Jack

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Jack

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—¡No me llames así, ya sabes que no me gusta! —protestó, sirviéndose un café—. ¡Y, sí, he dormido muy mal, precisamente por eso tengo que hablar contigo!

—¡No me digas que he estado en tus pesadillas!

—¿Te crees el centro de mi mundo?

—¡Joder, hablas igual que Lis! —exclamó Juan con una carcajada.

—¡Tengo que contarte algo, Jack, algo muy importante y que pondrá a prueba tu confianza en mí! ¡Por no hablar de que mi credibilidad y profesionalidad caerán en picado y serán pisoteadas por los neandertales de tus compañeros, claro!

—¿Qué me vas a decir, Patricio?, ¿que eres gay? Si ya lo sabemos.

—¿Lo sabéis? —preguntó él asombrado.

—Patricio..., tu pajarita habla por sí sola.

—¡Oh, Señor! —dijo él resoplando y terminándose el café de golpe—. Bueno, no he venido a hablar de mis tendencias sexuales, que no le importan a nadie, sino porque tengo que contarte algo. Probablemente no me creerás, pero... tengo que hacerlo, no me queda más remedio o no podré dormir tranquilo y...

—¡¿Quieres dejar de dar rodeos e ir al grano?!

—¡Yo... yo... a veces... tengo sueños!

—¡Pues como todos!

—¡No me refiero a esos sueños, sino a los premonitorios, los que se cumplen! ¿Entiendes?

—¿Tienes sueños premonitorios, como la de «Médium»?

—¡Eso, hombre, dilo más alto! —exclamó Patricio cerrando la puerta, algo totalmente innecesario, porque la noticia ya había atravesado el aire—. Sí, tengo sueños de ésos y esta noche he soñado con Lis y creo que necesita ayuda, así que haz el favor de llamarla y cerciórate de que está bien... ¡No me mires así y coge el teléfono, joder!

 

 

Sebastián aparcó el coche, encendió un cigarrillo y fumó concentrado, esperando la llamada de Carla. Aquella mujer había perdido totalmente la cabeza, llevada por su deseo de venganza. Tenía que reconocer que era una buena estratega, lo había planificado todo a conciencia. En el maletero del coche había metido todo lo necesario: bolsas grandes, cuchillos, cuerdas, cinta adhesiva, y hasta una pala. Había elegido con sumo cuidado el lugar en el que se desharían del cadáver de Lis y, por supuesto, la coartada que se proporcionarían mutuamente. Pero, aunque creía no haber dejado un cabo suelto, había uno que estaba atado en falso, y ese cabo era él.

Matar no era algo que estuviese en sus instintos, éstos estaban orientados únicamente al aspecto sexual, no necesitaba otros para satisfacerse y no iba a cargarse a alguien sólo para complacer los celos enfermizos de la diosa rubia. Sus instintos sexuales, sus necesidades, como él las llamaba, eran el motor fundamental de su vida, en la que se había convertido en un auténtico depredador. Otras mujeres habían caído en sus redes y ninguna se había atrevido a presentar denuncia contra él porque... «Será tu palabra contra la mía.» Salir indemne le había hecho sentirse seguro y había perfeccionado tanto su táctica que se creía invulnerable. Pero Lis..., Lis había superado sus miedos, y cuando le llevaron a la comisaría, entre aquellas cuatro paredes tomó conciencia de la que se le venía encima si aquella denuncia seguía adelante. Por eso le había seguido el rollo a Carla, porque la necesitaba para llegar hasta Lis; haría lo que fuese necesario para que retirase la denuncia.

 

 

Ante un refresco light, Carla balanceaba una de sus larguísimas piernas en la cafetería cuando la vio entrar. Su pierna se detuvo, no pudo evitar la sorpresa: el patito feo se había convertido en cisne. Su sangre entró en ebullición recorriendo aquel cuerpo enfundado en unos leggins negros, con unos zapatos rojos de tacón alto que pisaban fuerte, una camisa también negra, que dejaba al descubierto el comienzo de sus generosos pechos y, sobre ella, un chaleco multicolor en tonos rojos y dorados que le daba el aspecto de una auténtica zíngara. A semejante efecto contribuía el brillo de sus bucles negros, que enmarcaban una cara que las nuevas facciones llenaban de magia, dejando al descubierto unos ojos grandes y almendrados, con largas pestañas, y una boca sensual que atraía todas las miradas.

La nueva figura se acercó a su mesa, provocando que las cabezas masculinas la siguiesen lentamente. Parecía una mujer recién salida de un cuento de hadas.

—¡Vaya, pues sí que has cambiado! —exclamó la diosa rubia, poniéndose en tensión. No pudo evitar que su nuevo aspecto la intimidara.

—Acabemos con esto de una vez, Carla —dijo Lis muy seria, sentándose frente a ella.

—¡Esto se acabará cuando Jack vuelva conmigo, que es con quien tiene que estar!

—Esa decisión le corresponde tomarla a él, no a ti.

—¡Oh, te aseguro que está deseando tomarla, sólo que le das pena y no se atreve! —contestó Carla, esbozando una sonrisa provocativa—. Aún no te lo ha dicho, ¿verdad? Nosotros ya hemos estado juntos, nena, cuando estuviste en Madrid me buscó como perro en celo. ¿Quieres ver una foto?

—Eso no significa nada —repuso Lis sin mirar el teléfono que ponía ante su cara.

—¡Oh, ya lo creo que significa! Mira la fecha, ¡estabas fuera, querida!

—¿Te crees que soy tonta? Todo eso se puede manipular.

