Isis

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Isis

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Isis respiró hondo, asintió y sonrió con la mirada perdida en los miles de jeroglíficos y colores que cubrían los muros. Otra vez en casa, pensó. Habían pasado por muchas ciudades más, algunas amuralladas como Iunu, Mennefer, Henen-Nesut, Medyed, Saka, y las que más, simples poblados de casas de adobe dependientes de las grandes ciudades de su provincia. Isis iba recordando el nombre de cada una de ellas y el lugar que ocupaban en la administración de Egipto. Lo había hecho tantas veces, cada dos años, con Osiris. Vio los campos secos, había mirado la fecha en la que se encontraban antes de salir de Sais, la estación de la sequía. Aún así, el campo denotaba muestras de que la tierra era fértil y el nivel del Nilo era bueno. Tras veinte años su don seguía dando sus frutos. Esperaba que la siguieran recordando como una gran reina y que recibieran a su hijo como su legítimo heredero. Había dado demasiado para que fuera así.  

Al cruzar las murallas de Khemnu y los muros de palacio volvió a sentirse segura una vez más. En ese momento pareció que habían sido pocos días los que habían pasado desde que se marchó la última vez. Había pasado todo demasiado rápido. También se había perdido demasiados años. Al mirar otra vez a Horus al desmontar en el patio de entrada supo que era el momento adecuado.

Algunos mensajeros de palacio habían salido a recibirles al embarcadero acompañados de sirvientes que portaban agua y comida, abanicos, sandalias, carros, y todos los buenos deseos de bienvenida de parte de Toth y Seshat. Les guiaron hasta palacio por la Gran Avenida a la que salieron todas las gentes de la ciudad. Horus llevaba la corona roja, y sobre su hombro a Nubneferu. Ella se había ceñido una cinta de lino bordada en oro que Seshat le había enviado de su parte con uno de los sirvientes. Cada uno iba en un carro tirado por un auriga al frente de la comitiva, rodeados por los soldados a pie que les habían acompañado en el viaje. Tras ellos iba el resto de los enviados de palacio que habían acudido a recibirles.

Horus miraba a su alrededor con la mano derecha en alto y ella con la izquierda. Isis respiró orgullosa. Aquello era lo que había esperado. Adoraba las voces de la gente aclamándolos, sabiendo que eran el centro de atención, que habían esperado por ellos. Además de los habitantes de la ciudad, muchos de ellos a ambos lados de la avenida tras una fila de soldados, y otros muchos sobre los tejados de las casas, Isis intuyó que se habían reunido de muchos pueblos de alrededor. Miró un momento al cielo y sus ojos se posaron sobre la punta del obelisco de oro y plata. Hacía un buen día, un sol radiante, caluroso, y ni una sola nube.

Al cruzar las puertas de las murallas de palacio los gritos de la gente se hicieron más tenues hasta que poco a poco fueron desapareciendo. En ese momento sólo quiso tener a Toth ante ella. Quería ver a la persona que había hecho todo eso posible y que había guardado el lugar de su hijo hasta ese momento.

Esperaron junto al altar de la piedra benben en el centro del patio, a los pies del obelisco, pero no dejó ni un momento de mirar impaciente el pilón de entrada a los patios interiores, mientras Nuhef organizaba a los sirvientes que les acompañarían. Todos allí les trataban como si no hubiera pasado un solo día desde que se fueron, el trato que mostraban a su hijo era el mismo que hubieran ofrecido a Osiris, y a ella como su reina. Vio el orgullo de Horus por poder mostrarse como tal. Al rato cruzaron a un segundo patio donde comenzaban las estancias públicas de palacio y de ahí al vestíbulo.       

Isis sintió una presencia en ella. Toth. Sonrió, dejándole que la contemplara en ese momento. Él estaba en la sala del trono esperándola. El mayordomo de palacio estaba en pie ante las puertas cerradas entre el vestíbulo y el trono.

–  Toth, regente del Norte, os espera – se dirigió a Isis y a Horus.

Ambos asintieron y se adelantaron seguidos de sus dos guardias. El resto tenía la orden de esperar en el vestíbulo. Había escuchado voces del otro lado, y cuando abrieron la puerta y les dejaron paso vio que la sala estaba repleta. Toth se levantó al tiempo en que cruzaron el umbral y el mayordomo recitaba todos los títulos que le correspondían a Isis y a su hijo. Toth sólo la miró a ella. Seshat se puso en pie también para recibirles. Pero Toth rompió todo protocolo. Descendió del atrio y caminó hacia ellos hasta quedarse en el centro de un pasillo amplio que habían formado todos los que se encontraban allí para dejarles pasar al ser anunciados. Isis y Horus se detuvieron a unos metros de él. Vestía una túnica plisada del mejor lino de Siria, y joyas que le adornaban el pecho y los brazos, sandalias de plata, una peluca que le cubría los hombros que eran las que más le gustaban, y sobre su frente una diadema con una cobra y un buitre. Pero sobre todo le sorprendió el mazo que sostenía con la mano derecha cruzado sobre su pecho. Al mirarle a los ojos, a pesar de su rostro serio, recto, soberbio, distinguió el orgullo de volver a contar con ella.

Isis contuvo una sonrisa. Estaba sobrecogida por el gran recibimiento que había organizado. Y ahora Toth estaba ante ella, olvidando las normas del protocolo. Alargaron el silencio y la tensión contenida en toda la sala, mirándose a los ojos, hasta que Toth se acercó un poco más. Isis creyó que iba a decir algo, pero en vez de eso se quitó la diadema con la mano izquierda y se la colocó a ella en su lugar. Ella bajó la mirada a sus pies agradeciéndoselo, pero en seguida volvió a mirarle a los ojos al escuchar su voz.

