Job

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Primera parte » Capítulo 9

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EN la decimocuarta noche de travesía relucieron las señales luminosas que salían de los buques-faros.

—Ahora aparecerá la estatua de la Libertad —dijo un judío que hacía el viaje por segunda vez—. Tiene una altura de ciento cincuenta y tres pies, está vacía por dentro y lleva alrededor de la cabeza una corona de rayos. Con la mano derecha sostiene una antorcha que permanece encendida de noche y nunca se consume, pues su alumbrado es eléctrico. Cosas así sólo se hacen en América.

Desembarcaron en la mañana del decimoquinto día. Deborah, Miriam y Mendel se estrecharon al máximo por miedo a perderse. Llegaron varios hombres uniformados que a Mendel le parecieron un poco peligrosos pese a que no llevaban sable. Algunos llevaban trajes blancos como la nieve y parecían mitad guardias, mitad ángeles. «Son los cosacos de América», pensó Mendel, y miró a su hija Miriam.

Los iban llamando por orden alfabético y cada uno se plantaba frente a su equipaje, que nadie se cuidaba de pinchar con un instrumento. «Tal vez —pensó Deborah— hubiésemos podido traer a Menuchim».

De repente vieron a Schemarjah delante de ellos. Los tres se asustaron de idéntica manera. Volvieron a ver simultáneamente su vieja casita, al Schemarjah de antes y al nuevo Schemarjah, alias Sam.

Vieron a Schemarjah y a Sam al mismo tiempo, como si un Sam transparente envolviera a Schemarjah.

Sin duda era Schemarjah, pero también era Sam.

Eran dos. Uno llevaba una gorra, traje negro y botas altas, y en sus mejillas aparecían las primeras sombras negras del vello. El otro llevaba una americana gris, una gorra muy blanca, pantalones amarillos, una camisa brillante de seda verde y tenía la cara lisa como una losa sepulcral.

El segundo era casi un Mac.

El primero habló con su voz antigua y familiar. Ellos sólo reconocieron la voz, mas no entendieron las palabras.

El segundo palmoteó fuertemente sobre los hombros de su padre, y ellos oyeron las palabras: «Halloh, old chap!», que no comprendieron.

El primero era Schemarjah; el segundo era Sam.

Sam abrazó primero al padre, después a la madre y luego a Miriam. Los tres notaron el olor de su jabón de afeitar, una extraña mezcla de muguete y ácido fénico. Les recordó un jardín y un hospital al mismo tiempo.

En su interior se repitieron varias veces que Sam era Schemarjah. Sólo después se alegraron.

—Todos los demás —dijo Sam— tendrán que entrar en cuarentena. Vosotros no. Mac lo ha arreglado todo. Tiene dos primos que trabajan aquí.

Media hora más tarde apareció Mac. Tenía el mismo aspecto que cuando pasó por el pueblo. Ancho y alto, gritaba en una lengua ininteligible y llevaba los bolsillos llenos de confituras, que repartió en seguida, empezando a comer él mismo, Su corbata, de un rojo muy vivo, ondeaba como una bandera sobre su pecho.

—Entrarán ustedes en cuarentena —dijo, pues había exagerado un poco su influencia. En realidad sus primos sólo eran empleados de Aduana—. Pero yo los acompañaré, no tengan miedo.

Y en efecto, no había por qué tener miedo. Mac iba diciendo a todos los empleados que Miriam era su prometida y Mendel y Deborah sus suegros.

Cada tarde, a las tres, el americano se escapaba hasta el recinto en que se hallaba la familia Singer y les daba a todos la mano a través de las rejas, pese a que estaba prohibido. Al cuarto día logró liberarlos. No les dijo cómo. Pues era típico de él, contar detallada y afanosamente las cosas que inventaba, y callarse las que realmente habían ocurrido. Insistió en que, antes de dirigirse a casa, todos vieran Nueva York detenidamente desde un carromato que pertenecía a su empresa.

Instalaron, pues, a Mendel Singer, a Deborah y a Miriam en el carruaje, y los llevaron a pasear.

