Isis

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Isis

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Isis se dio la vuelta y se fue a la cama. Cerró los ojos y se acomodó en el colchón mientras se arropaba con las mantas. Todo aquello le había dejado una sensación extraña, estaba cansada y quería dormir, pero a la vez la inquietud por marcharse le impedía conciliar el sueño. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos. Habían sido veinte años. Todo podía haber cambiado en su ausencia. Pensando en ello comenzó a escuchar la voz de su hijo y de Horus al otro lado de las lonas, que le llegaban en un tono tan bajo que no podía entender. Se durmió con ellas resonando en su cabeza, imaginándose de lo que estarían hablando. Al día siguiente fue su hijo el que vino a despertarla. Se incorporó de golpe, asustada, sosteniéndole con fuerza la mano con la que le había agitado suavemente para despertarla. No estaba acostumbrada a que alguien la despertara.

–  Tranquila – sonrió.

Al verle sentado en el borde de la cama se relajó. Se quedó sentada y esperó a que continuara. Si la había despertado tenía que ser algo importante, pero no sería algo malo cuando le veía tan contento.

–  ¿Qué ocurre? – le preguntó al ver que no decía nada.

–  Tienes que venir conmigo – le dijo –. Ayer ordené a Horus que dijera al resto de mis guardias que les quería ante mi tienda al mediodía. Esperaba que te levantaras antes. Tú también debes estar. He estado con Horus toda la mañana organizando nuestra partida. Voy a dar las órdenes que quiero que se cumplan hasta que lleguemos a Khemnu.  

Isis dudó un momento. Ella también quería opinar, pero si Horus lo hacía de esa manera no podría intervenir. No podía quitarle autoridad a su hijo justo en ese momento en que ella se la había otorgado por completo. Luego recordó lo que había hablado con su guardia la noche anterior. Si había estado con él, esperaba que le hubiera aconsejado lo que ella le había dicho. Si no, tendría que amoldarse a sus planes.

Miró un momento a su alrededor. Horus había dejado las lonas de la entrada atadas a los lados. El sol estaba a punto de llegar a lo más alto. Hubiera preferido levantarse mucho antes para estar con ellos y organizarlo con él.

–  Deberías haber venido antes – le reprochó Isis.

Se levantó de la cama por el otro lado donde estaba sentado Horus. Él permaneció un momento más allí observando cómo se lavaba las manos y la cara con el agua que tenía en un pequeño cuenco. Se secó con un trapo de lino que siempre dejaba al lado, lo volvió a doblar y se acercó a la bandeja donde solía tener algo de comida. Cogió un trozo de pan con un dátil. Comió en silencio con la mirada perdida en el suelo y cuando terminó se acercó a donde él estaba. Al volver a mirarle lamentó no haber ordenado que la despertaran al amanecer.

–  Aún queda un rato hasta que nos reunamos – le dijo sin levantarse –, pero quería que estuvieras preparada.

Isis le hizo un gesto con la mano para que se pusiera en pie. Ya había perdido toda la mañana.

–  Vamos fuera y cuéntame – le indicó. Quería al menos tantear lo que iba a decir –. ¿Has decidido algo?

–  Sí. No hay otra manera de viajar que por el desierto. El camino del Nilo sería muy peligroso si queremos mantenernos alejados de rumores hasta que lleguemos a Khemnu. 

Se quedaron hablando en el umbral de la tienda. Horus calló un momento y miró a su alrededor. En silencio se quedaron mirando el campo de entrenamiento y el resto de las tiendas que se extendían a su izquierda hasta los hornos de fundición.

–  Hoy desmantelaremos todo esto. Nos lo llevaremos todo, incluidas las tiendas. Tenemos espacio suficiente y puede que nos haga falta. No creo que Neith diga nada si lo dejamos aquí, pero prefiero no echarlo luego de menos.

–  No quiero llamar la atención – le dijo Isis.

