Jack

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Jack

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Cuando Carla se cansó de llorar, o lo que es lo mismo, de fingir, levantó la vista, mirando con asombro aquellos ojos que estaban clavados en ella, mientras las cabezas se meneaban con desconcierto y las volutas de humo salían por las bocas.

—¡Os juro que es cierto, la perdí, la dejé en algún sitio y la perdí, yo...!

—¿Por qué no lo reconoces de una vez y dejas de hacer el payaso? —dijo el jefe.

—Pero ¡Jefe..., ¿cómo puedes decir eso?!

—Nunca existieron esas notas, ¿verdad? ¡Nunca comprobaste nada!

—¡Oh, pero yo nunca haría eso, tú lo sabes, me conoces bien! —Su mano buscó el brazo del jefe, que levantó las cejas mirándola asombrado.

—¡No te arredras ante nada! ¡Yo no te conozco en absoluto y no tengo ninguna intención de conocerte, así que ya te estás marchando, no quiero volver a verte! ¡Estás despedida!

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La llamada alteró mucho a Juan. Desde la ducha, Lis oyó cómo su voz iba subiendo peligrosamente de volumen, así que terminó deprisa y salió envuelta en una toalla. Juan no se alteraba últimamente. Patricio estaba haciendo un buen trabajo con él y mantenía a raya sus impulsos de una forma que la asombraba, pero algo le estaba desestabilizando.

—¡Joder, esto tiene que acabarse algún día, Mario! —exclamó colgando el teléfono con un bufido de desesperación.

—¿Qué pasa?, ¿es Carla?

—No, cariño, no se trata de ella —contestó Juan, tomándola entre sus brazos con dulzura—. Verás, un amigo de la comisaría ha llamado porque se lo ha pedido el comisario..., cosa que no entiendo, pero bueno, se lo ha pedido... —dijo negando con la cabeza—. Sabes que los niños que pasaron por LA CASA hicieron declaraciones..., pero... faltaba alguien... Llamó por teléfono y dijo que iría, pero no se ha presentado hasta hoy y... está en comisaría... El comisario ha pensado que tú querrías verla, pero... a mí no me parece una buena idea, la verdad, porque, si no, esto no se acabará nunca.

Lis se fue a la habitación y se vistió pensando en esas últimas palabras. No podía pasarlas por alto, eran determinantes en su relación, y Juan debía ser consciente de ello, le gustase o no.

—Juan, quiero hablar contigo... —dijo llevándole hasta el sofá—. Hay algo que debes entender, cariño. Esto, como tú dices, no se acabará nunca, vaya a la comisaría o no. Siempre estará ahí, en un rincón de mi alma, de mi cuerpo y de mi corazón, atormentándome, despertándome por las noches y no dejándome vivir tranquila. No importa los años que pasen, forma parte de mí, de quien soy, de lo que soy, y nada ni nadie podrá borrarlo de mi vida. Por más que yo quiera, por más que tú quieras, siempre estará ahí. Si me quieres a tu lado, tendrá que ser con ello también, porque no es un saco del que pueda desprenderme en cualquier sitio, está pegado a mi espalda para siempre, e irá conmigo adondequiera que vaya, con quienquiera que esté.

 

 

Mario los acompañó hasta el despacho del comisario. Una secretaria tecleaba ante un ordenador cuando ellos entraron y se sentaron al fondo. Lis reconoció su voz al momento, la reconocería en cualquier lugar del universo.

—... ella se marchaba al día siguiente, el día que cumplía los dieciocho años. Al llegar a esa edad, nos echaban a todos, ya no les servíamos. Yo... he recordado muchas veces sus palabras —dijo secándose las lágrimas con el pañuelo—. Ella... me contaba historias, cuentos de princesas, de hadas, de vidas llenas de magia, vidas que yo no conocía, pero con las que soñaba y deseaba..., y me cantaba —añadió con una sonrisa—. Me cantaba muy bajito para que no nos descubriesen, hermosas canciones que me llegaban al alma.

—¿Cómo es que nunca se vieron, si vivían en la misma casa? —preguntó el comisario.

—El día que llegué allí, ÉL me llevó ante el cuartito bajo la escalera, le dio una patada a la puerta y me dijo que no me acercase, que allí había una cerda. Luego las niñas me dijeron que llevaba dentro un año porque se había escapado y los había denunciado... Pero yo... me sentía tan sola que bajaba a hablar con ella por las noches.

—¿Y en la escuela no dieron la voz de alarma? —preguntó el comisario, que no acababa de entender todo aquello.

—El asistente social vino una vez..., pero antes llamó por teléfono. —Comenzó a llorar con fuerza—. La llevaron a una de las habitaciones y le dieron una paliza... Se quedó inconsciente en el suelo y ellos... ellos... le echaron por encima una botella de whisky y luego... luego... destrozaron la habitación. Cuando el asistente llegó y la vio, le dijeron: «No podemos mandarla a la escuela, se ha vuelto loca y además ha empezado a beber. Ya no sabemos qué hacer con ella, salvo cuidarla y controlarla, porque es un auténtico peligro para los demás niños. Puede preguntárselo a ellos si quiere...». Y el asistente nos preguntó a nosotros, señor comisario..., nos preguntó..., y nosotros... nosotros... teníamos tanto miedo... tanto miedo...

—Usted no era más que una niña, no podía hacer nada. Los que deberían haber velado por ustedes eran los adultos, sólo ellos son responsables de aquello, nadie más.