–  Que en esta guerra tengas como protección la cobra y el buitre, que sólo protegen a la realeza – y al continuar paseó la mirada por el resto de la sala –. Hace muchos años que negué la autoridad de Seth en cualquier lugar del Nilo. Ha cometido muchos crímenes que han quedado impunes. Hace veintisiete años que tomó el control del Sur. Volvió a desafiarnos y hemos resistido por el verdadero poder que debe regir tanto en el Delta como en el Valle – al decir eso volvió a mirarle a ella fijamente y señalándola –. Tenemos aquí hoy a la Señora del Norte y del Sur. Hoy nos trae un presente que restablecerá el orden.

–  Os traigo a mi hijo – contestó, tomándole de la mano. Al sostenerle vio que temblaba a pesar de que aparentemente se mantenía firme. Isis adivinó que había creído que estar allí sería fácil, que sería lo mismo que haberlo visto a través de las manos de Neith.

Isis le miró para que hablara. Ya le había advertido muchas veces cómo debía comportarse. Ahora le tocaba poner en práctica todo lo que había aprendido.

–  Soy Horus, hijo de Isis, Señor del Norte, y futuro Señor de las Dos Tierras.

Horus mostró toda la convicción al señalar su posición, mirando a Toth e intentando no desconcentrarse ante su mirada y la del resto de los presentes. Al fin le conocía y entendió todo lo que su madre le había contado de él. Todo él invitaba al respeto, a escucharle. Al mirarle a los ojos delataba toda su sabiduría. Era esa mirada la que le obligaba a considerar todo lo que él pudiera decir y sobre todo esperaba su reconocimiento.   

–  El Norte ya es tuyo – le contestó –. El Sur deberás ganarlo por conquista.

Toth alargó la mano con la que sujetaba el mazo. El mango estaba hecho con madera de sicomoro cubierta con pan de oro y piedras de lapislázuli, coralina y marfil. Lo culminaba una bola de silex cubierto también de pan de oro. Era un ejemplar maravilloso y Horus lo cogió sin dudar.

–  Te ofrezco este mazo, para que con él abatas a todos tus enemigos.

Horus asintió y cuando levantó la cabeza Toth estaba de vuelta a su trono. Toth miró un momento a Seshat antes de volver a dirigirse a los demás. Todos aguardaban en un silencio incómodo. Isis tuvo tiempo de fijarse en todos ellos. Vio a Tueris, cerca del atrio. Le sorprendió, habría sido un viaje muy difícil. Al menos sus lealtades continuaban como hacía veinte años. Si ella la seguía apoyando, el resto también lo haría. Maat no estaba, ni tampoco Ptah de Mennefer, ni Min; pero confiaba en ellos, y sus representantes estaban allí en su nombre. Tampoco Ra, pero de él no le sorprendía. Nunca le había conocido. Si no había acudido a su coronación, menos aún iba a ir a la presentación de su hijo a Egipto como rey. Más en la situación en la que se encontraban, y cuando creía más probable que deseaba ayudar a Seth que a Horus. La única vez que había regresado a la tierra desde que sus hijos Geb y Nut le desobedecieron, fue para el juicio de Hathor y Seth, y defenderles.

Desde entonces declaró su neutralidad y volvió a su barca para acompañar al sol en su viaje diario. Osiris le contó que durante el juicio le escuchó que decía a Toth que ya estaba cansado, que le había creado con dos objetivos, para ayudarle a crear el mundo y para cuidar del sol durante el día, y así, procurar que por la noche no fuera arrebatado por la serpiente Apofis en su tránsito por el mundo subterráneo donde aún quedaban los vestigios del caos. Se había desilusionado con Geb y Nut, y más aún con las rivalidades que habían surgido después. Ra siempre quiso ser rey eternamente. Dijo que todo era mucho mejor cuando sólo estaban ellos, le contó Osiris en los días después de que regresara del juicio. Ella esperó en Abydos porque Seth vetó su asistencia. Cuando sólo estaban Toth, Seshat, Neith, él y sus hijas.

Ahora únicamente regresaba a Iunu una vez al año para ver a Maat y hablar con ella sobre el gobierno de la que había sido su ciudad y que ahora regía ella. Alguna vez que le había preguntado a Toth porqué sólo hablaba con Maat, le había dicho que porque para Ra ella era la única que sabía poner un poco de orden en lo que para él había sido un fracaso.

Isis pensaba en ello al mirar a su alrededor. Ella también se había sentido así. Sabía de primera mano que jamás se lograría alcanzar ese mundo perfecto que habían ideado Toth, Seshat y Ra en un principio. Y ahora estallaría una guerra. Por eso, si debía crear un lugar para Osiris, quería ofrecerle toda esa perfección que no habían podido tener en vida. Era lo que le había pedido a Toth y que él había prometido crear para ella. De hecho, le había prometido que le daría mucho más de lo que hubiera imaginado. Al mirar a Toth a los ojos, de pie ante su trono, era lo único que deseaba escuchar de él. Pero era consciente de que los demás no estaban allí por eso. Habían acudido todos los gobernadores o los representantes de las provincias y de las ciudades más importantes. Ella no había dejado de oír hablar de guerra desde que había regresado a Egipto. En su viaje por barco apenas pudo sacar ninguna conclusión si realmente la situación era tan inminente. Lo que Toth acababa de declarar no la había dejado más tranquila. Ahora, al verle en su trono, estaba impaciente por lo que tuviera que decir.

–  Hoy he recibido al Señor de las Dos Tierras, hijo de Isis y Osiris, reyes de Egipto – comenzó en pie –. Hoy estamos en guerra.

A su alrededor prorrumpieron en cientos de aplausos. Toth y Seshat aplaudieron también. Isis se quedó atónita negando con la mirada puesta en sus ojos. No se suponía que debía suceder tan pronto. Al instante sintió que Horus le pasaba un brazo por sus hombros y la condujo hasta ellos. Él parecía satisfecho. Toth bajó de nuevo el par de escaleras que les separaban de ellos de la mano de Seshat.

–  Hablaremos esta noche en el banquete – le dijo –, id a prepararos. Seshat os acompañará. Yo tengo que organizarlo todo para esta noche y reunirme con alguno de los gobernadores.

