Isis

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Isis

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A su madre le vendría muy bien distraerse de vez en cuando. Tueris volvió a su sitio, y poco después los invitados empezaron a retirarse tras pasar por su mesa y reconocerle de nuevo como rey de Egipto. Una de las últimas en retirarse fue Heket. A ella Isis quiso decirle algo más que una breve contestación a sus cumplidos y desearle una buena noche. Se levantó y se acercó a ella. La agarró por los hombros y se acercó para hablarla al oído.

–  Quiero que me acompañes cuando yo te lo pida – le susurró –. Ahora no puedo contarte nada. Te avisaré para devolverte el favor que me hiciste con mi hijo. 

Heket asintió, haciéndole una reverencia, sorprendida por aquel gesto. Estaría esperando. Isis estaba pensando en hacerla partícipe en sus planes del mundo que iba a crear para Osiris, cuando Toth se decidiera a contarle algo de lo que había estado haciendo todos esos años. Esa noche no había dado muestras de tener intenciones, y no quería presionarle. Estaba impaciente, pero esperaría hasta que él lo decidiera. Heket había dado el aliento de la vida a Horus nada más nacer. Al verla pensó que sería la persona adecuada para ofrecer el ank a todos aquellos que pasaran a formar parte del Reino de Osiris.

Cuando terminaron de despedir a todos los invitados el cielo ya estaba empezando a clarear. Las antorchas de la sala aún contrastaban con la oscuridad del exterior, pero pudo distinguir en el cielo las primeras luces de la mañana. Los músicos hacía rato que se habían retirado, y ahora ya sólo quedaban Toth, Seshat, Nefertum, Herishef, Tueris, Isis y Horus y los sirvientes y guardias que esperaban sus órdenes. Tueris fue la primera de la mesa en levantarse. Solía llevar con ella un séquito de enanos. Había traído diez que la acompañaban allá donde iba. Esa noche Bes fue el único que no se movió de donde estaba sentado, entre los cojines que había al lado de una de las columnas, comiendo y bebiendo todavía de los restos de la mesa baja que tenía al lado. En cuanto la vieron levantarse todos acudieron a su alrededor, esperando que se despidiera de sus anfitriones. Se inclinó levemente ante cada uno de ellos, dejando a Horus el último.

–  Mi rey – le dijo mirándole fijamente a los ojos –, no dudéis del oro de Wawat y de Kush. Estuve en vuestro nacimiento y os apoyaré mientras gobernéis sobre la tierra, cualquiera que sea el final.

Horus se levantó de la silla, desconcertado por aquellas palabras.

–  ¿Estás anunciando mi muerte? – elevó la voz, resonando en toda la sala en el silencio que había quedado tras la fiesta.

–  Mi señor – respondió en el mismo tono tranquilo con el que le había hablado al principio –, sólo pretendía deciros que os apoyaré en esta guerra, y al Señor de las Dos Tierras.

Él asintió, pero no se movió del sitio. 

–  Que nadie se atreva jamás a hablar de mi muerte.    

Tueris bajó la mirada, inclinándose antes de retirarse con sus nueve enanos. Todos se mantuvieron conteniendo la respiración ante sus palabras, que habían sonado a una sentencia. Isis le miró los puños cerrados y respirando hondo un par de veces. Lo tenía justo delante de ella, y aunque no le veía la cara adivinó hasta que punto le afectaba ese tema. Ella misma había sentido una punzada en el pecho al pensar en la posible muerte de su hijo. Ya había pasado por eso y no quería imaginar que hubiera una definitiva. Recordó también cuando su hijo le dijo que no reinaría siempre, cuando vino a que le coronara antes de marcharse de Sais. Podría dejar el reino a otros, pero no tenía por qué morir.

Horus volvió a sentarse en cuanto Tueris desapareció. Miró a su alrededor, nadie habló, hasta que se volvió a su madre que no había dejado de seguir sus ojos con la mirada.

–  Creo que ya es tarde – dijo, mirando a través de las ventanas.

Toth se levantó y dio por concluido el banquete. Salieron ellos primero, después Nefertum y Herishef, hasta que sólo quedaron ellos dos con un par de sirvientes y sus dos guardias que esperaban junto a ellos.

–  Madre – le dijo en cuanto se quedaron solos.

Pero no supo como seguir, quería preguntarle si era un mal presagio, si el ejército con el que contarían sería suficiente para derrotar a Seth. Le había dejado una sensación amarga todo lo que Tueris le había dicho esa noche, a pesar de haberle jurado su lealtad como ya había hecho con su madre. Dudó unos segundos y en vez de eso le habló sobre lo que había planeado en un instante.

–  En cuanto Horus esté aquí mandaré reunir las tropas en Henen-Nesut, y las traeré a Khemnu. Cuando Herishef vaya a marcharse me iré con él. Quiero lanzar un ataque al sur cuanto antes. Quiero que Seth no se lo espere.

Isis asintió. Estaba muy cansada y todos sus malos recuerdos y los malos presentimientos se diluyeron en las esperanzas de su hijo. Le agarró la mano y la apretó con fuerza.

–  Haré todo lo posible por mantenerte vivo.

Al ver su énfasis temió que quisiera acompañarle. En ese momento dudó que fuera adecuado y prefirió dejárselo claro desde el principio. Antes de que hablara, Isis le sonrió.

–  Yo me quedaré aquí – había leído en sus pensamientos que quería afirmar su autoridad sin tener que depender de ella –. Debes ocuparte solo de los asuntos del ejército. 

Horus asintió aliviado. Y aunque hubiera querido, ella no podía marcharse, el ejército era algo de lo que se debían ocupar los hombres. Ella tenía otras maneras de influir en aquella guerra.