—¡Me he preguntado tantas veces qué habría sido de ella! ¡Si habría sobrevivido! La última noche que estuvimos juntas me cantó una canción que nunca he podido olvidar... Yo... no sé cómo podía soportar estar allí encerrada, no me lo explico... Luego, cuando encontré el libro y supe que estaba viva, no podía creerlo... Que hubiese conseguido salir de allí y que se atreviese a contarlo... Ella siempre decía que algún día seríamos libres, que algún día romperíamos las cadenas que nos habían puesto, que no debía perder la esperanza porque fuera había un mundo que me estaba esperando... Cuando se fue..., las cosas se pusieron muy difíciles allí, ¿sabe?, muy difíciles... Y cada vez que me creía morir, cada vez que pensaba que ya no podría soportarlo más, su canción volvía a mi memoria y me daba las fuerzas que necesitaba para aguantar.

De pronto, la voz de Lis inundó la sala con la letra de la canción La frase tonta de la semana.[2]

 

 

—¡Eres tú, eres tú, eres tú!

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Lis avanzaba lentamente con el manuscrito de PERRO, que reposaba sobre la mesa del ordenador. Cada página le desgarraba las entrañas, le destrozaba el corazón. Con cada palabra volvía allí, al lugar del que quería escapar sin conseguirlo, preguntándose dónde estaba ese Dios del que tanta gente hablaba, al que tanta gente rezaba y al que ella nunca había conocido. Lo único que reconocía como real era la fortaleza de su espíritu, sus ganas de vivir, su obsesión por alcanzar la libertad.

Lo cogió con manos temblorosas una vez más y se sentó en el sofá, poniéndoselo sobre las rodillas. Encendió un cigarrillo y suspiró profundamente. Al menos, ya le faltaba poco para terminarlo, salvo por el último capítulo, el que aún no se había escrito.

 

 

Me despertó en plena noche el silencio.

Abrí los ojos y supe que algo pasaba. Mis compañeros de cautiverio dormían, todos menos los dos pequeños, los que habían llegado con la niña. No tenían más de doce años, pero tan pronto como LA BESTIA puso los ojos sobre ellos, supe que estaban perdidos, que su infancia, si es que la habían tenido, había llegado a su fin.

Salí de la pocilga con los pies descalzos, los zapatos eran lo primero que nos quitaban cuando volvíamos de la escuela, quizá para alejar de nuestras mentes la idea de escapar, o quizá porque simplemente podían, porque eran nuestros amos y señores.

En la casa no había ninguna luz y eso me extrañó: les gustaba la noche, era su camuflaje perfecto, su decorado favorito. La rodeé buscando algún indicio que me guiara y entonces, tras los frutales, vi la luz del cobertizo. Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza, mientras sentía bajar por mi espalda las gotas de sudor y una voz en mi interior me decía «No mires, no mires», pero mi curiosidad pudo más que ella y me acerqué. Ojalá no lo hubiese hecho.

Los niños estaban en el centro desnudos, mirándose asustados, mientras que LAS HIENAS los observaban con una sonrisa en los labios y una vara en las manos.

—¿A CUÁL PREFIERES? —preguntó ÉL.

—AL MORENO, LA TIENE MÁS GRANDE —dijo ELLA, desnudándose y tendiéndose sobre la paja—. PERO QUE SE LE PONGA BIEN DURA.

—¡YA LA HAS OÍDO, EMPÁLMATE! ¡¿NO ME OYES?, EMPÁLMATE!

Descargó sobre su pequeño cuerpo aquella vara, que sonó como un látigo y así debió de sentirlo el niño, que terminó hecho un ovillo en el suelo. Cuando se cansó de golpearle, le levantó y le acercó al otro.

—¡TÚ, PONTE DE RODILLAS Y CHÚPASELA HASTA QUE SE LE PONGA DURA! —Los niños no se movieron, acababan de entrar de lleno en un mundo que no conocían. ÉL lo arrodilló y le acercó el pene a la boca—. ¡ABRE LA BOCA! ¡AHORA, CHÚPALA BIEN HASTA QUE SE EMPALME! ¡DEJA DE LLORAR Y CHÚPALA, SEGURO QUE TE GUSTA!

Los niños entraron en la adolescencia de golpe, y a golpes, y la naturaleza siguió su curso, haciendo que el niño se empalmase por primera vez en su vida, mirando su miembro como si fuese la primera que vez que lo veía. ÉL le agarró por un brazo y le tiró sobre ella.

—¡MÉTESELA, MÉTESELA HASTA EL FONDO, QUIERO OÍR CÓMO SE CORRE! —Volvió hacia el otro y le agarró por el pelo—. ¡LO HAS HECHO BIEN, AHORA ME LA CHUPARÁS A MÍ, ABRE LA BOCA! —Se corrió en su boca gritando como el animal que era—. ¡ASÍ, ASÍ, ASÍ!

Le dio una bofetada que le dejó inconsciente, mientras el otro seguía con su mujer, haciéndola gemir. Cogió una botella y se sentó ante ellos a mirar, fumando un cigarrillo con una sonrisa en los labios. Cuando el niño comenzó a despertarse, lo cogió como si fuese un muñeco de trapo y lo puso sobre un caballete, boca abajo, le separó las nalgas y le metió los dedos, de uno en uno, de dos en dos, y de tres en tres... Sus gritos aún resuenan en mi cabeza, así como las palabras que salían por la boca de ÉL.

—¡TIENES UNA AGUJERO MUY PEQUEÑO, JUSTO LO QUE QUERÍA, UN AGUJERO BIEN PEQUEÑO PARA ABRIRLO! TE LO VOY A ABRIR BIEN, VERÁS CÓMO TE GUSTA, TE VAS A CORRER DE GUSTO ESTA NOCHE. ¡YA LO VERÁS, CABRÓN, YA LO VERÁS! ¡DEJA DE GRITAR O TE DOY CON LA VARA!

Siguió metiéndole los dedos hasta que la mujer empujó al otro y se relajó, sonriendo.

—TE HA GUSTADO, ¿EH?

—SÍ, A ÉSTE LO QUIERO TODAS LAS NOCHES. NO LE HAGAS NADA, LO QUIERO PARA MÍ.