—¡No está manipulado! —Levantó la voz, mirándola con rabia—. ¡Me temo que cuando te fuiste se sintió muy solo, y yo he sabido darle siempre lo que necesita! ¡Jack es mucho hombre para ti, no puedes mantenerlo a tu lado, por eso intenta escaparse cada vez que puede, por eso me llama continuamente! ¿Quieres ver las llamadas que me ha hecho hoy?

—No me hace falta, confío en Juan. Además, te repito que todo eso es falsificable y, dados tus antecedentes, doy por hecho que lo has manipulado todo. —La cara de Carla se volvió carmesí—. Creía que podríamos solucionarlo hablando, pero veo que eres un caso perdido, sólo pretendes hacer daño —dijo Lis levantándose—. No vuelvas a molestarnos; si lo haces, tomaremos medidas legales contra ti.

—¡Medidas legales! ¡¿Como has hecho con Sebastián?!

—¿Sebastián? ¿Le conoces?

—¡Pues sí, le conozco, y me contó cómo te corriste con él, lo bien que te lo hizo pasar! Por cierto, ¿sabe Jack que te gustó?

—Carla..., si me cayeses bien... te diría que Sebastián no es bueno, que deberías alejarte de él o te hará daño.

—¡No necesito tus consejos, zorra!

 

 

El camarero se acercó con cara de preocupación, pero Lis ya se alejaba, dejando a la diosa rubia hecha un auténtico basilisco y sin nadie con quién desahogarse. No tenía sentido seguir con aquello, Carla nunca entraría en razón, la obsesión que sentía por Juan era superior a ella. Hablar de Sebastián le había revuelto las entrañas, así que se refugió en los aseos, donde vomitó sin poder evitarlo. Recordar a aquel hombre la desestabilizaba profundamente.

Se lavó la boca y se miró al espejo; estaba muy pálida. Abrió su bolso, mientras se preguntaba por qué en el mundo tenía que haber personas que hacen daño por el simple placer de dañar. ¡Aquello tenía que ser una enfermedad! O un rasgo de la personalidad con el que se nace, algo que se trae de serie y a lo que no se puede renunciar por más que uno quiera, como el color de los ojos, el color de la piel o el olor corporal. No podía ser algo que se aprendiese con el paso de los años o que a uno se le pegase en el camino de la vida, no, tenía que ser una simple enfermedad aún por descubrir.

Apartó estos pensamientos y se concentró en el frasco de perfume que tenía en las manos. ¡Al fin lo había encontrado, el aroma de su madre! Una sonrisa iluminó su cara al abrirlo y acercárselo a la nariz. ¡Ahí estaba, por fin! Se lo puso en el cuello, en las muñecas, lo dejó resbalar entre sus pechos, dejando que el olor de las lilas la impregnase. Aspiró profundamente y, colgándose el bolso al hombro, se dispuso a volver a casa y olvidarse de todo, pero...

 

 

Tal como Patricio había hecho con él un minuto antes, Jack le agarró por un brazo y atravesó la sala donde los compañeros tomaban café en dirección al despacho del jefe, no sin antes reclutar por el camino a Pedro.

—¡Ven, necesito refuerzos! —dijo agarrándole también.

—¡¿Qué coño pasa ahora?! —exclamó el jefe al verlos entrar a los tres en tromba.

—¡Explícaselo! —ordenó Jack, mirando a Patricio muy serio.

—¿Quién?..., ¿yo? —preguntó éste, poniéndose de todos los colores—. ¡De eso nada!

—¡Aquí el cerebrito tiene algo que contarle, jefe! —dijo empujándole hacia la mesa—. ¡Díselo de una vez!

—¿Te has vuelto loco? —gimió Patricio—. ¡De eso nada! ¡Ya te lo he dicho a ti, si no quieres creerme, allá tú, caerá sobre tu conciencia!

—¿Que me diga qué? —El jefe los miró ceñudo.

—¡Éste... tiene sueños premonitorios! —dijo Jack, con un gesto de incredulidad.

—¡Ay, la hostia, lo que nos faltaba! —exclamó Pedro, echándose las manos a la cabeza—. ¡Esto va a ser el cachondeo padre!

—¿Es eso cierto, Patricio? —preguntó el jefe.

Patricio no respondió, sino que se dejó caer literalmente en el sillón y escondió la cara entre las manos. Parecía un niño a punto de echarse a llorar.

—¡Que me contestes, coño!

—¡Pues sí, los tengo, y por mucho que os cachondeéis de mí, yo...!

—¿Qué has soñado? —preguntó el jefe, levantándose y sirviéndose un café ante sus atónitas miradas.

—No lo sé..., sólo sé que he visto a la novia de este troglodita... y que estaba en apuros...

—¿Has comprobado que tu novia esté bien, Jack?

—Pues... no...

—¿Y a qué coño esperas?

Cuando cogió el teléfono de su taquilla y leyó el mensaje de Lis, todas sus alertas se dispararon, pero allí estaba el jefe, curtido en mil batallas, dispuesto a orientarle.

—¡Salid para allá de inmediato, yo llamaré al director! —ordenó cogiendo el teléfono—. Arturo, soy yo, te mando a dos de mis hombres, es una emergencia personal, necesito que les prestes toda la ayuda que les haga falta.

Patricio sacó un cigarrillo y lo encendió lentamente, con la mirada clavada en aquel hombre al que creía conocer, pero que no conocía.

—¡Nunca lo habría imaginado, jefe! De todas las personas que trabajan aquí..., usted es el último de quien lo habría imaginado.

