Isis

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Isis

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Al cerrar los ojos, de nuevo rememoró las palabras que Toth le había dicho antes de entrar a la sala para resucitar el cuerpo de Osiris. Sólo tres días, le insistió. Su voz había sido autoritaria, pero le aportó la seguridad que en ese momento a ella le faltaba. Y tu objetivo un hijo, el heredero que volverá a equilibrar el mundo. Ella asintió. Su hijo, lo que más necesitaba. Después de que Anubis se negó a ocupar el trono, insistiendo en ser únicamente el guardián del cuerpo de su padre, Isis tuvo que encontrar otra solución.

Se despertó todavía con las palabras de Toth en sus oídos y su mirada sobre ella que le hablaba de todo lo que un día estaba por venir, cuya responsabilidad era únicamente suya. Hubiera deseado que los ojos de Horus que la habían despertado hubieran sido los de Toth. Él hubiera sabido exactamente lo que hacer, y le hubiera aconsejado el mejor camino a seguir en ese momento. Si algo reforzaba a la luz del día era su necesidad de huir. Debía escapar cuanto antes y esperar.     

Bebió un poco de agua de la alforja que le ofreció Horus mientras se incorporaba. El sol entraba de lleno en la cueva y le deslumbró por un momento mientras se desperezaba. Con la vista puesta en el suelo de la cueva, cegada por la luz de la mañana, se acercó hasta el umbral. Con una mano sobre sus ojos observó de nuevo el palacio de Seth. Respiró hondo al recordar las grandes expectativas que había tenido el día anterior al tener esa misma imagen ante ella. Durante el mes que había durado su viaje se había mentalizado para destruir a su hermano con sus palabras, se había imaginado tomando ese palacio para ella, desterrándole a un lejano país extranjero, con el apoyo de su hermana. Había esperado que por el simple hecho de ser lo que ella era iba a conseguir que todo su palacio se arrodillara a sus pies. Ella era la reina de Egipto, sí, pero había olvidado que su hermano era el dueño de todo aquello. Abarcó el desierto inmenso con la mirada, la desolación infinita, de donde emergían esporádicamente puntos de vida de gentes sin civilizar. Todo ello era de su hermano, un territorio mucho más amplio que lo que era Egipto. Y aún así, los cuatro hermanos habían anhelado poseer el Valle. 

Desde el momento en que cruzó las enormes puertas de bronce se vio prisionera en el interior de los muros. Todos sus recuerdos volvieron a ella y comprendió que jamás le doblegaría. De todo lo que hubiera deseado sólo pronunció el juramento que en el futuro le mostraría todo lo que no le había dicho. Era suficiente un simple vistazo a su alrededor para saber que allí ella no era señora de nada, y eso fue lo que le impulsó en ese instante para regresar con sus hombres. Debían marcharse ya. Se dio la vuelta y ordenó que recogieran todo y que prepararan los camellos. Escondieron los estandartes bajo los mantos sobre los que montaban, sus soldados se vistieron con túnicas opacas que imitaban a los pueblos del desierto para ocultar sus armas, y ella únicamente se dejó puesta la túnica de dos días de viaje y se cubrió con las mismas ropas que sus hombres. En seguida, ocultos cualquier signo que delatara su realeza pusieron marcha hacia el Valle, deteniéndose lo necesario, hasta que tres días después sus pies rozaron las aguas del Nilo. Sonrió ante el frío del agua que le recorrió el cuerpo y se sumergió entera en una de las playas alejadas de los cocodrilos e hipopótamos.