—ENTONCES, ÉSTE ES MÍO..., SÓLO MÍO... TÚ, VEN AQUÍ... MIRA QUÉ CULO MÁS PEQUEÑO TIENE, ME VAS A AYUDAR A ABRÍRSELO, COGE LA VARA, MÉTESELA.

Los alaridos de dolor se grabaron en mi corazón, el palo temblaba en manos de la criatura, pero hizo lo que le mandaba, lo hizo muchas veces, mientras ÉL gritaba y bebía, bebía y gritaba.

—¡AÚN NO ESTÁ LO SUFICIENTEMENTE ABIERTO, MÁS, MÉTESELO MÁS, MÁS ADENTRO! ¡ASÍ, ASÍ, ASÍ! —Le empujó, tirándole al suelo—. ¡YA ESTÁ, YA ESTÁ PREPARADO PARA MÍ! ¡AHORA TE VA A GUSTAR, CABRÓN, TE LA VOY A METER HASTA EL FONDO...! ¡GRITA..., GRITA..., QUIERO OÍRTE GRITAR..., GRITA!

 

El niño lo intentó, lo intentó con todas sus fuerzas, pero de su boca sólo conseguían salir pequeños gemidos... Gemidos que todas las noches desde entonces, y a la misma hora, me despiertan. No importa dónde esté o con quién, un reloj en mi cabeza suena a la misma hora de entonces, despertándome. Después de veinte años, el reloj aún sigue funcionando, no ha fallado ni una sola noche.

Cuando al día siguiente el niño murió, el médico certificó su muerte como natural. Junto a la puerta estaba apoyada la vara ensangrentada. Yo no podía dejar de mirarla, esperando que el doctor se fijara en ella, pero no la vio, porque no quería verla, porque a nadie le importábamos, porque, como ELLOS decían, NO ÉRAMOS NADIE.

 

 

Lis dejó el manuscrito sobre la mesita del café y se desplomó en el sofá, llorando sin consuelo. Así la encontró Juan cuando llegó del trabajo y, por más que preguntó, de su boca no salían más que lamentos. Hizo lo único que podía hacer, la tomó en sus brazos y la llevó a la cama tendiéndose a su espalda y abrazándola con fuerza, dejando que liberase tantas lágrimas retenidas, tanto dolor, tanto tormento. Los latidos de su corazón consiguieron serenarla y, escuchándolos, se quedó dormida. Cuando abrió los ojos, ya se había hecho de noche y Juan seguía a su espalda, acariciando lentamente su cuerpo. Se volvió entre sus brazos y se miró en sus ojos tan brillantes, tan bellos. Le besó con pasión, con toda la pasión que había en su cuerpo y, poco a poco, su respiración se fue acelerando, mientras la ropa comenzaba a desaparecer entre ellos. La penetró despacio, sus manos dejaron sobre su piel miles de caricias y sus labios millones de besos.

—¡Te quiero, mi vida! —dijo él, mirándose en los ojos color chocolate—. ¡Qué suerte he tenido de encontrarte, qué afortunado me siento!

Las palabras de Juan llegaron al alma de Lis haciéndola perder el control. Tomó su boca y la devoró, mientras sus manos atraían sus caderas hacia ella, poseyéndola más y más adentro. Enredó sus piernas en su cintura y comenzó a cantar en su oído, muy bajito, aquella canción de Rosana, perdiéndose en un orgasmo que los llevó al mismo cielo.

—Aquel accidente... fue una suerte, Juan... —susurró mientras se corría bajo su cuerpo—. Todos los sufrimientos han valido la pena..., todos..., todos..., todos...

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Estudió sus movimientos al milímetro, elaborando su perfecta tela de araña. Le necesitaba para llevar a cabo los planes que se había trazado, le utilizaría como había hecho siempre con los hombres, y, aunque el destino no había entrecruzado sus caminos, ella encontraría el lugar y el momento perfectos para que éstos convergiesen. El lugar elegido fue el centro comercial, al que acudía a mediodía, porque las aglomeraciones no le gustaban. Una vez establecido el plan de acercamiento, lo puso en marcha.

Le vio recorrer los pasillos deprisa, llenando su carro con rapidez para terminar aquella aburrida tarea cuanto antes. Y al final del largo pasillo se dijo que sería el lugar perfecto para la toma de contacto, allí se entrecruzarían sus caminos. Su presa estaba a tiro, y ella, dispuesta para la caza.

—¡Oh, vaya, lo siento! —exclamó cuando sus carros chocaron—. ¿Estás bien?

—Creo que sí —sonrió el hombre.

—Discúlpame, es que tengo prisa —dijo ella, regalándole su mejor sonrisa.

La reconoció al instante: la rubia de la tele. La vio marcharse subida en sus altísimos tacones, moviendo con salero las caderas en dirección a la caja. Aquello era un monumento de mujer, de los que nunca estaban a su alcance; sus presas eran más asequibles, más confiadas, y aquélla no pertenecía a su grupo. Se olvidó de ella hasta que, al llegar al aparcamiento, la encontró junto al coche, con el capó levantado.

—¿Qué pasa?, ¿no arranca?

—¡Ah, hola! No, creo que se ha estropeado..., y con la prisa que tengo...

—¿Quieres que te lleve a algún sitio?

—¿Sí?, ¿lo harías? No sabes cuánto te lo agradezco —dijo ella, tendiéndole la mano—. Soy Carla.

—Sebastián.

—¡Encantada de conocerte, Sebastián, hoy eres mi salvador!

 

 

Nunca un polvo le había resultado tan fácil. Desde su encuentro en Madrid con Lis, había mantenido a raya sus impulsos, pero éstos luchaban por salir, y allí estaban. Y allí estaba ella, la diosa rubia, abriéndose de piernas para él, entregándosele sin condiciones.

—Quiero más —exigió Carla, mordiéndole la oreja.

—¿Qué pasa?, ¿eres ninfómana? —le preguntó Sebastián con una sonrisa cínica.

