Job

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Primera parte » Capítulo 8

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8

DOS semanas después se detuvo ante la casa de los Singer, en medio de una gran nube de polvo, un pequeño carruaje de dos ruedas que traía un visitante: Era Kapturak.

Les comunicó que los documentos estaban listos y que si en cuatro semanas llegaba de América la respuesta y el dinero de Schemarjah, alias Sam, la partida de la familia Singer era cosa hecha. Kapturak añadió que había ido para informarlos de todo esto y que prefería la entrega inmediata de veinte rublos a tener que deducirlos cuando llegara el dinero de América.

Deborah se dirigió en seguida a la trastienda de madera anexa al patio, se levantó la blusa, sacó un pañuelo anudado de su seno y contó ocho monedas de un rublo. Luego se bajó la blusa, volvió a la habitación y dijo a Kapturak:

—Es todo lo que he podido pedirle a un vecino. Dese usted por satisfecho.

—Hay que tener paciencia con un cliente antiguo —dijo Kapturak. Y montando en su ligero cochecito amarillo, desapareció al poco tiempo envuelto en otra nube de polvo.

—Kapturak ha estado en casa de los Singer —comentaba la gente del pueblo—; Mendel se va a América.

Y, efectivamente, comenzaron los preparativos del viaje de Mendel Singer a América. Todos le indicaban remedios contra el mareo. Un par de compradores vinieron a ver la casita y le ofrecieron mil rublos, cifra por la cual Deborah hubiese dado cinco años de su vida.

Pero Mendel Singer dijo:

—¿No sabes acaso, Deborah, que Menuchim ha de quedarse en casa? ¿Con quién podríamos dejarlo? La hija de Billes se casará el mes próximo con Fogl, el músico. Hasta que tengan su primer hijo pueden cuidar a Menuchim. Y, a cambio, les dejaremos la casa sin cobrarles nada.

—Pero ¿es seguro que Menuchim se quedará? Aún faltan varias semanas para nuestra partida, y hasta entonces Dios puede hacer un milagro.

—Si Dios quiere hacer un milagro —contestó Mendel— ten la seguridad de que no te lo anunciará. Hay que esperar. Si no vamos a América, le ocurrirá una desgracia a Miriam. Y si vamos, tendremos que dejar aquí a Menuchim. ¿O quieres enviar a Miriam sola a América? ¿Quién sabe qué haría en el camino y en la misma América? Menuchim está tan enfermo que sólo un milagro podría curarlo; y si ese milagro se produce, podrá seguirnos. Es cierto que América está muy lejos, pero no fuera del mundo.

Deborah se calló. Volvió a oír las palabras del rabino de Kluczysk: «No abandones a tu hijo; quédate a su lado como si fuera un niño sano». Y ella no se quedaría. Había esperado el milagro durante muchos años, día y noche, hora tras hora. Los muertos no le ayudaban desde el otro mundo, el rabino tampoco la ayudaba y hasta Dios le negaba su ayuda. Había llorado un mar de lágrimas. Era de noche en su corazón y cada una de sus alegrías ocultaba una pena desde que nació Menuchim. Todos los goces se le habían convertido en tormentos, y todos los días festivos, en día de duelo. Para ella no había primavera ni verano; todas las estaciones se llamaban invierno. Salía el sol, pero no calentaba. La esperanza era lo único que no quería morir.

—Se quedará inválido —decían todos los vecinos. Porque ellos no habían tenido esa desgracia, y el que no la sufre no cree en los milagros.

Pero tampoco el que la sufre cree en ellos. Los milagros existían en los tiempos antiguos, cuando los judíos vivían aún en Palestina. Desde entonces ya no se producían. Pero ¿no se hablaba de los extraños hechos del rabino de Kluczysk? ¿No era él quien había devuelto la luz a varios ciegos y curado a más de un paralítico? ¿Qué había ocurrido con la hija de Nathan Piczenik? ¿No estaba loca? Se la llevaron a Kluczysk. El rabino la miró y pronunció un ensalmo. Luego escupió tres veces, y la chica volvió a su casa libre, y en posesión de todas sus facultades.

«Hay gente con suerte —pensó Deborah—. Incluso para los milagros hay que tener suerte. Pero los hijos de Mendel Singer no la tienen. Son hijos de un maestro».