Pasarían allí la noche, al resguardo de los cañaverales. En el último tramo del camino se habían apartado para evitar la población de Nubt y Gebtu en la que acababa el camino del desierto, y la única que, a pesar de pertenecer a las tierras fértiles del Nilo, Seth ejercía como señor real. Eran las únicas concesiones, cada ciudad en un margen del Nilo, que le había permitido Osiris en su reino como una manera de calmar sus ansias de poseer Egipto entero. Eso no había conseguido la paz, y ahora significaba un puente para su hermano que le permitiría descubrirla si se adentraba entre sus gentes. Habían dado a parar al norte de Gebtu, la ciudad del este, para evitar cruzar el poblado y con las primeras luces de la mañana salir hacia Khemnu. Habían necesitado acercarse a orillas del Nilo para reponer agua y provisiones, pero sería demasiado arriesgado continuar por el río. Isis miró las barcas apostadas en los embarcaderos al sur, donde comenzaba el puerto y que unían las dos ciudades a través del Nilo. Eso hubiera sido lo más rápido y lo más cómodo, un barco. No podían arriesgarse. 

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Las rutas del desierto oriental eran las más peligrosas, pero para su situación era la única opción que había podido considerar. En las primeras jornadas de camino habían visto a lo lejos partidas de su hermano. La estaban buscando y no le había sido muy difícil adivinar que habían tomado ese camino en vez de viajar por el Nilo. Eso hubiera significado su muerte en la primera mañana de viaje. Había tenido dos opciones, viajar al norte o al sur. Sin duda sólo podía dirigirse al norte. Llevaban una semana caminando y escondiéndose en el desierto, pasando frío y hambre. Sólo habían conseguido un par de antílopes a los que sus hombres habían dado caza hacía dos días. El resto tuvieron que tomarlo de sus reservas y ya estaban acabadas. Allí su magia era mucho menos efectiva que en Egipto, apenas había podido hacer emerger agua de las rocas, lo suficiente para no morirse de sed; ni tampoco había sido capaz de conservar la carne de la caza para el viaje.

Estaba tan cansada que ni siquiera podía pensar en las palabras correctas para seguir protegiendo a su hijo de las carencias que a ella y a sus guardias les eran continuas desde que abandonaron el palacio de Seth. A la mañana del décimo día, al levantarse, sintió que algo en su interior se quebraba. Sintió una oleada de pánico que le hizo gritar llamando a Horus. El huevo no debía romperse.

–  ¡No, no, no!

–  Señora, ¿qué ocurre? – pero ella seguía negándose a creer que el cascarón que protegía a su hijo en su vientre, que Toth lo creó para ser inquebrantable hasta su nacimiento, pudiera romperse sólo un mes y medio después de haber sido creado. Horus le retiró las manos de su regazo para evitar que se hiciera daño y la cogió en brazos –. Nos vamos de aquí. ¡A los camellos! – ordenó de inmediato al resto de los hombres.

Isis se aferró a su cuello rogándole que la pusiera en el suelo y que no les condujera al Valle.

–  Mi misión es protegeros, señora – le dijo firme, mientras la colocaba en la silla –. Lo haré aunque tenga de desobedecer órdenes. Nos vamos a Egipto.

Isis le miró a los ojos, desafiante. Le había contradicho, pero ella también era consciente de que no podía aguantar allí un día más. Ni siquiera podía mantenerse erguida, no tenían comida ni agua, y la vida de su hijo corría peligro. El pánico le había dejado paso a la sensatez en cuanto Horus le sostuvo la mirada antes de dar la orden de partir.

–  ¡A Egipto! – elevó ella la voz, secundando la orden del jefe de su guardia.

Suplicó en silencio que su hijo aguantara esa jornada. Había calculado cada paso desde Nubt y sabía que estarían a la altura de la ciudad de Ipu. Desde allí llegarían a la orilla del río a media tarde, pero teniendo en cuenta que debían aflojar el paso estarían allí a la caída de la noche. Debía aguantar.

Horus intentó hablar con ella en un par de ocasiones, darle ánimos, pero sólo recibió como respuesta su silencio. Su mente estaba puesta en las aguas del Nilo. Empezó a temer que hubiera calculado mal la distancia o los días, que en vez de desembocar en Ipu, fuera otra ciudad en la que irían a parar. No sabía si había predicho que saldrían allí por el deseo de que fuera así. Min gobernaba la ciudad y siempre había sido uno de los mejores amigos de su hermano Osiris. Jamás había negado de ellos, como sí había ocurrido con otros muchos gobernantes de otras ciudades. Osiris le había enseñado muchos de sus secretos y él siempre le hablaba de la deuda que tenía con su hermano por haber hecho de su provincia la más fértil de todo el país. Ella por su parte le había ofrecido como regalo aguas mágicas para que las mujeres jamás temieran por la falta de descendencia.

