Isis

Isis


Isis

Página 14 de 34

Su voz era áspera. Ni siquiera la miró al entrar. Aunque no quería decir nada, le molestaba esa actitud constante en los días que llevaban allí. Ya se había lavado y estaba de espaldas a ella secándose con un trapo de lana. Dejó la ropa a un lado y fue vistiéndole poco a poco. Primero el faldellín de lino, cruzado en la parte delantera y ajustándoselo con un imperdible en el lado derecho. Encima le puso un cinturón de cuero.

–  Espero que no trates así a los enviados de Toth – le dijo, mirándole de reojo mientras le abrochaba la hebilla de bronce con su nombre.

–  Les trataré como crea conveniente – y sin darle tiempo a contestar le señaló el cofre de alabastro que habían dejado en la parte trasera oculto entre las lonas de la tienda y unas pieles –. Ponme la corona.

Antes de ello le vistió con la túnica, que terminó él de abrocharse con un nudo a la altura del pecho. Isis le puso la corona y se quedó un rato mirándole a los ojos. Horus no le apartó la mirada. Isis se había resistido a reprocharle nada, pero temía que con los enviados de Toth mostrara esa misma actitud. No lo podía permitir. Ante la vanidad y el orgullo que Horus le demostraba sintió rabia e impotencia al ver que ya no podía controlar de primera mano cada situación. 

–  No hagas que prefieran a Seth en vez de a ti – le susurró –. Empieza ahora mismo a comportarte como se espera de ti.

No pensó lo que decía, hubiera preferido no compararle con su hermano. Se arrepintió en cuanto lo dijo, pero no se retractó. Ante la mención de Seth, Horus respiró hondo, y negó en silencio, reprochándole que se hubiera atrevido a eso.

–  ¿Y tú a quien prefieres?

Su pregunta había sido retórica, se dio la vuelta y se marchó sin detenerse. Isis no se movió. Había entendido que no quería que le dijera una palabra más. Desde el interior escuchó cómo se marchaba con los carros. Esperó hasta que no oyó nada para moverse, y vio que Horus, su guardia, estaba en la puerta. La miraba condescendiente. Isis intentó sonreírle, pero al instante volvió a mirar al suelo donde había dejado la túnica con la que se iba a vestir. Lamentaba empezar enfadada con él.

–  Mi señora – le habló Horus –, ¿os dejo sola?

–  ¿Mi hijo era así cuando estaba contigo?

–  No.

–  Tú cumples sus órdenes sin enfrentarte a él – entendió –. A veces no sé cómo hacerlo. Quiero consentirle pero no voy a permitir que me considere uno de sus súbditos. A mí no me da órdenes.

Isis intentó justificarse ante él. Horus simplemente la escuchaba. Se quedó en silencio pensando en la situación. No estaba acostumbrada a sumirse ante nadie. Salvo a Neith, recordó ofendida, y a veces veía en ella a su hijo. Esa manera de mandarla y de mostrar sus órdenes como incuestionables. Pero él también había aceptado, cuando Neith le devolvió la corona, que respetaría las leyes de Egipto. Ella misma también había respetado los consejos de quien consideraba mucho mejor que ella. Toth, Seshat, Maat. Incluso de aquellos que tenían cualquier sugerencia.    

–  Con Osiris era todo más fácil – suspiró.

Sabía que ya no era la reina. Ahora era la madre del rey. Y era una de las cosas que no quería aceptar. Ella quería seguir gobernando como antes. Miró de nuevo a Horus y vio que aún esperaba junto a la puerta. 

–  Estaré al otro lado por si necesitáis algo.

Isis asintió. Se entretuvo lavándose, vistiéndose y peinándose hasta que Horus le avisó de que su hijo y el resto de su séquito estaban a punto de llegar. Verle acercarse al frente de la comitiva le hizo olvidar por completo su discusión y sus preocupaciones. Aquello era una pequeña muestra de todo lo que estaba por llegar. Esperó a los pies de su tienda hasta que Horus detuvo el carro a unos metros de ella.

–  Tenemos las rutas del Nilo aseguradas – le sonrió con orgullo.

Era casi de noche. La luz del atardecer ensombrecía su rostro, pero vio que estaba feliz. Desmontó del carro, llevaba a Nubneferu sobre su hombro. Isis lo miró un momento antes de sostenerle las manos. Habían sido muy rápidos. Habían tardado tres días en recibir una respuesta. No se detuvo mucho con su hijo, asintió, e hizo que se diera la vuelta sosteniéndole de una mano. Con él a su lado se dirigió al resto de los que aguardaban enfrente de ellos.