—Si fueras un hombre razonable —le dijo a Mendel—, irías mañana a Kluczysk a pedirle consejo al rabino.

—¿Yo? —preguntó Mendel—. ¿Qué puede hacer tu rabino? Ya fuiste a verlo una vez y bien puedes ir otra. Si crees en él, podrá darte un consejo. Ya sabes que no le tengo fe. Ningún judío necesita intermediarios para dirigirse a Dios. Él oye nuestros ruegos si no hacemos ningún mal. ¡Pero si cometemos una mala acción, puede castigarnos!

—¿Y por qué nos castiga ahora? ¿Qué mal hemos hecho? ¿Por qué es tan cruel?

—Estás blasfemando, Deborah; déjame en paz, que no podemos seguir hablando.

Y Mendel se concentró en un libro piadoso.

Deborah cogió su bufanda y salió. Afuera, Miriam, iluminada por el resplandor rojizo del crepúsculo, con un vestido blanco que en aquel momento parecía anaranjado y un brillo dorado en sus negros cabellos, miraba el poniente con sus grandes ojazos, también negros, que mantenía abiertos aunque la luz del sol debía de cegarla.

«Es preciosa —pensó Deborah—; yo también fui tan bella como mi hija; pero ¿quién soy ahora? Soy la mujer de Mendel Singer, y mi hija sale con un cosaco. Ella es bonita y quizá tenga razón».

Miriam no pareció ver a su madre. Observaba con atención apasionada el sol, que empezaba a ponerse tras una pared de nubes violáceas. Hacía días que aquella pared aparecía en el horizonte por las tardes, anunciando tempestad y lluvia, pero desaparecía al día siguiente.

Miriam había notado que en cuanto el sol se ponía los soldados empezaban a cantar en el cuartel. Una compañía entera entonaba siempre la misma canción: palyubil ya tibia za tvai krazatu[3]. El servicio había terminado y los cosacos saludaban al atardecer. Miriam repetía la letra de la canción, de la que conocía solamente las dos primeras estrofas: «He llegado a quererte por tu belleza». ¡Toda una compañía la cantaba para ella, centenares de hombres la entonaban sólo para ella! Dentro de media hora se encontraría con uno de ellos, tal vez con dos. A veces venían tres.

Vio a su madre y se quedó inmóvil; sabía que Deborah pasaría de largo. Hacia semanas que la madre no se atrevía a llamar a Miriam. Le parecía que su hija emanaba también una parte del terror que rodeaba a los cosacos; como si la joven estuviese ya bajo la protección de ese cuartel extraño y salvaje. No, ya no la llamaría.

Pero esta vez se le acercó. Deborah con su raído pañuelo, vieja, fea y temerosa, se detuvo delante de Miriam bañada en la luz dorada del sol. Y se paró al borde de la acera, como siguiendo las prescripciones de una antigua ley que ordenaba a las madres feas pararse siempre a media versta por debajo de sus hijas bonitas.

—Tu padre está enojado, Miriam —dijo Deborah.

—¡Déjalo estar! —contestó Miriam—. ¡Siempre con tu Mendel Singer!

Por primera vez escuchó Deborah el nombre del padre en uno de sus hijos. En ese instante tuvo la impresión de haber hablado con una extraña y no con la hija de Mendel. ¿Y por qué una extraña tenía que decir «padre»?

Deborah quiso volverse. Se había equivocado. Había hablado con una persona extraña.

—¡Quédate! —ordenó Miriam.

Y por primera vez notó Deborah la dureza de voz de su hija.

«Una voz de cobre», pensó. Una voz que le recordaba una de las campanas de la iglesia, tan odiadas y temidas.

—Quédate aquí, madre —repitió Miriam—. Deja solo a tu marido y vente conmigo a América. Deja aquí a Mendel Singer y a Menuchim, el idiota.

—Le he pedido que vaya a ver al rabino, pero no quiere. Yo no pienso ir sola a Kluczysk. Tengo miedo. Ya me prohibió abandonar a Menuchim, aunque su enfermedad durase años. ¿Qué debo decirle, Miriam? ¿Debo decirle que nos vamos por tu culpa, porque tú…, tú sales…?