–  Al caer la tarde estaremos en Ipu – fue lo único que dijo en todo el día, en apenas un susurro, mirando el horizonte donde poco a poco se iba poniendo el sol.

Min y Toth eran los únicos en los que confiaba ciegamente. Hathor de Dendera había sido la primera en levantarse contra su poder. Siempre tan caprichosa, apoyando a aquél que saciara sus intereses. No le sorprendía, pero tras ella cayeron muchos de los que ahora dudaba de su lealtad. Amón de Tebas, Montu de Armant, Nejbet en El Kab y Nejen, y más al sur sus gobernantes eran demasiado débiles como para oponerse a los grandes señores, hasta llegar a Jenu. A partir de allí comenzaba el reino de Wawat y de Kush, donde su reina Tueris también había cambiado sus lealtades. Ella era la que más le había afectado. En su lejana Región de las Cataratas había oro, y su apoyo a Seth inclinaba la situación a favor de él.

Todo el sur había apoyado a Seth tras la muerte de Osiris, en torno a Nubt como su más preciada posesión y Abydos como el límite de su poder real. Más al norte se mantenían leales a ella, pero dudaba. Salvo Min y Toth, en todos los demás había comprobado su inseguridad.

Al final del día, sin haberse detenido más que un par de minutos en las horas centrales del mediodía, sonrió sin saber si lo que estaba viendo era un espejismo o era real. El gran árbol de Ipu se elevaba hasta el cielo. Habían llegado. A medida que se acercaron a la ciudad sintió como recuperaba sus fuerzas, volvía a sentir la magia en ella. Miró a Horus que caminaba a su lado y sonrió, se giró a sus guardias y les confirmó que ya estaban allí. Se detuvieron al otro lado de la puerta de la muralla del camino que daba al desierto. Isis se había puesto un manto sobre ella como sus guardias, como si fueran simples tratantes de las caravanas. Allí llegaban continuamente mercaderes y necesitaban pasar desapercibidos. Al detenerse y bajar del camello dirigió la mirada al palacio de Min.

–  Es muy peligroso ir allí – le advirtió Horus.

–  Lo sé – y de inmediato se giró al resto de sus guardias –. Id a divertiros en la ciudad, comed y bebed, buscad una cama y techo donde pasar la noche. Nos encontraremos mañana al amanecer en este mismo lugar. Horus, tú vendrás conmigo.

Isis esperó a que el resto de sus hombres se fueran para hablar. Si les necesitaba sólo necesitaba pensarlo para que acudieran a ella, pero sabía que se habían ido preocupados por dejarla. En cuanto desaparecieron no pudo evitar un gesto de dolor.

– No estáis bien – Horus le agarró de los hombros y ella se dejó sostener.

– Bajemos al río – le suplicó.

Estaba tan preocupada porque algo pudiera salir mal. Necesitaba el agua que ella misma había consagrado. Si aquello no funcionaba estaba perdida, no aguantaría hasta Khemnu. Ahora estaba sola.

Las calles estaban prácticamente vacías. Tenía calor, estaba sudando bajo la túnica y la capucha que se había puesto. El miedo y el dolor no dejaban espacio para cualquier otro pensamiento. Agarraba fuerte el brazo de Horus, no le importaba hacerle daño. Él la guió rápido, a veces casi sosteniéndola en el aire con tal de aligerar el paso. Callejearon entre las casas de adobe y las gentes que volvían a sus casas del campo. El sol había desaparecido y las sombras de las casas dejaban la ciudad en semipenumbra. Isis sólo miraba al suelo de tierra batida evitando tropezar. Le dolía la cabeza, estaba mareada, y en uno de los tirones de Horus para no caer sintió de nuevo un crujido. Gimió.