—Yo no creía en esas chorradas —explicó el hombre muy serio, sentándose en su sillón y encendiendo también un cigarrillo—. Hasta que una noche, mi nieta Florentina se plantó en la cabecera de mi cama y me despertó diciéndome que la casa del pueblo estaba ardiendo. Me reí de ella todo lo que quise y más, mientras la llevaba de vuelta a su cama. Una hora más tarde, me llamaron para darme la noticia. ¡No quedaron ni los cimientos! —exclamó, suspirando profundamente—. Ahora, cada vez que viene a dormir a casa, la despierto en mitad de la noche y le pregunto: «¿Alguna novedad, cariño?». Cuando me contesta: «No, abu, todo está bien», vuelvo a la cama y duermo a pierna suelta.

—¿Quién eligió ese nombre para su nieta, jefe?

—¡Yo, lo elegí yo! ¿Algo que objetar?

—No, señor..., nada, nada... Es un nombre precioso... Es una pena que se esté perdiendo.

 

 

—¡Cuánto tiempo, Lis!

—¡Sebastián!

La sonrisa cínica de sus labios la paralizó al momento. La sangre abandonó de nuevo su cara y la palidez más absoluta se adueñó de sus mejillas, mientras su cuerpo comenzaba a temblar y la respiración se le descontrolaba.

—¡Tú y yo tenemos que hablar! —dijo él, agarrándola por un brazo y sacándola al rellano.

—¡¿Cómo que tenéis que hablar?! —gritó Carla, apareciendo tras él—. Pero ¡¿qué coño estás diciendo, tío?!

A ninguna de las dos les dio tiempo a reaccionar. El puño de Sebastián salió disparado hacia la cara crispada de Carla, impactando de lleno y tirándola al suelo, donde cayó inconsciente. Agarró a Lis por el brazo y la arrastró escaleras arriba, hasta que llegaron al último rellano, donde la empujó contra una esquina y la aprisionó sujetando sus manos contra la pared.

—¡Quiero que retires la denuncia inmediatamente! ¡Le dirás a la policía que no ocurrió como lo contaste! —le ordenó—. ¡Te retractarás de tus palabras y entonces yo me olvidaré de ti!

—¡No!

—¡Lo harás! —le gritó—. ¡Porque, si no, convertiré tu vida en un infierno, me transformaré en tu sombra, no podrás librarte de mí, allá donde vayas te seguiré y volveré a follarte!

—¡No te tengo miedo! —gritó ella—. ¡No eres más que un pobre hombre que no puede tener a una mujer más que por la fuerza!

Sebastián le cruzó la cara de una bofetada, pero eso no fue suficiente para hacerla callar. Las palabras comenzaron a salir por la boca de Lis y, a cada golpe que recibía, su furia y su fuerza se multiplicaban por dos.

—¡Eres un cobarde!

—¡Cállate!

—¡Eres un cerdo!... ¡Un poco hombre!... ¡Un violador!

—¡Cállate de una puta vez!

—¡Nooo! ¡Yo ya no me callo ante nadie!

 

 

Jack y Pedro llegaron al centro comercial a toda velocidad, aparcaron sobre la acera y salieron disparados del coche hacia las oficinas, donde los esperaba el director, cruzándose en su camino con clientes que se sobresaltaron al verlos; dos bomberos corriendo desaforados por el pasillo no hacían presagiar nada bueno. El director los acompañó hasta la sala de control, que estaba vacía. Pedro se sentó ante las cámaras de vigilancia, cuando la puerta se abrió y un informático los miró asombrado.

—¿Dónde coño estabas? —vociferó el director.

—Sólo he ido a por un café, señor.

—¡Tengo que encontrar a mi novia! —le gritó Jack, sentándole ante las cámaras. El café salió disparado por el aire—. Me ha telefoneado desde la peluquería y no responde a mis llamadas... ¡Búscala, está en peligro!

El informático rebobinó las grabaciones hasta que dio con ella y la siguió hasta la escalera, pero allí se perdió su rastro.

—¿Qué pasa? —preguntó Jack.

—¡Ahí no hay cámaras!

—¡Joder, joder!

Salieron disparados nuevamente hacia la escalera. En el rellano encontraron a Carla inconsciente.

—¡Despierta! —gritó Jack, incorporándola—. ¡Despierta!

—¿Qué... pasa? —Carla abrió los ojos y su cara se iluminó—. ¡Jack, Jack!

—¿Dónde está Lis?

—¡No es mujer para ti, Jack, tú... me necesitas!

—¿Dónde está? —repitió él, zarandeándola.

—¡Oh, cariño, me encanta verte así! —Le agarró por el pecho con fuerza, acercando sus caras—. Seguro que estás empalmado... Vuelve conmigo, Jack..., yo te daré lo que ella no te da... Te lo daré todo, Jack, todo... Yo te haré sentir un hombre, Jack, lo haré, te lo juro, vuelve conmigo..., ¡vuelve conmigo!

—¡Lo que siento cuando estoy con ella no lo sentiría contigo ni en un millón de años! ¡No le llegas ni a la suela de los zapatos!

—¡Jack...! —dijo Pedro, con el teléfono en la oreja—. ¡No han salido de la escalera! ¡Ve hacia arriba, yo iré hacia abajo!

 

 

Lis nunca supo cómo llegó hasta la azotea. Sólo fue consciente de ello cuando sintió el viento revolviendo sus cabellos, mientras de su boca seguían saliendo insultos con toda la rabia que había en su cuerpo, en su corazón, en su alma.

—¡Harás lo que yo te diga! —gritó Sebastián tirándola al suelo y sentándose sobre ella—. ¡Retirarás la denuncia o haré que tu vida se convierta en un infierno, en un infierno, Lis, en un infierno!

—¡Ya he estado allí y conseguí salir de él! —gritó ella, arañándole el cuello, viendo cómo la sangre manaba y encendiéndose aún más—. ¡No te tengo miedo, cerdo!