Isis asintió, pero la despedida de Toth, acariciándole suavemente el brazo, sólo aumentó su desolación. Una guerra. Y como le había jurado Horus, no había vuelta atrás. Todos salvo ella parecían estar de acuerdo. Cuando Toth y Seshat bajaron del atrio empezaron a formarse grupos y a elevarse el tono de las voces que se mezclaban en las diversas conversaciones que trataban de un único tema: la guerra del hijo de Isis. Mirando a todos ellos, la gente más poderosa del Norte de Egipto y de la Región de las Cataratas que habían venido a apoyarles, Isis se acordó de algo que quería decirle a Toth. Se dio la vuelta y corriendo le detuvo cuando estaba a punto de empezar a hablar con un hombre.

–  Toth – le llamó sosteniéndole de la muñeca.

Sólo con su contacto él supo todo lo que iba a pedirle.

–  Isis – le advirtió en voz baja, bajando la mirada a su mano –. En otro momento.

Entendió que no había sido adecuado. Allí no hablarían de un asunto privado. Había sido un impulso del que se arrepintió en seguida. Al instante escuchó otra vez su nombre detrás de ella. Seshat la llamaba para retirarse. Nadie se les había acercado. Habían respetado su espacio, quizá porque Toth ya les había advertido de los pasos a seguir. Todos parecían llevar semanas en palacio planeando ese día. Salieron de la sala por una puerta trasera que se situaba tras el trono y los tapices que adornaban el muro, que desembocaba en un pasillo estrecho paralelo a la pared, de unos cinco metros de largo hasta dar al patio que lindaba con las estancias privadas. Horus lo miró con la misma curiosidad con la que había observado todo desde que subieron al barco en Jem. Le había dicho nada más llegar a Khemnu que lo que más le sorprendió fue ver con sus propios ojos unas murallas como aquellas. Isis sonrió. Jamás encontrarás en las Dos Tierras algo así, le contestó. Ella se había criado allí y lo que le sucedía era todo lo contrario a su hijo. Siempre quiso emular la grandeza de la ciudad de Khemnu para Abydos y Busiris, y todo parecía quedársele pequeño. Lo mismo le ocurría con sus palacios, pretendía que fueran como la Isla de las Llamas, pero jamás logró esa perfección que era el sello de todo lo que Toth y Seshat hacían. Sólo Seth lo había conseguido y lo había superado con creces. Su Oasis, pensó. Contuvo un gesto de rabia, sin entender por qué todos sus pensamientos le conducían siempre a él. Perdió la mirada en su alrededor, en las palmeras de los laterales y en las pinturas con escenas de la flora del Nilo.

–  Si alguna vez tienes que acudir a la sala del trono, a no ser que hayas sido convocado, para entrar o salir con discreción, ve por aquí – le explicó Seshat a Horus. Con el sonido de su voz Isis volvió a concentrarse en el presente. Seshat le había cogido de la mano para enseñarle las pinturas de los pórticos y de los muros, y acababan de volver a su lado, justo a la salida del pasillo –. Vamos a las habitaciones, seguro que estaréis cansados.

Ambos asintieron y siguieron a Seshat a una gran sala que hacía a la vez de recibidor y de sala de estar. Desde ahí tenían acceso a otro patio en el otro extremo, desde donde se distribuían todas las estancias de palacio. En la sala había un par de sirvientas que estaban limpiando y otras sentadas en unos cojines hablando. Seshat las llamó a ellas para que les acompañaran. Eran sus doncellas personales. Se inclinaron ante ellos al verles y les siguieron a unos pasos a su espalda.

–  Isis – continuó hablándoles –, he ordenado que te prepararen tu habitación, y a Horus la de Osiris. Creo que es donde estará más cómodo.

–  Me parece bien – contestó Horus, sin dejar de observarlo todo a medida que cruzaban patios y estancias, mirando de vez en cuando la copa de la gran persea sagrada que se elevaba justo en el centro del palacio. Tenía curiosidad por ver las marcas de los años de su reinado.       

Aún no se hacía a la idea de que por fin estuviera en Egipto. Había escuchado la declaración de guerra con gran excitación. Para eso se había preparado toda su vida y fue a su vez su bienvenida. Aún notaba su corazón latir con fuerza, y le costaba calmarse pensando en todo lo que estaba por llegar. Estaba impaciente por blandir una espada, por encontrarse frente a frente con Seth, y sobre todo por ceñir la corona blanca sobre su cabeza y tener en sus manos el flagelo y el cayado. Sin embargo, tenía aún más ilusión por planearlo todo e ir viendo cómo se desarrollaban los acontecimientos. Sabía que iba ser una guerra larga. Era consciente de que su tío era experto en el arte de la guerra. Tenía mucha más experiencia, pero al conocer ese día a Toth supo que él contaba con otras muchas ventajas. Debían superarle en estrategia si querían ganar. Su madre se lo había dicho muchas veces. Tenía razón, con él a su lado y con los nuevos apoyos que había conseguido el día de su nacimiento, estaba obligado a ganar. Después de saber hasta dónde Seth sería capaz de llegar, aún más. Esa noche podría empezar a tomar cuerpo todo lo que anhelaba. Tenía algunas ideas, pero primero necesitaba ver los recursos y las fuerzas que tenía a su disposición.

Horus pensaba en ello mientras Seshat les explicó que habían llegado al patio de sus aposentos.

–  Que mis sirvientas te acompañen y te preparen todo lo que necesites, yo quiero quedarme con Horus – le dijo a Isis, para dirigirse un momento a las mujeres de su servicio –. Obedecedla como si se tratara de mí.

Ellas asintieron y se retiraron con Isis a su habitación. Sabían que ella era una más de aquella casa. Ellos no se movieron de donde estaban.

–  Horus – pronunció su nombre, despacio, mirándole mientras se acercaba unos pasos más a él hasta quedarse a menos de medio metro. 