–  Ya está – le habló Horus en cuanto llegaron al camino que conducía a los cañaverales del río que se abrían a una playa.

–  Ya está – repitió ella reconociendo en aquel lugar el sitio donde su hermano y ella habían bendecido la ciudad con la fertilidad eterna –. Ya está.

Se quitó el sayo, la túnica, y desnuda se adentró en el agua con las últimas fuerzas que le quedaban. Contuvo la respiración y con los ojos cerrados aguantó bajo el agua hasta que el dolor se transformó en energía que recorrió su cuerpo sanando lo que estaba roto. Salió del agua suspirando, contenta, tranquila. Horus estaba en la orilla con una tensión contenida sosteniendo el mango de su espada enfundada. 

–  Estamos bien – le dijo.

Y sin moverse sonrió.

–  Quiero descansar. Estoy agotada.

Horus no hizo amago de moverse cuando ella se sentó a sus pies, sobre las ropas que había dejado en la orilla. Esperó a que secara la arena antes de sacudírsela con la mano y ponerse las sandalias. Esperó un rato más mirando el río correr al norte. Vio pasar una barca de papiro con dos hombres que volvían de cazar en los cañaverales del sur de la ciudad. Recordó el último viaje que hizo con su hermano, y que había acabado con la funesta invitación de Seth. Le maldijo en silencio, como hacía a diario, pero ahora sus pensamientos eran otros. Ahora primaba la felicidad que había tenido desde que se convirtió en reina de Egipto. Ese había sido su último viaje juntos, pero hubo otros muchos. Cada dos años recorrían el río creando Egipto. La construcción del mundo había comenzado varias generaciones antes de su nacimiento, y ellos debían culminarla. Ahora ya no sería posible. Aunque habían sentado las bases de la perfección, todavía no estaba completa. Y sin Osiris, quedaría así para siempre. Ellos habían encarnado el orden, y si él faltaba, las profecías serían vanas. Isis sonrió irónica, siempre pensaba en ello como una posibilidad, pero de inmediato se daba cuenta de que todo eso ya no podría ser. Maat había sido alterada y ella jamás sería capaz de regresar al orden que debería haber sido.

Toth había sido claro, no había solución.   

–  Quiero saber cómo viven las gentes – dijo de repente, mirando correr las aguas del río –. Mi hermano siempre quiso saber cómo vivían los hombres bajo las leyes que él había creado. Siempre se preguntó cómo funcionaba realmente el mundo más allá de la bonita fachada que le mostraban los funcionarios de las ciudades en nuestros viajes, y de los rituales que nos ofrecían. 

» Para nuestro siguiente viaje me pidió que transformara su rostro para poder relacionarse con los hombres sin que le reconocieran y vivir durante un tiempo como ellos vivían. Decía que sólo así podría comprobar si sus métodos eran los correctos. Decía que eso era lo justo, que él había creado las leyes, así que también él debía someterse a ellas. Yo lo haré por él.

–  Mi señora… – pero no dijo más. Sabía que dudaba, y sobre todo que no era el momento para hacer experimentos o cumplir deseos de otros.

–  Quiero saberlo todo – se adelanto. Para ella era el momento adecuado –, quiero aprender de mi hermano, incluso ahora que no le tengo, para un día enseñárselo a mi hijo. No sé si podré contar con alguien más que conmigo misma para educarle, y él debe ser rey. Un rey justo, como su padre. Horus – le llamó, y se levantó para mirarle a los ojos –, estamos partiendo al exilio. Sólo me tengo me tengo a mí.

Osiris… pensó. Le extrañaba, y cada día mucho más, más aún después de haberle devuelto a la vida. Siempre se había reído de la curiosidad de su hermano, de su implicación con el resto de las cosas, tanto la gente, como los animales, las plantas, incluso con aspectos tan abstractos como la belleza. Para Osiris todo era bonito, siempre encontraba la parte buena a las cosas. Para ella sin embargo no había nada mejor como su vida de reina, el desarrollo de sus dones, las comodidades de palacio, pues ese era su lugar, gobernando, y el de los hombres obedecer. Se había sentido poderosa, y eso era lo único que siempre se esforzó en perpetuar. Era aquello que podía perder, así que fue lo más protegió. Para ella Osiris era primordial, pero algo seguro, y ahora ya no lo tenía. Con su hijo no iba a fallar en algo tan sencillo.