—¡Retirarás la denuncia! —gritó él de nuevo, sujetándole las manos sobre la cabeza y acercando la cara a la de ella—. ¡Dirás que actuaste movida por el despecho! ¡Dirás que todo fue mentira! ¡Te retractarás ante la policía! ¡Limpiarás mi nombre y yo me olvidaré de ti, puta!

—¡Yo no soy ninguna puta! ¡Soy una mujer, una mujer que se respeta a sí misma, una mujer que no te tiene miedo y una mujer que llegará hasta donde tenga que llegar para que des con tus huesos en la cárcel!

—¡Harás lo que te he dicho, lo harás!

—¡No, no lo haré! ¡Y te denunciaré también por esto, porque si antes era mi palabra contra la tuya, ahora además tengo pruebas! —Sebastián levantó las cejas sorprendido—. ¡Te crees muy listo porque hasta ahora has salido impune, ¿verdad?! ¡Pues no lo eres! ¡Además de un violador, eres un torpe! ¡Los centros comerciales tienen cámaras de vigilancia..., imbécil! —La palidez de su cara era un auténtico poema, tanto que Lis no pudo evitar sonreír—. ¡Te tengo pillado por los huevos, cabrón! ¡Ahora ya no tienes escapatoria! ¡Con lo listo que te creías y no eres más que un pobre hombre..., un cobarde..., un violador...!

La risa salió de sus entrañas, de las mismas que él profanó.

La rabia contenida, la humillación y la vergüenza se confabularon dentro de su cuerpo y formaron una cascada de risas que lo inundó, que subió hasta su pecho y salió por su boca. Una risa con sabor a lilas, que surgió como un estallido e impregnó el aire, que rodeó su cuerpo como si de un escudo protector se tratara, mezclándose con el viento y viajando por él para ser oída en el mundo entero.

—¡Cállate, cállate! —gritó él, dándole un puñetazo y dejándola inconsciente.

Sebastián no tuvo ni tiempo de levantarse. Tan pronto como giró la cabeza al ver la sombra en el suelo, el golpe le lanzó a varios metros de distancia.

 

 

Las palpitaciones en su mandíbula la hicieron despertar y abrió los ojos lentamente. El espectáculo que apareció ante ella la espabiló de golpe. Sebastián estaba recibiendo la paliza de su vida, Juan se esmeraba en ello. Con golpes precisos y certeros le estaba vapuleando de un lado a otro de la terraza, en un extraño baile en el que él daba y el otro recibía. Las palabras de PERRO volvieron a su mente: «Y allí lo dejé clavado, en su vientre, sabiendo que la agonía sería lenta, muy lenta, porque era la única muerte que merecía».

Juan estaba haciendo exactamente lo mismo. Pudiendo haberle noqueado al primer golpe, no lo había hecho, y descargaba sobre él todos los que podía, controlando su fuerza, evitando que perdiese el sentido. Quería que los recibiese todos, que recibiese su castigo, el que siempre había querido darle, pero que Lis y los refuerzos habían contenido dentro de su cuerpo.

—¡Juan..., Juan...!

Su voz fue el imán perfecto para él, igual que aquella fría madrugada en la autovía. Juan descargó sobre Sebastián un último puñetazo que lo dejó tumbado en el suelo, se acercó a ella tomándola entre sus brazos con la mayor ternura.

Pero las serpientes se revuelven cuando ven que se acerca su final e intentan dar un último mordisco, es su naturaleza. Sebastián se sentó y se apoyó en el muro de piedra, se limpió la sangre que manaba de su nariz y abrió la boca, dejando que su lengua, si bien no era viperina, lanzase al aire su veneno.

—¿Te ha contado... lo bien que se lo pasó? —gritó—. ¿Te lo ha contado? ¿Cómo se corrió de gusto, eh?... ¿Te ha contado... lo bien que se lo hice pasar?

La furia, tanto tiempo retenida, tanto tiempo mantenida bajo control, comenzó a revolverse en el interior de Juan. Sus ojos se convirtieron en auténticas estrellas de odio que emitían llamaradas, llamaradas de ira que llenaban sus entrañas, que salían por cada poro de su piel, que tensaban sus músculos, que aceleraban su respiración, que inundaban su cuerpo. Las manos de Lis taparon sus oídos, y sus labios dejaron lentos besos sobre los de él... Pero las aguas desviadas siempre vuelven a su cauce.

—¡Juan..., Juan! —susurraba Lis en su boca—. ¡No le escuches..., no le escuches!

—¿Te ha contado que me la follé muchas veces, eh..., te lo ha contado? ¡Muchas veces..., por delante... y por detrás!

—¡Juan, mírame..., Juan..., Juan!

Pero él ya no la escuchaba. Sus ojos se cerraron, su mandíbula se volvió dura como el granito, su respiración se aceleró en su pecho, sus manos apartaron las de Lis mientras el viento traía a sus oídos las palabras de la derrota, las palabras de la venganza, las palabras que los cobardes llevan dentro.

—¿Te ha contado... cómo se corrió de gusto, la muy puta? ¿Eh, te ha contado... lo bien que se lo hice pasar?

—¡No, Juan, no... no... no!

Lis gritó y gritó, pero ya no había fuerza humana capaz de frenar aquella furia. Juan ya no era dueño de sus actos. Toda la rabia contenida las últimas semanas allí estaba, había podido lidiar con ella, pero no había podido matarla. Y así se mostró, lista para el ataque, lista para ser usada. Agarró del pecho a Sebastián con una sola mano, le levantó del suelo apoyándole sobre el borde de la terraza, con medio cuerpo fuera. El viento, que revolvía sus cabellos, no conseguía serenar su alma.

Por la puerta apareció Pedro, seguido de tres hombres uniformados. Todos gritaron, pero Juan no escuchaba, todos intentaron que le soltase, pero Juan no le soltaba. En sus ojos sólo había el deseo de venganza.