—Me gusta tu polla. ¡Anda, empálmate otra vez! —le pidió tendiéndose sobre él.

—¡Joder, tía! —exclamó él al sentirse excitado de nuevo—. ¡Eres un cañón, joder, joder!

—El cañón lo tienes tú, y quiero que lo dispares.

 

 

Sus encuentros continuaron durante toda la semana, en la que la entrega de Carla fue a más y a más, enredándole en la elaborada tela que había tejido especialmente para él. Sebastián se dejó enredar, disfrutando de aquel cuerpo que se le ofrecía, pero sin dejar de preguntarse por qué lo hacía.

—¿Estás cansado? —preguntó ella, acariciándole la espalda y mordiéndole la oreja.

—¿Aún no tienes bastante? —replicó él, levantando la cabeza y mirando aquella cara perfecta.

—Es que quiero más —dijo Carla, mientras sus uñas le arañaban la espalda.

—¿Quieres más? —preguntó Sebastián con una sonrisa malévola en los labios—. ¿Estás segura?... Bien, yo te daré más.

Salió de su cuerpo y le dio la vuelta en la cama, le separó las piernas y, poniendo su mano sobre su espalda, inmovilizándola, le metió un dedo por detrás.

—¡No, para, eso no! —gritó Carla—. ¡Eso no, Sebastián, eso no!

—¡Sí, eso sí! —repuso él, sonriendo al ver su expresión asustada—. Lo haremos por detrás y te gustará.

—¡No, por detrás no!

—Sí, por detrás sí —dijo, metiéndole el dedo por completo mientras ella comenzaba a gritar—. ¡No grites! —le advirtió sacando el dedo y acercándolo a su cara—. ¡Chúpalo, te dolerá menos!

—¡No, por favor, no!

—¡Chúpalo! —le ordenó, tendiéndose sobre ella, agarrándola por el pelo y metiéndole el dedo en la boca.

Tenía dos opciones: empezar a gritar y luchar contra él, con lo cual su venganza se iría al garete, o dejarse follar por aquel loco que tan necesario era para sus planes. Cerró los ojos y chupó su dedo.

Sebastián la folló por detrás, abriéndola por completo, metiéndosela hasta el fondo mientras le tapaba la boca con la mano para acallar sus gritos. Se corrió con un gruñido de placer y, cuando terminó, le mordió las nalgas con fuerza, mientras de su boca salían todas las palabras obscenas que había en su amplio repertorio.

—Así que nunca te lo habían hecho por detrás... —comentó azotando sus nalgas—. Pues es por donde más me ha gustado. El otro agujero lo tienes muy usado, pero éste es mío, sólo mío. —Le metió dos dedos hasta el fondo, haciéndola gritar—. ¡No chilles, sé que te gusta!

 

 

Se metió bajo la ducha. Sus planes no estaban saliendo exactamente como había pensado, pero así eran las cosas, a veces había que actuar sobre la marcha. Dejarse follar por aquel animal no había sido agradable, pero peores cosas había tenido que hacer en la vida para conseguir sus fines. Dejó que el agua limpiase su cuerpo. No importaba a lo que tuviera que recurrir para recuperar a Jack, y si tenía que dejarse follar de aquella manera, lo haría.

Hasta que una noche, Sebastián apareció en su casa sucio y desaliñado. Cuando entró en la habitación, se abalanzó sobre ella quitándole la ropa con rabia. La puso boca abajo y se la metió por detrás. Sus protestas no hicieron sino excitarle más, pero Carla aguantó sus envites, deseosa de saber lo que había pasado.

 

 

—¡Así que te ha denunciado! —dijo, encendiendo un cigarrillo.

—¡No puede demostrar nada, es su palabra contra la mía!

—¿Qué pasa? —preguntó ella en tono cínico—. ¿No le gustó que le dieses por el culo?

—Con ella no hice eso —contestó Sebastián con una sonrisa torcida, viendo cómo su cara cambiaba de color.

—¡¿Qué?! ¿A ella no se lo hiciste? ¿Por qué? ¿Por qué a ella no y a mí sí?

—¡Porque a ti te gusta! —dijo él apagando el cigarrillo y tirándosele encima—. ¡A ti te va eso! ¿A que sí?

—¡No! ¡No me gusta! ¡Y no entiendo por qué a ella no se lo hiciste!

—¡Así que te habría gustado que se lo hiciera! ¿Por qué, por qué la odias tanto? —preguntó sujetándole las manos.

—¡No es asunto tuyo! ¡Suéltame!

—¿Por qué?

—¡Que me sueltes, joder!

—¿Por qué, Carla, por qué la odias tanto?

—¡Porque tengo una deuda pendiente con ella! ¡Por eso!

—¿Cuál?

—¡No es asunto tuyo! ¡Suéltame, me haces daño!

—¡¿Cuál?!

—¡Suéltame, joder!

—¿Cuál? —Le soltó las manos y le cruzó la cara de una bofetada—. ¿Cuál? ¡Dímelo, dímelo!

—¡Me quitó algo que es mío..., me quitó a Jack! —contestó ella con fuego en los ojos.

Sebastián observó atentamente su cara crispada. No podía haber más odio en sus ojos, ni más sed de venganza. Se apartó de ella y se levantó lentamente de la cama, cogió un cigarrillo y lo encendió despacio, acercándose a la ventana.

—¡Así que te quitó al bombero! Por eso estamos aquí..., por venganza...

—¡Nadie me quita lo que es mío! —gritó Carla, poniéndose de rodillas en la cama. No podía haber más determinación en su cuerpo—. ¡Jack es mío, sólo mío, y volverá a mí cuando la haya quitado a ella de en medio, sé cómo hacerlo!

Sebastián fumó en silencio, observando la oscuridad que había fuera. Apagó el cigarrillo y la miró atentamente.