Ahora veía las cosas tan diferentes. Se daba cuenta de lo mucho que le había admirado. Había sido consciente en vida, pero ahora en la muerte mucho más. Osiris… volvió a suspirar. A pesar de su afición por la bondad, en realidad se daba cuenta que era justicia. Su dulzura era respeto, el que ella no había tenido. Su curiosidad, fuerza. En esos años había cambiado por completo su visión del mundo, y lamentaba que hubiera tenido que ser de esa manera. Echó un último vistazo al Nilo, sus aguas ya oscuras, la brisa del norte, los riscos a la otra orilla recortados en el cielo anaranjado por donde se había ocultado el sol, los pájaros cantando a su alrededor, algún que otro chapoteo en la superficie. Le echaba de menos a él, pero también reconocía que extrañaba la vida como soberana. Sintió el fresco de las primeras horas de la noche, se vistió con la túnica a pesar de estar sucia, y se puso por encima el sayo marrón.

–  No te preocupes por mí esta noche – le dijo a Horus mientras se ponía la capucha. Isis cerró los ojos y adivinó de inmediato donde estaban el resto de sus guardaespaldas –. Ve con ellos, están en una de las Casas de la Cerveza de la puerta del desierto. Nos veremos allí mañana. Estaré bien.

Horus supo que no había lugar a discusión, asintió y la dejó sola. Estando en Egipto, no temía por ella. Su magia y su poder eran completos, y sabía que debía hacer como había dicho. Siempre había aprendido a retirarse cuando sus señores lo necesitaban. Isis regresó a la ciudad antes de que desapareciera del cielo cualquier resto de luz del día y se cerraran las puertas de la muralla. En los barrios bajos la gente empezaba a salir a las puertas de sus casas. Había grupos de hombres sentados sobre los peldaños de las casas jugando con tabas, pequeñas ramas y fichas, y hablando a la luz de hogueras encendidas entre círculos de piedras o recipientes de barro. Podía escuchar a las mujeres hablar en los tejados y de vez en cuando cantar alguna canción. Sonrió. A todo aquello era a lo que se refería su hermano.

Siguió caminando y callejeando por la ciudad. El silencio y la soledad se fue haciendo patente a medida que se adentraba en los barrios acomodados. Allí reconoció un poco más su antigua vida, las veladas en los patios en las noches de verano, las cenas y las fiestas. Esa noche sólo quiso adentrarse en cualquier casa al azar que le pudiera ofrecer un mínimo de comodidades. Se quedó parada un momento antes de tocar la puerta. Era una casa grande, había visto un jardín resguardado por un muro un poco más alto que la altura de un hombre. Se había subido a un árbol que había en uno de los laterales para alcanzar a ver el interior. Había visto una mujer con su hijo jugando en los pórticos con un par de animales y le pareció que ese era un buen lugar para probar lo que su hermano siempre quiso hacer.

Inmediatamente después de tocar la puerta, bajó la cabeza, se pasó una mano por la cara y pronunció las palabras en voz baja. Escuchó el sonido de la puerta y al abrir los ojos vio unos pies en el umbral. Al volver a levantar la cabeza vio a la mujer que no reconocía en ella a otra persona que una anciana. Isis comenzó a hablar pidiéndole asilo por una noche.

–  Fuera – le cortó en un tono seco y duro.

Isis contuvo su rabia por la sorpresa. Jamás nadie había osado tratarla así. Recordó que debía actuar como lo que aparentaba ser.

–  Sólo esta noche – insistió ella.

–  Fuera.