Lis cayó de rodillas y se tapó la cara, no quería verlo. Y mientras los gritos de los hombres impregnaban el aire, su mente regresó de nuevo al accidente, al frío en el cuerpo, al frío en el alma, a los gritos a su alrededor, a la impotencia por no poder hacer nada... Recordó la caricia de su mano y recordó sus palabras... Y ahora era él quien las necesitaba, era él quien necesitaba sentir su mano, quien necesitaba oír sus palabras... Y entonces Lis hizo... lo único que podía hacer cuando no podía hacer nada...

Repitió la primera estrofa de la canción Sin ti no soy nada,[3]

una y otra vez, una y otra vez, con los ojos cerrados, con el alma partida, con el corazón entregado. El viento se ocupó del resto. Trasladó su voz a los oídos de Juan, entró por ellos directamente a su mente, invadiéndola, serenándola, se trasladó a cada célula de su cuerpo, haciendo que su respiración se apaciguara. La luz volvió a iluminar sus ojos, que miraron a aquel hombre que tenía colgado de su mano como si fuese la primera vez que le veía, como si de la nada se hubiese materializado. Su corazón lentamente se fue acompasando, su respiración lentamente fue amainando. Como las olas que oía sentado en su cama, así le llegó la voz de Lis, como traída por la playa. Giró la cabeza, buscándola, y cuando sus miradas se encontraron, el corazón de Juan halló por fin la calma.

Sebastián abrió la boca para decir algo, pero nadie llegó nunca a oírlo, Juan se la cerró de un terrible puñetazo. El sonido de su mandíbula al partirse se mezcló con el de su cuerpo cayendo al suelo ante los uniformados, hecho un guiñapo.

Lis extendió los brazos. El hombre de mirada penetrante se acercó a ella y se miró en los ojos color chocolate. Sus manos acariciaron sus mejillas, sus dedos limpiaron sus lágrimas, sus labios se posaron en su boca y sus brazos la estrecharon, apretándola contra su pecho como lo que era, su bien más preciado.

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MENSAJE DE PERRO

Gracias por leer el manuscrito, Lis, sé lo duro que te habrá resultado volver allí y recordarlo de nuevo, lo sé, y por eso te estoy sumamente agradecido. Sabía que nadie mejor que tú para hacerlo, para comprenderlo.

Y ahora tengo que pedirte un último favor. Me gustaría que llevases las riendas de la negociación para su publicación. Le he pedido a mi abogado que se ponga en contacto contigo y te entregue los documentos necesarios para ello, las autorizaciones y todas esas cosas de las que yo no entiendo. Espero que puedas hacerme este último favor, no confío en nadie tanto como en ti.

Quiero expresarte mi más profunda admiración: bajo esa fina piel, tan bella, por cierto, se esconde la mayor de las fuerzas, el más increíble de los corajes, el poder de la esperanza y de los sueños. Ellos te llamaban «nadie», pero para nosotros, para los que pasamos por aquella casa, eres «alguien», nuestra heroína. Has sido tremendamente importante en mi vida y en las de los que allí habitamos.

Tú cerraste la puerta de LA CASA, tú le pusiste punto final a aquel infierno, tú gritaste nuestro dolor traduciendo en palabras las aberraciones que allí ocurrieron, y tú les pusiste cara a las bestias. Tú, con tu tesón y tu valor, igual que una princesa guerrera, conseguiste enfrentarte a los dragones y vencerlos.

¡Gracias por tu generosidad, por tu fortaleza! ¡Gracias por las palabras susurradas tras la puerta de madera!

 

 

Lis le telefoneó muchas veces en los días que siguieron, pero él no contestó, hasta que un día, a primera hora de la mañana, recibió la llamada de su abogado. La citó en su despacho, en pleno corazón de la ciudad. La hicieron pasar directamente. Un hombre muy atractivo y de edad avanzada le estrechó la mano mirándola con interés.

—Ha muerto, ¿verdad? —le preguntó Lis, sentándose frente a él.

—¿Cómo lo sabe? —contestó el abogado sorprendido—. Lo siento mucho. Me pidió que me pusiese en contacto con usted en caso de que algo le pasara y..., bueno, nunca imaginé que haría una cosa así, la verdad. ¿Le apetece un café? Está usted muy pálida.

Lis aceptó con gusto el café, le hacía mucha falta, mientras el letrado abría una carpeta y comenzaba a sacar de ella documentos.

—Bien, lo primero que tengo que decirle es que el señor Riponés...

—¿Se llamaba así?

—Sí, así es —dijo el abogado, frunciendo el ceño—. ¿Usted... no le conocía? Miguel Riponés, el famoso pintor.

—No conocía su nombre y... me temo que la pintura nunca ha estado entre mis aficiones.

—¡Sus cuadros son absolutamente increíbles! Tienen un colorido que atrae, como si tuviesen un imán. —Lis esbozó una pequeña sonrisa triste—. El señor Riponés ha sido muy claro en sus especificaciones, señorita Blanco, muy claro. Naturalmente, aún falta saber el contenido de su testamento, pero en lo que respecta al manuscrito de su novela fue muy preciso acerca de lo que quería hacer. Me ha dado orden de que le otorgue plenos poderes para la negociación con la editorial, y en caso de que sea publicada, ha dejado establecidos algunos puntos respecto de los beneficiarios de la misma... El provecho que se obtenga por la publicación del libro se dividirá por la mitad. Una mitad le será entregada a una persona, de la que no puedo dar el nombre, así me lo ha pedido, y la otra mitad le será entregada... a usted.