–  Sed bienvenidos – dijo en voz alta.

–  Señora de las Dos Tierras – escuchó de un hombre que estaba sobre su carro al lado del de su hijo. Le sorprendió su intervención, al principio no reconoció su voz, pero al mirarle, distinguió entre las sombras al jefe de la guardia de palacio de Toth, Nuhef –. Sed bienvenida también vos a las regiones del Norte, tierras que han sido vuestras y ahora de vuestro hijo, y por las que lucharemos en el nombre del rey Horus.

–  Ellos ya me han jurado – le susurró Horus a su madre. Isis asintió levemente –. Sabía que era lo mejor salir a recibirles. Y les he tratado como se merecen.

Isis estaba orgullosa porque Toth hubiera mantenido el Norte leal a ella. Le había preocupado la mención de una posible guerra. Sabía que la situación era muy inestable. 

–  Nuhef, hoy cenarás con nosotros. A los demás siento no tener nada más que ofrecerles que un desierto sobre el que levantar sus tiendas. Mañana por la mañana saldremos hacia Khemnu. Yo misma me encargaré de que recibáis una recompensa por vuestra lealtad.      

De inmediato escuchó el sonido de las espadas sobre los escudos en señal de su reconocimiento. Cuando el sonido cesó, cada uno se organizó en aquella explanada de roca y arena. Isis se acercó con Horus a Nuhef y dio un saludo más cercano.

–  Me alegra que Toth haya organizado esta partida tan rápido.

Le comentó, aún sorprendida, de que hubieran llegado desde Khemnu en tan poco tiempo.

–  En cuanto recibimos a vuestros mensajeros no dudó en mandaros ayuda. Os traemos también comida, agua y bebida. Supuso que os haría falta – Nuhef se dio la vuelta buscando a alguien –. ¡Asuit! – grito, y de inmediato el jefe de las cocinas de Khemnu estaba con ellos. Isis también le conocía muy bien de haberle servido muchas veces la comida en el palacio de Toth –. Lleva una buena cena a la tienda del rey y su madre.

Asuit asintió primero a él, y después se inclinó ante Isis y Horus. Isis miraba a su alrededor, sombras que se movían de un lado para otro, las antorchas que comenzaban a encender y que le permitían ver cómo se iban levantando sus tiendas. Todo ello y encontrarse con rostros que ya conocía le hizo sentir todo un poco más real. Hasta entonces, y más aún en Sais, todos sus propósitos le habían resultado una simple quimera.

Nuhef ordenó a uno de sus acompañantes que se ocupara de sus carros y sus caballos. Él encabezaba la comitiva, pero aunque la oscuridad le impidió distinguir al resto, sabía que Toth había mandado a sus hombres más fieles. Estaba muy tranquila, pero por otra parte, cuando entraron en la tienda acompañados de Nuhef se inquietó. Él le contaría la verdadera situación de Egipto. Por eso había querido cenar con él. 

Se sentaron los tres en el suelo sobre la alfombra y recostados en los cojines. Uno de los otros encargados les había traído cerveza y mientras preparaban la cena, Isis comenzó a preguntarle. La eludió disculpándose que no tenía autoridad para responderle. Les sirvieron frutas, pescado y carne seca, queso, pasteles y pan. Aún así Isis lo agradeció profundamente, y al mirar a Horus supo que también estaba contento, y aunque en ese momento había cosas que le preocupaban más, ese detalle sólo le confirmó la devoción que aún le guardaban tras veinte años de ausencia y la confianza por un rey que aún no conocían.

–  Toth quiere ser el que os informe de todo – le dijo al final –. Me ha ordenado deciros que vos y vuestro hijo regresaréis conmigo y con diez de mis hombres por barco a Khemnu. No habrá peligro. El resto se ocuparán de vuestros carros y continuarán por carretera. Llegarán más tarde, hemos forzado mucho a los animales al venir aquí sin descansar apenas nada. Toth insistió en que quería teneros en su palacio en menos de una semana. 

Isis no insistió en sus preguntas, pero acabó siendo una cena incómoda. Después de aquello ya no tenía nada más que decirle. Sin haber terminado, Nuhef se retiró con la excusa de tener que supervisar que el campamento hubiera quedado bien. Horus se había mantenido un poco ausente de la conversación. Había llevado consigo a su halcón y se había entretenido dándole de comer también a él.