—Pero no puedes hacerlo sola —dijo clavando en ella su mirada más intensa—. Por eso estamos aquí, porque me necesitas. —Achicó los ojos y una pequeña sonrisa asomó a sus labios—. Está bien, Carla, te ayudaré con tus planes. —El rostro de ella se iluminó, y lo miró con ojos brillantes—. Te ayudaré con tu venganza. Y comenzará hoy, aquí y ahora. Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, pero hoy tú empezarás por uno caliente, muy caliente... Ven. —Ella salió de la cama y se acercó a él con una sonrisa—. Tú quieres algo de mí..., yo quiero algo de ti... ¡Cómeme la polla hasta el final y trágatelo todo!

El plato se sirvió caliente y Carla no dejó nada.

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Volvían a casa, de cenar fuera, cuando el manuscrito la miró desde la mesa del ordenador. Lis clavó sus ojos en él y un profundo suspiro salió por su boca, mientras Juan la miraba preocupado.

—¿Qué pasa, cariño?, ¿no te apetece leerlo? ¿Tan duro es?

—Ni te lo imaginas, Juan. Si lo que tuvimos que soportar las niñas allí fue horrible, lo que les hicieron a los niños fue... nauseabundo. Cada línea que leo me desgarra el corazón un poco más... No veo el momento de terminarlo.

—Entonces no lo leas, mi vida —dijo, cogiéndolo y llevándolo hacia el armario de los abrigos—. No quiero que lo leas. ¡Déjalo!

—Pero ¡no puedo hacer eso, Juan, no puedo! —exclamó Lis, quitándoselo de las manos y sentándose en el sofá—. ¡Se lo prometí, y tengo que hacerlo! ¡Él confió en mí y no puedo fallarle!

—¿Sabes, cariño? —comentó él, sentándose a su lado—, con todo lo que te ha pasado en la vida... no consigo entender cómo puedes ser tan leal.

—Pues precisamente por eso, Juan, por lo que me ha pasado —dijo ella, acurrucándose a su lado—. Las personas que deberían haber velado por mí no lo hicieron, y yo no haré lo mismo con las personas que quiero.

—Por eso no te separas de mí desde que salgo del trabajo, ¿verdad? —preguntó él, mirándola tiernamente—. No creerás que no me he dado cuenta de que me tenéis totalmente controlado. Pedro no me quita ojo durante el curro, Patricio se pasa por allí a cada momento para evaluar mi estado mental y tú te pegas a mí como una lapa, no me dejas ir solo ni a la ducha. Estoy empezando a sentirme un poco prisionero.

—Eso es porque te queremos —dijo ella estallando en carcajadas y abrazándole con fuerza—. ¡Cómo me gusta tu olor, Juan!

—No intentes distraerme, Lis. —Suspiró él mirándola muy serio—. Yo... no consigo aceptar no poder hacer nada contra Sebastián. Me está matando por dentro, cariño..., no te imaginas cuánto.

—¡Sí, sí me lo imagino! —dijo, levantándose y poniendo las manos en las caderas, al tiempo que clavaba en él su mirada más seria—. Lo sé perfectamente. Sé la rabia que tienes dentro y a la que te gustaría dar salida. Sé que te quema, que te arde en las venas, que te atormenta incluso cuando duermes. Sé el esfuerzo que supone para ti mantenerla a raya y que luchas con uñas y dientes para hacerlo. Sé que esa batalla te agota física y psicológicamente, lo sé. Pero ¡también sé que harás todo cuanto puedas para dominarla, porque eso es lo que debes hacer, lo que tienes que hacer y lo que quiero que hagas! Desde entonces, te quiero más y eres más hombre a mis ojos. —Salió del salón, dejándole con la boca abierta. Cuando volvió, traía una sonrisa pícara en los labios y una bata transparente sobre el cuerpo—. ¡Y también te deseo más!...

 

 

El último capítulo llegó por email. Lis lo miró en la bandeja de entrada, pero fue incapaz de abrirlo. Sin embargo, aquella noche, cuando Juan dormía a su lado plácidamente y ella miraba al techo en espera de que Morfeo apareciese, sin conseguirlo, se dijo que de nada servía demorarlo más. Se levantó y puso una cafetera sobre la vitro, necesitaba de toda la ayuda posible para aquel último esfuerzo. Con un tazón de café sobre la mesa del ordenador y un cigarrillo entre los dedos, abrió el mensaje.

 

EPÍLOGO

Uno no debe olvidar nunca de dónde viene. Nuestros orígenes nos han hecho lo que somos y obviarlos implica negar una parte de nosotros mismos.

Veía mi vida en blanco y negro, como las antiguas televisiones, así la veía y así la sentía. Hasta que un día, ya en la edad adulta y lejos de aquella casa, mis manos decidieron por su cuenta y la llenaron de color. Todos los colores que faltaron en mi infancia inundaron de golpe mi vida, mi mente y mi alma. Mis cuadros se convirtieron en esa ventana al mundo del color que me faltaba, y en ellos volqué todas las alegrías que había perdido en LA CASA, pero que, a pesar de todo, allí estaban.

Tras la primera exposición llegaron otras muchas y, como por arte de magia, aquellos cuadros que salían de mis manos se iban en busca de otras manos. Los críticos los alababan por su colorido, por su prestancia, por su dulzura, por su magia. Me los quitaban de las manos tan pronto como los terminaba, y muchas veces me pregunté qué vería en ellos la gente, por qué les gustaban.

Hasta que una tarde, sentando ante uno de ellos en la galería de arte, mientras posibles compradores pululaban a mi alrededor mirando mi trabajo, una mujer de edad avanzada se sentó a mi lado y lo observó fijamente. Había sido un cuadro laborioso, se titulaba Brisa nocturna, y en él había recreado LA CASA, pero no como era, ni como la recordaba, sino... como la deseaba. Parecía salida de un cuento de hadas: ventanas brillantes, madera reluciente y el balancín, que parecía mecerse con la brisa de la noche. La había rodeado de cientos de flores que nunca podrían crecer en aquel lugar ni aunque se las regase con fertilizante a diario. Pero así es la imaginación, no importa que algo no pueda pasar: si tú quieres, pasa. El cuadro no podía ser más alegre, había trabajado con colores que en un principio ni siquiera conocía, y la Luna, con su extraña magia, todo lo iluminaba. Me había costado mucho conseguir aquel brillo, pero allí estaba.