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El centro Garmendia tenía una gran reputación en la ciudad. Sus responsables trabajaban en lo que conocían y les gustaba, de ahí que pusiesen en su empleo no sólo sus esfuerzos y su tiempo, sino también su alma. Habían abierto dos casas en la ciudad y otras muchas por todo el país. Casas llenas de niños que, salidos del mismo infierno, intentaban curar sus heridas.

La de las afueras, a la que los bomberos se dirigieron aquella tarde, estaba en un lugar idílico, parecía sacada de un cuento infantil, en un maravilloso valle rodeado de montañas y cerca de una cascada. Contaba con todos los adelantos técnicos y con las mejores instalaciones, pero las cosas buenas también se estropean, y en este caso, un simple cortocircuito en las cocinas provocó el devastador incendio.

El fuego ascendió rápidamente, devorándolo todo. Los trabajadores sacaron a los niños al jardín delantero, donde los sanitarios los envolvían en mantas, y allí contemplaron cómo el incendio consumía el edificio. Los bomberos llegaron en el momento en que una mujer salía por la puerta corriendo y gritando con la cara llena de hollín; faltaban dos niños, se habían refugiado en las buhardillas. Los cristales comenzaron a explotar en mil pedazos y el humo empezó a salir por las pequeñas ventanas superiores como si de auténticas chimeneas se tratasen. Entonces, dos cabezas asomaron por una de ellas.

Los bomberos desplegaron sus escaleras, mientras las mangueras rociaban de agua y espuma el enorme caserío, que había dejado de ser escenario infantil para convertirse en una auténtica película de terror. Jack se metió en la cesta elevadora y llegó hasta las buhardillas, donde un niño y una niña asomaban sus cabecitas, intentando respirar entre el humo.

—Tranquilos, ahora os bajamos —les dijo con una sonrisa—. Dame la mano.

—¡No! —contestó el niño—. ¡Ella pimero!

Su pequeño cuerpo se agachó y, tomando a la niña por la cintura, la levantó. Jack la cogió en brazos y la colocó en la cesta, mientras ella no dejaba de llorar.

—Ya está, ahora tú —dijo estirando los brazos hacia el chiquillo.

—¡No puedo!

—¿Por qué?, ¿estás herido? —preguntó Jack, quitándose la bombona de oxígeno.

—¡No, pero no puedo irme sin mi ranita verde..., la he perdido y no la encuento!

—Yo te compraré otra —repuso Jack intentando agarrarlo.

—¡Nooo! —gritó el niño, apartándose y perdiéndose entre el humo.

—¡Pedro, hay un crío dentro que no quiere salir, voy a entrar a por él! ¡Tú quédate aquí muy quieta sin moverte! ¿De acuerdo? —le indicó a la niña. Entró por la pequeña ventana. No se veía nada—. ¿Dónde estás, dónde estás...?

—¡No la encuento! —Unas manitas se agarraron a los pantalones de Jack, y el niño gritó con los ojos inundados de lágrimas—. ¡No la encuento..., no puedo irme sin ella!

—¡Yo te regalaré una, no te preocupes! —contestó él, cogiéndole en brazos.

—¡No..., no hay ota igual, me la dio mi papá! —Jack pisó algo que comenzó a sonar—. ¡Ahí está..., ahí está..., cógela..., cógela!

53

 

 

 

Mientras el manuscrito de PERRO comenzaba ya a tomar forma en manos del editor, Lis se concentraba en su segundo libro, el de Carmen, y en una idea que había ido surgiendo poco a poco en su cabeza y que había inundado por completo su cuerpo. Una idea que no le había contado a nadie, ni siquiera a Juan, quien, ajeno a los planes que barruntaba su mente, seguía entregándose a ella como el Sol se entrega a la Tierra, y quejándose día sí y día también por las muchas visitas que Lis le hacía a su madre, con la que había establecido un vínculo de amistad que para él era sencillamente sorprendente.

Con la disculpa del libro, Carmen le había abierto su corazón a Lis por completo. Había liberado su alma y vomitado todos los sinsabores que habitaban en ella. No había dejado piedra sin remover y, entre café y café, entre lágrima y lágrima, le había contado la realidad de lo que había sido su vida al lado del toro, como ella lo llamaba. Le relató, con todo lujo de detalles, cómo aquel hombre que parecía salido de una cueva había tomado posesión de su cuerpo y de su alma, cómo la había hecho sentir mujer y cómo la había devorado hasta convertirla en nada. Contó cada paliza, cada golpe, cada humillación, a todo le puso nombre, y con cada palabra que salía por su boca, su corazón se ensanchaba y se ensanchaba, su alma alcanzaba una claridad que nunca había conocido, y sus pensamientos, antes difusos y atormentados, adquirían un sentido que la dejaba extasiada.

Lis descargó sobre el teclado todas sus palabras, intentando ser lo más fiel posible a la realidad, porque para uno la realidad sólo es una, la vean como la vean los demás. Y comprendió, escuchándola, los motivos que tuvo para hacer lo que hizo, y los motivos que tuvo para no hacer lo que no hizo. ¡Quién mejor que ella para comprender que a veces uno no hace lo que debe, ni lo que quiere, sino lo que puede!

Pero no todo fueron llantos, porque, entre café y café, se coló alguna que otra copita que alegró sus cuerpos, y, mecidas por los vapores etílicos, Lis descubrió en Carmen una vena cómica que nadie conocía, pero el culmen de la hilaridad llegó cuando le relató la historia de don Gervasio. Lis rodó literalmente por el suelo del salón sin poder contener las carcajadas, preguntándose a quién mataría Juan cuando leyese aquel capítulo.

 

 

Juan las vio entrar en casa aquel sábado a mediodía con las maletas y frunció el ceño. No necesitaba decir que estaba enfadado, todo su cuerpo lo avisaba mientras seguía a Lis a la habitación y cerraba la puerta.