—Porque salgo con un cosaco —terminó Miriam sin moverse—. Dile lo que quieras, no me importa. En América haré lo que me dé la gana. No creas que porque te casaste con un Mendel Singer me obligarás a mí a hacer lo mismo. ¿Tienes acaso algún marido mejor para mí? ¿Tienes una dote para tu hija?

Miriam no levantó la voz. Sus preguntas no parecían preguntas. Era como si estuviese hablando de cosas insignificantes, como si hablase de los precios de las legumbres o de los huevos.

«Tiene razón —pensó Deborah—. Que Dios nos ayude: tiene razón».

E invocó a todos los buenos espíritus, pues sintió que su hija tenía razón, que quien hablaba por boca de la hija era ella, su propia madre. Y empezó a sentir miedo de sí misma, como minutos antes se había asustado de su hija. Nubes amenazadoras se cernían sobre ella. El canto de los soldados seguía llegando desde el cuartel. Un trozo de sol rojo rebasaba aún las nubes color violeta.

—Me marcho —dijo Miriam. Y con un paso ligero y coqueto, como una mariposa blanca, avanzó por la calle en dirección al cuartel, al encuentro de la canción de los cosacos.

A unos cincuenta metros del cuartel, en el sendero que unía el bosque al campo de trigo de Sameschkin, la esperaba Iván.

—¡Nos vamos a América! —dijo Miriam.

—No me olvides —contestó Iván—. A esta hora, cuando el sol se ponga, piensa en mí y no en los otros. Te seguiré si Dios quiere. Escríbeme, que Pavel me leerá tus cartas. Y no cuentes muchas cosas íntimas de nosotros dos, porque me avergonzaría.

Besó a Miriam con pasión y muchas veces. Sus besos resonaron como tiros en la placidez de la tarde. «¡Un demonio de chica! —pensó—. Cuando se vaya a América tendré que buscarme otra. Tan hermosas como ella no las hay, y me quedan todavía cuatro años de servicio».

Era un muchachón grande, fornido y tímido. Sus enormes manos temblaban al acercarse a una muchacha. Inexperto en el arte de amar, Miriam le había enseñado todo. ¡La de cosas que sabía!

Se abrazaron como hacía dos días y como la víspera, en medio del campo, entre los frutos de la tierra, rodeados y cubiertos por las pesadas espigas, que se inclinaron complacientes cuando Iván y Miriam se dejaron caer. E incluso antes de que los amantes se acostaran, parecieron hacerlo las espigas. Su amor fue aquella tarde más breve, violento y temeroso, como si Miriam debiera partir a América al día siguiente. Temblaba ya la despedida en ese amor. Aun al estrecharse el uno al otro empezaron a sentirse lejanos, con un océano de por medio. «¡Suerte la mía que me voy!, y suerte que éste se queda aquí», pensó Miriam.

Permanecieron echados largo rato, exhaustos, mudos, como dos heridos graves. Miles de ideas cruzaron por sus cerebros. No sintieron la lluvia que empezaba a caer. Había comenzado lenta y silenciosamente, y las pesadas gotas tardaron bastante en atravesar la masa dorada de las espigas. De pronto se encontraron a merced del agua. Se levantaron y echaron a correr. La lluvia los desconcertó, transformando totalmente el mundo y haciéndoles perder la noción del tiempo. Les pareció que debía ser muy tarde e intentaron oír las campanadas de la torre. Pero sólo se oía el aguacero, que caía cada vez más fuerte: los otros sonidos de la noche habíanse apagado. Se besaron en las caras empapadas y se apretaron las manos, pero había agua entre los dos y no pudieron sentir sus cuerpos. Se despidieron de prisa, sus caminos se separaron e Iván desapareció entre la lluvia.

«No lo veré más —pensó Miriam al correr hacia su casa—. Va a empezar la cosecha. Mañana se asustarán los campesinos: una lluvia suele traer varias».

Llegó a la puerta de su casa y esperó un momento en el umbral, como si fuera posible secarse en pocos minutos. Por último decidió entrar. La habitación se hallaba a oscuras; todos estaban durmiendo. Se acostó sin hacer ruido, con el vestido mojado para que se le secase sobre el cuerpo. No se movió en toda la noche. Afuera se oía llover.

