Isis

Isis


Isis

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ISIS

 

Una novela de

 

BEATRIZ MALO

 

 

Portada: fotografía  y edición: Sofía Malo.

Mapa de Egipto: Beatriz Malo.

Publicación: Julio 2015.

 

Índice

Mapa de Egipto

I. Sais

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

II. Khemnu

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciseis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

III. Tebas

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Nota del Autor

 

En sus más de tres milenios de historia, el País del Nilo ha sufrido cambios en las denominaciones de sus dioses y sus localidades; así como de sus mitologías y sus creencias.

Todo lo que se plasma en esta novela he intentado ajustarlo a las concepciones que tenían entonces los antiguos egipcios. Sin embargo, la gran variedad y matices de unas tradiciones a otras me han obligado a seleccionar aquéllas que se adaptaban mejor al hilo de los acontecimientos. Ante todo debo matizar que, a pesar de haber intentado ser rigurosa con los mitos originales, esta obra es una novela, y por tanto, para llevar a cabo una historia coherente he tenido que añadir elementos propios de ésta, así por ejemplo, interpretaciones que eran necesarias para dar unidad al relato.  

Por otro lado, a la hora de la confección de esta novela me surgieron diferentes problemas en cuanto a la denominación de los dioses y localidades egipcias. Debido a la complejidad de nombres y sus variaciones en las diferentes etapas históricas (sobre todo en las adaptaciones a la lengua griega, de la que a su vez derivan muchos de los nombres actuales) y para no confundir al lector, en este libro:

- Se han mantenido en su mayoría los nombres griegos de los dioses, ya que es la forma más extendida actualmente.

- En cuanto a las localidades, he intentado conservar su forma egipcia, salvo en los casos en que la gran similitud entre varias de ellas podía dar lugar a confusión, en cuyo caso opté por mantener el nombre actual (Dendera, Armant, El-Kab, Edfú).

- En otros casos los he dejado en su forma griega, ya que apenas había diferencia entre el nombre original egipcio y el griego (Buto, Sais, Busiris, Abydos, Biblos).

- En el caso de la ciudad de Tebas (así como Tebas Oeste), decidí mantener este nombre en su forma griega, y no el egipcio, debido a que hoy en día está muy popularizado este nombre para referirse a ella.

 

En todo caso, la novela se ha hecho en beneficio de la historia y para que resultara lo más sencilla para el lector.

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I. Sais

 

 

 

Isis se adentró en el Gran Salón custodiada por su guardia. Petet y Tetet iban delante de ella portando los estandartes de Abydos que se identificaban con los suyos propios: un trono dorado sobre un fondo azul. A ambos lados Mestet y Mestetet y detrás Tefen y Befen. Y a su derecha, siempre cerca de ella, Horus. Sus siete escorpiones. Habían velado durante toda su vida por ella y Osiris, y tras la muerte de su hermano eran únicamente suyos.

El techo se elevaba sobre cientos de columnas acabadas en capiteles en forma de loto, pintados con vivos colores que imitaban el Nilo, como el resto de la sala. En los muros veía las anheladas escenas del Valle que jamás encontrarían allí en mitad del desierto. Mi Oasis, solía llamarlo su hermano pequeño, el dueño de ese palacio. Para ella esa sala había representado la perdición. Ahora regresaba y la sensación con la que la había abandonado siete años atrás era la misma, con la misma intensidad. Desde el instante en que pudo ver el rostro de Seth sentado en el trono no apartó la mirada de sus ojos. Con un solo vistazo a los pies del atrio su seguridad se hubiera derrumbado. Justo allí se detuvo, intentado contener su amargura, sin mirar abajo. Descargó su ira sobre él sin decir una palabra.

Seth se puso en pie y le sonrió sin adivinar si era desdén o ironía.

–    Hermana – le saludó.