—¿Se puede saber por qué tenemos que ir a comer allí? ¡¿Te has vuelto loca?! ¡Sabes que no me gusta ese sitio!

—Pues no, aún no me he vuelto loca, pero si sigo contigo, algún día eso llegará, seguro —contestó ella con una sonrisa mientras abría el armario para cambiarse de ropa.

—Dame una buena razón para que volvamos allí —dijo, acercándose lentamente y haciéndola retroceder.

—¿Porque es un sitio precioso? —le dijo Lis sonriendo.

—No es suficiente —replicó Juan, arrinconándola contra la pared y recorriendo su cuerpo con la mirada.

—¿Porque se come bien?

—Lo siento —le acarició la cintura—, pero no me parecen razones de peso para regresar allí.

Sus labios rozaron los de ella, que los abrió al momento recibiéndole con toda la dulzura, mientras le acariciaba la cara. Él la tomó entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo, recorriéndolo lentamente con caricias que la encendieron al instante.

—Juan..., por favor, ahora no... —se negó Lis, apartando su boca y mirándole con dulzura—. Yo... me gustaría que tu madre lo viera. Le he dicho que es un restaurante muy bonito y...

—¡Mi madre! ¡Oh, nena, dijiste que te ibas para dos días y has estado fuera una semana, cariño! ¿Por qué no me has dejado que fuera a verte? No me he vuelto loco de milagro.

—¡Por eso estás tan enfadado, no por el restaurante! —repuso ella con una sonrisa traviesa—. Pero ¡el santuario... lo habrás respetado!

La tendió sobre la cama en medio de una gran carcajada cubriéndola con su cuerpo.

—No quiero ser aguafiestas, hijos —dijo tímidamente Carmen al otro lado de la puerta—, pero si os ponéis ahora con eso... llegaremos tarde.

 

 

Lis había organizado la comida hacía semanas. Había dicho que cuando el libro de Carmen estuviese terminado lo celebrarían, y eso estaban haciendo. Todos menos Juan, para quien el reloj se había convertido en un extraño artilugio que, incomprensiblemente, aquel día avanzaba con una lentitud que lo hacía estremecer.

Luis Senante apareció un poco serio, la muerte de su esposa lo había sumido en una profunda tristeza y eran pocas las salidas que se permitía, pero a aquélla no podía negarse. Le sentaron al lado de Carmen, quien, tras una primera mirada de valoración, le regaló una sonrisa, preludio de las muchas que llegarían después.

Pedro, tan campechano como siempre, se sentó junto a Margarita, la poli, mientras Juan la miraba preguntándose una vez más qué demonios hacía ella en su círculo familiar. Las preguntas sobre el porqué de su presencia en aquella comida habían sido constantes, Lis había tenido que zafarse de ellas como un animal acorralado. Había sido una auténtica cacería la que había vivido en su habitación, así que había tenido que echar mano de su arsenal para cerrar la boca del cazador.

A Patricio, en contra de lo que se pudiese pensar al ver sus kilos de más, la comida le dejó más bien indiferente, y se dedicó únicamente a picotearla, centrando toda su atención en la mujer que tenía a su lado, María. La conversación entre ellos pasó de un libro a otro sin descanso, probablemente recorrieron entre los dos toda la Biblioteca Nacional al completo; estaban en su salsa.

Lis observaba divertida aquel insólito grupo de personas que la rodeaban, hasta que sus ojos se toparon con la mirada lujuriosa de Juan. Sus mejillas se tiñeron de un increíble color bermellón, provocando que en los labios de él asomarse una pícara sonrisa.

—¡Haz el favor de no mirarme así, me estás poniendo nerviosa!

—¡Oh, nena, es que no veo el momento de llegar a casa! —dijo él, hundiendo la cara en su cuello y mordiéndoselo suavemente.

—¡Juan, por favor, que no soy de piedra! —exclamó Lis, intentando apartarle—. Yo también he estado sola, como tú.

—¡Ya, pero tú eres una mujer!

 

 

Cuando al terminar los cafés, Pedro pidió otra ronda, la cara de Juan se crispó, lo que provocó en Lis una carcajada que colmó la paciencia de él y le hizo refugiarse en el baño. Se fumó un cigarrillo apretando la mandíbula. El deseo que sentía por aquella mujer era algo que escapaba a su entendimiento, era más fuerte que cualquier emoción que hubiese sentido nunca, más intenso que los miedos que le habían atenazado siempre. Tiró el cigarrillo al váter y se frotó la cabeza con las manos. Sí, Patricio tenía razón, la paciencia, que era su mejor defecto o su peor virtud, se le escapaba entre los dedos, y cuando tenía que ver con Lis, simplemente no la encontraba.

Se preguntó qué podía hacer con aquel sentimiento que lo quemaba por dentro, porque el tiempo había conseguido lo que él nunca hubiese imaginado: había ido a más, había crecido como una bola de nieve que rueda y se hace más grande a cada momento, había tomado unas proporciones que le asustaban y que a veces le hacían preguntarse si aquello era normal. Él, para quien las mujeres habían pasado por su vida sin dejar ninguna huella, se sentía atrapado, preso de Lis, pegado a ella para siempre. Sólo en su cuerpo encontraba la calma que le faltaba, sólo en su risa la alegría que no había tenido en su infancia.

Pero las ansias de volar que ella tenía le aterrorizaban. Notaba que a cada momento se soltaba de su mano, como un niño que aprende a caminar y quiere echar a correr. Cada vez que la sentía soltarse, el miedo le invadía, no le dejaba respirar, le paralizaba, le aterrorizaba.

—Juan...

—¡LIS!