Quince

 

 

 

Al despertarse aún estaba cansada. Miró hacia el patio y vio que ya era tarde. Ese día, después de la fiesta, no habían convocado ningún acto oficial. Al mirar hacia el otro lado de la habitación vio a Seshat con Bes a su lado. Ella estaba sentada en una silla ante el tocador, colocando y rellenando los frascos de perfume y cosméticos. Bes estaba de pie, mirándola con devoción y sosteniendo en sus manos una bandeja con más recipientes encima. Seshat le hablaba en voz baja, como explicándole algo, y él asentía en silencio. Isis les estuvo mirando un rato hasta que decidió levantarse.

–  Hace rato que ha pasado el mediodía – le saludó Seshat –. Te hemos traído algunas cosas.

Isis se acercó para ver lo que Seshat le señalaba. Eran los perfumes y los cosméticos que solía usar. Al acercarse Bes también le dio los buenos días y se apartó unos pasos para que pudiera estar del lado de Seshat.

–  Dice Tueris que le gusta que sus enanos la despierten por la mañana – le comentó Seshat. Isis ya lo sabía, pero asintió en silencio –, dice que le da buena suerte. He pensado que Bes podría ser tu sirviente personal. Esta mañana estaba sentado en las escaleras de mi habitación porque no sabía donde encontrarte.

Isis le miró un momento. Se había dado cuenta que a pesar de tener el rostro de un hombre, su actitud se adecuaba todavía a la de un niño. Al indagar en él vio que su corazón era demasiado pequeño, y eso le impedía retener mucho más que su día a día. Sin embargo, también vio que no había nada malo en él, todo lo contrario, la alegría y la sumisión lo ocupaban todo. Pensó que no le vendría mal ganarse la suerte a su favor, pero todavía le intrigaba su origen.       

–  ¿De dónde vienes? – le preguntó Isis. Sus rasgos y su color de piel, demasiado negra, y su barba cobriza, delataban que no era egipcio ni originario del reino de Tueris.

–  De Punt, mi señora – contestó, mirando al suelo.

–  ¿De Punt? – se sorprendió –. Quizá por eso traes buena suerte.

Isis se quedó un momento en silencio, mirando a Seshat. Por su sonrisa comprobó que ella ya lo sabía. Punt, el País del Incienso, las Terrazas Divinas, donde no existía la injusticia, donde sólo los comerciantes de Tueris se habían adentrado y contaban maravillas de ese lugar. De allí les traían el incienso que necesitaban para sus perfumes y los rituales. Un lugar que tenían prohibido, pero que era la esencia de las Dos Tierras. Sólo Hathor y Amón habían estado allí. 

–  Me parece bien – dijo al final, contestando a Seshat a la pregunta que la había hecho. Estaría conforme con que Bes le sirviera.

–  He venido a buscarte para pasar la tarde contigo – le habló, cambiando de tema y poniéndose en pie –. Vamos a bañarnos al lago, después mis sirvientas me están preparando mi habitación para una cosa… es una sorpresa. Luego si quieres podemos ir a ver a mi hijo. Está haciendo un papiro con dibujos de la decoración para los nuevos carros y los informes para las piedras de turquesa que van a llegar en unas semanas del Sinaí. Quizá podamos pedirle que te reserve algún saco para tus joyas. Un regalo de mi parte – Seshat la miró un momento y sonrió –. Quiero que hoy estés cómoda y que te relajes. 

Seshat la había agarrado del brazo y la condujo a través del patio y varias estancias, hacia la parte trasera del palacio, donde se encontraba el lago limitando con una estrecha franja de hierba que les separaba de las murallas.

–  Toth me dijo que podíamos ir con él esta tarde a ver los recintos donde están los animales y los almacenes. Horus quería verlo. Han ido con Herishef y sus guardias, que habían quedado con el jefe de los almacenes al mediodía – comentaba –. Yo creo que conoces demasiado bien este palacio, y que necesitabas descansar. Le dije que hoy estaríamos tú y yo solas.

Seshat estaba contenta de tenerla allí. Isis también. Se mantuvo en silencio, escuchándola, dejando que su voz hiciera de su situación algo sencillo. El lago se llenaba constantemente con agua procedente del Nilo a través de los canales que mantenían el agua limpia. Era grande, rectangular, y se accedía por todos sus lados a través de unas escaleras de alabastro, del mismo material con el que estaba cubierta la base del lago. Se sentaron en el lateral más cercano al muro, a la sombra. La piedra estaba fría, como el agua, pero fue una sensación agradable en el contraste con el calor que las rodeaba. No había ninguna nube y el resto del patio estaba lleno de luz. Había un par de jardineros arreglando las plantas y los árboles, demasiado lejos como para preocuparse de que pudieran escucharlas. Sólo estaba Bes con ellas, esperando a unos pasos a su lado para llevarse sus sandalias y su vestido antes de que se metieran en el agua. Ellas esperaron un rato más sentadas en la orilla. Isis se quedó mirando las pinturas de la fachada que tenían ante sí, que eran las estancias privadas de Seshat. En el piso superior estaba su habitación, la única que tenía un balcón, con acceso al tejado donde dormía las noches más calurosas del verano y donde pasaba muchas otras observando el cielo. En el piso inferior estaba su sala privada, y donde había pasado de pequeña con sus hermanos la mayoría de las tardes después de comer. Si no allí, bañándose en ese lago. Isis suspiró mirando a su alrededor. Al estar con Seshat siempre echaba de menos a su hermana.     

Estuvieron nadando y hablando al borde de las escaleras, sentadas en los escalones dentro del agua, hasta que empezó a arrugárseles la piel. Isis quería hablar de muchas cosas con ella, pero a la vez estaba demasiado tranquila para preguntar por un asunto serio. Hablaron de moda, de maquillaje, de música. Era lo que más le gustaba. Recordaba cuando en los viajes con Osiris iba enseñando a todas las mujeres a peinarse, a tejer el lino y la lana, a hacer joyas con abalorios y a vestirse y maquillarse como más les favoreciera. Le gustaba hacer que los demás se sintieran bien, y ahora Seshat era lo que estaba haciendo con ella. Recordó también de niña, allí mismo, cómo experimentaba con Neftis sus peinados y el maquillaje, incluso hubo veces en que obligó a Osiris y a Seth a ser sus modelos.