Todos sabían ya que Mendel se iba a América. Sus alumnos fueron dejando de asistir uno tras otro. Al final quedaron sólo cinco chicos, y aun éstos asistían irregularmente. Kapturak no había traído aún los papeles ni Sam había enviado los pasajes. Pero la casa de Mendel Singer empezaba ya a desmoronarse.

«¡Qué podrido debía estar todo esto! —pensaba Mendel—. Estaba podrido y nadie lo sabía. Quien no puede estar atento es como un sordo, peor que un sordo. Así está escrito en alguna parte. Aquí mi abuelo fue maestro, aquí fue maestro mi padre y aquí he sido yo maestro. Ahora me voy a América. A mi hijo Jonás se lo llevaron los cosacos, y ahora quieren llevarse también a mi hija Miriam. Y Menuchim… ¿Qué será de Menuchim?».

Esa misma noche fue a casa de los Billes. Era ésta una familia feliz, que siempre había tenido suerte (inmerecida, a juicio de Mendel). Todas las hijas estaban casadas, excepto la más joven, a la que pensaba ofrecerle su casa. Ninguno de los tres hijos había hecho el servicio militar y todos habían recorrido el mundo: uno vivía en Hamburgo, el otro en California y el tercero en Paris. Era una familia feliz, sobre la que reposaba la generosa mano de Dios. El viejo Billes siempre estaba alegre. Mendel había dado lecciones a todos sus hijos, y el viejo Billes había sido alumno del viejo Singer. Como hacía tantos años que se conocían, Mendel creía tener cierto derecho a participar en la suerte de la familia. Los Billes, que tampoco vivían en la abundancia, aceptaron complacidos la oferta de Mendel Singer. La joven pareja se instalaría en la casa y cuidaría de Menuchim.

—No da mucho trabajo —dijo Mendel; y cada año hace progresos. Pronto sanará, con la ayuda de Dios. Y entonces vendrá mi hijo Schemarjah en persona, o enviará a alguien a buscarlo.

—¿Y qué noticias tienes de Jonás? —le preguntó el viejo Billes.

Hacía tiempo que Mendel no sabía nada de su cosaco, como le llamaba en su interior no sin cierto desprecio, pero tampoco sin una pizca de orgullo. Sin embargo, contestó:

—Cada vez mejores. Ha aprendido a leer y a escribir y lo han ascendido. Si no fuera judío, quién sabe si no sería ya oficial.

Resultábale penoso a Mendel presentarse con toda su sobrecarga de infortunios ante una familia tan dichosa; de ahí que quisiera fingir un poco de felicidad.

Se acordó que Mendel Singer cedería su casa a la joven pareja en presencia de unos cuantos testigos de la familia Billes, y sin intervención de las autoridades, que sólo hubieran costado dinero. Bastaba con tres o cuatro judíos honrados para actuar como testigos. Entregaron a Mendel un anticipo de treinta rublos, ya que sus alumnos no venían y en su casa no tenían dinero.

Una semana más tarde vino Kapturak en su cochecito amarillo. Todo había llegado: el dinero, los pasajes, los pasaportes visados, la fianza e incluso los honorarios de Kapturak.

—¡Un pagador puntual! —dijo Kapturak—. Vuestro hijo Schemarjah, alias Sam, es muy puntual en sus pagos. Un «gentleman», como se dice allí…

Kapturak debía acompañar a la familia Singer hasta la frontera. Cuatro semanas después zarparía el vapor Neptuno de Bremen a Nueva York.

Los Billes fueron a casa de Mendel para hacer un inventario. Deborah se llevaría la ropa de cama, seis almohadas, seis sábanas y seis fundas a cuadros rojos y azules. Dejaría las tarimas de paja y la escasa ropa de cama de Menuchim.

