernardo no tenía reparos, en cuanto dejara el equipaje en la casa y se reencontrara con su familia, por cierto deseosísima de verlo e ignorante de su llegada, ¿le parecía bien conversar juntos un rato? Si no se sentía demasiado cansado… ¡Qué va, mayor! Al cabo de dos semanas de preocupaciones, angustia, incertidumbre, tras aquella precipitada salida, Bernardo no deseaba otra cosa sino hablar largo y tendido, sencilla y francamente. Nada en el mundo podía serle más necesario en aquel momento que conversar con el mayor.

Alba, por su parte, sintió que en las precipitadas palabras de aquel hombre tan parco, se escondía el eco de un reproche. Se dispuso, entonces, a dar a Bernardo la primera explicación. Él también pasó unos días muy angustiosos, con muchos altibajos y sobresaltos. Una de sus preocupaciones constantes, fue el tener plena conciencia de que por una iniciativa suya, dos magníficos técnicos como él y Alejandro, se hallaban fuera del país, soslayados y marginados en el momento cuando más se requería de ellos. Qué útiles le habrían sido ambos en esos días, como sucediera desde el inicio.

Aquellas palabras del mayor, pronunciadas con su cálida y vibrante ronquera de siempre, cayeron como un lenitivo en el ánimo de Bernardo Cabral. Comenzaba a hacerse la luz. En realidad, la luz había comenzado a hacerse desde que Alba le entregara en el aeropuerto la invitación oficial para celebrar el 26 de Julio en la Tribuna donde hablaría Fidel. Y aquel tono conmovido, con el que Alba parecía querer disculparse por algo que Bernardo ignoraba, contribuyó mucho a tranquilizarlo. ¿Qué habría pasado? ¿Y qué sería todo aquel lío de los espejuelos?

¿Bernardo recordaba aquel día en que Alba lo citara a él y a Alejandro de Sanctis, para pasarles unas diapositivas en el Abreu Fontán?

Sí, mayor, la cita que al final no se pudo realizar…

Anjá, y ese día Alba les expuso lo del Young Tree Decline

Sí, en efecto, cómo no, mayor, Bernardo se acordaba muy bien. Después, durante dos semanas él trató una y otra vez de reconstruir aquel coloquio en sus detalles. Bernardo apreció que ese día algo muy importante debió decirse. Algo que tal vez generó un equívoco muy irritante para el mayor, al punto de provocarle desde ese momento una actitud evasiva hacia él y Alejandro. Pero, por más que tratara de recordar, no pudo hallar siquiera una remota sospecha de algún justificativo para la repentina agresividad del mayor. Que Renato lo disculpara, pero Bernardo llegó incluso a pensar en cosas terribles, entre ellas, una repentina obnubilación del mayor.

Sí, Bernardo, sí: el mayor se imaginó todo eso. Era lógico.

Bernardo pensó también cosas terribles de Alejandro, pero era imposible, monstruoso, no, no, de ninguna manera, no podía ser, Bernardo conocía a De Sanctis hacía catorce años, y si de alguien no se podía tener ninguna duda era de él. No, no, no: tenía que ser alguna otra cosa.

No, Bernardo, no. El problema no había sido con Alejandro. Había sido con él, con Bernardo.

¡¿Cómo?!

Así como lo oía, Bernardo, así como lo oía.

Que el mayor se explicara, por favor.

Bernardo recordaba con claridad todas sus palabras y debía ser algún error, alguna mala interpret…

No, no, Bernardo, no. No se trataba de lo que Bernardo expresara ese día. Se trataba de lo que hizo…

¿Y qué había hecho? Él no recordaba nada anormal. Estaba seguro…

Pues bien, si Bernardo hacía un poco de memoria, recordaría que durante aquella conversación, transcurrida al inicio en la parcela de Virología y luego en el carro de Alba, él, Bernardo Cabral, se pasó todo el tiempo quitándose y poniéndose sus espejuelos para mirar con un gesto de extrañeza la armazón del entrecejo y las puntas de las patas. ¿Bernardo recordaba? ¿No había sido así?

Sí, sí: claro que se acordaba. Eran unas cosquillas y luego un poco de irritación en la piel, con una mancha rojiza detrás de la oreja derecha. El dermatólogo diagnosticó una alergia por contacto con aquel material.

¿Y qué había hecho Bernardo?

Se puso una pomada que el médico le recetara y santo remedio. Luego siguió usando los espejuelos sin la pomada y ya no le volvieron a molestar.

¿Y no era cierto, Bernardo, que unos días antes, al salir de un cine en El Vedado, un hombre que hiciera un gesto brusco a su lado, le tumbó los espejuelos, y otro se los había desbaratado de un pisotón?