Él simplemente le correspondió con otra mirada. No se sintió incómodo. Seshat no le demostró otra cosa que el capricho por verle de cerca. El sol le daba de frente y mientras la tuvo ante él, en silencio, lo que percibió con más intensidad fue su perfume en el calor de la tarde. Incienso, ámbar y loto. Egipto también le había ofrecido un mar de aromas a los que no estaba acostumbrado. En Sais jamás había olido otra cosa que la sal y la arena, el bronce fundido y la comida que cocinaban cada día. Horus entornó los ojos para verla mejor. Era tan alta como él, y por un momento le recordó a Neith. Vio que Seshat le sonreía levemente, quizá había adivinado su pensamiento, y negó por completo aquella comparación. Seshat le produjo una sensación muy diferente. Serenidad. Su rostro era la imagen femenina de Toth. Ella llevaba una peluca larga con flequillo, con una cinta de oro y plata atada en el lateral izquierdo, y todo su pelo con cientos de trenzas, acabadas cada una en aros de plata que iban sonando al andar.

–  Has estado mucho tiempo aislado – le dijo –, pero a la vez has conocido muchas cosas. En todos estos años Toth siempre se preguntó si había hecho lo correcto contigo. 

Horus fue a contestar, pero antes de poder decir nada, Seshat continuó.

–  Yo creo que sí.

Seshat respiró hondo, se retiró hacia atrás el pelo y se abanicó con una mano.

–  Hace mucho calor aquí – comentó –, esta primavera esta siendo mucho más calurosa de lo normal.

Se habían quedado justo al lado del estanque, y los árboles no les daban sombra. Seshat miró hacia atrás para comprobar que Isis estaba en su habitación y que sus sirvientas la estaban atendiendo.

–  Esa es la tuya – le señaló a Horus una de las puertas que se abrían en el pórtico, en la esquina contigua a la de su madre –.

Fue de tu padre, pero también de tu tío.

Horus miró un momento al interior haciendo una mueca de disgusto.

–  Podemos prepararte otra habitación – le ofreció Seshat al ver cómo la miraba.

–  No – se negó –, esa está bien.

Seshat le indicó con una mano que podía dirigirse allí. Ella le siguió y se quedó en el umbral viéndole mirar todo a su alrededor. Era una habitación grande con un par de lechos, uno en cada esquina interior. Los muros estaban cubiertos con escenas de Osiris y Seth, en el derecho cazando, en el izquierdo compitiendo en el Nilo cruzándolo a nado, y en el opuesto a la puerta cada uno sobre la cabecera de una de las camas, sentados, mirándose de frente y mediando entre ellos una mesa con comida y bebida.

–  No hemos cambiado nada desde que se marcharon de aquí – le habló Seshat –. Esta habitación lleva cuarenta y ocho años sin usarse.

Horus asintió sin volverse, con la mirada puesta en la pintura que elevaba sobre las camas. Así es como el mundo debería seguir siendo. Sin embargo, ahora él tenía que comenzar una lucha que no había buscado y de la que ni siquiera tenía la culpa. Pero era su responsabilidad. Isis se lo había dicho y él también estaba de acuerdo, pero ese día, y más aún después de ser acogido por la ciudad de Khemnu y recorrer parte del palacio, deseó que la posibilidad por la que quería optar su madre, la paz, fuera posible. Él se daba cuenta que no podría ser. No con él. Si su madre le había concebido había sido para luchar, pero en aquella coyuntura ella era la más débil. Contaría con Isis, necesitaba de sus consejos, pero tendría que mantenerla alejada del centro de la batalla.

–  Estaré bien aquí – le confirmó dándose la vuelta. 

Seshat asintió.

–  Mandaré un par de sirvientes y a los peluqueros que vengan a prepararte para esta noche.

–  Muy bien.

Pero en realidad ese lugar le había dejado una sensación amarga. De repente se sintió agotado. En cuanto Seshat desapareció y el sonido de sus sandalias contra la piedra y de los adornos de su peluca ya no se escuchaban, se tumbó sobre una de las camas, boca arriba, perdiéndose en las estrellas que cubrían el techo.

Seshat le había transmitido un poco de calma para abarcar aquella tarea, que no dudaba que se complicaría con el paso de los años. Ese sólo era el primer día. Orden, se dijo. No estaba acostumbrado a ver las cosas tan claras, que a pesar de tener cientos de ideas a la vez, todas se iban sucediendo en lo que podría tener éxito o lo que era un plan completamente insensato. Sin embargo, lo que le había aturdido había sido el resto de esencias que nunca había sentido como tal, que hasta ese momento sólo habían sido ideas, conceptos. Recordó el calor de los rayos del sol, la noche, el olor de Seshat que había quedado impregnado en el aire.

Orden, equilibrio, autoridad. Esas palabras se las había repetido su madre cientos de veces. Sólo ahora que estaba allí lo comprendía. Porque eres rey, le contestaba cuando él preguntaba por qué no podía ejercer en Egipto un poder como el de Neith, ilimitado. Él mismo rechazó esa opción cuando Neith se lo ofreció, pero entonces lo hizo porque lo consideraba lo correcto y lo que le habían enseñado. Ahora lo entendía. Si quería gobernar tendría que contar con muchos otros. No estaba solo, y Seshat se había dado cuenta de que eso todavía le seguía pesando. Siempre se había considerado la única persona con capacidad de regir Egipto y traer de nuevo el equilibrio. Ahora veía que había gente a su misma altura, que lo habían mantenido, y que se debía ganar su respeto. Horus, su guardia, se lo había querido demostrar muchas veces cuando entrenaban a Nubneferu.       

De repente se acordó de él. Se incorporó de golpe y miró hacia el exterior. Había dejado a su halcón en el patio antes de entrar a la sala del trono. Pero volvió a tumbarse tranquilo al pensar que volvería. Siempre volvía a él. 