Aunque no tenía mucho que embalar y recordaba perfectamente todas sus pertenencias, Deborah se hallaba siempre ocupada. Hacía y deshacía los bultos. Contaba una y otra vez los cacharros y utensilios de cocina. Menuchim rompió dos platos. Parecía ir saliendo paulatinamente de su estúpido letargo. Llamaba a su madre más que nunca, valiéndose de la única palabra que sabía y repitiéndola docenas de veces incluso cuando ella estaba ausente. ¡Era un idiota el pobre Menuchim, un idiota! Decir esto es muy fácil, pero ¿quién podría expresar la tempestad de miedos y tribulaciones que el alma de Menuchim, escondida por Dios bajo el impenetrable velo de la estupidez, debía de estar sufriendo en esos días?

Sí, Menuchim, el inválido, tenía miedo. Salía a veces de su rincón para tumbarse al sol en el umbral de la casa, como un perro enfermo, y mirar a la gente que pasaba, de la cual sólo parecía ver la botas, los pantalones, las medias o las faldas. Otras veces se aferraba de improviso al delantal de su madre y gruñía. Deborah lo cogía en sus brazos a pesar de que pesaba ya bastante. Lo mecía y le cantaba una vieja canción de cuna, dos o tres estrofas inconexas que tenía ya casi olvidadas, pero que acudían a su memoria en cuanto sentía en brazos a su infortunado hijito. Luego volvía a depositarlo en el suelo y reanudaba la tarea de embalar y contar las cosas de la casa. A veces abandonaba de nuevo su labor y, con unos ojos no muy diferentes a los de Menuchim, se ponía a meditar. Así de muertos y desamparados eran esos ojos que buscaban en una lejanía ignota las ideas que su cerebro se negaba a suministrarles. Caía entonces su mirada sobre el saco en el que había que coser los almohadones. «Tal vez sea posible coser a Menuchim dentro de un saco», pensaba. Pero en el mismo instante se echaba a temblar pensando que los aduaneros pudieran pinchar los sacos de los pasajeros. Deshacía nuevamente los líos y resolvía quedarse con Menuchim, como el rabino de Kluczysk se lo había ordenado: «No lo abandones; cuídalo como si fuera un hijo sano».

No tenía ya la fuerza necesaria para creer; poco a poco la iban abandonando también las que se necesitan para soportar la desesperanza.

Era como si Deborah y Mendel no hubieran tomado ellos mismo la decisión de irse a América, sino como si América les hubiera caído encima con Schemarjah, Mac y Kapturak. Cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde. Ya no podían librarse de América. Habían recibido los papeles, los billetes de barco y el dinero.

—Pero ¿qué pasaría si Menuchim sanara de repente hoy o mañana? —preguntó un día Deborah.

Mendel movió la cabeza y replicó:

—Si Menuchim sanara, vendría con nosotros.

Y ambos abrigaban en silencio la esperanza de que Menuchim pudiera sanar de un día a otro, de que se levantara con los miembros sanos y empezara a hablar normalmente.

La partida estaba fijada para un domingo. Aquel día era jueves. Por última vez se hallaba Deborah en su hogar preparando la comida para el sábado, el pan blanco y los panecillos trenzados. El fuego chisporroteaba alegremente y el humo iba llenando la habitación, como cada jueves desde hacía treinta años. Afuera llovía. La lluvia rechazaba el humo de la chimenea; y la mancha de humedad volvió a aparecer en el techo de cal. Hacía diez años que hubieran debido revocar aquella parte del tejado; ahora lo haría la familia Billes. El baúl grande ya estaba listo y cerrado con una barra de hierro y un par de candados nuevos y brillantes. A ratos, Menuchim se arrastraba hasta el baúl y hacía oscilar los candados, que chocaban contra los aros de hierro y se negaban a calmarse. Y el fuego chisporroteaba alegremente, y el humo iba llenando la habitación.

El sábado por la noche, Mendel Singer se despidió de sus vecinos. Bebieron el aguardiente amarillo-verdoso que ellos mismos preparaban, echándole setas secas. Así, además de fuerte, era amargo. La despedida duró más de una hora. Todos desearon dicha y prosperidad a Mendel. Unos lo miraron con ciertas dudas y otros con envidia. Pero todos coincidieron que Estados Unidos era un país espléndido. Un judío no podía desear nada mejor que irse a América.