—Soy una mujer, Juan..., pero no soy de piedra —dijo con una sonrisa pícara, empujándole dentro del lavabo y cerrando la puerta—. Y si tú me has echado de menos..., yo a ti también... —Se metió las manos bajo la falda y se quitó las bragas, empujándole contra el sanitario y sentándole sobre él—. Te he echado mucho de menos, Juan..., mucho..., mucho. —Apretó sus caderas, sintiéndole duro, pletórico, caliente—. He deseado estar en tus brazos cada día..., cada noche...

Se abrazó a su cuerpo, escondiendo la cara en su cuello, oliéndole, lamiéndole, besándole, mientras las manos de Juan recorrían su espalda con desesperación y su erección amenazaba con romperle los pantalones.

—¡Oh, cielo, y yo a ti, cariño, ni te lo imaginas! —contestó ya fuera de control, abriéndole la blusa y acariciando sus pechos—. Nena, no vuelvas a irte tanto tiempo, corro el riesgo de acabar en un psiquiátrico.

—Yo no permitiré que eso pase, Juan... —dijo, desabrochándole el pantalón y acariciándole suavemente—. ¡Cómo me gusta sentirte así, cómo me gusta, mi amor! —Unos ruidos en la puerta del lavabo, intentando abrirla, hicieron que Juan se apartase de su boca y frunciera el ceño—. ¡Tranquilo..., he echado el pestillo... y he dejado una aliada en el comedor que alargará la sobremesa todo cuanto sea necesario! Tu madre es una mujer muy comprensiva, Juan, no entiendo por qué no has podido heredar ese rasgo de su carácter...

—Me temo que he heredado más de él que de ella, Lis —respondió, tomándola con desesperación y entrando lentamente en su cuerpo—. ¡Oh!

—¡Juan, Juan! No toda la herencia ha sido mala, cariño...

 

La idea se hizo fuerte, la idea fraguó, la idea entró en su corazón y allí germinó, inundando su alma y haciéndola sonreír. Sí, aquello era lo que deseaba, lo que sentía, lo que ansiaba. Aquello era lo que le hacía falta a su vida para reconciliarse con el mundo, con el pasado, con la raza humana. Centró en ello todos sus esfuerzos, sin saber que la piedra angular de su pequeño mundo haría tambalearse todo su universo, intentando cortarle las alas.

Cuando aquella tarde Juan llegó a casa, frunció el ceño al verla en el sofá, tomándose un café con Margarita y charlando animadamente. Las saludó con frialdad y se fue directo a la ducha, donde estuvo mucho, mucho tiempo.

—¡Aún no se lo has dicho! —dijo Marga, levantándose del sofá y recogiendo sus cosas—. ¡Joder, Lis, tienes que hacerlo! Si él no está de acuerdo, esto irá por otros cauces y la cosa será mucho más lenta, ya lo sabes.

—Lo sé, lo sé, pero es que no consigo encontrar el momento, y además... sé que me dirá que no.

Margarita salió por la puerta tan pronto como oyó abrirse la del baño, y Lis se preparó para el torbellino de preguntas que se le venían encima. Estaba camuflando disimuladamente bajo unos folios de la mesa del ordenador la carpeta que Marga le había traído, cuando Juan apareció en vaqueros y con la camiseta en la mano.

—¿A qué ha venido la poli?

—Yo... necesitaba cierta información...

—¿Información? ¿Para qué?, ¿otro libro? —preguntó él, poniéndose la camiseta y mirándola muy serio.

—No..., no es para un libro... Yo... me voy a duchar.

Lis se metió en el baño, donde estuvo todo el tiempo que pudo en espera de que las preguntas se olvidaran. Se duchó, se lavó los dientes, se depiló las cejas, se arregló las uñas, volvió a cepillarse los dientes, se depiló las piernas, volvió a cepillarse los dientes... Cuando regresó al salón, le encontró sentado a la mesa del ordenador, con la carpeta que Marga había traído abierta de par en par. Lis cerró los ojos con fuerza y se metió en la cocina. Juan ni siquiera levantó la cabeza y, cuando terminó de leer, se fue a la cama sin decir absolutamente nada.

Lis se tomó un yogur de pie en la cocina, preguntándose en qué momento estallaría la furia, pero dado que ésta no daba señales de vida, fue al sofá y se relajó..., hasta que la furia entró como un auténtico ciclón, vestido sólo con el pantalón del pijama, el cuerpo en tensión y los ojos brillantes de rabia. Era un verdadero espectáculo para la vista. Lis cerró los párpados con fuerza, intentando concentrarse en el problema que tenía delante en lugar de en el hombre, pero era difícil, muy difícil; tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad, que, ante semejante portento de la naturaleza, era más bien poca.

—¡¿Se puede saber cuándo pensabas decírmelo?! —preguntó él con las manos en las caderas.

—¿Por qué me levantas la voz? —repuso Lis, apagando la tele.

—¡Porque no entiendo que me ocultes una cosa así! ¡No lo entiendo!

—Yo... he estado buscando el momento de hacerlo, pero es que... nunca lo encuentro —dijo ella, abriendo las manos—. Siempre temo que te pongas así y..., la verdad..., no es agradable.

—¡Agradable! —exclamó Juan, caminando desesperado por el salón—. ¿Se puede saber por qué quieres hacer algo así? ¿Por qué, Lis, por qué?

—Porque... necesito hacerlo.

—Pero ¡¿por qué?! ¿Es que no eres feliz conmigo?

—Soy muy feliz contigo, Juan —dijo ella, acercándose a él y acariciando sus brazos lentamente—. Soy muy feliz contigo, cariño, no tiene nada que ver con nuestra relación.

—¡¿Cómo puedes decir eso?! ¡Por supuesto que tiene que ver, por supuesto que sí!

—No, Juan, no tiene nada que ver, y me gustaría que lo comprendieras.

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