–  Intentaremos que no, pero por eso mismo tenemos que estar preparados. Puede surgirnos cualquier cosa por el camino.

–  Tardaremos quince días en llegar a Khemnu – le advirtió –, eso si vamos a paso rápido, sin detenernos. Contando con carros puede que nos adelantemos en unos cuantos días. Espero. Aún así, si se rompe alguna rueda, o tenemos problemas con los animales…

–  Por eso quiero llevármelo todo. El desierto es peligroso.

–  Toth sabrá que regresamos en cuanto pongamos un pie en Egipto.

–  Sí – asintió, esbozando una sonrisa –. Lo sé, es una de las cosas que he estado hablando con Horus. Y eso nos conviene. Mandaré a dos de mis guardias por el Nilo con un mensaje para él. Que nos mande refuerzos y provisiones si las necesitamos. De esa manera podemos llegar a Khemnu en unos diez días, y si nos asegura la carretera del río en menos de una semana estaremos allí.  

Isis asintió. Era un buen plan. Toth haría todo lo posible por que fuera así. Respiró hondo imaginándoselo en esos momentos en su palacio y deseó estar ya allí.

–       Te aconsejo que mandes a Petet y Tetet – le sugirió –, siempre han cumplido bien cuando les he mandado algo similar.

–       Yo también había pensado mandarles a ellos.

–       Entonces estás de acuerdo – Isis sonrió –. Me alegro.

Horus empezó a caminar hacia su tienda, justo a la derecha de la suya. Ella le siguió a su lado, pero en vez de entrar, la bordeó hasta la parte de atrás. Sobre una estaca de madera de dos codos de alto estaba su halcón, Nubneferu. Nunca lo dejaba atado, pero jamás se le había escapado. Al verles, y cuando Horus levantó la mano voló hasta posarse en sus dedos. Le acarició un momento y se agachó con él para coger algo de comida de un cuenco que había a los pies de la estaca. Le dio un par de trozos de carne y después le acercó al pico el cuenco del agua. De cuclillas se giró hacia Isis que se había quedado parada a unos pasos detrás de él observándole.

Simplemente se quedaron mirando. Isis estaba orgullosa de que al final hubiera conseguido a alguien que le fuera completamente fiel. Había aprendido a dominarlo de la manera en que su guardia le prometió que lo haría. En los últimos cinco años le había visto cada día cuidar de él, y Nubneferu siempre se mantenía a su lado obedeciéndole.

–  Egipto no será como Sais – le advirtió Isis, sin dejar de mirarle a los ojos. Horus siempre se veía demasiado confiado, creyéndose prácticamente invencible. Quizá en Sais fuera así, más allá, no.

–  Ya lo sé.

Isis vio como de repente se puso tenso. Se levantó y se acercó a su lado, intentado no mostrarle su enfado por lo que estaba cansado de escuchar. Le ponía muy nervioso aquella insistencia de su madre, sin entender que él ya lo sabía mucho antes de que ella volviera a aparecer en su vida. 

–  Quiero que no se te olvide cuando estés fuera de este lugar, donde no puedas utilizar todo lo que Neith te ha enseñado. 

–  Eso ya me lo has repetido cientos de veces.

–  Y te lo repetiré las veces que haga falta.

–  No va a hacer falta.

Su última afirmación había sido una amenaza. Isis calló. Horus se había acercado hasta quedarse a un par de centímetros de su rostro. Isis notó cómo se introducía en ella a través de sus ojos mientras le recorrió un escalofrío que le dejó inmóvil unos segundos. Horus vio de nuevo lo único que había sentido siempre en ella. Responsabilidad. Había intentado hacerlo muchas veces sin que se diera cuenta, pero al final acababa percatándose y él dejaba de intentarlo. Siempre se había quedado en lo más superficial, en todo el deber que tenía hacia él. Pero sabía que guardaba mucho más. Quería conocer de ella todas aquellas cosas que no se atrevía a preguntarle directamente. Todavía había mucho que le intrigaba y que Neith no le había mostrado. Siempre le había dicho a su madre que no había nada que no supiera, pero era mentira. Una vez que lo había dicho y que le había insistido en ello, ya no iba a retractarse. Neith nunca le mostró todo.