Isis hizo una leve reverencia, con la mirada todavía en sus ojos. Por un instante se perdió en ellos ahora que pudo volver a verlos de cerca, rojos como la sangre y con la pupila granate. Rojos como el desierto, como toda la sangre que había jurado derramar para tomar lo que él creía que era suyo. Pero Egipto le pertenecía a ella. El orden del mundo había sido decidido en el momento de su concepción. Su madre había planeado junto a Toth la división del mundo entre sus cuatro hijos, y él había alterado el equilibrio, había roto la ley. Reconocía el predominio que siempre había ejercido Seth sobre sus hermanos. Siempre había sido el más alto, el más fuerte, el más diestro en la guerra. Era inteligente. En ocasiones, de niños, había deseado haber sido ella su compañera en el vientre de su madre en vez de su hermana Neftis. Después aprendió a ver que le faltaba el carisma de un rey, lo que a ella y a Osiris se le otorgó.

Seth descendió el par de peldaños para ponerse a su altura. Isis se adelantó a sus guardias. Temió no ser capaz de controlarse al tenerle tan cerca, siendo consciente de que actuaba como rey de Egipto, vistiendo como tal, y portando la corona blanca de Osiris. Se había atrevido a coronarse Señor del Sur. Vestía una túnica de lino bordado en oro, un faldellín con un cinturón con su nombre, y agarrándolo sobre el pecho, el cetro de oro y el flajelo de su hermano. En un impulso, Isis intentó quitárselos, forcejeó con él un instante y en seguida se detuvieron sin soltar ninguno las insignias. Isis respiró hondo ocultando su repentina inseguridad. Aquello no había sido inteligente.

–    Hermana – le repitió sonriendo aún más, esta vez en voz baja –, eres valiente.

–    He venido para que tú y todos los presentes oigáis este juramento – separó la mano del cetro y también de él. Paseó la mirada por la sala, reconocía todas las caras como servidores fieles de su hermano Seth, los que la habían traicionado, y precisamente por ello intentó mostrar autoridad en su tono. Sólo evitó a su hermana, sentada en su trono junto al del de su hermano. Ella era su único punto débil allí –. Juro que mi ira caerá sobre todos vosotros. Juro que el control de Egipto será mío y que lo preservaré por siempre. Tú, Seth – le apuntó –, asesinaste a nuestro hermano, a mi esposo Osiris, rey de Egipto. Rompiste el juramento que hicimos a Maat. Por su cuerpo, te condeno a la miseria, a una vida eterna sumida en el caos. Llegará el día en que derribe los muros de este palacio, caerán en la arena y se mezclarán con el polvo hasta que no quede ni su nombre ni su recuerdo.

–    Contén tus palabras, bruja – le dijo entre dientes.

A medida que hablaba había visto cómo detrás de su amenaza, había crecido un miedo incontrolable en él, por saber que todo lo que decía se iba a cumplir. Ella poseía el control total sobre la magia, él solo era el señor del desierto y su poder se limitaba a aquellos territorios áridos. Eso era antes, y era consciente de que tras la muerte de Osiris, todo el orden se había alterado. Osiris siempre había sabido mediar entre los dos, ellos tenían un temperamento fuerte y sus peleas desde niños habían sido constantes. Sin él, no sabía hasta donde iban a ser capaces de llegar. Neftis era demasiado dulce como para influir en el carácter de Seth. Jamás se atrevería a aconsejarle nada por mucho que fuera su propia vida en ello. Sólo se había puesto de parte de ella cuando Osiris fue asesinado y estuvo a punto de marcharse con Isis de no haber sido por la inseguridad que le hizo permanecer allí. Sabía que Neftis amaba a Osiris, que siempre lo había querido, y para cualquiera ella era una persona fácil de querer. Seth se parecía más a ella misma e incluso hubo un tiempo en que pensó que su única salida sería quedarse con él, ser su reina, allí, ocupar el lugar en que su hermana estaba sentada; cuando Osiris la traicionó. 

–    No tendré piedad el día que pueda vengarme de ti. 

–    Jamás tendrás ese honor – Seth le agarró del brazo, sintiendo cómo sus dedos se iban tensando cada vez más hasta hacerle daño. Al volver a hablar lo hizo en un susurro –. Mira a tus pies hermana. Mira. Justo aquí estaba el sarcófago en el que nuestro hermano se tumbó y del que no volvió salir. Qué treta más sencilla, un simple juego y después de nuestro último encuentro... ¿Le encontraste? ¿Le encontraste vivo? 