–  Se le notaba preocupado – dijo Isis de repente cuando el jefe de la guardia de Toth se hubo marchado –. La situación es mucho más grave de lo que pensaba.

Horus levantó la cabeza para mirarla. La observó un momento mientras pensaba. Isis estaba recostada de lado, apoyando su cabeza sobre su mano. Tenía el pelo recogido en una trenza a su espalda, y sus ojos verdes resplandecían con un brillo dorado por la luz anaranjada de las velas. Le había resultado extraño verla con una de sus túnicas, pero reconoció que estaba guapa. Por primera vez pensó que en el futuro necesitaría a una reina que le ayudara a regir las Dos Tierras. Pensó en las opciones y no encontró ninguna. Debía buscar una buena alianza para mantener la paz después de la conquista del Sur. A la vez se arrepintió de haberla ofendido en más de una ocasión. Horus se quitó la corona y la dejó a un lado. Se dio cuenta que estaba regresando a un mundo que ya había sido modelado por otros en el pasado y que era a su juego al que tenía que adaptarse. No podía permitir una división entre los dos. Ella tenía todos los apoyos indispensables que necesitaban. Si le guardaban lealtad a él, primero era por ella, pero a la vez tenía que demostrar su propia valía. Comprendió de nuevo por qué su madre había insistido tanto. Tenía razón.

–  Toda mi vida me he preparado para encontrarme con una situación difícil – le contestó.

En ese instante Isis levantó la mirada a sus ojos.

–  Pues mentalízate para una guerra.

–  Ya lo he hecho – le confirmó –, más aún cuando Neith me mostró el corazón de Seth.

–  Nunca he vivido ninguna – le confesó, pensando aún en la guerra –. Cuando mi hermano y Hathor se rebelaron contra nosotros conseguimos un acuerdo antes de llegar a enfrentarnos en una batalla. Estaba todo listo, pero aceptamos las condiciones. Teníamos más miedo nosotros que ellos, y Seth sólo pidió mantener Nubt y Gebtu en Egipto. Osiris nunca quiso luchar y el pacto le resultó aceptable. Toth quiso castigarle, le condenó al desierto, pero Osiris aceptó que se quedara con las dos ciudades en el Valle. Y Hathor siguió gobernando en Dendera por petición de su padre.

Isis volvió a quedarse en silencio, recordando aquellos años. Se calló cuando vinieron a ella todas las consecuencias del acuerdo. Su estancia en El Oasis y la traición de Osiris. Horus confirmó que incluso en ese momento en que su madre le hablaba de guerra, sostenía la posibilidad de alcanzar algún pacto. Para ella sería difícil enfrentarse a su hermano, pero para él no. Después de todo no entendía como aún consideraba como posible un acuerdo de paz antes de la guerra. Cuando había podido ver todo el odio que ambos acumulaban.

–  Esta vez no será como aquella – le predijo –. Yo lucharé.

–  No me vale que luches, quiero que ganes.

–  Ganaré.

Isis asintió, todavía recordando los primeros años de su reinado. Ahora eran los primeros para su hijo y habían empezado de la misma manera. Sólo que esta vez se jugaban mucho más. Recordó lo que le dijo Neith, que era contra Seth con quien luchaba. Si en un instante había recordado que hubo una vez en que sintió afecto por él, supo que desde hacía mucho la quería muerta a ella y a su hijo. Isis había jurado destruirle en su propio palacio. Cumpliría esa promesa.

–  Estoy cansada – le dijo a Horus.

Él asintió y se puso en pie.

–  Voy a despedirme de Nuhef, no hemos hablado de lo que haremos mañana exactamente. Vuelvo en seguida.

Isis asintió y se tumbó sobre los cojines mirando el techo de la tienda para esperarle. En dos días estaría de nuevo en Khemnu. A ella le esperaba mucho más que una guerra. Toth tenía que enseñarle muchas cosas en las que había estado trabajando todos esos años. Le había prometido que a su vuelta le enseñaría lo que tenía preparado para hacer realidad el Reino de Occidente. Estaba impaciente porque le juró que le ofrecería mucho más de lo que ella imaginaba, y sabía que siempre superaba con creces sus expectativas. Si todo fallaba no estaba dispuesta a dejarse matar por Seth y que olvidaran su nombre; aún si lo hacía, quería tener una esperanza allí, junto a Osiris, permanecería siempre viva a su lado. Seth no sabía nada de todo aquello. Siempre tan simple, subestimándola.