–  Isis no me gusta, no es la persona que hubiera deseado tener aquí – le dijo Neith una vez –, no está hecha para vivir en Sais. Toth tenía demasiada confianza en ella. A mí me ha decepcionado. Yo ya sabía que no iba a aprovechar todo lo que le he podido ofrecer. Sólo se llevará una pequeña parte, lo suficiente. Tú has tenido la suerte de haber llegado en el momento adecuado, pero sigues sin ser un hombre de Sais.

Horus había intentado contradecirla, pero ella sólo se había reído de todos sus argumentos. Él siempre se había creído con el derecho de ser superior a los demás y cuando llegara a Egipto lo demostraría. Se sabía un con un poder superior al de su madre, casi rozando el de Neith. Ella a la vez le confesó que le había permitido acercarse un poco más a todo lo que Sais contenía. Neith le había mostrado la historia desde que se creó el mundo y también los motivos que habían llevado a tomar un rumbo en vez de otro. El único motivo era porque esa era la dirección correcta que debía llevar la existencia. Había sido clara hasta llegar al momento en que sus padres accedieron al trono. Después todo lo dejó a sus interpretaciones. Le mostraba imágenes de un momento determinado evocándole un determinado sentimiento, y así debía construirse su historia. Sabía que era la correcta porque sus guardias y su madre se lo confirmaban. Él podía ir más allá y tenía la certeza de que no se equivocaba, pero muchas de las razones siempre quedaron en el aire.

–  El mundo fue dejado a sus decisiones – fue la simple respuesta de Neith cuando le preguntó por qué no le mostraba todo como lo había hecho hasta entonces –. Yo dejé de intervenir, y nunca lo hago a no ser que me lo pidan.

–  ¿Por qué?

–  No me interesa.

–  Porque tomaron decisiones equivocadas – supuso.

–  Ellos creían que eran las correctas.

–  Pero se equivocaban. Yo a lo mejor también me equivoque.

–  Sí, es un riesgo.

–  ¿Y que ocurrirá?

–  ¿Qué es lo que ha ocurrido hasta ahora?

Neith sonrió, pero a él no le pareció algo por lo que reírse. Equivocarse implicaba sufrir. Él no deseaba eso. La idea de cometer un error siempre le remitía a la muerte de su padre. Se había quedado serio mirando los juncos que les rodeaban. Ese día habían estado pescando en los límites al norte de las marismas. Había podido intuir el cielo oscuro tras la claridad que siempre reinaba en Sais. Era la primera vez que veía un signo de oscuridad en el cielo. Neith se había dado cuenta cómo lo miraba y que de nuevo pensaba en el día que tuviera que regresar, entonces con la certeza de que lo haría solo.

Al mirar los ojos de su madre había recordado todo eso que habían hablado Neith y él cuando tenía doce años a los pocos días de ser consciente de que quizá tuviera que regresar solo a Egipto con la única compañía de sus guardias. Después entendió que un error podía significar mucho más. Todo lo que Isis y Osiris habían creado a partir del error de sus padres por concebirlos era una prueba de que no siempre era algo malo. Y tras la muerte de su padre, todo lo que Isis había planeado para él era la muestra de que se podía solucionar. Pero él prefería no tener que arrepentirse o enmendar cualquier equivocación. Prefería hacer las cosas bien y alcanzar la perfección en la que debería haber culminado el mundo si Seth no lo hubiera impedido. Su madre intentó convencerle de que eso ya no sería posible, pero aún tenía la esperanza de poder conseguirlo. En vez de tu madre o tú debería haber estado Seth aquí conmigo, le había repetido Neith en más de una ocasión. Él no contestaba, le molestaba que le dijera con ello que él no era digno de todo lo que estaba aprendiendo.