Isis respiró hondo, la rabia, la pena, la impotencia, una mezcla de sentimientos le hizo no poder controlarse. Quiso gritarle, matarlo. Sólo pudo llorar en silencio, apretando los dientes, mirándole a los ojos. Cuando salió de aquella sala siete años atrás juró volver el día en que encontrara a Osiris y que en ese momento él volvería a sentarse en el trono de Egipto junto a ella. Lo hizo, lo encontró más allá del Mar Verde, todavía con un soplo de vida. Pero en la frontera Seth se lo volvió a arrebatar. Y lo volvió a recuperar. Por eso había vuelto.

–    Le encontré – contestó simplemente, orgullosa al recordar cada paso que había dado hasta llegar allí.

Isis hizo un gesto para soltarse y él relajó su mano. En vez de dejarla libre la acercó a él, y al oído le dijo unas palabras.

–    El trono de Egipto es mi objetivo. Si te interpones como lo hizo nuestro hermano, tu destino será el mismo.

–    Sea – Isis le miró a la cara para responder y ambos asintieron ante el reto que se llevaba fraguando desde que los cuatro hermanos tomaron la parte que les correspondía del mundo.

La reverencia que le dedicó ella y la sonrisa de despedida de él sólo era un gesto más en aquella guerra que todos habían visto venir y que se hizo patente tras el asesinato de su hermano. Isis apresuró el paso hacia la salida seguida de sus escorpiones, así le gustaba llamar a Osiris a sus guardaespaldas. Le echaba tanto de menos. Del salón del trono salió a un vestíbulo, guardado por los servidores y guardias de palacio, y de ahí a un patio donde aguardaban sus camellos. Le habían jurado inmunidad a ella y a sus acompañantes desde que puso un pie en palacio hasta la caída de la tarde. Quedaban un par de horas para que se pusiera el sol pero quería estar cuanto antes lejos de allí. Antes de que le ayudaran a montar en su camello una voz familiar la llamó a sus espaldas. Neftis.

Tenía las riendas en la mano y no las soltó ni se dio la vuelta ante su llamada. No se había calmado aún y ante la voz de su hermana se pasó la mano por la cara intentando controlar su llanto. No se movió cuando Neftis la abrazó por detrás y le dio un beso en la mejilla.

–    Lo siento tanto – le susurró –. Tantísimo.

Isis no encontró consuelo ella, sólo rabia. La miró a los ojos, los mismos ojos que su hermano gemelo, ese rojo que tantas veces se le había aparecido en sueños atormentándola. Se había resistido a mirarla durante el tiempo que estuvo en el Gran Salón, ahora que volvía a tener su rostro ante sí se sintió un poco más tranquila. Ella no tenía la culpa de nada. No había podido hacer más. Neftis no era como ella. Si ella era la fuerza, la decisión, Neftis era todo lo contrario. Demasiado buena, había pensado siempre, como Osiris. Quizá por eso habían congeniado siempre tan bien, quizá por ello sus frutos habían tenido lugar con Neftis y no con ella. Esta vez fue Isis quien la abrazó un momento, olvidando toda traición de ambos.

–    Si he jurado destruirlos a todos, a ti te juro por nuestro hermano Osiris que te libraré de la muerte.

–    ¿Has visto a mi hijo? – le preguntó mientras Isis subía al camello y se colocaba sobre los mantos y la silla.

–    Me ayudó en todo lo que le pedí.

–    Protégele de él – le suplicó reteniéndola con sus manos sobre su pierna.

Isis asintió, y no perdió un segundo más en retirarse de allí seguida de su guardia de siete hombres. Cabalgaron lo más rápido que les permitieron los camellos y la luz del día. Al caer la noche se detuvieron en una de las muchas cuevas escondidas de los wadis que unían las rutas de Egipto con el desierto y los pueblos más allá de él, Egipto con los dominios de Seth.

Dejaron los camellos a los pies de la montaña bebiendo en un pequeño manantial. Ellos ascendieron hasta cobijarse de miradas indiscretas y de cualquier animal salvaje en la cueva más elevada. No estaba segura si dormiría esa noche, como no lo había hecho la anterior de camino al palacio de su hermano, y como le sucedía desde hacía años. Al menos quería tener ante sí el objetivo que ahora le movía. Ese palacio, la destrucción de ese Oasis.