La mujer había levantado la voz y había cerrado la puerta de un golpe. Isis se quedó durante un rato mirando la puerta cerrada. Al tenerla delante, con un simple vistazo supo ver el interior de la mujer. Usert, su nombre, viuda hacía unos meses, madre de varios niños pequeños; pero orgullosa, prepotente desde niña. Podría haber intentado en otras casas, pero esa primera decepción la llevó a abandonar sus planes. Esos experimentos quizá hubieran entretenido a su hermano, pero para ella había significado una ofensa. Era consciente de que la población era mucho más cauta tras la muerte de Osiris. Detrás de la aparente continuidad estaba el miedo por el futuro inmediato. Pero en ese momento no le importó el temor de aquella gente por abrir su casa a un extraño. Ella era la reina y quiso hacérselo pagar. Se sentía a la vez decepcionada por haber fracasado en el primer intento, y aquello le dio más coraje para castigar a aquellos que habían producido en ella ese cúmulo de sentimientos.

Al darse la vuelta vio en el otro extremo de la calle, entre la arena un escorpión que corrió a esconderse entre los cestos y las cerámicas vacías a las puertas de la casa de enfrente. Caminó rápido y lo cogió en sus manos. Lo levantó hasta la altura de sus ojos y se quitó la capucha para observarlo mejor. Sus escamas y sus pinzas doradas durante el día se habían tornado de un color blanquecino a la luz de la luna. Miró arriba y abajo de la calle. No había nadie, tan solo murmullos en los tejados y los patios. Se acercó el escorpión a la boca y con un soplo de aire le hizo mucho más venenoso. Una sola picadura sería mortal. Le rozó con los labios para sentir todo lo que sintiera el escorpión y dotarle de inteligencia.

Sin pensar en las consecuencias y cegada por la ofensa de Usert se dirigió a la parte trasera de la casa y lanzó el escorpión. Sin mirar atrás caminó rápido en dirección opuesta, atravesando los estrechos callejones entre las casas de adobe de los barrios bajos, dando un rodeo para evitar pasar por el centro de la ciudad, para no tentarse a acudir al palacio de Min, y llegar a la puerta del desierto de Ipu. No quiso llamar a sus hombres, se merecían una noche de descanso. Siempre le habían sido leales, era lo único que le quedaba ahora, y se sintió en la obligación de recompensarles de esa manera. Quería hacer algo bien cuando estaba a punto de causar un gran mal. Durante el camino evitó levantar la mirada del suelo, se sentía confusa, y a medida que se alejaba de la casa comenzó a arrepentirse de lo que había hecho. Al lanzar el escorpión lo consideró justo, como una venganza hacia su hermano. Fue consciente cuando se sentó en un bordillo de una casa cerca de la muralla, mirando la puerta cerrada por la que habían llegado.

Pero en vez de arrepentirse juró que con ese gesto crearía un mundo mejor, más justo, como Osiris se merecía. Sin levantarse apretó los puños, la mandíbula y miró al cielo con rabia. El ciclo de la muerte y la vida lo había creado ella, había resucitado a su hermano y había creado vida de lo que antes había estado inerte. Llevaba la prueba con ella. Quería que su hijo gobernara un país justo. Aquello era imposible, pero le daría a su hermano el orden que en su mundo sí podría existir inalterable. Concibió en un instante lo que sería Occidente. 

Se puso en pie y se acercó a la puerta. Había guardias patrullando las murallas y en lo alto de las torres. Vio que de vez en cuando la miraban desconfiados. No le importó. Con una mano rozó la madera, con la única imagen en su mente que las ideas que iban fluyendo. Sólo los mejores serían dignos del reino de Occidente. Proyectó una imagen de lo que Egipto debería haber sido. Así sería el reino de su hermano, el culmen de lo que no habían podido concluir en vida. Todo lo que la muerte había frustrado. Pero ella estaba decidida a hacerlo posible. Ya había comenzado dando el paso más importante. Había jurado encontrar la manera en que muerte no negara la existencia. Pero ahora lo matizaba, pues sólo sería posible para aquellos que tuvieran el corazón limpio. Osiris tendría la última palabra para decidir quiénes formarían parte de su reino, pero ella pondría trabas tanto a los justos como a los injustos para que incluso de los primeros quedaran únicamente los mejores.