Isis rió cuando Seshat le hizo recordar la vez que la llamó para ver lo que había hecho. Cuando entró en la sala vio a Isis de pie y a sus tres hermanos sentados en el suelo, vestidos con unos trapos de lino que había improvisado como túnicas, con unas pelucas que Seshat le había prestado de las suyas que ya no utilizaba, para que las peinara como quisiera, y con los ojos pintados de kohl y sombras de colores azules y verdes, y los labios rojos. Osiris y Seth estaban enfadados, decían que estaban vestidos como una mujer, pero Neftis estaba contenta, sonriente, pidiéndole a Seshat que la dejara quedarse así durante todo el día.

Seshat era la que valoraba todo lo que hacía, a veces se reía, pero otras, cuando fue haciéndose mayor, le dijo a Toth que aprovechara sus grandes aptitudes para las artes. Estudió con él la medicina, puso a su disposición toda su biblioteca, y utilizó su magia para aprender sobre las enfermedades más peligrosas y los venenos que las causaban. El mundo la admiró por aquella combinación de habilidades.

En un momento en que se quedaron en silencio, Seshat se miró las manos y salió del agua. Isis la siguió al interior. Al verlas, Bes se puso de inmediato en pie corriendo a llevarles sus ropas, pero Seshat le hizo un gesto para que volviera donde estaba. Condujo a Isis al piso de arriba, a su habitación, donde les estaban esperando sus sirvientas. Habían extendido una alfombra en el centro de la sala, en los laterales tenían preparados frascos con cosméticos y aceites, sobre una mesa había una bandeja con cosas de comer, y en las cuatro esquinas estaban quemando incienso. Isis respiró hondo al entrar. La luz del oeste entraba de lleno en la habitación, con la única sombra que proporcionaban las columnas del balcón. Se tumbaron al sol sobre la alfombra y se dejaron hacer masajes y tratamientos de belleza que Seshat había preparado.

–  Una reina tiene que estar siempre bonita – le dijo Seshat, cuando habían pasado un par de horas desde que entraron allí, en un momento en que estaban boca arriba, mientras sus sirvientas les estaban haciendo masajes en los pies.       

Isis volvió su cabeza hacia ella. Seshat había sido la primera reina. En todo ese tiempo no habían hablado, pensaba en muchas cosas, no pudo evitar de vez en cuando pensar sobre el futuro, pero también en todo lo que habría pasado en esos veinte años y que aún no sabía. Horus le había contado muchas cosas, pero ciertos temas los había evitado.

–  Quiero saber sobre la reina de la Tierra Roja – le contestó. No había dejado de pensar en su hermana.

Seshat suspiró mirando al techo, y en seguida dio una palmada y echó a todas sus sirvientas de la habitación. Se sentó sobre la alfombra e Isis se incorporó sobre sus codos.

–  Sabía que al final me preguntarías por ella. Yo también quería hablarte de Neftis.

Se levantó, cogió una de las túnicas que tenía en un baúl y le ofreció a Isis otra de las suyas. Salieron al balcón para hablar. El sol ya se había ocultado tras los riscos del oeste y sólo quedaba la luz de un cielo rosáceo.

–  Mi hijo no quiso contarme nada – comenzó Isis –. Jamás me ha hablado de ella. Mientras estuve en Sais no le di importancia. Quiero saber qué ha pasado desde que se marchó de Jem.

–  Vi pasar su barco de regreso al Sur – comenzó –. No se detuvo. A su paso fue corriendo el rumor de que regresaba de haber tenido un encuentro contigo y que te había jurado su lealtad a espaldas de Seth. También comenzaron a decir que había acudido a ver nacer al hijo de Osiris. Otros que había ido a ver a Anubis. Esperaba que nos hiciera una visita para hablar con ella. Le podríamos haber ayudado. Toth dijo que quería que se quedara. Le mandamos una tablilla. Le ofrecimos nuestra protección frente a Seth. No respondió ni aceptó.

Seshat calló un momento y con los brazos cruzados paseó la mirada por los campos que se extendían tras los huertos al otro lado de los muros de palacio, y más allá el desierto. A Isis no le sorprendió que regresara con Seth. Siempre lo hacía.

–  Considera ese su lugar – comentó.

–  Lo sé – Seshat volvió la mirada hacia ella –. No se atreve a apartarse de él. Aún así teníamos la esperanza de que siendo Toth el que se lo pidiera, teniendo ante ella esta ciudad, que regresara, como tú.

Isis asintió, le hubiera gustado que a su vuelta la hubiera encontrado allí. Eso les hubiera convenido. Si la propia reina del Desierto abandonaba a Seth, todos sus apoyos se hubieran visto mermados. Isis sabía que Neftis no era como ella. Comprobó lo que había temido cuando nació Horus. Todo el mundo supo de su nacimiento incluso antes de que Neftis alcanzara El Oasis. Primero por boca de sus marineros, y después no dudaba en que fue por la propia palabra de su hermana. Estaba segura que eso sería lo siguiente que le iba a contar Seshat.

–  Seth la estaba esperando en Nubt – Seshat bajó un momento la mirada y la perdió en las colinas del oeste –. Ya le habían llegado los rumores. Le obligó a contar públicamente lo que había ocurrido. Lo único en lo que mintió fue que ella había sido la única que había estado contigo. Él no fue a buscarte porque estabas bajo la protección de Neith. Aún así sé que ha intentado acercarse a ti – Seshat calló al ver que entendía el momento al que se refería –. Cuando le contaron que se habían encontrado seis caballos decapitados en al arroyo en los límites de Sais temimos que hubieras hecho alguna locura.