—Disculpe —dijo la mujer con dulzura—, ¿puedo hacerle una pregunta? Cuando usted mira este cuadro..., ¿qué ve?

—Pues veo mucho colorido, es un cuadro muy alegre. ¿A usted no se lo parece?

—Sí, sí, así es, tiene mucho colorido, ésa es la primera impresión que da, pero... una cosa es lo que veo y otra muy distinta lo que me hace sentir —afirmó ella concentrada—. Está lleno de color, de reflejos hermosos y, sin embargo, no puedo evitar sentir pena, pero no sé por qué..., a no ser que... —Sus ojos se achicaron, mientras se levantaba lentamente y se acercaba. Me levanté a mi vez y la seguí—. ¡Claro, claro, claro! Aquí está la tristeza, está aquí, aquí exactamente.

Y allí exactamente, en aquella pequeña esquina que su dedo señalaba, estaba la ventana. La pequeña ventana del cobertizo, levemente iluminada, rodeada de oscuridad, de matorrales y de zarzas.

—¿Por qué? —le pregunté.

—No lo sé..., pero ahí pasa algo..., algo malo... Sí, ahí está la tristeza, tan real como los colores.

Después de aquello, me di cuenta de que, hiciera lo que hiciese, fuera a donde fuese, y me llamara como me llamase, siempre habría una esquina que me delataría, una esquina en la que mostraría mi alma, quisiera yo o no, y que hablaría por mí sin necesidad de palabras. Estaría presente en todos mis actos, en todos mis movimientos, en todos los caminos que emprendiese... Nunca podría llevar una vida normal, ni durante el día ni durante la noche, porque mi alma estaba partida y nada de lo que hiciera podría recomponerla, podría curarla.

Fue entonces cuando encontré el libro, y en él..., el grito. El grito de desesperación que yo no di cuando el niño era violado, el grito de indignación que yo no di cuando murió, el grito de angustia que yo no di cuando lo enterramos junto a la pocilga de los cerdos, el grito de dolor que se quedó atrapado en mi garganta y que nunca llegó a salir por mi boca, el grito que me quemaba por dentro y arañaba mis entrañas, el grito que, silenciosamente, se colaba en mis cuadros sin que yo me enterara.

Y había sido ella, mi heroína de la infancia, la que me había abrazado con sus palabras, a la que también habían quitado la identidad, la libertad y el alma. Ella levantó la voz y gritó, les puso nombre y les puso cara. Se lo contó al mundo, lo gritó al universo, ese que siempre nos había dado la espalda. Venció su miedo, salió de su escondrijo y lo gritó a los cuatro vientos con rabia... ¿Y qué había hecho yo desde entonces? Esconderme..., lamentarme..., lamer mis heridas y tragarme las palabras.

 

 

ÚLTIMO CAPÍTULO

Sabía que la mejor hora para hacerlo era por la mañana, cuando ÉL ya hubiese despertado a los niños con la ducha fría y los hubiese mandado a la escuela. Era el único horario que respetaba, para no levantar sospechas. Hecho esto, se volvía a la cama.

Anduve por el sendero, un camino tantas veces recorrido, que impregnaba mi mente de recuerdos que quería olvidar, pero que allí estaban, formando parte de ella para siempre. Nada había cambiado, salvo que la casa estaba más vieja y más sucia, las paredes seguían mugrientas, la camioneta ante el cobertizo y las gallinas cacareando en el gallinero, junto a la pocilga de los cerdos... No quise mirarla.

Al abrir la puerta, el olor impregnó mis fosas nasales. El olor de la suciedad, de la sangre, de la muerte. Subí la escalera, no sin antes echar un vistazo al cuartito de debajo, que por suerte estaba vacío. La habitación se mostró ante mí tal como la recordaba. Las botellas sobre las mesillas, el suelo cubierto de colillas y el olor... nauseabundo. A los pies de la cama, un niño yacía inconsciente; no debía de tener más de tres años. Le tomé el pulso, estaba vivo. Desnudo y con los ojos amoratados, los abrió y clavó en los míos su mirada perdida. Si en algún momento tuve dudas de lo que había ido a hacer allí, se me disiparon al instante al ver aquellos ojos. Le levanté del suelo y le saqué de la habitación.

—Quiero que vayas al cobertizo y que te quedes allí hasta que yo vaya a buscarte —le susurré.

—¿Eres un ángel? —me susurró a su vez con los ojos inundados de lágrimas.

Primero me fui a por ÉL. Le puse en la boca el trapo con cloroformo y ni se movió. Sellé su asquerosa boca con cinta adhesiva y entonces me fui a por ELLA, ahora era mía, sólo mía. Cogí la vara que descansaba junto a la cabecera de la cama y se la pasé por la cara. Arrugó el ceño, pero no se despertó, la deslicé por su cuello y seguí sobre su cuerpo hasta llegar a los pies; quería que todo él se despertase, que todo lo sintiese..., y se despertó. Descargué sobre ELLA uno y mil golpes, que sonaron como si toda la furia del universo estuviese en mis manos. Gritó con todas sus fuerzas intentando apartar la vara, pero al no conseguirlo, se hizo un ovillo, tapándose la cabeza con los brazos. Y fue precisamente su cabeza lo único que quedó intacto de su cuerpo. No dejé un milímetro de piel por golpear. Cuando se quedó aturdida, le até las manos a la cabecera de la cama y le clavé el cuchillo en las entrañas. Lo hice lo más lentamente que pude, mientras sus ojos se abrían y me miraban asombrados. Sentí cómo la piel se rajaba despacio, muy despacio, cómo atravesaba sus órganos. Y allí lo dejé clavado, en su vientre, sabiendo que la agonía sería lenta, muy lenta, porque era la única muerte que merecía.