Sí, sí. Así había sido. Bernardo lo había contado a sus compañeros y…

¿Y no era cierto que el del pisotón le pidió mil disculpas y le ofreció mandárselos arreglar de un día para otro con su tío, director de una óptica?

Sí, sí. Un tal Miranda, muy atento por cierto: al otro día le llevó los espejuelos con una armadura nueva, causante de las cosquillas.

Anjá, y gracias a esas benditas cosquillas el mayor pudo sospechar…

Solo en ese momento Bernardo cayó en cuenta por dónde venía la cosa. Cerró los ojos y se dio una palmada en la frente.

¡Coño, mayor! ¿Escuchas? ¿Sería posible?

En efecto, Bernardo. Al principio, al mayor le había extrañado la cosa. Él era un hombre bastante observador y no recordaba haberle notado antes aquello que parecía un tic nervioso. Pero en realidad no sospechó nada hasta que ya estaban llegando al Abreu Fontán. Cuando vino a caer en cuenta, el mayor ya había metido la pata hasta la cadera. Si la cosa fue realmente así, de lo cual el mayor no estaba seguro, era una pifia cósmica, porque a esas alturas ya había mencionado lo del Young Tree Decline; y ante la inminencia de que el enemigo se le hubiera infiltrado ya en sus conversaciones, a través de un transmisor instalado en los espejuelos de Bernardo, el mayor buscaba con desesperacion una réplica salvadora, una salida.

Al comienzo no podía siquiera pensar con serenidad. Una rabia insana y repentina se apoderó de su voluntad. ¡Cómo era posible que a él, un profesional, no le llamara la atención de inmediato aquel quita y pon de los espejuelos de Bernardo!

¿Pero era posible, mayor, instalar un transmisor en el interior de las patas de unos espejuelos?

Para un alcance de un kilómetro a la redonda, demasiado posible, Bernardo. La secretísima industria del espionaje elaboraba transmisores del tamaño de la cabeza de una tachuela, disparables con una pistola; y a una distancia de hasta doscientos metros, los proyectiles se incrustaban en una pared y abastecían un sistema de escuchas. La transistorización y los circuitos integrados representaban un avance fenomenal en el campo de la electrónica. De los mil millones del presupuesto anual de la NSA, un par de centenares se dedicaban a la investigación y a la secreta producción de ingenios minielectrónicos. ¿Bernardo no oyó nunca mencionar el micrófono y pistola 902?

No. ¿Qué era eso?

Era un condensador direccional capaz de captar conversaciones al aire libre, con solo apuntar, mediante una mira telescópica, a los labios de los hablantes. Además, poseía un amplificador tan potente que se «chupaba», como por un tubo, conversaciones sostenidas a ciento veinte metros de distancia.

¡Alabao!

Sí, Bernardo, la cosa era muy seria. Y eso fue lo que obligó al mayor a variar su actitud hacia Alejandro y Bernardo.

Al regresar aquella tarde fatídica a su despacho, Alba se reconcomía los hígados en pos de una solución. Maldecía el haber comentado, y justo en esos momentos, lo del Young Tree Decline. Al principio pensó en hacerle saber a Bernardo su situación mediante una carta, para evitar comentarios comprometedores; pero luego decidió optar por lo que cualquier profesional en su mismo aprieto: aprovecharse de las escuchas enemigas para desinformarlos. Pero ellos no tenían un pelo de tonto, y desinformarlos, requería habilidad. Se debía crear una situación veraz; y después de mucho pensar, Alba prefirió engañar al enemigo con el comentario de que la Seguridad cubana impediría el lanzamiento del virus, por haber detectado a los ciclistas lanzadores de áfidos en Isla de Pinos. ¿Bernardo recordaba el giro de aquella conversación?

Desde luego, Bernardo recordaba, por ejemplo, que el mayor insistió en no arrancar los brotes tiernos de los campos para no llamar la atención y poder coger a la red completa de los mercenarios. Y aquello, tanto a Bernardo como a Alejandro, les parecía un riesgo inmenso, casi suicida… Eso era justo lo que el mayor pretendía para engañar al enemigo. Pero para inducirlo a creer que los cubanos se empeñarían en aquel disparate, era necesario que los técnicos reaccionaran con una auténtica y natural indignación, como hiciera Alejandro. Ese, ni más ni menos, fue el motivo de aquella absurda discusión entre Alba y Alejandro, que acabó por sacar de quicio al virólogo, y determinara su intempestivo viaje hacia Panamá. Alba lamentaba en el alma haber apelado a un procedimiento tan drástico, pero la Superioridad lo consideró idóneo para respaldar los argumentos de la falsa disputa, y lograr que el enemigo se tragara el cuento del completo despiste. Y luego de la áspera discusión con la que se intoxicó al enemigo, parecía creíble que Bernardo y Alejandro fueran enviados al exterior y dejaran de crear problemas al personal de Contrainteligencia Científica.