Catorce

 

 

 

Para la fiesta de esa noche habían adecuado la sala del trono. Delante del atrio habían colocado unas sillas en un semicírculo alrededor de una mesa alargada para Toth, Seshat, su hijo Nefertum, Isis, Horus, la reina Tueris, y Herishef, el gobernador de Henen-Nesut, a quien Toth había delegado el poder para dirigir el ejército durante esos veinte años. Quiso reservarle un sitio en su mesa especialmente a él porque tendría que dar muchas explicaciones al rey y a su madre. En el resto de la sala habían repartido mesas, sillas plegables y cojines para el resto de los invitados.

–  Es una lástima que no hayan llegado aún el resto de tus guardias – comentó Toth a Isis, haciendo tiempo mientras traían todos los platos.

Ella asintió. Desde que se había sentado no había dicho nada, no podía apartar de su cabeza la preocupación por lo que les había reunido allí, aún más por la incertidumbre de no saber nada. Miraba a su alrededor, toda aquella gente que empezaba a colocarse en los asientos que más les gustaban, según iban entrando por la puerta principal. Hacía mucho calor, el cono de perfume que llevaba en la cabeza casi se le había derretido del todo. Notó las gotas de aceite resbalar por la peluca hasta caer a sus hombros. En otras ocasiones le había gustado esa sensación, su piel empapada a medida que iba mojando también su vestido y adhiriendo el lino a su piel, y sobre todo el aroma a resinas que dejaba, pero en esos momentos sólo conseguía marearla. La música que estaban tocando en uno de los laterales y las voces que se iban elevando sólo le aumentaban el dolor de cabeza. Le hubiera gustado hablar tranquilamente con Toth, como aquella vez antes de marcharse, a solas, escuchar únicamente lo que tenía que decirle.

–  Habrá tiempo para celebrar muchas más fiestas con ellos – le contestó Horus –. Pero ahora quiero saber todo lo que tenéis planeado. Es por lo que estamos aquí y me gustaría comenzar cuanto antes.

Toth esperó a que todos los sirvientes terminaran de colocar los platos y llenar todas las copas. Los coperos se quedaron tras ellos en pie, en fila entre atrio y sus sillas. Seshat hizo una señal a los portadores del abanico que también estaban colocados allí. Isis les miró un instante al sentir el aire sobre su cara y al escuchar la voz de Herishef intentó concentrarse en sus palabras. A pesar de que todos se conocían, habían hecho las presentaciones antes de sentarse a la mesa por respeto a Horus. Él las aceptó aunque ya supiera de ellos por Neith. Lo que le interesaba era los detalles de ese ejército que había intuido muchas veces en Sais que existía. Horus había mirado a Herishef dándole permiso para hablar.

Comenzó explicándoles cómo Toth había hecho correr por las Dos Tierras la noticia de que existía un heredero legítimo del rey Osiris y que volvería para recuperar el Sur y unir de nuevo a las Dos Tierras.

–  Lo hice cuando supe que Seth ya estaba enterado – le interrumpió Toth –, dejé que se extendieran los rumores, a veces exagerados, pero eso nos conviene para ganar lealtades.

–  Al principio hubo ciudades que dudaron en ofrecernos su completa lealtad – continuó Herishef –. Se comprometieron en darnos ayuda en provisiones, o simplemente su neutralidad. Sobre todo el Medio Egipto. Por entonces consideraban a Seth demasiado poderoso, y otros muchos no se creían que Isis había tenido un hijo. A medida que pasaron los años y Seth comenzó a reclutar un ejército, en el Norte todos apoyamos a Toth, el regente del rey. En Henen-Nesut se están entrenando las tropas de élite y la caballería, en Mennefer Ptah se está ocupando de reclutar las levas con ayuda de Maat y ha creado decenas de talleres de armas. Es el principal centro de suministros de armas con el que contamos. También es donde se encuentra el campo de entrenamiento de la infantería. Tueris ha colaborado con el cuerpo de los arqueros y nos está enviando anualmente su oro para comprar materiales en el Sinaí, y en Siria hasta la revuelta de Hammon.

–  ¿Hasta la revuelta de Hammon? – preguntó de repente Isis, conmocionada al escuchar el nombre del segundo hijo de Malkart y Astarté –, ¿qué significa eso?

Toth le hizo un gesto con la mano para que se calmara. Isis respiró hondo y apretó con fuerza la copa que tenía en la mano. Las cosas parecían haberse complicado más de lo que esperaba. Su hijo ya le había hablado que ahora el reino de Biblos apoyaba a Seth.

–  A día de hoy contamos con cinco mil soldados de infantería – continuó Herishef –, trescientos carros, dos hombres por cada uno, un auriga, un arquero, y además de ellos, cien arqueros más de reserva en la retaguardia. Todos ellos armados. No habido ninguna resistencia a las levas, todos están dispuestos a luchar por el legítimo rey.

Horus escuchaba atento. Era un buen ejército, pero le había inquietado la intervención de su madre.   

–  Ocurre lo mismo en el Sur, pero por motivos diferentes – continuó Toth –. Seth se ha hecho fuerte en Nubt y en Gebtu. Controla toda la producción de oro del wadi de Hammamat hasta El Oasis, y tiene acceso al Mar del Sur, y con muchos contactos en la costa. Además cuenta con el apoyo de Hammon. Hubo una revuelta en Biblos y él, con ayuda de los nobles de la ciudad y de otras poblaciones cercanas, expulsó a Malkart y a Astarté de la ciudad, y se llevaron con ellos a su hijo pequeño. Te acusaba a ti, Isis, de haber enloquecido a su primogénito, a sus padres de colaborar con una bruja, y convenció a todos los nobles para que volvieran a apoyar a Seth. Malkart, Astarté y su hijo se han refugiado en el palacio de su hermana Anat, y nos han pedido ayuda para recuperar el trono. De momento no hemos podido hacer nada, y eso a la vez nos debilita. En Egipto poseemos mucho más territorio que él. Tenemos el control hasta Abydos y tenemos Wawat y Kush, y contamos también con Nejbet, que nos informa desde dentro, pero sus fuerzas se equiparan a las nuestras. Compensa sus menores posesiones en el Valle con lo que ha ganado en los pueblos extranjeros. Con Biblos hubiéramos podido superarle en hombres y en armas. Y no podemos contar con Anat. Ella tiene lo suficiente para vivir, si no ha podido ayudar a su hermana menos podrá ayudarnos a nosotros. En sus últimas cartas sólo nos desea una guerra favorable y sus mejores deseos para derrotar a Seth.