Esa noche Deborah se levantó y, en camisón y con una vela en la mano, se acercó a la cama de Menuchim. Yacía el chico boca arriba, y su pesada cabezota reposaba sobre una manta gris enrollada. Los ojos, semiabiertos, dejaban ver una blanca córnea. Al respirar le temblaba todo el cuerpo; sus dedos dormidos se movían constantemente. Ambas manos descansaban sobre el pecho. Durante el sueño, su cara era aún más pálida y fofa que de día. Tenía abiertos los labios azules, y en las comisuras se veía una espuma blanca. Deborah apagó la luz, se arrodilló unos segundos junto a su hijo y volvió a acostarse. «Nunca será nada», pensó, y ya no pudo conciliar el sueño.

El domingo a las ocho de la mañana llegó un mensajero de Kapturak. Era el mismo hombre de la gorra azul que ayudó a Schemarjah a cruzar la frontera. También esta vez se quedó frente a la puerta y no aceptó tomar el té. Luego ayudó a sacar el baúl y a colocarlo sobre el carro, un carro cómodo, con sitio para cuatro personas. Los pies podían apoyarse sobre el heno blando. El carro despedía un olor a verano tardío. Los lomos de los caballos relucían como espejos curvos de color castaño. Un yugo con cascabeles de claro timbre combábase sobre sus cuellos altivos y esbeltos. Aunque era de día, se veían las chispas levantadas por las herraduras al chocar contra las piedras.

Por última vez tomó Deborah en sus brazos a Menuchim. Allí estaba reunida toda la familia Billes, que no cesaba de hablar con Mendel. Éste se había instalado al lado del cochero, y Miriam apoyaba su espalda contra la de su padre. Sólo Deborah permaneció un momento en la puerta de casa, con Menuchim en brazos. Súbitamente lo colocó en el suelo como se mete un cadáver en un ataúd, se incorporó y dejó que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Estaba decidida. Su hijo se quedaba y ella se iría a América. No se había operado el milagro.

Subió llorando al carro. No vio las caras de la gente cuyas manos apretaba. Sus ojos eran dos mares llenos de lágrimas. Oyó el chasquido de las herraduras. Ya estaban en marcha.

Lanzó un grito sin enterarse siquiera: su corazón tenía boca propia, y de ella salió el grito. El carro se detuvo, y Deborah saltó a tierra con la agilidad de una joven. Menuchim seguía en el umbral. La madre se dejo caer a su lado.

—¡Mamá! ¡Mamá! —balbuceó el niño. Ella no se movió.

La familia Billes levantó a Deborah, que gritó, se defendió, y al final se calmó. La subieron de nuevo al carro, que salió rápidamente con dirección a Dubno.

Seis horas después se hallaban en el tren: un correo lento y lleno de desconocidos, que avanzaba por entre prados y campos donde se veían campesinos y campesinas cosechando. Cabañas y rebaños saludaban al convoy. La monótona canción de las ruedas adormecía a los viajeros. Deborah no había pronunciado una sola palabra. Dormitaba. Pero las ruedas del tren repetían incesantemente: «¡No lo abandones! ¡No lo abandones!».

Mendel Singer se puso a rezar. Rezaba de memoria y mecánicamente, sin pensar en el significado de las palabras. Su solo sonido era suficiente y Dios comprendería aquellos rezos. Así adormecía su tremendo miedo al agua, a la cual llegaría en unos cuantos días. De cuando en cuando le echaba una mirada a Miriam, que iba sentada junto al hombre de la gorra azul. Mendel no vio como la chica se apoyaba contra el hombre. Éste no le habló: esperaba el breve cuarto de hora que mediaba entre la caída de la noche y el instante en que el revisor encendiera la minúscula lamparilla de gas. De este cuarto de hora y de la noche, cuando volvieran a apagar las luces, se prometía toda suerte de placeres.

A la mañana siguiente se despidió de los viejos Singer con indiferencia, sólo apretó cordialmente la mano de Miriam. Habían llegado a la frontera. Los revisores recogieron todos los pasaportes, cuando llamaron a Mendel, éste se echó a temblar sin motivo, pues todo estaba en orden.

Pasaron la frontera.