Pero ya no tenía sentido seguir pensando ello. Ahora ya se marchaban. Horus se apartó unos pasos de Isis y echó a volar a Nubneferu. Ambos le miraron un instante antes de volver a quedarse parados, uno enfrente del otro, durante un rato más. Odiaba que su madre le tratara todavía como un niño, más aún esa mañana. Muchas veces se enfadaba cuando le repetía sus consejos por enésima vez. A veces la admiraba al pensar en todo lo que había logrado en el pasado, también por todo lo que le enseñaba y que le demostraba la gran reina que fue, pero en ocasiones como aquella le resultaba alguien demasiado simple como para regir Egipto o como para dejarse aconsejar por ella.

Fue la primera vez que leyó en su corazón. Isis no dejó de mirarle a los ojos sin saber cómo resistirse a ese frío que cada vez era más intenso. Sabía que se lo estaba produciendo él, pero no entendía por qué. No podía pensar y volvió a sentirse tan confusa como antes. Sólo le sentía indagar en ella. Se sintió igual que cuando Neith lo hacía y le quitaba por completo su voluntad.

Horus había sentido cuánto les odiaba Seth, y sus intenciones. Como de él, también quería entender los deseos más íntimos de su madre. Si iba a luchar por ella debía conocer en qué se basaban las razones de su venganza. A través de sus ojos buscó algún motivo más de lo que ya sabía. Había muchas que conocía: recuperar lo que era suyo, perpetuar todo lo que había creado junto a Osiris, mantener alejado el caos del Nilo. Pero detrás de ello también encontró odio. Parpadeó un par de veces, bajó la mirada y volvió la cabeza hacia un lado. No quiso seguir. Había mucho más, pero no quiso seguir. Horus sabía que su madre tenía la capacidad de leer en los corazones, igual que Neith le había enseñado cómo hacerlo. Al principio no sintió remordimientos pensando que algún día ella también lo haría con él, pero de inmediato se sintió culpable. Neith siempre había respetado los corazones de la gente a la hora de mostrarle el pasado desde que sus padres tomaron el trono, salvo cuando lo hizo la última vez con Seth. Eso había sido una obligación para prepararle. Una vez le dijo que eso era lo único que podía hacer para demostrar el respeto por lo que sucedía más allá de ella.

Isis notó cómo de repente el frío desapareció de su cuerpo. Entendió lo que había hecho y se sintió decepcionada, descubierta. No quería que su hijo hubiera visto sus debilidades. Sabía que no había llegado hasta el final. Respiró hondo, y le acarició el brazo con una mano. Notó como sus músculos se tensaban, pero al mirarla de nuevo ambos asintieron. No iba a tenérselo en cuenta.

Tardaron dos días en disponerlo todo antes de partir. Desde que se levantó Horus esperaba ver aparecer a Neith en cualquier momento. No dejaba de mirar hacia el este donde a lo lejos comenzaban los papiros y las marismas. No apareció. Isis pensó que sería mejor así, pero en el fondo también esperaba que se acercara a despedirles. Horus no dejó de echarla de menos en los cinco años en que volvió a tener a su madre con él.

–  Vámonos – le dijo Isis, al ver que retrasaba su salida preparando su carro.

Horus estaba arrodillado asegurando el cuero de la base del carro, los ejes y las ruedas. Al escucharla, asintió y se levantó de inmediato. No tenía sentido seguir esperando. Miró un momento a su alrededor comprobando que no se olvidaba nada, y al final se quedó con los ojos fijos en los de su halcón, colocado sobre la parte delantera del carro. Al menos se llevaba algo de allí, una de las cosas más importantes que tenía, junto a la corona que llevaba en su caja en la parte delantera. Él montó primero e Isis detrás de él. En ese momento Nubneferu echó a volar y no volvió a él hasta el momento en que cruzaron la frontera.

