Joe

Joe


CAPÍTULO UNO

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CAPÍTULO UNO

 

Donald Evan, recibía una fiesta de despedida en la Central de bomberos de San Francisco. Tenía 65 años y había trabajado desde los 20. Los últimos 25 años, en la oficina. Su vida había sido siempre ser bombero.

A los 25 años conoció a su mujer, Sophie, enfermera del hospital, justo en un accidente en el centro de la ciudad, cuando ella iba en la ambulancia y él en el coche de bomberos. Y ya no se separó de ella.

Compraron una casita victoriana que tanto le gustaba a Sophie, en la Calle Fillmore Street, y allí vivieron toda su vida. Donald tenía la central a cinco minutos en coche y ella un poco más, pero les encantaba esa calle que con el tiempo fue creciendo, convirtiéndose en una calle comercial por excelencia, tranquila y que los turistas visitaban.

Cuando intentaron tener hijos a los dos años de casarse, Sophie no podía quedarse embarazada y tras cuatro abortos, decidieron tomar otra vía para tener hijos, porque cuánto menos podían, más quería tenerlos.

Así, acudieron a una clínica de inseminación artificial. Todo les costó una dineral, incluso teniendo la hipoteca de la casa, Donald pidió un préstamo para poder pagar la clínica.

Como era muy propensa a abortar, les sacaron cinco óvulos. Y se los inseminaron. Debía estar completamente en reposo al menos el primer mes y pidió sus vacaciones para ello.

Pero una de las noches se sintió sangrar, y fueron de urgencias al hospital. Había perdido dos embriones, nada más. Y la dejaron ingresada.

Tuvo suerte, salvo que quedaron tres embriones que siguieron adelante, y por lo que al cuarto mes ya no había peligro y se echaron las manos a la cabeza: iban a tener tres de golpe. Tres hijos varones.

-Dios mío Donald, ¿qué hemos hecho?

-Tres hijos mujer. Ahora tendremos que trabajar horas extras para pagar todo lo que debemos y alimentar tres bocas. Y no nos podemos mudar de esta casa. Tenemos tres dormitorios y no precisamente grandes. Los tres dormirán juntos y en la otra les ponemos un vestidor y lo que necesitan.

Y así, a ella le hicieron una cesárea de sus hijos, a los que pusieron por orden de llegada al mundo: Joe Evans, David Evans y Paul Evans.

Su madre tuvo mucho trabajo, su padre echaba muchas horas extras, pero el tiempo quiso que sacaran a sus tres hijos adelante, con ayuda de los abuelos a veces, como podían. No eran ricos precisamente.

Tampoco pudieron ahorrar para universidades. Además, ellos querían ser bomberos los tres como su padre cuando estaban en el instituto. Y su padre estaba orgulloso de ellos.

Les decían que no se preocuparan, que si podían estudiar cuando trabajaran harían una carrera en la universidad por las noches.

Joe , David y Paul, eran tres chicos guapos morenos altos como su padre y de ojos azules. Medían más de 1, 86. Y al terminar el instituto, se apuntaron a un gimnasio cerca de casa y empezaron a preparase las oposiciones para bomberos. Siempre se ayudaban, eran una piña entre ellos desde pequeños. Amaban a su madre y estaban orgullosos de su padre. Era un Dios para ellos.

Salían juntos, se repartían a las chicas, eran graciosos, irónicos y cuando aprobaron las oposiciones en su casa fue una fiesta. Habían conseguido tener cuerpos de escándalo a los 20 años y entraron con su padre en la central.

Llevaban cinco años en casa de sus padres y trabajando y estudiando y se sacaron una carrera estudiando en la universidad, invertían ahí su dinero y su tiempo. Y ahora el ejercicio lo hacían en la central.

Joe hizo enfermería, igual que su hermano David y Paul, porque les podía ser más útil en su trabajo.

Y cuando tenían 26 años, dijeron que ya era hora de independizarse. Su madre no quería, pero ellos ya no querían molestar más en casa.

-No os quiero lejos, hijos.

-Nos gusta la calle y el barrio, quizá alquilemos alguna de las casitas, o algún apartamento.

-Me gustaría, así, podéis venir a comer.

-Si acaso los fines de semana mamá. -Decía Joe -y no todos.

-Bueno, mientras os quedéis cerca…

-Ya veremos.

Y cada uno se alquiló una casita victoriana como la de sus padres, amueblada, y reformada. En la calle, en números distintos, pero al menos habían hecho feliz a su madre. Y por otro lado estaban al lado del trabajo. Tenían coche e iban ahorrando, ya se podían permitir la independencia. Un buen sueldo y hacían horas extras. Al menos durante tres años.

Cuando cumplieron 29 años, se desató la tormenta. Su madre enfermó del corazón y se la llevó Dios una noche de invierno, dejando solo a su padre y con un año por jubilarse.

Habían sido siempre una pareja unida, se habían querido como nadie y eso lo sabían sus hijos. Y fue para ellos lo peor que les podía haber pasado. Y a su padre. Él se quedó solo y no quiso irse de su casa.

-Papá, mete a una mujer unas horas como la tenemos nosotros, te la pagamos entre los tres.

-Tengo mi sueldo.

-Pues hazlo, no queremos que te alimentes mal.

-No lo haré, hijos.

-¿Estás bien entonces?

-Sí, de aquí no me voy, aquí está tu madre – les dijo dos meses después de que la incineraran y tiraran las cenizas donde ella siempre quiso, a la Bahía de San Francisco.

Echaba de menos a su madre, había muerto joven con 63 años, ahora que podían jubilarse y viajar y vivir, su padre se quedó solo.

Pasaban a verlo siempre que podían y lo llamaban a diario.

-No seáis pesados.

-Papá, te queremos, tenemos que saber cómo estás.

-Bueno, pero quiero estar tranquilo. Dejadme que me jubile en paz, me quedan unos meses.

-¡Está bien, papá!,-le decían.

 

Y allí estaba celebrando su último día de bombero tras todos esos años, al lado de sus hijos, orgulloso y contento, pero no feliz, porque no tenía a su alma gemela, esa que le había acompañado toda la vida. Pero iría después por la tarde a la bahía y se lo contaría todo.

Sus hijos estaban independizados y él, jubilado y se dedicaría ir a ver todos los días a su Sophie, a dar paseos, a tomar café, a leer el periódico o a andar y a nadar. Cuando tuviese ganas y estuviese más fuerte, quizá hiciera un viaje, no muy lejos.

 

 

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