Isis se quedó dormida sin darse cuenta de cuándo Horus regresó a la tienda. Sus pensamientos se prolongaron en un sueño tranquilo, como los que había tenido en los últimos días. Soñó que volvía a encontrarse con él en la tumba subterránea de Abydos en la que había pasado setenta días con Toth y Anubis, en los que le momificaron y le resucitaron. Soñó con los tres días que pasó con él. Toth la despidió con su mirada determinante y advirtiéndole que el objetivo de estar con él era concebir el hijo legítimo que uniría las Dos Tierras. Toth cerró la puerta y ella se quedó observando por un tiempo indefinido el cuerpo de Osiris momificado sobre una mesa de alabastro que sus patas terminaban en garras de león doradas y en el extremo de los pies estaba forjada una cola del mismo animal toda ella de oro que se levantaba hasta la altura de sus ojos.

La sala estaba iluminada por cuatro antorchas, una en cada esquina orientada a los cuatro puntos del universo. El resto de las paredes estaban cubiertas de imágenes y palabras sagradas de protección. La del oeste era la más importante. Allí estaba tallada una falsa puerta en la roca, también conjuros que en su día harían accesible a Osiris el paso a ese otro mundo. Pero lo primero ahora era devolverle a la vida. Era lo que más anhelaba. Se acercó a él y le quitó con cuidado los vendajes de la cara. Le miró un momento y continuó con el resto del cuerpo. Isis contuvo las lágrimas al verle todas las cicatrices que delataba el lugar por el que Seth le había pasado su espada y que Anubis había cosido con todo su cuidado. Habían dejado su interior vacío salvo el corazón. Eso era lo único que necesitaría para vivir. El resto de sus órganos ahora descansaban momificados en cuatro vasos a los pies de la mesa. En Occidente no los necesitaría, y en vez de eso ella misma le fabricó unos nuevos hechos de lino empapados en miel e incienso que no envejecieran jamás. Alrededor de la mesa, en el suelo, estaban también todas las cosas que habían sido suyas y que Isis le había traído para que siempre las tuviera con él cuando despertara. Comida, bebida, vestidos, sandalias, perfumes, maquillaje, joyas, y también algunas de ella para que la recordara. Además, Anubis le había traído flores y Toth algunos papiros y tinta. Aún podía oler en el incienso el aroma del loto que cubría la mesa donde estaba.

Isis observó su cuerpo y lo deseó cómo antes. Puso una mano sobre su corazón que no latía y no pudo evitar llorar por el dolor de haberlo perdido. Respiró hondo y se quitó su vestido, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se subió de rodillas a la mesa junto a él. Seth había echado su miembro a los oxirrincos para eliminar cualquier amenaza de un hijo legítimo, pero ella le había fabricado uno nuevo de madera y lo había cubierto de magia. Eso no hizo que no doliera. Se apoyó en sus hombros al colocarse sobre él y en el momento en que lo sintió en ella cerró los ojos. Isis contuvo un gesto de dolor. A pesar de su magia y de los aceites con los que lo había cubierto, la madera rasgó su piel dentro de ella. Se inclinó sobre él hasta tumbarse sobre su pecho. Continuó porque era su deber tener un heredero. Le sostuvo su cara entre sus manos y susurró palabras junto a su boca. Isis hizo que respirara su aliento para transmitirle de nuevo la vida y supiera que era ella la que siempre había estado a su lado, su hermana, la misma a la que había amado en la tierra. Y en ese momento volvió a escuchar su corazón. Se incorporó unos centímetros para mirar a Osiris a la cara. Le sentía vivo.

Primero sonrió y después abrió los ojos. Isis, le susurró, estás conmigo. Ella le besó, le abrazó mientras él se sentaba en la mesa sosteniéndola fuerte encima de ella. Pero no llores, le decía sonriendo. Pero ella no podía decir ni hacer nada más que seguir queriéndole. El dolor ya no le importaba, de hecho, ya sólo sentía placer. Cuando terminaron no quiso separarse de él. Durante tres días no se separó de su lado. Lo había echado tanto de menos, y la idea de abandonarle le hacía quererle aún más. Antes de irse, ella volvió a cubrir sus heridas con las vendas, aún no estaban completamente curadas y Osiris le había dicho que le dolían. Intentó que su magia le calmara algo el dolor. Él le había dicho en el último momento, cuando Toth abrió la puerta, que no se fuera. Ella había sonreído, se había marchado agarrando la mano que Toth le ofreció y se había refugiado en su abrazo. Pero en el sueño, ella se quedaba. Al abrir los ojos aún le quedaba esa sensación de sentirle junto a ella, su olor a mirra, el lino impregnado de resinas e incienso, su voz que a veces creía haber olvidado. Isis miró a su alrededor y vio Horus todavía dormido. Su hijo tuvo razón en que ahora sus sueños serían diferentes. Ya no le hacían daño. Podía descansar.