El resto de sus guardias tenían un carro para cada uno, con las provisiones repartidas entre los siete. Marcharon detrás hacia el oeste para bordear el montículo que les separaba del resto de la llanura de los desiertos de Neith. Horus continuó mirando atrás hasta que ya llevaban casi una hora de viaje hacia el sur. Isis sólo miraba al frente. Quería estar pendiente del momento en que entraran en Egipto.

–       Nada más cruzar haremos lo que os he dicho – anunció Horus al resto de sus guardias cuando Isis le agarró del brazo diciéndole que estaban a punto de llegar –. Petet y Tetet, iréis a Khemnu, y nosotros levantaremos el campamento justo al otro lado. Si sucediera cualquier imprevisto, regresamos a Sais.

Todos asintieron y volvieron a ponerse en marcha. Isis miró al cielo, con ese brillo blanquecino y el sol que ni siquiera en el desierto daba calor. Incluso a eso se había acostumbrado. Pero no lo echaría de menos. Estaba deseando volver cuanto antes, tenía demasiadas cosas pendientes al otro lado. No entendió cómo hubo un tiempo en que pensó abandonarlo todo. Ahora le parecía inconcebible. Miró a Horus de reojo sujetando las riendas con fuerza, mirando al frente, y recordó el momento en que creyó que ya no lo tendría más. Se perdonó el haber considerado no regresar jamás, porque si no le acompañaba él no lo iba a hacer con nadie más.

II. Khemnu

Doce

 

 

 

Isis supo de inmediato el momento que separó Sais de Egipto. Miró contenta a su alrededor y respiró hondo. No le sucedió como la última vez, ahora quería sentir ese momento. El paisaje a su alrededor era el mismo, una llanura de arena y rocas, pero a lo lejos ya se distinguían los riscos al oeste que al otro lado encajonaban el Nilo a lo largo de todo el país. Cerró los ojos un momento al sentir sobre ella el calor del sol.

–  Ya estamos – le susurró Horus.

–  Sí.

–  Es extraño. 

Isis le miró y él se volvió también deteniendo poco a poco el carro. Vio sorpresa en sus ojos y ella no pudo evitar reír. Horus sonrió también.

–  Es cierto – le confirmó –. Llevaba toda mi vida imaginándomelo. Es diferente. 

Isis sabía perfectamente a lo que se refería. Se lo había explicado muchas veces por su propia experiencia, y queriendo advertirle para que no se sorprendiera. Esa sensación de vacío que le había dejado a ella también. La última vez cuando había vuelto para dar a luz se había desesperado, ahora lo había ansiado. El vacío pronto se llenó con la magia de la que había carecido todo ese tiempo y volvió a sentirse como antes.  

–  Espero no volver nunca – susurró Isis, borrando de ella toda sonrisa y mirando atrás de reojo. Pensar ahora en Neith y Sais le intimidó como al principio, a medida que todos sus recuerdos y el peso de ellos volvían a ser también como antes.

–  Entonces habrá que ganar.

Isis asintió, intentando contener todos los sentimientos que la desbordaban. En un primer momento pensó que eso ya no le ocurriría, pero le sucedió igual que la última vez. Se había puesto de repente muy nerviosa y la sonrisa confiada de Horus sólo le había hecho sentirse peor. Su afirmación le evocó por qué estaban allí y todo lo que estaba por llegar. El carro estaba parado, sus guardias se habían detenido detrás de ellos, menos Horus que se había puesto a su altura. Isis pensó en Toth y quiso estar ya con él. Quería terminar con aquello y aún no habían empezado. De nuevo pensó en Osiris. Hacía mucho que no lo hacía de aquella manera, sufriendo. Por él estaban así. Bajó de inmediato del carro y dándoles la espalda se quedó mirando a lo lejos donde intuía que comenzaban los campos de Egipto. Respiró hondo, sintiendo el aire caliente rodeándola. Había olvidado que vivir en Egipto también implicaría convivir con todo lo que allí había sucedido. Sais le evitó todo ello, y lo agradeció en un momento que recordar era demasiado doloroso. Allí era ella misma y así debía ser. Con su magia y con su pasado, y pudiendo pensar con claridad. Al final acabó sonriendo de nuevo. Se acostumbraría de nuevo a su mundo.