Ordenó a sus guardias que descansaran en el interior, que comieran y durante la noche hicieran turnos de dos. Ella haría el primero junto a Horus. Él siempre había representado para ella y su hermano un apoyo incomparable al resto. No dudaba ni un ápice de los demás, pero a él le valoraba de manera especial por haber sido creado especialmente por sus padres para Osiris el día después de que todos nacieran, para que le protegiera de cualquier adversidad.

–    Mi madre ya intuyó que Seth nos causaría problemas – comentó al escuchar a Horus acercarse tras ella, sigiloso, hasta quedarse a su lado.

–    Tu madre quería que todos fuerais iguales.

–    Imposible – sonrió irónica.

Estaba al borde de la cueva, apoyada en el umbral, viendo a lo lejos el palacio de su hermano iluminado por las últimas luces del sol, recortado por el cielo negro tras él. Le recorrió un escalofrío. Era tan siniestro a esas horas del día, los muros inmensos entre la oscuridad del cielo del este, la luz anaranjada del oeste que hacían estallar en llamas la piedra roja de la muralla y las torres más altas. Pero ella conocía además el interior, y aquello que se escondía era lo que más temía. El caos gobernado por su hermano y sin embargo, representado imágenes de Egipto que poblaban todos y cada uno de los muros interiores de las estancias y de los patios. También la propia vegetación y el agua que todavía quedaba bajo la tierra árida de aquella zona, y que él se esforzaba en explotar en las numerosas  plantas y estanques de palacio. Aquello era la poca vida que Seth había podido retener en el momento en que se dividieron los poderes entre los hermanos, y que se reflejaba en las pocas palmeras que nacían alrededor de los muros. Eso y las ciudades gemelas de Nubt y Gebtu a orillas del Nilo.

Comenzaba a hacer frío. Se frotó los brazos desnudos y miró a Horus. Él asintió, entendiéndola. Le observó mientras rebuscaba en uno de los sacos que habían dejado en la entrada y regresaba con un manto de lana. Se lo puso sobre los hombros y se quedó allí hasta que no quedó más que oscuridad en el horizonte. Ese día no había luna y las nubes cubrían el cielo. Era un mal augurio. Había intentado sentirse segura, se había presentado ante él amenazándole en su propia casa. Había declarado la guerra. Sólo tenía a su favor que aún permaneciera en su hermano la falta de previsión, su incapacidad para organizar, su desorden. Suplicaba que no hubiera aprendido con el paso de los años, que Neftis no le hubiera aportado un poco de sensatez. Si todo ello fallaba, suplicaba que aún le quedara un poco de afecto por ella y que eso fuera su debilidad.

Respiró hondo, con lágrimas en los ojos. Desde hacía siete años no recordaba un solo día que no hubiera llorado por ella, por la situación, por su hermano. Veía que aquello era demasiado para una sola mujer. Había recorrido Egipto y en el sur todos los gobernantes locales le habían dado su apoyo, se habían congraciado con ella y le habían dado el pésame por la pérdida del rey, Osiris. Sin embargo, su despedida siempre había sido la misma, la decepción por saber que ahora todos eran leales a Seth a pesar de sus palabras de apoyo. En el Norte era diferente. Tenía el apoyo incondicional de Toth y Min, pero a veces dudaba de que fuera suficiente. Ahora Seth era el legítimo rey de Egipto, el trono era suyo por derecho. Maldijo a Neftis y a Anubis. Ese hijo debería haber sido suyo, y no de su hermana. Ahora él sería el heredero. Incluso había intentado convencerle de que tomara el trono, tendría su ayuda y si Anubis se hubiera decidido a hacerlo, Neftis les habría apoyado de manera incondicional. Sabía también que aquello habría sido condenarle a una muerte segura. Seth siempre le odió. 

Isis suspiró. Aquella infidelidad de sus hermanos era lo único que le había unido a ella y a Seth por algún tiempo. Recordó las confidencias que habían compartido ella y Seth durante los meses que estuvo hospedada en su palacio al principio de los reinados de ambos, después de la paz que habían pactado tras la rebelión del Sur. Todo ello quedó empañado por el último pensamiento que siempre se le venía a la cabeza cuando pensaba en aquel lugar. Su traición, su cobardía. Se llevó una mano al vientre y paseó la mirada en la oscuridad del desierto. Sería su hijo quien fuera rey, durante toda la eternidad gobernaría sobre la tierra el linaje de Isis y Osiris.   