T

r

e

c

e

 

 

 

Se vistieron con la misma ropa que habían llevado la noche anterior. Nada más amanecer abandonaron el campamento, Isis y Horus en un carro, Nuhef en otro a su derecha, y un poco más atrás Petet y Tetet seguidos por el resto de los hombres que habían seleccionado para acompañarles. El resto habían quedado al mando de Horus que les seguirían con los animales y los carros por carretera con varios días de retraso. Tardaron una mañana y parte de la tarde en atravesar el desierto hasta el Nilo. Habían ido en perpendicular para tomar el río todavía en el Delta, al sur de Jem.

Isis se quedó mirando hacia el pueblo que se recortaba en la orilla izquierda del Nilo mientras montaban en el barco que les estaba esperando, una de las medianas embarcaciones de Toth. De nuevo reconoció muchas caras conocidas entre los marineros de Khemnu, pero con la imagen de Jem ante ella sólo pudo recordar los días que había pasado allí. Pensó en Neftis y en lo que le habría ocurrido al regresar a El Oasis. Horus jamás la mencionó cuando le habló de las cosas que había visto de Egipto. Temió que le hubiera pasado algo malo.

–  Horus – le llamó y le hizo un gesto para que se acercara.  

Isis estaba en la popa, ajena al barullo que se extendía por cubierta. Horus estaba con Nuhef organizándolo todo. Le vio disculparse y acercarse a ella. Se quedó a su lado esperando una explicación. Isis se apoyó contra la barandilla con los brazos cruzados.

–  ¿Qué ocurrió con Neftis?

Horus no pudo evitar mirar sobre su hombro y fijar la mirada en el pueblo un momento. Le incomodaba el hecho de saber que ese era el lugar donde había nacido. Él era un rey y se hubiera merecido el mejor palacio de Egipto. Neith le había mostrado su nacimiento, y lo importante que fue Neftis para él y para su madre esos días. Le perdonaba que hubiera sido en Jem porque no tuvo otra opción. Suspiró al pensar en su tía. No quería hablar de ella. Fue la única persona que le había producido una sensación tan incómoda. Mientras tenía agarradas las manos de Neith notó cómo le inundaba el pesar y la resignación, en medio de una leve felicidad.

–  ¿Por qué me muestras esto? – le preguntó. No le había gustado.

–  Esa es la persona que te tuvo en brazos al nacer.

–  ¿Mi madre?

–  Sabes que no.

Y después de ello le transmitió un dolor infinito.

–  Esa era tu madre.

–  Neftis – comprendió.

Ese mismo día la apartó de su mente y jamás volvió a pensar o hablar cualquier cosa de ella, y ahora Isis le estaba haciendo recordar. Neftis le producía una mezcla de sentimientos. Había sufrido toda su vida y lo seguía haciendo. Estaba resignada a ello. Vivía con la opresión de haber deseado ocupar el lugar de cualquier otro, y con envidia por lo que Isis y Osiris habían poseído. Él siempre había pensado que había sido ese rencor por lo que no podía tener lo que le hizo entrometerse. La consideraba una persona fría, amargada, calculadora, que había logrado engañar a sus padres para favorecer a Seth. Tras su nacimiento se lo había contado todo. Lo sabía por otras veces que Neith le dejó ver los ánimos que inundaban El Oasis. Si era reina del Desierto y junto a Seth podía convertirse además en Señora de las Dos Tierras, no entendía por qué iba a ayudar a Isis a nada. Todo lo contrario, le convenía traicionarla para conseguir lo que siempre había querido. Y su madre no lo veía. Era a la única persona que no quería conocer. Como le había dicho a Neith, no le había gustado. Pero luego sabía que su madre la quería, que su padre la había querido, y que Isis había aceptado a su hijo como si fuera suyo. Consideraba que Neftis sólo estaba jugando con ellos, pero no quería hacer más daño a su madre en ese momento.    

–  Ahora no tenemos tiempo para hablar de esas cosas – le dijo muy serio.

–  Dime al menos si está bien – le suplicó.

–  Está bien.

–  ¿Seth le hizo algo cuando regresó?