Isis asentía a medida que le iba contando todo. Sabía que Neftis hablaría. Cuando le hizo recordar ese momento en que casi perdió a Horus y su estancia en Sais apartó la mirada hacia los campos, áridos en aquella época del año. Le calmó comprobar que estaba en Egipto.

–  Casi un año después de que Neftis regresara nos hizo llegar un mensaje – continuó Seshat –, y nos contó todo lo que había ocurrido. Lo hizo llegar a Nejbet una vez que Seth celebró una fiesta en su palacio, y ella se lo entregó a uno de los mensajeros de Tueris que viajaban para traernos uno de los cargamentos de oro. Pidió una audiencia en privado con Toth y conmigo y nos dijo que venía de parte de Neftis. Nos decía que en el patio de su residencia de Nubt la tuvo un día entero sin comida, sin agua y al sol. Durante un mes entero recibió treinta latigazos diarios al amanecer y la mantuvo en el patio todas las mañanas hasta que el sol alcanzaba el punto más alto. Treinta latigazos durante treinta días por los días que había estado fuera. Fue entonces cuando comenzó a reclutar un ejército y a reunirse con todos los nobles del sur para que les dieran su apoyo.  

» Desde que volvieron a El Oasis Seth la tuvo recluida en sus habitaciones. Sólo la visitaba de vez en cuando con la intención de tener un heredero. A lo mejor quieres leer la carta – le dijo al ver que la miraba con ese único deseo.

Isis asintió. 

–  La he ido a buscar esta mañana al archivo de Toth – le dijo señalando el interior de la habitación –. La tengo guardada en el baúl.

–  Quiero leerla – le pidió.  

Isis le había advertido a Neftis lo que le pasaría si regresaba. Seth estuvo a punto de matarla cuando regresó tras el nacimiento de Anubis. Le había dolido lo que Seshat le había contado sobre lo que Seth la había hecho, pero intuía que había mucho más. Le había dejado preocupada la mención de que ahora Seth quería tener un hijo con ella. Sabía que él jamás podría tener herederos. Jnum lo había decidió cuando repartió los destinos para cada uno. Él había cuidado siempre de las Puertas de Egipto, el lugar que les separaba de Wawat y donde el Nilo entraba en el país. También era él quien formaba la esencia de cada persona. Toth le llamó para que juntos otorgaran a cada uno de los hijos de Nut el destino que les correspondía nada más nacer. El día que nació Seth había rasgado el vientre de su madre al nacer, y como castigo le negó concebir en el futuro. Pero quizá estuviera recurriendo a otros métodos para conseguirlo. Hathor podría estar ayudándole y su fama en las artes amatorias podría romper con lo establecido el día de su nacimiento, o quizá Ra también les estuviera ayudando a pesar de su neutralidad, porque a parte de Toth y Jnum, el único con poder para cambiar los destinos era él.

Dudaba de lo que, tras veinte años, estuviera sucediendo en  El Oasis y en las regiones del Sur. Mut, la esposa de Amón, también era famosa por su relación con los niños y los tratamientos para las mujeres embarazadas, que ella misma le había enseñado. Podía sanar con el roce de sus dos plumas mágicas. Isis se apoyó en la barandilla y la apretó fuerte, con rabia. Dos plumas a las que ella había dotado de magia, y gracias a los secretos que le había contado sobre los conjuros que debía pronunciar. Pero sobre todo Hathor permanecía en sus pensamientos. Ra le había otorgado el día que la creó todo el poder para dominar los asuntos de los hombres a través de sus deseos, del placer de la belleza, pero también con la capacidad de crear vida. Era eso lo que le asustaba.

Seshat volvió con un papiro de la mano. Isis lo miró y alargó la mano para cogerlo.

–  Antes de que la leas hay algo más que debes saber – le dijo, sin dárselo todavía –. Cuéntaselo a Horus, no sé si ya Toth le habrá dicho algo o si ya lo sabrá, pero díselo. Neftis habla un poco de ello en la carta, pero en los últimos años es lo que ha utilizado tu hermano para desacreditar a tu hijo. Seth se legitima en proclamar, con sus propias palabras, que Horus, el que dicen en el Norte que es hijo de Isis y Osiris, no es hijo legítimo del que ella dice que es su padre. Un muerto no puede concebir. Dice que él mismo le mató dos veces, que se aseguró de que su falo se lo comieran los oxirrincos y que todos le debían el haber librado a las Dos Tierras de un monarca débil y de una bruja que tenía por esposa. Por tanto, dice, es a él al que le corresponde heredar la Tierra Negra. Lo que nos dijo Tueris en el banquete, en eso se basa él para imponerse como rey heredero de su hermano. Está mostrando a todos su poder con desfiles militares, con torneos, cacerías. Le aclaman como el verdadero rey. Salvo Nejbet, es ella quien nos cuenta todo lo que ocurre. Seth siempre tuvo la capacidad de impresionar a los demás.

–  ¿No sospechan de ella? – le interrumpió, refiriéndose a Nejbet, conteniéndose por estallar ante la idea de su hijo como un usurpador. 

–  No – contestó –. Seth la mantiene como garante entre el reino de Tueris y los territorios de Tebas.

–  Horus es hijo de Osiris – le dijo con rabia, sin poder callárselo a pesar de que Seshat no dudaba de ella.

–  Lee lo que nos escribió tu hermana.   

Isis cogió la carta y desenrolló el papiro a medida que iba leyendo. Supuso que habría escrito mucho al ver que Seshat le traía un papiro en vez de tablillas de arcilla. Forzó la vista un momento para intentar leer. Ya era casi de noche y no veía bien.

–  Vamos dentro – le pidió. Quería sentarse.

Seshat encendió unas cuantas velas y las colocó sobre la alfombra donde habían estado esa tarde. Isis se sentó con las piernas cruzadas y comenzó a leer en voz baja.

