Iris

Iris


Capítulo 2

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Monty no estaba enterado de eso pero la noticia no le sorprendió. Todo el mundo sabía que Helena Richmond gastaba dinero por tres personas.

—Puedes quedarte con nosotros hasta que resuelvas tus problemas —propuso Monty—. La casa es bastante grande.

—No quiero la caridad de nadie, Monty. Tampoco necesito tu compasión. Sólo quiero que me ayudes a llegar a Wyoming.

La resistencia de Monty cedió. Toda su vida Iris había sido la niña mimada de un padre tonto y de una madre egoísta. Él dudaba que ella alguna vez se detuviera a pensar de dónde había salido el dinero que costeaba todas aquellas cosas que había dado por sentadas. Ahora se había quedado sola y no tenía a nadie que la orientara. No podía negarse a ayudarla cuando para él sería sumamente fácil conseguirle un arriero digno de confianza.

—Hen y yo conocemos al menos una docena de hombres con mucha experiencia que estarán encantados de llevar tu manada —dijo Monty—. Dame un par de semanas y te prometo que te encontraré a alguien con el que puedas contar.

—No pienso poner mi ganado en manos de un desconocido. Es todo lo que tengo en el mundo. Si algo llegara a pasarle, sería tan pobre como cualquier peón.

Monty podía entender que Iris estuviera desesperada. Él también se sentía así. Por razones diferentes, por supuesto, pero no por ello el sentimiento dejaba de ser el mismo. Le encontraría un arriero aunque tuviera que pagarle él mismo.

—No tendrás que confiar en un desconocido. Te encontraré a alguien que trabaje con tus vaqueros. Ni siquiera te darás cuenta de su presencia.

—Quiero que seas tú quien me lleve.

—Ya te he dicho que no puedo.

—Has dicho que no lo harías —lo corrigió Iris—, pero no me has dado una razón.

—Sí lo he hecho, pero tú no me escuchabas.

Una vez más Helena se hacía presente en el cuerpo de su hija. Ella nunca creería que no podría conseguir lo que quería. Pues bien, él no le diría a Iris sus razones. Eran personales, sólo eran asunto suyo y de nadie más.

—Mi propuesta de encontrarte un arriero sigue en pie. Ahora déjame ayudarte a subir a tu calesa. Si no llegas a casa pronto, se te echará a perder la cena.

—No necesito tu ayuda —dijo Iris bruscamente, apartando su falda hacia un lado para poder ver los estrechos escalones de metal por los que tenía que subir.

Cuando vio su esbelto y calzado pie, Monty estuvo a punto de olvidar que si se negaba a hacer eso por Iris, sería difícil que pudiera aceptar hacer cualquier otra cosa por ella.

—Puedes desenganchar mi caballo —dijo Iris al tiempo que se acomodaba en el asiento. Él le paso las riendas—. Escúchame bien, Monty Randolph. Pienso ir a Wyoming, y tú vas a llevarme.

Dicho eso, obligó a su caballo a girar hacia el camino y chasqueó la fusta sobre la cabeza del animal. Se alejó a paso ligero. La espalda de Iris estaba completamente erguida en señal de rebeldía.

Monty se quedó mirándola mientras se alejaba, notando que la máscara de indiferencia le desaparecía del rostro. Muchas emociones pugnaban por aflorar. Sintió alivio de haber superado aquel encuentro sin dejar que Iris adivinara que tenía otros motivos para negarse a llevar su ganado, además de que no le agradaba viajar con mujeres y de las consideraciones prácticas respecto a tener que conducir a más de seis mil vacas. No podía dejarle ver cuánto le preocupaba que estuviera arriesgando demasiado al mudar su rancho a Wyoming. También sintió pesar de que hubiera dejado de ser la encantadora niña de antes para convertirse en el doble de su madre, e indignación de que aun así la deseara.

Tratando de hacer caso omiso de la frustración que sentía, Monty se dirigió hacia la casa que George había construido para Rose después de que los McClendon quemaron el antiguo cobertizo. La enorme casa estaba situada en una colina a orillas del riachuelo. Con sus dos pisos, era casi tan alta como las pacanas que bordeaban el lecho del arroyo. En la planta baja se encontraban la inmensa cocina, un comedor aún más grande, tres salones y varias despensas. En la planta de arriba había ocho habitaciones. Rose le había dicho a George que no le importaba que todos vivieran en la misma casa, pero quería que hubiera suficiente espacio para poder estar sola de vez en cuando.