–  No tenemos tiempo – se disculpó y sin darle tiempo a nada más volvió con Nuhef a seguir organizando a los marineros hasta que zarparon. No se detuvieron hasta llegar a Khemnu. El viento del Norte y la fuerza de los remeros, que no se detuvieron en toda la noche ni en la mañana siguiente, les hizo alcanzar las murallas de Khemnu al mediodía.

–  Son inmensas – susurró Horus, que se había sentado a su lado hacía un momento.

Isis respiró hondo, asintió y sonrió con la mirada perdida en los miles de jeroglíficos y colores que cubrían los muros. Otra vez en casa, pensó. Habían pasado por muchas ciudades más, algunas amuralladas como Iunu, Mennefer, Henen-Nesut, Medyed, Saka, y las que más, simples poblados de casas de adobe dependientes de las grandes ciudades de su provincia. Isis iba recordando el nombre de cada una de ellas y el lugar que ocupaban en la administración de Egipto. Lo había hecho tantas veces, cada dos años, con Osiris. Vio los campos secos, había mirado la fecha en la que se encontraban antes de salir de Sais, la estación de la sequía. Aún así, el campo denotaba muestras de que la tierra era fértil y el nivel del Nilo era bueno. Tras veinte años su don seguía dando sus frutos. Esperaba que la siguieran recordando como una gran reina y que recibieran a su hijo como su legítimo heredero. Había dado demasiado para que fuera así.  

Al cruzar las murallas de Khemnu y los muros de palacio volvió a sentirse segura una vez más. En ese momento pareció que habían sido pocos días los que habían pasado desde que se marchó la última vez. Había pasado todo demasiado rápido. También se había perdido demasiados años. Al mirar otra vez a Horus al desmontar en el patio de entrada supo que era el momento adecuado.

Algunos mensajeros de palacio habían salido a recibirles al embarcadero acompañados de sirvientes que portaban agua y comida, abanicos, sandalias, carros, y todos los buenos deseos de bienvenida de parte de Toth y Seshat. Les guiaron hasta palacio por la Gran Avenida a la que salieron todas las gentes de la ciudad. Horus llevaba la corona roja, y sobre su hombro a Nubneferu. Ella se había ceñido una cinta de lino bordada en oro que Seshat le había enviado de su parte con uno de los sirvientes. Cada uno iba en un carro tirado por un auriga al frente de la comitiva, rodeados por los soldados a pie que les habían acompañado en el viaje. Tras ellos iba el resto de los enviados de palacio que habían acudido a recibirles.

Horus miraba a su alrededor con la mano derecha en alto y ella con la izquierda. Isis respiró orgullosa. Aquello era lo que había esperado. Adoraba las voces de la gente aclamándolos, sabiendo que eran el centro de atención, que habían esperado por ellos. Además de los habitantes de la ciudad, muchos de ellos a ambos lados de la avenida tras una fila de soldados, y otros muchos sobre los tejados de las casas, Isis intuyó que se habían reunido de muchos pueblos de alrededor. Miró un momento al cielo y sus ojos se posaron sobre la punta del obelisco de oro y plata. Hacía un buen día, un sol radiante, caluroso, y ni una sola nube.

Al cruzar las puertas de las murallas de palacio los gritos de la gente se hicieron más tenues hasta que poco a poco fueron desapareciendo. En ese momento sólo quiso tener a Toth ante ella. Quería ver a la persona que había hecho todo eso posible y que había guardado el lugar de su hijo hasta ese momento.

Esperaron junto al altar de la piedra benben en el centro del patio, a los pies del obelisco, pero no dejó ni un momento de mirar impaciente el pilón de entrada a los patios interiores, mientras Nuhef organizaba a los sirvientes que les acompañarían. Todos allí les trataban como si no hubiera pasado un solo día desde que se fueron, el trato que mostraban a su hijo era el mismo que hubieran ofrecido a Osiris, y a ella como su reina. Vio el orgullo de Horus por poder mostrarse como tal. Al rato cruzaron a un segundo patio donde comenzaban las estancias públicas de palacio y de ahí al vestíbulo.       

Isis sintió una presencia en ella. Toth. Sonrió, dejándole que la contemplara en ese momento. Él estaba en la sala del trono esperándola. El mayordomo de palacio estaba en pie ante las puertas cerradas entre el vestíbulo y el trono.

–  Toth, regente del Norte, os espera – se dirigió a Isis y a Horus.

Ir a la siguiente página

Report Page