Toth sabía leer en los corazones, entenderlos. Todavía recordaba admirada el día que en que de pequeña le leyó el corazón y lo tradujo a palabras escritas sobre papiro. Le gustó, y le asustó. En aquel papiro estaban escritos todos sus pensamientos, todos sus sentimientos, y cada una de las acciones que había realizado ese día. Todavía le seguía asustando, a pesar de que ahora podía entenderlo, e incluso practicarlo; pero jamás sabría tanto como él. Tanto a ella como a sus hermanos les había enseñado algunas nociones básicas, pero se había guardado para él y su mujer el secreto del conocimiento más profundo.

Quería ir a verle antes de partir al exilio, quería que le diera unos últimos consejos, pero ahora su objetivo era hablarle de sus intenciones. Él debería hacer realidad sus planes. Él hacía realidad los pensamientos de la gente, y ella se aprovecharía de haber sido siempre la primera para él. La adoraba, lo sabía, y lo dejaría todo de lado con tal de ayudarla en una causa que él también consideraba como primordial. Sabía que estaría de acuerdo con ella.

Volvió al escalón y se sentó, cerró los ojos y se apoyó en una de las jambas, quería dormir, pero de nuevo era incapaz de conciliar el sueño. Pensó en Anubis y en la tumba de Osiris. Sabía que estaría cuidando de él.

Un pinchazo en su mano la sacó de su ensoñación. Se miró la palma y en un instante recordó todo lo que había sucedido unas horas atrás. Por un momento quiso correr y deshacerlo todo. Respiró hondo un par de veces, nerviosa. Ya estaba hecho. El hijo de Usert moriría en menos de una hora. El verse dueña de la vida y el poder eliminarla le hizo sentirse poderosa una vez más, pero esta vez sí que vino tras ello el arrepentimiento que se había esforzado por negar. Pensó en su hijo. En pie, dudó un momento en regresar a aquella casa y ofrecerles todos sus conocimientos. Se sentía culpable. Siempre se había esforzado por mejorar la vida de su familia y de los habitantes de su país. Ella había creado medicinas, pócimas, fórmulas. Sentía que se estaba traicionando a ella misma comportándose como su hermano Seth, y fue eso lo que le decidió a regresar. No quería que alguien inocente fuera la primera víctima en ser juzgado por Osiris. Temió sobre todo que su hermano la odiara por permitirlo.

– Disculpadme – Isis se detuvo en seco al chocar de frente con una mujer, mientras su mano le sostuvo del brazo –. Disculpadme – repitió la chica, al ver que le había manchado el vestido con la red llena de peces que llevaba en la mano –. Si puedo ayudaros en algo…acompañaros a vuestra casa…

Al levantar la mirada el rostro de la joven, de apenas unos quince años, se torno frío, sintió terror, y de inmediato cayó de rodillas a sus pies. Isis se agachó para levantarla, había cometido el error de no ocultar su identidad, y la habían reconocido. A pesar de todo esa mujer le hizo sentir bien, esa preocupación inesperada le hizo calmar toda la rabia al ser despreciada unas horas atrás. Recordó que todos los hombres no habían sido creados iguales. 

– Mi señora, yo… – no acertaba a pronunciar las palabras. No sabía qué debía decir ante la Señora de las Dos Tierras –. No sabía que erais vos, no me hubiera atrevido a tocaros… yo sólo quería…

– Tranquila – le sonrió, pero la mujer no apartaba la mirada de los pies.

Isis la observó. Sus ropas estaban viejas, su pelo trenzado a la espalda estaba húmedo y vio en una red los peces que la habían mojado. Era la esposa de algún pescador. Sabía que muchos se preparaban para pescar durante la noche. Eran los momentos más peligrosos, pero también muy útiles para aprovechar a vender todo lo que habían pescado en las tiendas durante el día. Miró al cielo, estaba amaneciendo.   

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