Monty encontró a Hen sentado en el porche.

—¿Qué quería Iris? —preguntó Hen sin tomarse la molestia de ponerse de pie.

—Quería que la llevara a Wyoming.

—¿Qué le dijiste?

—Le dije que no —le respondió Monty, sorprendido de que Hen se lo hubiera siquiera preguntado—. No quiero tener que cuidar a una mujer en un viaje así. Tengo la intención de llevar este hato a Wyoming sin perder una sola cabeza. Voy a montar un rancho que hasta a George le dará envidia.

—George te sigue sacando de quicio, ¿verdad?

—Sabes de sobra que sí.

—No es su intención hacerlo.

—Pero lo hace. No hay una sola cosa que yo haya hecho desde que él volvió de la guerra de la que no tenga algo que decir. Siempre tiene alguna sugerencia, alguna idea para que las cosas salgan un poquito mejor.

—Normalmente tiene razón.

—Puede ser, pero yo podría pensar en todo eso si no tuviera la sensación de que me está vigilando constantemente. Me va a volver loco.

—A mí eso no me molesta.

—A ti no te molesta nada —replicó Monty crispado—. Se supone que somos idénticos, pero a veces no te entiendo en absoluto.

Hen se encogió de hombros.

Monty se quedó contemplando el campo que empezaba a reverdecer. Era difícil imaginar que pronto estaría apacentando vacas en una tierra desprovista de aquellos familiares cactos, mezquites y enredaderas espinosas. Se había acostumbrado tanto al paisaje agreste del sur de Texas que casi no podía recordar el verde exuberante de las onduladas colinas de su Virginia natal. Pero, en cambio, no podía olvidar los vastos espacios abiertos de Wyoming. Éstos le hablaban de libertad, de un futuro que él moldearía para que se ajustara a sus sueños.

—Quiero tener un lugar que sea sólo mío, donde pueda ser mi propio jefe y tomar mis propias decisiones —le dijo Monty a Hen.

—George es una persona muy complaciente —le dijo su hermano, tan imperturbable como siempre—. Pero ¿qué vas a hacer respecto a Iris? Ella no parece ser la clase de mujer que renuncia a lo que quiere.

—No lo es. Le dije que le buscaría un arriero, pero me da la impresión de que no lo aceptará.

—¿Qué crees tú que hará?

—No lo sé, pero sea lo que sea, estoy seguro de que no me va a gustar.

* * *

Iris dejó que su caballo se orientara solo. Tenía cosas más importantes que hacer que guiarlo por un camino que él ya conocía. Tenía que encontrar la manera de lograr que Monty Randolph cambiara de opinión.

Había recurrido a casi todas las artimañas que su madre le había enseñado, pero nada había funcionado. Monty sentía atracción por ella —las señales eran inconfundibles—, pero era inmune a sus zalamerías. Haciendo memoria, recordó que él siempre había sido el único hombre al que no podía meterse en el bolsillo.

Sintió ganas de llorar de frustración, pero no lo había hecho cuando aquel abogado sin corazón le dijo que era prácticamente una indigente. Tampoco cuando descubrió que su posición en la sociedad de San Louis, así como todos sus amigos, había desaparecido junto con su fortuna. Y menos cuando aquel infeliz banquero se había regodeado con la sola idea de adueñarse de su rancho. No estaba dispuesta a convertirse en una idiota llorona justo cuando necesitaba todo su ingenio para evitar un desastre.

Tenía que encontrar la forma de convencer a Monty de que la llevara a Wyoming. No tenía otra alternativa. Preferiría morir antes que regresar a San Louis a esperar desesperadamente que algún hombre se casara con ella. Quizás fuese una chica mimada, pero no se hacía falsas ilusiones. Sabía que la lista de hombres apropiados para casarse con ella se reduciría radicalmente cuando supieran que ya no era una rica heredera.

Además, ella no estaba preparada para casarse. El único hombre que alguna vez le había interesado había sido Monty, todos los demás le importaban un bledo. Pero aquello no había sido más que el encaprichamiento de una chiquilla con un vaquero guapo, y después no había aparecido ningún otro hombre que lo reemplazara en sus sueños.

Al menos no por mucho tiempo.