Además, como Bernardo y Alejandro no eran actores, mal hubieran podido representar de manera realista y convincente su actuación de los días 9 al 12 de julio, cuando presas de la mayor incredulidad e indignación, veían cómo los militares se proponían enfrentar un gran peligro con un plan disparatado. Los argumentos sinceros y vehementes que ambos especialistas esgrimieran en la Dirección del INRA y la de Cítricos y Frutales, debieron convencer al enemigo de que la Inteligencia cubana andaba orinando fuera de la taza. Pero lo más grave, Bernardo, era que toda aquella monstruosa simulación, de la que él y Alejandro fueran víctimas inocentes, se llevó a cabo por si las moscas…

¿Cómo por si las moscas?

Sí, Bernardo. El tal Miranda, sobrino del director de la óptica, sometido a permanente vigilancia, parecía limpio. Nunca había salido del país, y durante los días de su chequeo no incurrió en nada sospechoso. Además, la forma como se rompieran los espejuelos, las cosquillas en la piel, y otras cosas más que ya el mayor le referiría, daban a pensar que lo del transmisor pudo ser perfectamente factible. Para averiguarlo, se debería desmontar los espejuelos, pero se perdería una excelente oportunidad de desinformar al enemigo, pues se daría inmediata cuenta del desmonte. En la reunión con la Superioridad se decidió analizar el caso a fondo: chequeo discreto de la óptica, indagación de todo el personal y revisión exhaustiva del despacho de Cabral.

La segunda sorpresa que Alba tenía para Bernardo, databa de la madrugada del 10 de julio: Seguridad del Estado encontró un transmisor del tamaño de un clavito, incrustado debajo del buró de Bernardo.

¡¿Cómo?!

Como se lo estaba diciendo, Bernardo…

Pero… pero… ¿y quién habría podido colocarlo?

El doctor Julián Bohórquez, Bernardo.

¿El subdirector de la WAF?

Ese mismo, el microbiólogo. ¿Acaso Bernardo no despachaba algunos asuntos con él?

Sí, sí. En dos o tres oportunidades Bohórquez pidió entrevistar a Bernardo para recomendar algunos productos patrocinados por su organismo. En todo caso, las visitas de Bohórquez le habían parecido a Bernardo más que justificadas, y jamás se le habría ocurrido sospechar nada de él.

Pues así era la cosa, Bernardo, y en tal situación, con la evidencia de un micrófono bajo el buró de Bernardo, con la sospecha de otro aparato en el interior de sus espejuelos, era obligatorio suponer también, que el mismo trabajo debía habérsele preparado a Alejandro de Sanctis.

¡Ave María! ¡Alabao sea el Santísimo!

¿Bernardo comprendía ahora lo útil que resultó no celebrar reuniones en su despacho?

Claro, claro. Y a propósito, mayor, ¿a Alejandro también se le encontró algo?

Nada en el despacho, Bernardo, pero podía estar controlado en su casa, o llevar un transmisor en un bolígrafo, en cualquier parte. Debían tomarse las máximas precauciones. Bueno, mayor, y el tal Bohórquez…

Julián Bohórquez era el cabecilla y organizador del grupo de contrarrevolucionarios que actuaba en el interior del país.

¿Estaba detenido?

Estaba.

¿Y el sabotaje, mayor? ¿Y Alejandro?

La máquina había llegado a la puerta de la casa de Bernardo. El mayor se apeó para abrir el maletero.

¿A Bernardo le parecía bien que el mayor pasara a recogerlo a las diez?

Sí, sí, muy bien. Con respecto a lo del sabotaje y a Alejandro, el mayor le explicaría todo a las diez.

Cuando Fernando Alba montó en su máquina y se alejó unos metros, pensó que no tenía derecho a seguir con aquel suspense, especialmente ante un hombre que pasara catorce días en el exterior, presa de una verdadera angustia.

Dio marcha atrás, tocó bocina, y Bernardo, que aún no había cogido el elevador, se acercó a la ventanilla de la máquina.

—Alejandro viajó a París, tres días después de su regreso a La Habana, para presidir una delegación de alto nivel científico y exhibir una película de dieciséis milímetros, en colores.

—¿Película sobre qué, mayor? —preguntó Bernardo, intrigado.

—Sobre el sabotaje —le contestó el mayor con una sonrisa; y al marcharse lo dejó más perplejo todavía.

Bernardo permaneció de pie y solo atinó a rascarse la cabeza en medio de la acera.

¡Era del carajo, el mayor!

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