–       Toth, Seshat. Pienso ahora en la oportunidad que tuve al quedarme en Khemnu. Yo estoy bien. Seth me ha hecho mucho, pero ahora estoy bien – Isis pasó rápido las líneas que contaban todo lo que Seshat le había dicho desde que Neftis llegó a Nubt. No le gustaba ver cómo incluso su hermana le defendía. También la parte en que contaba cómo Seth negaba a su hijo como legítimo. Isis miró un momento a Seshat con disgusto antes de continuar –. Hace un mes que Seth se marchó a Nubt. Ojalá se quedara para siempre allí. Va a volver en unos días con todos los gobernantes del Sur. Va a celebrar una fiesta en palacio para organizar las levas del ejército y los mandos. Os echo de menos. Y a Isis. Pienso mucho en Anubis. Aunque Isis no esté, sé que Toth va a protegerle. Seth quiere un heredero. Ha desistido de la idea de dejar el Desierto a un virrey. Se ha dado cuenta que las promesas que hizo para que Isis le fuera entregada ya no tienen sentido. Ahora quiere que sea su propio hijo. Tengo mucho miedo. Si hubiera sabido esto me hubiera quedado en Khemnu. Anubis es el único hijo que quiero tener. Me exige que le dé un hijo cuando es imposible. Me echa la culpa y me recuerda cada día que acude a mí que matará a Anubis como lo hizo con Osiris. Todavía sigue castigándome por ello, ahora aún más. Por lo de Anubis, quiero decir, y ahora tiene un motivo más reciente por haber ayudado a mi hermana. “Por esta traición debería haberte matado”, me suele decir. Es cierto que yo tuve la culpa. A veces pienso que tiene razón. Me duelen las heridas del látigo, pero mis doncellas me están cuidando bien.        

Isis se detuvo para respirar hondo. Si aquello era la situación hacía diecinueve años, no lograba imaginar qué estaría ocurriendo en esos momentos. Le había dolido las referencias que había hecho de Anubis y de Osiris. En aquel momento, cuando se enteró de que Neftis estaba embarazada, ella misma también la odió y deseó echarlos a todos de su vida, a Neftis, a Osiris y a Anubis. Pero fue por un tiempo breve en que deseó ser ella la reina de la Tierra Roja. Continuó leyendo las despedidas y peticiones a Toth y a Seshat que cuidaran de Anubis. Al menos él estaba bien. Le había dejado en Abydos y tenía la certeza de que seguiría cuidando y atendiendo la tumba de Osiris.

–  ¿Habéis vuelto a recibir alguna noticia de ella? – le preguntó Isis mientras enrollaba el papiro y se lo devolvía a Seshat.

–  No – contestó –. Lo único que nos llega es lo que nos va contando Nejbet a través de los mensajeros de Tueris. De ella apenas dicen nada. Sólo un par de veces que contaron que Seth la había mantenido alejada de las audiencias. Algunos decían que era porque no quería que todos vieran cómo la trataba, y otros porque la estaba sometiendo a unos rituales de fertilidad. Otra vez dijeron que la mostró en una audiencia con las marcas de los moratones en los brazos y en las piernas, que la noche anterior la había pegado por negarse a todo lo que le pidió en la cama. Quería mostrar a todos que si hacía eso con su reina, con todos aquellos que se rebelaran no tendría piedad. Y luego está Hathor. Es ella la que ejerce de reina en el Valle. Seth, cuando viaja al Nilo, no se priva en presentarla como si fuera su esposa. Y todos en el sur la aceptan como tal.

Isis hizo una mueca de disgusto, apartó un momento la mirada y negó en silencio. Siempre había considerado a Hathor una competencia, que incluso podría aspirar a reina si se lo proponía. Ya lo hizo una vez al apoyar a Seth en la rebelión. Ahora tenía ese poder. Le resultaba una mujer peligrosa. Así como Maat siempre representó un apoyo, Hathor era un desafío.    

–  Neftis me dijo que cada día se estaba volviendo más cruel – recordó Isis cuando hablaron en Jem de su hermano –. Y sí – asintió. Horus le había hablado de ello cuando estaban en Sais –, lo de Hathor ya lo sabía.

Seshat se levantó de repente dando por terminada la conversación. Isis la imitó, pero antes de irse le advirtió de una cosa más.

–  Nos hemos preparado en estos veinte años para hacer frente a Seth. Tenemos muchas posibilidades de ganar la guerra, pero tu hijo debe tener en cuenta que será contra alguien muy poderoso.

Isis asintió. No quería seguir pensando en ello. Sabía que Seth era fuerte, y que en esa lucha se estaban jugando demasiado. Esperaba que estuviera listo. La mínima posibilidad de que Horus fuera vencido la hacía temblar. Con una derrota, arrastrarían a su misma suerte a todo el reino.

–  Ve abajo y vístete – le dijo –. Yo bajo ahora en cuanto me cambie.

Isis encontró a Bes dormido en unos cojines de la sala de Seshat junto a su ropa. A su alrededor había otras mujeres del palacio sentadas jugando o simplemente hablando. Distinguió entre ellas a las doncellas de Seshat. Las llamó con un gesto de su mano. Todas se habían quedado mirándola al aparecer por las escaleras. Se acercaron a ella y la ayudaron a vestirse. Nada más terminar vio a Seshat aparecer con uno de sus trajes de leopardo que solía vestir y con el papiro de la mano.

–  Vamos a dejar esto en el archivo – le dijo –. Ya es tarde para que mi hijo esté en la biblioteca, otro día le pediremos que te enseñe lo que está haciendo. Dejamos esto y vamos a cenar.