El día era claro y caluroso. Mendel y Deborah iban sentados en la dirección de la marcha; frente a ellos se acomodaron Miriam, Mac y Sam. El pesado carromato rechinaba por las calles con furia violenta, como si quisiera pulverizar adoquines y asfalto para siempre, además de estremecer los fundamentos de las casas. El asiento de cuero le quemaba a Mendel bajo el cuerpo como una estufa. Pese a que avanzaban a la sombra de unos muros altísimos, el calor infernal atravesaba como plomo derretido la vieja gorra de reps negro de Singer y le fundía el cerebro, produciéndole una sensación de ardor húmedo, viscoso y sumamente doloroso. Desde su llegada apenas había dormido, había comido poco y casi no había bebido. Aún llevaba sus chanclos de goma pegados a las pesadas botas, y los pies le ardían como si se los hubiese puesto en fuego. Entre sus rodillas sostenía nerviosamente el paraguas, cuyo mango de madera parecía más bien hecho de hierro candente y no se podía tocar. Ante los ojos de Mendel flotaba un espeso velo de hollín, polvo y calor. Pensó en el desierto por el que sus antepasados peregrinaron durante cuarenta años. «Pero al menos lo hicieron a pie», se dijo a sí mismo. La velocidad a la que ahora avanzaban levantó un poco de viento, pero era un viento caliente, un abrasador soplo del infierno. En vez de refrescar, quemaba. Aquel viento no era viento. Lo integraban miles de gritos y de ruidos: era un ruido que soplaba. Lo integraban el repiqueteo agudo de cientos y cientos de campanas invisibles; el fragor metálico y peligroso de cientos de tranvías; el estrépito de innumerables bocinas; el vehemente chillido de las ruedas en las curvas de las streets; los bramidos de Mac, que a través de un gigantesco embudo iba explicando a los viajeros lo que veían; el murmullo de la gente que los rodeaba; las estruendosas carcajadas de un viajero desconocido que iba detrás de Mac, y el interminable discurso que Sam lanzaba a su padre y que éste no comprendía, pero al cual respondía con un cabeceo afirmativo y con una sonrisa amable y temerosa al mismo tiempo, que se aferraba a sus labios como una dolorosa grapa de hierro.

Pues aunque hubiera tenido el valor de permanecer serio, como correspondía a su situación, no habría podido deshacerse de aquella sonrisa. Carecía de la fuerza necesaria para cambiar de expresión. Los músculos de la cara se le habían paralizado. Hubiera querido llorar como un niñito. El acre olor a alquitrán del asfalto que se derretía y el polvo seco y áspero que flotaba en el aire; el repugnante olor de las alcantarillas y de las queserías; el olor cáustico de las cebollas y aquel otro, más dulzón, de la gasolina de los coches; el vaho pestilente de las pescaderías, mezclado al de los muguetes y al de fenol que despedían las mejillas de su hijo, todos esos olores se sumaban, formando un vaho cálido y nauseabundo, al ruido ensordecedor que amenazaba con romperle el cráneo. Al poco tiempo ya no supo que había que ver, oír u oler. Seguía sonriendo y asintiendo con la cabeza. América penetraba en él, América lo rompía, América lo estaba haciendo polvo. Al cabo de unos minutos cayó desmayado.

Volvió en sí en un lunch-room al que lo condujeron de prisa para reanimarlo. En un espejo redondo y coronado por un sinnúmero de diminutas bombillas divisó su barba y su nariz huesuda, y en un primer momento creyó que esa nariz y aquella barba eran de otro. Sólo se reconoció a sí mismo al verse rodeado de sus familiares. Y se avergonzó ligeramente. Abrió los labios con dificultad y pidió a su hijo que lo perdonase. Mac cogió una de sus manos y se la sacudió, como felicitándolo por un buen número de ilusionismo o por haber ganado una apuesta. La grapa de hierro de la sonrisa volvió a aferrarse a su boca, y una fuerza desconocida lo impulsó nuevamente a mover la cabeza, como si él quisiese afirmar alguna cosa. Contempló a Miriam. Sus negros cabellos yacían en desorden bajo el pañuelo amarillo, tenía una mancha de hollín sobre las pálidas mejillas y una larga paja entre los dientes. Deborah, ancha y muda, se hallaba sentada en un sillón redondo y sin espaldar. Sus pechos se agitaba, jadeantes, y las alas de la nariz se le hinchaban intermitentemente. Al verla se hubiera dicho que iba a desplomarse al suelo de un momento a otro.

«¿Qué tengo yo que ver con esta gente? —pensó Mendel—. ¿Qué tengo yo que ver con toda América, con mi hijo, con mi esposa, con mi hija y con este Mac? ¿Sigo siendo Mendel Singer? ¿De veras soy el mismo Mendel Singer? ¿Dónde está mi hijo Menuchim?». Tuvo la impresión de haber sido expulsado de sí mismo y de que en el futuro viviría separado de su propio ser. Tuvo la impresión de haber sido abandonado en Zuchnow, al lado de Menuchim. Y mientras sus labios sonreían de nuevo y su cabeza volvía a temblar, su corazón se fue enfriando lentamente y empezó a latir como un mazo metálico contra una superficie helada. Ya estaba solo Mendel Singer, ya estaba en América…

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