» Todas las poblaciones del Sur se han ofrecido para formar parte de su ejército. Tienen además muy buenos jefes para dirigir las tropas. Amón de Tebas tiene el mando de la caballería y Montu de Armant el de la infantería. Seth encabeza las tropas de élite, como lo hará Horus en su momento. Llevaban estos años acantonados en un campamento entre Tebas y Armant. Hace casi un año, al comienzo de la inundación comenzaron a trasladarse a Nubt. Están preparándose para lanzar un ataque. Parece que intuían que de un momento a otro regresaríais.

Toth miró a Horus, que estaba a su lado, y a Isis, al lado de su hijo. Ella seguía inquieta y la noticia del exilio de Astarté le había resultado un mal presagio. Si Seth tenía aliados en las costas del Mar Verde podría lanzarles un ataque simultaneo en dos frentes a la vez. Al mirar a Horus de reojo parecía estar pensando lo mismo. Lo vio acercarse por primera vez a la mesa y coger con la mano una costilla de un pato asado con salsa de miel. Isis hizo lo mismo pero pinchó un trozo con la punta de uno de los cuchillos que cogió de la mesa. Lo miró un momento antes de llevárselo a la boca, y mientras masticaba se quedó mirando la hoja de bronce.

–  ¿Qué piensas? – le susurró Horus a su oído.

Su voz apenas fue audible entre la música y el resto de conversaciones que inundaban la sala.

–  No me sorprende su traición.

–  Lo que me preocupa es que tengamos entre nosotros a gente dispuesta a traicionarnos.  

Isis se giró sorprendida y se acercó un poco más a él.

–  ¿A quién te refieres?

–  Tueris – le contestó en voz aún más baja.

–  ¿Ella? No.

–  Apoya a quien más le conviene, ¿no te das cuenta? Primero a mi padre cuando él tenía el poder, después no dudó en apoyar a Seth cuando vio que su reino podía peligrar, y ahora de nuevo a mí. No me fío.

–  Deberías, al menos mientras siga enviándo regularmente el oro que necesitamos.

–  Su reino está separado de la Tierra del Norte por una zona controlada por Seth. ¿Crees que él tampoco controla lo que sucede en las rutas de los desiertos del sur y en los oasis?

–  Reina Tueris – dijo Isis de repente en voz alta, cambiando de conversación de su hijo a ella. Tueris la miró con sorpresa, y más aún al ser llamada por ese título. Todos en su mesa callaron para escucharla. Era la segunda vez que había hablado en toda la noche –. Tú podrás hablarnos de primera mano de la situación que atraviesan las rutas entre nuestros reinos. Me interesa saberlo en el remoto caso de que tengamos que buscar refugio en la Región de las Cataratas, pero sobre todo si deseamos mandar tropas al Sur.

Tueris se inclinó un poco hacia delante y tomó aire desviando un momento la mirada antes de hablar. Hasta que la vio postrada ante ella la noche que llegó a Jem, y sobre todo su ayuda durante el parto, siempre había pensado que Tueris sería un enclave imposible de recuperar. Es cierto lo que había dicho su hijo, y que podría tener muchas más cosas en común con Seth que con ellos, pero le había jurado a ella y a su hijo, y durante esos veinte años había cumplido su palabra.

–  Es muy difícil eludir los controles de los soldados de Seth – reconoció –. Hasta Nejen, Nejbet nos ha garantizado siempre el paso de nuestros cargamentos de oro y soldados. Desde ahí hasta alcanzar el oasis de Jarga es lo más difícil. Cada año Amón ha multiplicado la vigilancia. Ya no podemos detenernos allí y hemos tenido que buscar las rutas más occidentales sin pasar por el oasis. Hemos perdido varias veces parte de nuestro cargamento. Siempre lo enviamos dividido en dos. Primero enviamos una parte al principio del año, y el resto al mes siguiente o dos meses después según la situación en la que se encuentran las rutas.   

Horus había estado mirándola fijamente mientras hablaba. Era una mujer baja y en su cara se reflejaban las buenas comidas a las que estaba acostumbrada, pero a él le interesaban sus ojos. Decía la verdad. Su lealtad era segura.

–  Así seguiréis sirviéndonos hasta que termine la guerra – concluyó Horus. No necesitaba saber nada más.

–  Habéis dudado de mí – comprendió.

Pero en vez de sentirse molesta, sonrió irónicamente. Sin apartarle la mirada alcanzó su copa de la mesa y levantó la mano para que uno de los coperos se la rellenara.

–  Yo soy la reina de Wawat y de Kush, la Región de las Cataratas, el País del Oro. Sólo serviré con mis riquezas al que sea el legitimo rey de las Dos Tierras. Ese eres tú – Tueris levantó su copa para brindar con él. Horus cogió la suya e hizo lo mismo. Pero con ella en alto, antes de llevársela a la boca continuó hablando –. Desconfías porque serví a Seth. Durante esos ocho años, hasta que te vi nacer, Seth fue el rey de Egipto. Le serví con orgullo aunque todos aquí quieran negarle ese poder, y hoy, como lo era de Osiris, sigue siendo el primero en la línea sucesoria – Tueris calló un momento observando la ira que Horus estaba conteniendo –. Brindo por tu victoria.  

Bebió primero ella y después Horus. Esa era una realidad en la que jamás se había detenido, pero que para los demás era evidente. Desvió la mirada al resto de la sala. Hasta ese momento había estado muy concentrado en la conversación que habían mantenido allí. Se dio cuenta que a su alrededor existía otra velada muy distinta. La música de las arpas y las flautas, las canciones siguiendo su ritmo, y las risas y las voces de todos los que se encontraban allí. Por un momento todo eso llenó sus sentidos. Sonrió ante el espectáculo de las acróbatas al final de la sala, ante la puerta de entrada que se mantenía abierta, y por la que iban sirviendo nuevos platos a las mesas de sus invitados. Sentía el ambiente muy cargado, entre los perfumes, las comidas, pero le gustaba esa sensación.