Al salir a los patios que daban a las estancias públicas fueron encontrándose con más gente que esos días residía en palacio. Vieron en un par de salas contiguas a la sala del trono que estaban repartiendo la cena, donde solían celebrar banquetes cuando no había tanta gente. Seshat se asomó por si encontraba a Toth o a su hijo. Horus tampoco estaba. Pensó que se habían retrasado en los almacenes, como ellas en su habitación. Salieron hacia el patio que daba acceso a la sala del trono, y por donde se iba también hacia los almacenes y la biblioteca que estaban al norte del recinto. Pasaron a través de un pilono, que a esas horas de la noche no dejaba ver ninguna de las pinturas que lo decoraban. Tan sólo una sombra negra ante ellas por la que se escapaban haces de luz a través de la puerta. Las puertas todavía estaban abiertas. Seshat sospechó nada más verlas así, con cuatro guardias apostados en la puerta.

–  Están aquí – dijo mientras cruzaban el patio, iluminado con unos fuegos en postes a lo largo del camino que atravesaba hasta la entrada principal –. Al menos Nefertum todavía está aquí.

Isis la miró de reojo. Sabía que no le gustaba que su hijo se quedara hasta tan tarde. Ya cuando vivían allí Osiris le solía decir que si quería encontrarle, en el primer lugar donde debía mirar, fuera la hora que fuera, era en la biblioteca. Les recibió una gran sala con cientos de columnas entre las que estaban colocadas estanterías de madera, y sobre las baldas miles de cestos, algunos con papiros y otros con tablillas. Estaban ordenados según la temática, y entre todo ello, en unas salas laterales Seshat y Toth tenían sus propios archivos privados. Los pasillos eran estrechos, de vez en cuando se abría un espacio más amplio con mesas a las que durante el día les llegaba luz por aberturas en el techo, a esas horas cubiertas con trampillas de madera. Bordearon la sala por uno de los laterales hasta que en una esquina del final había dos puertas. Habían llevado con ellas una vela de las muchas que había en unas mesas a la entrada, y vio con la poca luz que les ofrecía el nombre de ambos en cada una de las puertas en el interior de un cartucho.

Seshat pasó a la sala de Toth, ella esperó en el umbral, recordando el día que le permitió acceder a cualquier sitio que ella quisiera, salvo allí. Al volver con ella le quitó la vela de las manos y siguieron caminando a través de los pasillos.

–  Cuando hemos entrado me ha parecido ver que había luz en esta zona – le comentó Seshat en voz baja, señalándole el lugar donde se encontraban los tratados de guerra y la historia de Egipto y los pueblos extranjeros. 

A medida que se acercaron escucharon voces. Isis no tenía ninguna duda de que Nefertum estaría allí. Creyó también distinguir la voz de Horus. Al recordar que no había visto a su hijo en palacio cenando, no le pareció tan raro que estuviera allí. Al girar en uno de los pasillos donde Seshat le había dicho, lo primero que vieron fue una bola blanca incandescente, como una luna en miniatura, a metro y medio del suelo y que iluminaba todo a su alrededor. Era una de las habilidades de Nefertum. La luz. Por un momento le cegó en mitad de la oscuridad, pero a medida que se acercaron comprobaron que eran Nefertum y Horus. Estaban sentados en el suelo, ante un papiro con el dibujo de un carro y notas a su alrededor. En torno a ellos estaban todos los utensilios para escribir y pintar. Horus estaba de espaldas, y Nefertum fue el primero que levantó la cabeza al escucharlas llegar.

–  Madre – se sorprendió, mirándolas a las dos a la vez.

–  ¿Qué hacéis aquí?

Horus se había dado la vuelta y se había levantado, pero antes de que pudiera decir algo, vieron a Toth en uno de los laterales, de pie delante de una silla plegable.

–  Yo he traído a Horus – se adelantó, hasta ponerse delante de ellos, frente a Seshat –. Le dije a Nefertum que nos esperara después de que cerraran la biblioteca.  

–  ¿Qué hacéis? – repitió.

–  Hablaremos luego.

Seshat pareció conforme, y mientras Toth se fue a dar la vuelta para volver a su sitio, Isis se adelantó y le sostuvo de la muñeca, con mucho más énfasis de lo que lo había hecho el día anterior en la sala del trono.

–  No – contestó Isis, mirándole a los ojos –. Ahora.

La última conversación que había tenido con Seshat la había dejado muy nerviosa. Encontrarles allí le había hecho sentirse excluida de lo que consideraba que era su obligación saber. Llevaban poco más de un día en Khemnu y en ese tiempo había notado a Toth mucho más frío de lo que exigían las circunstancias. La había ignorado a pesar de que en un primer momento se creyó amparada por él, como siempre había ocurrido, cuando le colocó la diadema de la cobra y el buitre que había dejado guardada en un cajón de la habitación después del banquete. Sentía que estaba evitando contarle lo que le debía. Temía que no lo hubiera conseguido, y necesitaba saberlo de inmediato. Intentó leerle el corazón. No vio nada porque no le permitió hacerlo.

–  Es a ti a la única que le conviene que hablemos en privado – le contestó, sin apartar la mirada de sus ojos.

–  Estamos en privado – contestó. No le importaba la presencia de los demás.

–  Entonces dime – se soltó de su mano y fue él quien la agarró –, ¿qué es lo que te ha aportado Sais? 

Isis entornó los ojos, sin entender la pregunta. No sabía qué tenía que ver Sais en ese momento. Miró un momento a su alrededor. Vio a Horus que parecía avergonzado.

–  Te dije cuando te marchaste que lo aprovecharas – continuó él –. Tenía muchas expectativas puestas en ti, así que dime, ¿qué te ha aportado Sais?