Se dio la vuelta cuando escuchó carros moverse y la voz de su hijo dando órdenes. Tetet y Petet salieron de inmediato hacia el sur sin detenerse, y los demás ya habían desmontado y comenzado a prepararlo todo para esperar a recibir la respuesta de Toth. Isis se quedó sentada a la sombra de uno de los carros, observando cómo los demás levantaban las tiendas. Dos, una para ella y su hijo y otra para el resto de sus guardias.

En todo ese tiempo no pudo dejar de pensar en el momento en que Toth les recibiera, pero también en su hermano, Seth. Miraba a su hijo y sabía que pronto tendría que enfrentarse a él en campo abierto. Esperaba que Toth hubiera reunido también un ejército. Al cabo de un rato de estar allí se le había levantado dolor de cabeza por el calor. Había mandado que le trajeran agua y uno de los abanicos de plumas que había fabricado cuando estaban en Sais. No hacer nada la agotaba aún más. Tantos recuerdos en los que no podía dejar de pensar y tantas responsabilidades. Todo parecía más sencillo en Sais.

Al final de la tarde, las tiendas estuvieron listas. Horus se acercó para decírselo a pesar de que veía y escuchaba todo lo que estaban haciendo a unos metros de ella. Agarró su mano que le había ofrecido su hijo y se levantó. Se sujetó a su brazo y caminaron hasta el interior de la tienda. Horus había dejado a Mestet y Mestetet cuidando la entrada, y había ordenado que se fueran reemplazando para hacer guardias día y noche. Sabía que a partir de ahora deberían tomar muchas precauciones. Horus fue a cerrar las cortinas pero Isis le detuvo.

–  Déjalas así – le pidió –. Echo de menos un atardecer. 

Horus asintió y fue a sentarse sobre una alfombra de piel y unos cojines. Habían decidido conformarse con lo mínimo, en caso de que tuvieran que retirarse de inmediato.

Tras un silencio, después de beber un poco de agua, Horus miró a través de las cortinas que su madre le había hecho dejar abiertas. Un tono anaranjado lo envolvía todo y el calor asfixiante del día se fue convirtiendo poco a poco en una brisa suave.

–  Ahora todos los días acabarán así – susurró Horus sin dejar de mirar más allá del umbral.

Isis no contestó. Le miró pero no dijo nada. Dejó que el silencio volviera a inundarlo todo y también sus pensamientos. Estaba bien así. Así es como siempre había querido estar.

–  ¿Vamos a dormir ya? – le dijo Horus en cuanto se percató de que ya era de noche.

Isis tuvo miedo de cerrar los ojos. Recordó de nuevo que estaba en Egipto. No quería que sus sueños volvieran a ella como antes. Era una de las cosas que más temía desde que murió Osiris. Horus supo al instante lo que estaba pensando. Ella misma se había delatado al mirarle con temor, pero no pudo evitar confirmarlo leyendo sus pensamientos rápidamente. De aquella manera sabía hacerlo sin que ella se diera cuenta.   

–  Soñarás – le dijo, intentando darle ánimos. Pensó que los necesitaba –, pero quizá ahora con otras cosas.

–  Te dije que no me gusta que hagas eso – le recriminó, adivinando lo que había hecho por aquella respuesta tan exacta.

–  No volveré a hacer lo de la otra vez – le prometió, pidiéndole a la vez perdón con esas palabras.

Isis respiró hondo y esta vez fue ella quien leyó en su corazón. Aprovechó que estaba mirándole a los ojos.