Tras la conversación que había mantenido con Tueris, todo lo demás derivó en asuntos más triviales. Comentaron sobre los músicos y los acróbatas que Seshat había contratado para esa noche, de la comida, de las bebidas, y al final de los postres. Horus, tras la presión inicial por sentirse rodeado de gente y ante las expectativas que tenía sobre su ejército, que le habían dejado satisfecho, comió y bebió hablando sobre esa fiesta en la que todo le llamaba la atención.

Isis estaba sumida en su propio mundo, rodeada por la música y el calor que habían dejado de importarle. Iba picando de cada uno de los platos y bebiendo a sorbos pequeños de su copa, haciendo tiempo hasta poder retirarse a sus aposentos. Nunca había estado en una fiesta desde el día de la muerte de Osiris, en el palacio de Seth. Pensaba en lo que habían dicho sobre su ejército, pero sobre todo en la revuelta de Biblos y por todo lo que Seth le había acusado. Sabía que había sido él quien había extendido todos esos comentarios. Reshef, el hijo mayor de Malkart y Astarté, se merecía lo que le había ocurrido. No se arrepentía de haberle provocado aquella locura. Isis apretó nerviosa la copa que tenía entre las manos, mirando a su alrededor, recordando cada detalle de ese momento. Si alguna vez había deseado alcanzar una paz con su hermano, en ese instante le recorrió un odio que le hizo desear la guerra total con la que Seth les había retado. Jamás le había odiado tanto como ese día en que la estaba esperando en la frontera. Esa noche sintió lo mismo.

Isis había levantado la tapa del sarcófago de Osiris en un momento en que se quedó a solas, cuando Reshef le dijo que tenía que retirarse a hacer sus necesidades. Lo habían transportado en un carro bien asegurado con cuerdas y tapado con lonas. Se había resistido a hacerlo, pero fue incapaz de esperar un segundo más al sentirse segura en Egipto. Acababan de cruzar la frontera, así que supuso que ya no habría ningún peligro. Tenía que verle. Desató las cuerdas con rapidez, y levantó la tapa con la intención de taparlo en seguida. En vez de eso, perdió la noción del tiempo, arrodillada ante el sarcófago abierto, mirando el rostro de Osiris, como si solo estuviese dormido. Se había ahorago en el Nilo, cuando Seth arrojó ese mismo sarcófago con su cuerpo en Nubt, pero las propias aguas habían mantenido su cuerpo intacto y con un ápice de vida en él.

De repente notó una mano que le agarraba el brazo, se asustó, nadie podía mirar a Osiris salvo ella. No quería que nadie le viese así. Al darse la vuelta se encontró con los ojos de Reshef y en un instante difundió por su cuerpo toda la ira que había concentrado en un instante y que le abrasó el corazón. Cayó al suelo de espaldas, con los ojos abiertos y al instante comenzó a reír. Había sido un acto reflejo. Isis se quedó mirándole hasta que se dio cuenta que tras él estaba Seth. Se arrepintió durante unos segundos hasta que le vio a él. Entendió entonces la traición y en vez de eso, lamentó no haberlo matado del todo. Intentó resistirse a que Seth se hiciera con el cuerpo de Osiris, pero allí no tenía a nadie a quien recurrir. Quiso usar su magia contra Seth, pero estaba demasiado alterada como para controlarla. Él sólo se rió de ella al prolongar su angustia. Isis se había quedado sentada sobre el carro, delante del sarcófago intentando protegerlo con sus brazos. Seth se había quedado de pie, apoyando las manos sobre el borde, pidiéndole que se apartara.

Forcejearon, Seth únicamente jugando con ella, e Isis sabiendo que no podría hacer nada para que no se lo quitara. Cuando la tiró sobre la arena, ella acabó llorándole y suplicándole a sus pies cuando apartó la tapa del todo con el pie. Reshef seguía riendo tras ella. Eso le hizo desesperarse aún más. Seth había sacado su espada, miró el cuerpo de Osiris con detenimiento, pero en vez de hacer algo con él, bajó del carro y la llevó agarrada de la nuca otra vez junto al sarcófago.

–  ¿Qué vas a hacer? – le preguntó y le siguió suplicando por que les dejara marchar.

–  Quiero que mires – le contestó.

Isis respiró hondo, temblando, sin pensar que podría llegar tan lejos. Estaba tan complacido de estar allí. Lo estaba disfrutando. Sus ojos reflejaban orgullo, placer, triunfo, que le era aún más agradable al ser sobre ella. Aflojó su mano hasta soltarla y blandió su espada con las dos manos, pero ella no se movió. Hasta hacía unos minutos creyó que todo había terminado y volvía con la única esperanza de revivirle. Gritó cuando con su espada le cortó primero la cabeza, y se contuvo con los trece mandobles siguientes cortando el cuerpo de Osiris en pedazos.

Al terminar, no dijo nada. Sólo respiró hondo mientras limpiaba la espada y la guardaba en la funda del cinto. En seguida bajó del carro para llamar a sus guardias que esperaban escondidos tras unos matorrales, donde había acordado con Reshef que la entregaría. Ordenó a un par de ellos que regresaran con el príncipe a Biblos y que contaran lo que Isis le había hecho. Contaron su versión, nadie supo de lo demás hasta que ella lo contó. 

Seth la obligó a seguir con él y con el resto de sus guardias hasta que llegaron al borde del Nilo. No contó los días que tardaron hasta llegar al brazo más oriental del Delta. Se veía también muerta en cualquier momento. Cuando vio que Seth esparcía los trozos de Osiris por el río, observó todo como si no estuviera ocurriendo en realidad. En un instante, se vio con fuerzas de emprender una nueva búsqueda, no quería que su hermano venciera y menos aún Osiris se merecía acabar así.