Isis miró al suelo. Le recorrió la misma confusión con la que había vivido continuamente en las marismas de Neith. Al menos al principio. Los últimos cinco años habían sido diferentes, pero no podía explicar exactamente en qué. Y ahora Toth le preguntaba eso, cuando tenía otros asuntos mucho más importantes en los que pensar. Una vez en Egipto había querido olvidar el mundo en el que había vivido hasta hacía poco más de una semana. Ni Sais ni Neith le habían aportado nada. Sólo su protección durante veinte años, la mitad de ellos perdidos. No entendía por qué se lo estaba preguntando cuando ya lo sabría. Parecía que sólo quería decirle con aquello lo muy decepcionado que estaba.

–  Nada – contestó –. Sólo un lugar en el que ni siquiera estaba segura.

Le contestó con rabia, recordando el momento en que Neith se llevó a Horus. Toth la apretó aún más fuerte, le hacía daño, y sobre todo su mirada aún más intensa. 

–  Necesitaba una reina que se hiciera cargo de un país en guerra. He estado veinte años preguntando a Neith por ti. Te daré un rey. Era su respuesta. Las veinte cartas que le mandé, una por año, le preguntaba por ti y por tu hijo. Eso fue lo único que me respondía. Es cierto que me ha entregado un rey, pero tú, ¿qué has hecho?  

Isis sintió una punzada en el pecho. Le había hecho tanto daño lo que Toth le había dado a entender. No quería ser prescindible. Supo de inmediato que Horus se lo había contado todo esa tarde. No quería que malinterpretara su estancia en Sais.

–  He sido yo quien le ha educado – contestó –, por mí es como es, y por mí tiene el derecho de estar ahora aquí.

–  Horus no coincide en todo lo que tú piensas. 

Isis le miró un momento, sorprendida. Tenía la mirada en el suelo. Tuvo que escuchar todo lo que su hijo pensaba de la boca de Toth. Había muchas cosas que nunca se hubiera imaginado, aunque de vez en cuando otras le calmaban. Horus valoraba que hubiera estado con él, que le hubiera enseñado todo lo que ella sabía, pero eso era lo de menos comparado con todo el saber que Neith le había mostrado día a día en los diez años que no estuvo con él. Isis escuchó sin levantar la mirada, con los ojos puestos en la mano de Toth que le agarraba la muñeca. Le había confesado que sin Neith no se hubiera visto capaz de hacer frente a una situación como la que se acababa de encontrar. Ella no sólo le había enseñado a dominar el poder, si no que se había dado cuenta, tras esos días fuera de las marismas, que aún permanecía, aunque de manera más tenue, mucha de la energía con la que había convivido.

Había sentido un vacío en él al cruzar la frontera, pero ahora veía que era algo diferente. Combinado con las sensaciones que sólo conocía mediante imágenes y que había experimentado en Egipto, permanecía la capacidad de ver más allá, adelantarse unos segundos a lo que estaba por venir. En Egipto podía pensar con mucha más claridad, pero toda esa concentración que había necesitado en Sais para vivir su día a día, ahora se había convertido en un gran apoyo para planificarse, relacionar ideas, pensar en una estrategia a largo plazo. Era lo que llevaba haciendo toda la tarde e incluso él mismo se había sorprendido de la facilidad para organizarse. Toth había estado conforme con todo, a todo le dijo que sí.

–  Él valora mucho más lo que Neith le ha aportado – le dijo al final. Había hablado firme en todo momento, pero al decirle eso último bajó la voz. –, por eso quiero saber lo que te has llevado tú. 

Al mirarse a sí misma, valorar los años en las marismas, seguía sin ver nada. Se encogió de hombros.

– Qué importa – contestó. Ya no le preocupaba reconocer que le había decepcionado –. Lo que importa es que estoy aquí. Estaré con Horus.

– ¿Con qué fin? – Isis quería llorar. Eran tantas cosas, y que sólo lograban humillarla y hundirla en un momento en que ya de por sí estaba insegura –. ¿Y qué vas a hacer cuando ya no puedas estar a su lado? ¿Cuando en pocos días se marche con el ejército? ¿Abandonarlo todo? ¿Dejar en mis manos el gobierno, como llevas haciendo desde que Osiris murió?

–  No – susurró.

–  ¿Es que aún no te das cuenta?

Toth siempre sabía ver cosas que los demás eran incapaces de ver. Isis le miró de reojo mientras la soltaba. La bola de luz de Nefertum brillaba tras él, pero podía ver perfectamente que además de enfado, estaba disgustado. Horus y Nefertum estaban unos pasos atrás, entre los papiros y los útiles de escritura, en pie, tensos, sin atrever a moverse. Horus apretaba los labios, nervioso. Sentía la presencia de Seshat tras ella. En ese momento se sintió presionada por todos, no sólo por Toth. Isis sólo le había exigido con la intención de saber sobre Osiris. Para él había cosas mucho más importantes. Tenía razón de que hubiera sido mejor hablar con él a solas, quizá la conversación hubiera sido diferente. Ella se había sentido como si esos veinte años no hubieran pasado, se sentía en Khemnu como en casa, como antes. Para Toth no había sido así, y ahora le había exigido cuentas de todo ello. Y ella no tenía ninguna respuesta. No se daba cuenta de lo que para Toth era tan evidente.

–  Dímelo tú entonces – le contestó Isis.

De un empujón la apartó contra una de las estanterías, agarró a Seshat del brazo y la retuvo contra él, sosteniéndola a la altura de los hombros impidiéndole que se moviera. En ese mismo instante, ante la mirada sorprendida de Seshat que no veía lo que estaba haciendo, con su espalda pegada contra su pecho, sintió que una hoja de metal le rasgaba el vientre. Ahogó un grito. Isis había visto como en un instante Toth había desenfundado su puñal y se lo había clavado. Se sintió impotente, no había podido evitarlo. Ni siquiera lo había visto venir. Empezó a respirar nerviosa, inquieta, y en cuanto vio la sangre empapar el vestido corrió los pasos que la separaban de ella. Al presionar la herida Seshat respiró hondo. Toth la soltó. Parecía que estaba bien. Por primera vez Isis le miró con desdén. A él no le importó.