–  No temas la noche ni la oscuridad – le habló con reproche –, es algo hermoso, que existe gracias a mí y a mis hermanos. 

Y se levantó para coger un par de sábanas que habían dejado en una esquina. Al volver con él le ofreció una y ella se quedó con otra. Horus se había quedado mirándola con una media sonrisa. Le había devuelto su intromisión de la misma manera. Pero estaba tranquilo porque esta vez no le había sentado mal. Todo lo contrario. Era cierto que la primera sensación que tuvo al desaparecer la luz del sol había sido miedo. Había visto la noche muchas veces cuando vio Egipto gracias a Neith, pero estar allí era muy diferente. La explicación de su madre le gustó y le hizo reír mientras se arropaba. Isis contuvo una sonrisa dándose la vuelta para que no le viera hasta que Horus sopló la vela. Le gustaba cuando le sorprendía con alguna de sus osadías pero pensando en su bien.

Al día siguiente no salieron de su tienda, soportando allí las horas más calurosas del desierto. Isis no dejó de abanicarse en todo el día tumbada sobre los cojines, con su abanico en una mano y una copa de agua en otra. Ni siquiera tenía hambre. Horus se había negado a aceptar uno de los abanicos, y aguantaba a su lado sudando y lavándose la cara de vez en cuando. Sus guardias estaban con ellos, sentados en unas sillas junto a la salida. A Tefen y Befen les habían mandado ir a otear los alrededores esa mañana, y a Mestet y Mestetet por la tarde. No vieron nada extraño. Horus, su guardia, se quedó siempre con ellos, intentando distraerse con Isis jugando al senet o cualquier otra cosa. Su hijo lo único que hizo fue reprocharles que no era el momento para jugar. 

Isis le miraba y le ignoraba. Ella no encontraba otra manera mejor para pasar el tiempo. Sabía que estaba muy nervioso y que tardaría semanas en acostumbrarse a Egipto. No podía hablarle porque se enfadaba por el simple hecho de escucharla hablar, cualquier cosa que hacían la criticaba, pero tampoco quería que estuviera solo por si ocurría cualquier cosa. Pasaron tres días más hasta que en una de sus exploraciones de la tarde Mestet y Mestetet regresaron antes de lo normal avisándoles de que sus otros dos guardias estaban de regreso junto a una fuerza de cincuenta hombres con carros y camellos, que portaban los estandartes de Khemnu, las banderas con un ibis. Horus se levantó de inmediato del suelo y ordenó que le acompañaran a recibirles.

–  No – se negó Isis, poniéndose también en pie –, es mejor que esperemos aquí.

–  Voy a ir – le dijo tajante.

–  Es peligroso que vayas por el desierto protegido con sólo dos hombres.

–  ¿Y qué dirán entonces de mí? – le gritó. No iba a permitir que la primera imagen de él fuera la de un rey que no tenía ni siquiera el valor de caminar unas horas por el desierto.

Isis bajó la mirada y asintió. En esas ocasiones sabía que no podía hacer nada.

–  ¿A cuánta distancia están? – le preguntó Isis a sus guardias.

–  Dos horas – le contestó Mestet –. Llegarán al anochecer.

–  Madre – le ordenó Horus –, sácame algo de ropa limpia, y Horus, prepárame el carro. Nos vamos ya. 

Isis fue a buscar un faldellín y una túnica de la otra tienda. No tenían ni joyas ni perfumes. Neith nunca se los había dado. Esperaba que con la ropa fuera suficiente para dar la imagen que pretendía ante los que debían servirles. Ella misma todavía llevaba lo que había utilizado durante todos esos años en Sais. Una simple túnica de lana como la que usaba Neith. Ella había regalado ropa a Horus y a sus guardias, a Isis nunca. Buscó una de las túnicas de su hijo para ella y una cuerda con la que ceñírsela a la cintura para arreglarse en el tiempo que tardaran en regresar.

–  Vísteme – le dijo Horus en cuanto regresó.

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