–  Ya tengo lo que quería – le dijo con una sonrisa volviendo con ella, que esperaba a los pies del carro. Isis le miró a la cara cuando le habló. Ya no le tenía miedo, porque ya no tenía nada más que perder –. Egipto, Osiris muerto, sin herederos, y habiéndotelo quitado todo.

–  No vas a quedarte con Egipto – le susurró, sacando las pocas fuerzas que le quedaban –, ni Osiris estará muerto para siempre, ni me verás arrastrarme ante ti nunca más.

–  ¿Y con qué pretendes amenazarme? – rió.

–  Acabaré contigo – le juró –, y regresaré el día en que recupere a Osiris.

–  Ve – le tentó, extendiendo los brazos –, ve a buscarle. Estaré encantado de recibirte el día que lo consigas. Quería matarte a ti también, pero quiero que me sorprendas una vez más. Me entretienes.    

Isis no dijo nada. Se estaba burlando de ella, pero quiso dejar que la subestimara. Había creído que no sería capaz, pero ahora más que nunca le debía a Osiris una nueva vida. El odio le dio fuerzas, y ante la sonrisa irónica de Seth, ella le sonrió también. La dejó allí, sola. Desde ese mismo día comenzó una nueva búsqueda. Y ahora estaba allí, en Khemnu, preparándose para cumplir su última promesa que reafirmó en su visita a El Oasis. Más aún después de lo que Tueris había dicho. Como le dijo a su hermano, no permitiría que las Dos Tierras estuvieran bajo su gobierno.

Paseaba la mirada por todos los presentes, ajena a lo que hablaban en su mesa, intentado distraerse en los espectáculos que estaban realizando junto a la puerta y que desde allí podía ver bien. Pensar en ello le había hecho recordar el motivo principal por el que estaba haciendo todo aquello, y del que casi logró olvidarse en Sais. Miraba en torno a ella y se sintió arropada por todos aquellos que compartían sus propósitos. En uno de esos momentos se fijó en un grupo de hombres y mujeres que se reían con un enano que estaba haciendo malabares junto a una de las columnas cercanas a la puerta. Rió sin darse cuenta con sus caras y sus posturas mientras jugaba con las cinco bolas que iba lanzando al aire y recogiéndolas sin dejarlas caer.

–  Mi señora, es la primera vez que os veo sonreír desde el último banquete que celebramos juntas, en Abydos, ¿recodáis?

Isis se sintió desconcertada al escuchar la voz de Tueris detrás de ella, susurrándole al oído y evocándole ese último año que habían invitado a Tueris a su palacio. Fue el año antes de su huida. Isis borró toda sonrisa de su rostro al escucharla y recordar aquellos momentos. Isis se volvió comprobando que era ella. Para un instante que había logrado olvidarse de todo, ella la interrumpía.

–  Creo que durante todos estos años tampoco habéis tenido tiempo para reír.

–  No os equivocáis – le respondió con respeto.

–  ¿Os gusta mi enano? – le señaló con un gesto de su cabeza. Isis le miró de nuevo y volvió a sonreír –. Dejadme que os lo regale. Van a ser años muy difíciles, tened al menos un motivo para sonreír. Os aseguro que es una de sus mejores capacidades. No os recuerdo como os he visto esta noche.      

Isis bajó la mirada y la perdió en el enano, esta vez seria, con nostalgia por lo que Tueris le decía. Ella también deseaba ser la de antes. Cada vez se veía más como su hermana, anhelando una vida que jamás podría tener. Osiris no volvería. Tueris la recordaba feliz, contenta, siempre radiante; eso había cambiado.

Escuchó que Tueris daba un par de palmadas y llamaba al enano por su nombre. Bes. De inmediato dejó todo lo que estaba haciendo y se acercó corriendo hacia donde ella estaba. Todos a su alrededor le miraron llegar sorteando a la gente que estaba sentada en el suelo, las mesas y las sillas.

–  Señora – se arrodilló ante ella.

–  Levanta Bes – le indicó –. A partir de ahora vas a pasar al servicio de la reina Isis.   

Bes pareció sorprendido, pero asintió con énfasis, y se volvió a arrodillar.

–  Por supuesto, mi señora, como ordenéis. La serviré bien, es un honor formar parte de la casa de la Señora de las Dos Tierras.

Isis le observó mientras escuchaba a Horus reírse en voz baja. Apenas levantaba un metro del suelo, vestía un faldellín que le tapaba hasta las rodillas y la tripa le cubría parte del cinturón. Tenía las manos y los dedos gruesos, pero manejaba las pelotas con habilidad. Todavía sostenía un par de ellas en las manos. Las demás se le habían caído por el camino, pero no les hizo caso ante la llamada urgente de Tueris. Su cara y su manera de hablar era lo que a Horus le había hecho reír. Tenía una voz aguda, hablaba rápido, y mezclado con el acento fuerte de la Región de las Cataratas le resultó casi incomprensible lo que dijo. Llevaba la cabeza rapada y tenía la cara redonda, con unos mofletes sonrojados por el calor y por la presión de presentarse ante ellos.

–  Creo que hemos interrumpido tus malabares – comentó Isis. Bes se levantó, y mantuvo la mirada en el suelo sin decir nada –. Vuelve con ellos. A partir de ahora vivirás donde yo viva y me acompañarás donde yo ordene. Tueris me ha hablado muy bien de ti. No me decepciones.

–  No, mi señora – contestó de inmediato, sin levantar la mirada –, estaré siempre a vuestro lado cuando me llaméis. 

Isis asintió y le hizo un gesto con la mano para que se retirara. Al mirar a Horus no pudo evitar reírse también.

–  Es un enano gracioso – comentó su hijo mientras le veía alejarse.

Horus miró a Tueris que aún estaba detrás de Isis, agradeciéndole el regalo con un leve asentimiento de cabeza.

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