–  A esto me refería – le contestó Toth en un tono seco, con reproche.

Y sin decir más se marchó. 


Dieciseis

 

 

 

Isis no había dormido en toda la noche. Nada más llegar a su habitación se había quedado sentada en la cama, primero viendo las estrellas, y después el cielo azul. Horus la había acompañado sin decir ni una palabra. Los dos regresaron desde la biblioteca en silencio. Para Isis el sonido de sus pasos se le hizo insoportable. Horus sólo podía recordar una y otra vez el momento en que Toth desenfundó el puñal. Habían dejado a Seshat y a Nefertum en la biblioteca. Isis fue incapaz de continuar allí un segundo más después de que Toth se marchara. En un primer momento se había quedado paralizada con sus manos sobre la herida de Seshat, pero cuando él se fue, al mirarla a los ojos, se dio la vuelta y salió deprisa. No escuchó que Horus la seguía hasta que la llamó mientras atravesaba el patio hacia la salida. Aminoró un poco el paso para que él la alcanzara y no se dijeron nada más.

Al regresar intentó comprender qué le había pasado y qué había querido decir Toth. Ahora allí sentada, lo entendía. Tenía las manos entrelazadas, todavía sentía un hormigueo que le ascendía por los brazos y que la dejaba sin fuerzas. En el instante en que vio sangrar a Seshat le había estallado desde el corazón toda la energía que una vez había sentido en Sais. Ahora sólo podía pensar en todos esos años, indagando en el poder que se había llevado con ella. Al contar los días vio que sólo había pasado una semana desde que se marcharon de allí. En cuanto cruzaron a Egipto quiso olvidar ese lugar. Ella nunca pidió estar allí y todo el tiempo que pasó lo había considerado un sufrimiento. Pensó en los diez años que había estado sumida en las aguas de las marismas. Para ella eran diez años que no habían existido, y culpaba a Neith por ello. Ahora se daba cuenta que cada día se había impregnado con la energía que lo inundaba todo. Suspiró y por primera vez no le pareció tan malo ese lugar. Se sintió en paz, porque al menos había merecido la pena. Ella poseía la magia, y su estancia en Sais la había aumentado hasta límites que jamás hubiera imaginado.   

Paseó la mirada por los tejados del patio a través de las columnas de su habitación, sin fuerzas todavía para levantarse o dormir. Bes le sacó de sus pensamientos cuando la llamó en voz baja esperando en el pórtico con una bandeja en las manos. Le dejó pasar y se quedó mirándole mientras dejaba la bandeja con comida en el tocador.

–  ¿Sabes dónde está Seshat? – le preguntó de repente.

–  No, mi señora – le contestó de inmediato, acercándose al borde de la cama para hablarla.

–  ¿Has visto a Toth?

–  No – le respondió, sin levantar en ningún momento la mirada.

–  ¿Y a Horus?

–  Tampoco mi señora. No estaba en su habitación.

Isis  asintió, y al volver a mirar al patio, hacia el estanque, volvió a pensar en Sais, en los primeros años. Nadar era lo único que le había hecho olvidar todas sus preocupaciones. Ese día no tenía ganas de ver a nadie, y con la mirada en el agua, sólo deseó sumergirse en ella el resto del día. Se levantó de la cama y se quitó el vestido que aún tenía restos de sangre de la noche anterior. Sólo le dijo a Bes que la esperara allí. Desde el borde miró hacia la habitación de Horus. La que había sido de sus hermanos. Los echó de menos. No había nadie, y lo agradeció. El agua estaba fría y al sumergirse entera se imaginó que era en Sais donde estaba. Lo sintió tan real que por un momento olvidó el presente y volvió a sentir dentro de ella el huevo que había llevado a Horus. Recordó el primer día que se había bañado en las marismas, ya entonces notó todo el poder que concentraban tanto el aire como el agua. El agua aún más.

Al salir a la superficie, con los ojos cerrados mientras el sol le secaba la cara, volvió a recordar su situación. Quizá Horus se había dado cuenta mucho antes de que ambos serían mucho más poderosos a su vuelta. Él sí que lo había sabido desde el principio, había estado con Neith cada día durante diez años. Pero ya incluso antes de marcharse, el primero de todos fue Toth, que sabía de antemano todo lo que iba a llevarse. Le había hecho prometer que aprovecharía su estancia en Sais.

Respiró hondo y abrió los ojos para comprobar que realmente todo eso había pasado. En el fondo no dejaba de incomodarle la confusión y la falta de voluntad que siempre había tenido con ella en Sais sobre todo cuando Neith estaba cerca. Recordó cuando le mostró el poder. De todo, aquello era lo único por lo que regresaría eternamente. Pensó en su hijo. Quizá Horus era lo que se había llevado. Le había visto comportarse delante de todos y se había sentido orgullosa. Con el cielo sobre sus ojos pensó otra vez en ella misma. Ella se había llevado la magia. La había sentido por completo esa noche. Lamentaba que Toth se lo hubiera mostrado así, con Seshat. Quiso ir a verla, quería ver cómo estaba. Sólo sabía que la había curado, pero el hecho de pensar que no quisiera verla le hizo quedarse un rato más en el agua.

Estiró los brazos sobre el agua, y encogió y volvió a estirar las manos. Aún permanecía un leve cosquilleo en la punta de los dedos. Se miró primero una mano y después la otra, y sin darse cuenta se quedó mirando la habitación que había sido de sus hermanos a través de los arbustos del patio. Ya antes de Sais había logrado revivir a Osiris, había vuelto a dar vida al Nilo, y antes de eso, había enseñado a lo largo de Egipto muchos de los secretos que ella sabía para favorecer la vida. Esa noche, como Neith le mostró una vez, había fluido de ella, no el poder, sino la magia. Desligó la sensación de todo lo demás. Eso era la magia, le hubiera dicho Neith.

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