–    Mi señora – le susurró Horus –, es hora de que nos releven. Acabo de despertar a Petet y Tetet.

–    Yo me quedaré vigilando.

–    Debéis dormir.

Isis observó su silueta en la oscuridad y sintió una de sus manos sobre su hombro. Tenía razón, al menos tenía que intentar descansar. Se dejó guiar por él al interior y con la única luz de una lámpara se introdujo entre las mantas de las que se habían levantado sus otros dos guardaespaldas. Agradeció el calor y cerró los ojos. Se arropó apretando fuerte las mantas. Siempre era la misma imagen la que veía cuando todo se quedaba oscuro. La angustia de su hermano por salir del sarcófago, la risa de Seth, el silencio de Neftis, sus propias súplicas y sus intentos por liberarle, y siempre abría los ojos en el momento en que su hermano la agarraba del cuello y la arrojaba al suelo. Ese momento en que se quedaba sin respiración y era consciente del fin de la vida de Osiris. Jamás había entendido el concepto, pero en ese momento cobró sentido esa palabra que hasta entonces sólo había sido un abstracto, irreal, algo que hasta entonces sólo había tenido nombre, una palabra que existía por el mero hecho de que la eternidad había tenido un principio. Comprendió a su vez el concepto de eternidad en la muerte. Desde el origen, el mundo había sido dual, y hasta ese momento la vida era lo único que había carecido de opuesto.   

Con los ojos abiertos buscó la luz de la lámpara. Estaba apagada, y la angustia creció aún más en ella. Desde hacía siete años no hubo un solo día que no pensara en ello, le agotaba, como los recuerdos que se habían acumulado en su corazón. Esa había sido la imagen que al regresar Seth había tenido de ella. No había sido difícil adivinarlo en su rostro reflejando el triunfo. Sus amenazas no habían significado nada para él, había visto a una mujer hundida, cansada. En ese instante sólo aumentó su deseo de vengarse de él.

Pero ahora su única salida era huir. Había sido consciente desde el momento en que la espada curva de su hermano había cortado en pedazos el cuerpo de Osiris cuando lo había traído de vuelta. Cuando creyó que su vida volvería a ser como antes, él volvió a arrebatárselo todo. No había hecho más que cruzar la frontera entre los reinos extranjeros y Egipto, y Seth ya estaba esperándola. Una nueva traición. Había pasado cinco años buscando el sarcófago y cuando por fin pudo recuperarlo de las manos de los reyes de Biblos, el príncipe que la había acompañado como escolta la entregó a Seth. Debería haberlo imaginado, pero como a veces le había ocurrido, había confiado demasiado.

Seth la había obligado a mirar mientras cortaba su cuerpo y arrojaba los catorce pedazos al río. La muerte, reconoció de nuevo, eso había significado. Ella no podía permitirse morir. Sonrió levemente al saber que había encontrado la manera de reconstituir la vida de Osiris. Entonces juró ofrecerle la inmortalidad. Con su magia, la sabiduría de Toth y los cuidados de Anubis lo habían logrado. Había identificado la vida con la muerte, no de la manera en que ella anhelaba y como se había propuesto, sino en una nueva realidad. Ese pensamiento siempre le reconfortaba, pero de nuevo se derrumbaba al saber que ese tipo de existencia jamás sería completa. Aún era pronto para saber si había sido para bien o para mal. Ahora sólo podía ver la parte negativa. Él jamás volvería con ella, nunca podrían compartir el espacio de los vivos. Al menos se sentía tranquila al saber que no había perdido su realeza, que Osiris seguiría siendo rey en Occidente, una tierra intacta a imagen de Egipto reservada para los hombres justos y los servidores que sólo él aceptara. Todos los demás desaparecerían.