Cambiaron de tren. Vieron otras estaciones y otros uniformes y oyeron otras campanadas. Tuvieron que hacer transbordo dos veces más y pasaron tres días en el ferrocarril. Al tercer día por la tarde llegaron a Bremen. Un empleado de la Compañía de Navegación gritó: «Mendel Singer». Y la familia Singer se acercó. El empleado esperaba nada menos que a nueve familias. Las puso en fila, las contó tres veces, fue leyendo los nombres de todos y a cada uno le dio un número. Luego se marchó, prometiendo volver pronto. Y las nueve familias, compuestas por veinticinco personas, permanecieron en fila, inmóviles, con los números de hojalata en la mano y sus líos a los pies. En el extremo de la izquierda estaba Mendel Singer, que se había presentado muy tarde.

Durante todo el viaje apenas si había intercambiado palabra con su mujer y con su hija. Las dos mujeres permanecieron mudas. Pero ahora Deborah parecía no poder soportar más el silencio.

—¿Por qué no te mueves? —preguntó a su marido.

—Nadie se mueve —contestó Mendel.

—¿Por qué no preguntas a la gente?

—Nadie pregunta.

—¿Qué estamos esperando?

—No lo sé.

—¿Crees que podré sentarme en el baúl?

—Siéntate en el baúl.

Pero en el momento en que Deborah se alzaba la falda para sentarse, apareció el empleado de la Compañía y anunció en ruso, polaco, alemán y yiddish que iba a acompañar a las nueve familias hasta una barraca del puerto, donde tendrían que pasar la noche, y que el Neptuno zarparía a la mañana siguiente, a las siete.

En la barraca, en Bremenhaven, se acostaron con sus números de hojalata en los puños cerrados, sin soltarlos mientras dormían. Los ronquidos y los movimientos de los veinticinco durmientes en sus duros camastros hacían temblar las vigas y las minúsculas bombillas eléctricas. Estaba prohibido prepararse té, y todos se acostaron con la garganta reseca. Miriam, a la que un peluquero polaco había regalado caramelos rojos, se adormeció con una bolita pegajosa en la boca.

Mendel se despertó a las cinco. Bajó con dificultad de la yacija de madera en la que había dormido y buscó el grifo de agua. Luego salió para ver dónde quedaba el este y entró de nuevo. Se instaló en un rincón y se puso a rezar. Estando en su piadoso cuchicheo le sobrevino un dolor tan violento al corazón que gimió en voz alta en medio de sus rezos. Un par de durmientes se despertaron y sonrieron al ver al judío que, en aquella esquina, agitaba su cuerpo y bailaba penosamente en honor a su Dios.

Aún no había acabado Mendel cuando el empleado abrió la puerta bruscamente. La brisa del mar entró en la barraca.

—¡Arriba! —gritó varias veces en todos los idiomas del mundo.

Llegaron temprano al buque. Se les permitió echar una mirada a los comedores de primera y segunda clase antes de pasar al entrepuente. Mendel Singer no se movía. Estaba sobre el peldaño más alto de una estrecha escalera de hierro, de espaldas al puerto, a la patria, al continente, al pasado.

El sol relumbraba a la izquierda, El cielo era azul y el agua, verde. Un marinero ordenó a Singer que bajase y éste calmó al marinero con un bondadoso gesto de su mano. No tenía miedo. Lanzó una rápida mirada al mar y bebió consuelo de la infinitud del agua agitada. Era eterna. Mendel reconocía que Dios mismo la había creado. La había arrojado de sus fuentes abundantes y secretas. Se hallaba ahora entre dos continentes. En el fondo se agitaba Leviatán, el pez sagrado, que el día del juicio alimentaría a los piadosos y justos.

El barco en que viajaba Mendel se llamaba Neptuno. Era una nave grande; pero en comparación con Leviatán, con el mar, con el cielo y con la sabiduría del Eterno, resultaba muy pequeña. No, Mendel ya no sentía miedo. Calmó al marinero, él, un pequeño judío moreno metido en un gran buque y a las puertas del océano eterno; se volvió y musitó en voz baja la bendición que debe pronunciarse a la vista del mar:

—¡Alabado seas, eterno Señor nuestro, que creaste los mares para separar los continentes!

En aquel momento las sirenas anunciaron la salida. Comenzó el fragor de las máquinas, y el aire, el barco y las personas empezaron a temblar. Sólo el cielo permanecía tranquilo y azul, azul y tranquilo.

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