Entonces, mientras ELLA agonizaba, comencé con ÉL. Le eché al suelo y le até las manos a las patas de la cama, luego los tobillos a las muñecas, dejándole bien abierto para mí. Rasgué su ropa hasta que estuvo desnudo, completamente desnudo ante mí. De aquel hombre que había sido fuerte como un toro ya casi no quedaba nada, los años y los excesos habían hecho estragos en su cuerpo, pero eso no mitigó ni lo más mínimo mis deseos de venganza. Me senté en el sofá de la esquina y encendí un cigarrillo, en espera de que ELLA muriese y de que ÉL despertase.

El efecto del cloroformo pasó antes de lo previsto, aquel cuerpo aún tenía aguante. Sus sacudidas al sentirse inmovilizado zarandearon la cama donde ELLA gemía, mirándome con ojos suplicantes. Cuando me pareció que estaba completamente despierto, me acerqué, quería que me viese bien. Me quedé ante ÉL... y ladré. Ladré con todas mis fuerzas, con toda la intensidad que había en mi cuerpo, en mi mente, en mi corazón y en mi garganta. Ladré por mí y por los otros, por la infancia perdida, por los sueños pisoteados, por la humillación vivida, por el asco... Por las esperanzas enterradas, por los sueños destrozados, por la inocencia hecha trizas.

Levanté la vara ante su cara, preguntándome si quedaría aún en ella algún resto del niño, y reí, reí con toda mi alma. No me voy a recrear contando los detalles de lo que le hice, porque, aunque me comporté como un sádico, no disfruté haciéndolo. Sólo diré que todas las cosas que nos hizo... le fueron hechas..., todas..., todas.

Cuando todas las aberraciones fueron recibidas por su cuerpo, le quité la cinta de la boca, quería oírle gritar, quería oírle aullar como un perro. Acerqué el cuchillo más grande que había encontrado y lentamente... se lo introduje en el ano. El grito que salió por su boca se unió al mío... ¡Por fin pude gritar en aquella casa!

Volví al sillón y encendí un cigarrillo completamente cómo morían. Lo hicieron casi a la vez, primero ELLA, luego ÉL. Comprobé sus pulsos, recogí mis cosas y salí al cobertizo. Llevé al niño a LA CASA, le senté en el sofá del salón y me arrodillé a sus pies.

—Dentro de un rato vendrá la policía, no te asustes. Te sacarán de esta casa fea y te llevarán a un sitio bonito, un sitio donde no te harán las cosas malas que hacen aquí. A partir de ahora serás libre, la libertad es nuestro bien más preciado, la libertad y la dignidad, no lo olvides nunca.

Cogí el teléfono, que aún colgaba de la descascarillada pared, y llamé a la policía. Cuando me acercaba a la puerta, una vocecita me llamó.

—¿No puedes llevarme contigo? ¡Seré bueno!

—Tú eres bueno, los malos eran ellos, no lo olvides nunca, por favor. ¿Me lo prometes?

—Sí, te lo pometo, ángel, te lo pometo.

 

 

Lis cerró el correo y, con el corazón acelerado y las manos temblorosas, se lanzó hacia la cafetera. Cuando Juan apareció ante ella, frotándose los ojos como un niño y el pelo alborotado, un pantalón de pijama colgando de sus caderas y el torso más perfecto que se pueda tener, a ella se le alegró el alma. Era un auténtico espectáculo para la vista, no podía haber cuerpo más perfecto que el suyo. Se preguntó una vez más cómo había ido a parar a su cama, mientras un calor muy conocido comenzaba a nacer en su vientre.

—Pero ¿qué haces levantada, cariño? ¿Has tenido una pesadilla?

—Estoy pensando, Juan... —dijo, mirándole concentrada— que mañana compraré una botella de whisky.

—Pero ¿qué dices?

—Sabes que no me gusta tener alcohol en casa, pero es que hay momentos en que una copa hace falta. He terminado el manuscrito y cuando te lo cuente... vas a alucinar.

—Sí, una copa a veces es necesaria... —asintió él, quitándole la taza de café de las manos temblorosas—. Pero como no la tenemos..., déjame pensar qué puedo hacer para tranquilizarte.

Entre beso y beso, Juan pegó su cuerpo al de ella, haciéndole notar su erección. La cogió en brazos y la llevó a la cama, donde los besos y las caricias salieron de su cuerpo en cascada. Pero Lis tenía prisa y, sin quitarse el camisón, le bajó el pantalón del pijama, acercando su miembro a su sexo con ansia.

—Juan..., Juan..., por favor, cariño...

—Espera un poco.

—¡No, no puedo esperar, por favor!

—¡Y decís que el impaciente soy yo! —se lamentó él con una sonrisa.

En los ojos color chocolate no podía haber más pasión, más deseo, pero cuando comenzaron a llenarse de lágrimas, Juan no pudo soportarlo más y, pasando un brazo bajo sus caderas, se las levantó y la penetró lentamente, muy despacio. El cuerpo de Lis se adaptó al suyo, comenzando a gemir mientras las lágrimas caían por sus sienes, hasta que la llevó al orgasmo intenso y liberador que tanto necesitaba. Siguió moviéndose dentro de su cuerpo, duro, caliente, pletórico, le quitó el camisón y chupó suavemente sus pezones, volviendo a excitarla, acelerando su respiración, provocando el brillo de sus ojos y que ella lo buscase. Sus piernas le rodearon la cintura como auténticas tenazas y levantó las caderas hacia él pidiéndole, dándole, hasta que se corrió de nuevo agarrándose a sus brazos, que parecían auténticas columnas de hierro.