Era la otra cara de venganza hacia Seth. La negación de un gobierno eterno sobre Egipto y la concepción de un hijo legítimo que vengaría a su padre. Los dos desafíos aún secretos con los que Seth no contaba. Deja que se confíe, le había dicho Horus cuando le había anunciado su intención de regresar a El Oasis. Ese era su plan. Ella siempre había sabido ver a largo plazo, su hermano nunca. Otra de las ventajas que le favorecería y que para ella era un punto clave.

Cuando pensaba en el futuro, que solía ser en contadas ocasiones, se sentía segura, orgullosa, con fuerzas, con esperanza. Buscó a tientas el brazo de Horus que se había tumbado a su lado y escuchó que giraba su cabeza hacia ella.

–    Mi hijo llevará tu nombre – le habló en un susurro –. Será el protector de Egipto y de la realeza de la misma manera que tú siempre nos has protegido a nosotros.

–    Mi reina y señora de la Tierra Negra – le contestó solemne –, es un honor el que me concedéis.

–    Mi hermano me enseñó la justicia, y quiero honrarle ofreciendo a cada hombre lo que se merece. Este es el regalo que quiero hacerte.

–    Gracias, mi señora.

Isis le correspondió apretando fuerte su brazo durante unos segundos. Ya lo tenía decidido, pero consideró que ese era el momento de darle la noticia; ahora que había decidido huir, que se había dado cuenta que era la única salida para cumplir sus planes. Se dio la vuelta entre las mantas, incómoda, con la mano en el vientre. Aún se sentía dolorida. Se acarició sobre la túnica de lino que había llevado puesta durante todo el día y despacio se llevó la mano entre sus piernas. Aún tenía cicatrices del falo de madera que le había permitido concebir a su hijo. Le dolía al andar, al sentarse, cuando cerraba las piernas. De nuevo Seth la había minusvalorado. Había creído que arrancando la semilla de su hermano y echando su miembro a los oxirrincos acabaría para siempre con su linaje. Ni siquiera eso había sido un obstáculo. Había sido mucho más doloroso, pero si aquella prueba significaba una victoria, no le importaba haber pagado con su sangre ese momento. Durante siete años ya se había acostumbrado al dolor, a la falta de higiene, al calor, al frío, a un continuo viajar. Aún así, ese modo de vida seguía molestándola, más aún tras haber disfrutado durante ese día de las comodidades del palacio de su hermano y recordando el tiempo que pasó en Biblos como nodriza del hijo pequeño de los reyes Malkart y Astarté.

Pensó en su propio palacio, en Abydos, a orillas del Nilo, el estanque que se abría al río. También en las temporadas en que pasaban en su palacio de Burisis en el Norte. Los patios llenos de árboles frutales, flores, animales y fuentes. Hacía tan sólo un mes que se había marchado de Abydos, pero no se había atrevido a poner un pie en el palacio abandonado siete años atrás. Había pasado tres meses en Abydos para enterrar a Osiris, y en ese tiempo no había visto la luz del día. Demasiado miedo como para salir a la superficie. Toth había creado para ellos un complejo subterráneo con todas las comodidades dignas de la reina de Egipto. Una sala en el lado oeste compuesta únicamente por un altar donde iban a reconstituir el cuerpo de Osiris, una gran sala central para ella con un lecho, sillas y mesas, cientos de cojines en los laterales, los muros pintados y columnas con inscripciones que protegerían aquel espacio, los mismos que cubrían por completo la sala donde descansaban todos los pedazos de Osiris dentro del sarcófago que había sido la trampa de su hermano. Ella adoraba la luz, pero durante ese tiempo tuvo que conformarse con las antorchas que cubrían los muros de la sala, y los tenues rayos del sol que le llegaban cada vez que salía al vestíbulo a recibir a Toth o a Anubis.

Su escondite se situaba al oeste de Abydos, retirado por completo de la ciudad, tras unos riscos que hacían la entrada invisible. Su única compañía durante esos meses había sido Toth, Anubis y el cuerpo sin vida de Osiris. Sin embargo, la mayoría del tiempo lo había pasado sola. Su sobrino se pasaba la mayoría de las horas vigilando los alrededores de la tumba, y cuando estaba allí, le dejaba sólo para que se dedicara a la momificación de Osiris. Toth sólo venía por las tardes para traerles todo lo que necesitaban para el día siguiente.

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