—¡Te quiero, mi amor, te quiero! —susurró Juan, mientras ella se perdía en el placer que le daba su cuerpo.

—¡Oh, Juan..., yo... no puedo más...! —dijo al sentirle todavía duro en su interior y moviéndose con toda la pasión, con todo el deseo.

—Aún no tengo bastante de ti, nena, aún no.

—Pero yo... ya estoy relajada —contestó Lis en un susurro, provocándole la risa.

—¿Se te han quitado las ganas del whisky? —preguntó él, riendo, mientras seguía entrando y saliendo de su cuerpo.

—Sí, Juan..., totalmente. —Abrió los ojos al sentir que su vientre volvía a despertarse bajo sus caricias—. ¡Oh, Señor, otra vez..., me voy a desmayar!

—¡No, no te vas a desmayar, lo vas a sentir, mírame, mírame cariño, mírame!

Juan se miró en sus ojos, tan cerca que podía ver su imagen reflejada en ellos. Sonrió y entró en su boca, devorándola, saboreándola, sintiendo cómo sus gemidos de placer subían por su garganta. La llevó hasta un nuevo orgasmo, intenso y abrasador, donde se perdió con ella.

—¿De qué te ríes, Juan? —dijo ella, tomando su cara entre las manos y mirándole con dulzura.

—Lis..., no quiero que tengas whisky en casa, no quiero. ¡Prométeme que no lo comprarás, cariño!

50

 

 

 

Lis acudió al centro comercial en busca de un nuevo vestuario, ya no podía demorarlo más. Los pantalones se le caían de la cintura, las camisas le colgaban y ya nada de lo que tenía cumplía su función. Así que, tras revisar sus cuentas y comprobar con satisfacción que los ingresos por su «primer libro», como decía Luis, se habían hecho y que éstas estaban a rebosar, hacia allí se dirigió. Renovó su vestuario a conciencia, así como su zapatero, porque los pies también adelgazan, y enfundada en su ropa nueva, salió cargada de bolsas, sintiéndose más que nunca Pretty Woman. Las dejó en el maletero del coche y volvió a entrar en busca de algunos libros, sin saber que todos sus pasos estaban siendo controlados por alguien para quien la venganza ocupaba el puesto número uno en sus prioridades.

Lis estaba en las expertas manos de su peluquera, Silvia, cuando su móvil comenzó a sonar. Era un número desconocido. Tras rechazar varias veces la llamada, la intranquilidad porque a Juan le hubiese pasado algo la hizo contestar.

—Te aseguro que yo tengo tantas ganas de hablar contigo como tú conmigo. —Su voz era inconfundible—. Pero no me queda más remedio que hacerlo.

—¿Qué quieres, Carla?

—Quiero hablar contigo. Necesito que me dejéis en paz de una vez, que salgáis de mi vida de una vez por todas... Jack no deja de llamarme y yo ya estoy harta de este jueguecito que se trae a dos bandas, ya estoy cansada. —Lis puso los ojos en blanco—. Supongo que ya se ha cansado de follarte, que se le ha pasado la tontería y que no sabe cómo dejarte.

—Carla, ¿por qué no nos dejas en paz y sigues con tu vida?

—Pero ¡si es él quien me acosa! —exclamó—. Te lo puedo demostrar, mi teléfono está saturado de sus llamadas y sus mensajes.

—¿Y tienes contra Juan tantas pruebas como tenías contra mi libro?

La mujer de la cara angelical corría el riesgo de explotar en cualquier momento. La intensidad de su mirada haría palidecer a cualquier animal salvaje. Apretó la mandíbula y contuvo sus deseos de gritarle.

—Nena..., creo que Jack no te lo ha contado todo, cariño. Él es demasiado hombre para ti, por eso me busca. No creo que tú puedas darle lo que yo le daba. No puede evitarlo, su polla me necesita.

—¡Oh, déjame en paz! —replicó Lis.

Colgó el teléfono, pero la insistencia de aquella lunática no tenía freno; siguió y siguió martilleando hasta que ella ya no pudo más.

—¡Quiero que me dejes en paz, Carla! ¿Tanto te cuesta entenderlo?

—¡Soy yo la que quiere que la dejéis en paz! ¡Estoy hasta las narices de este jueguecito que se trae entre manos! ¿Qué pasa?, ¿quiere dejarte y no sabe cómo hacerlo? ¡Pues yo no soy el segundo plato de nadie! ¡En el tiempo que he estado hablando contigo me ha llamado tres veces, y yo ya estoy hasta las mismísimas! ¿Por qué no lo compruebas por ti misma?

Carla siguió y siguió hablando, no pensaba darse por vencida, y las fuerzas de Lis se agotaban escuchándola. Así que decidió que tenía que arreglar aquello de una vez por todas. Quizá cara a cara consiguiera hacerla entrar en razón, y accedió a verla.

Le envió un mensaje a Juan:

 

Cariño, estoy en la peluquería del centro comercial. Me retrasaré un poco. He recibido una llamada de Carla, quiere hablar conmigo, y yo..., bueno, ya estoy harta de que nos moleste continuamente. He quedado con ella, espero que no te enfades, mi vida. Te quiero.

 

 

Patricio atravesó la cochera como alma que lleva el diablo y se fue directo a la sala donde los bomberos tomaban café. Las cabezas se levantaron y los ojos se clavaron en él, pero las bocas se mantuvieron cerradas. Jack le miró sorprendido.

—¿Qué? Vigilando, ¿eh?

—¡Tengo que hablar contigo! —dijo, agarrándole por un brazo y llevándole hasta la cocina.

Los bomberos no pudieron evitar sonreír divertidos viendo a Jack dominado por aquella pequeña y regordeta fuerza, que le arrastró sin contemplaciones y con total determinación.

—¿Qué pasa, Patri?, ¿no hemos dormido bien hoy?

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