Por un momento consideró aceptar su propuesta de buscarle un arriero, pero luego decidió no hacerlo. Se jugaba demasiado en ello. Durante los tres mil kilómetros de viaje por un territorio agreste e indómito, ella tendría que confiarle todo lo que tenía en el mundo a un desconocido. Y esto también la incluía a ella.

Helena había advertido a Iris de todo lo que podía sucederle a una mujer que no contaba con protección alguna. Además, había vivido en un rancho el tiempo suficiente para saber por qué las mujeres nunca viajaban por los caminos de arrieros. En estas circunstancias, Monty era la única persona que sabía que la protegería y no se aprovecharía de ella.

Además, le caía bien. Él siempre se quejaba de que ella lo siguiera todo el tiempo, pero la llevaba a hacer travesuras que habrían hecho que su madre la encerrara en su habitación de haberse enterado. La había tratado como a una hermana menor —lo cual nunca había dejado de irritarla, ni siquiera entonces—, pero había sido muy divertido estar con él.

No obstante, su actitud hacia ella había cambiado por completo. Era casi como si estuviese enfadado, y no precisamente porque le hubiera pedido que la llevara a Wyoming. Se había puesto como una nube tormentosa a punto de estallar desde el instante en que la vio en aquella fiesta. Iris ignoraba qué lo había hecho cambiar tanto, pero tenía la intención de descubrirlo.

Entretanto, tenía que viajar a Wyoming. Y justo en aquel instante acababa de encontrar la manera de hacerlo. Redujo la velocidad de la calesa cuando entró en el jardín de su casa.

—Busca a Frank y dile que quiero verlo —le dijo al hombre que salió corriendo a atar su caballo.

—Acaba de entrar a buscarla.

—Por fin la encuentro —le dijo el robusto capataz a Iris al salir de una casa más nueva y grande que la de los Randolph—. Me preguntaba dónde podría haber ido.

—Dile a todo el personal que quiero que esté preparado mañana al amanecer para salir a cabalgar —le dijo Iris mientras se bajaba de la calesa sin esperar a que su capataz se ofreciera a ayudarla.

—¿Qué sucede? —los ojos grises y alertas de Frank parecieron entrecerrarse.

—Vamos a hacer un rodeo. Nos mudamos a Wyoming.

* * *

El frío de aquella mañana de principios de abril hizo que Rose Randolph se acomodara el chal alrededor de los hombros mientras esperaba en la calesa. Su cuñada, Fern, estaba sentada junto a ella mirando complacida la ilimitada extensión del monte.

Las altas temperaturas de la semana anterior habían hecho de la pradera un paraíso de flores silvestres. Campos enteros se habían vuelto azules gracias a las miles de flores celestes que parecían extenderse hasta donde alcanzaba la vista. Una mano invisible había esparcido amapolas blancas, escrofularias y flores en las laderas de las colinas formando especies de confetis florales. Las gemelas de cuatro años de Rose, ansiosas de participar de alguna manera en el ajetreo de la temporada, se entretenían haciendo un ramillete de artemisas reales de alegres colores.

El sol radiante prometía que aquel sería un día cálido, un buen día para empezar a arrear el ganado.

Durante semanas, mientras los vaqueros trabajaban en el rodeo de principios de primavera, ellos permanecían junto al ganado seleccionado en aquella pradera cubierta de pasto situada entre dos ramales del riachuelo, a más de un kilómetro de distancia de la casa. Una cuadrilla de hombres había capturado y amansado más de cien caballos, hasta que estos y 2.500 cabezas de ganado estuvieron listos para emprender el viaje a Wyoming. Aquellas más de 10.000 inquietas patas levantaban una fina nube de polvo.

Todos esperaban la señal para empezar.

—No os alejéis de la calesa —le dijo Rose Randolph con firmeza a sus hijas—. Esas bestias os podrían atropellar.

—Pero a William Henry sí lo has dejado ir —se quejó Aurelia, quien se moría de ganas de seguir a su hermano de ocho años hasta aquel tumulto de hombres y caballos.

—Tu padre lo ha dejado ir —la corrigió Rose. Ella intentaba hacer caso omiso del miedo que le atenazaba la garganta cada vez que veía a William Henry montado en su poni en medio de una manada de temperamentales longhorns. George estaba empeñado en que fuera criado como cualquier otro niño nacido en un rancho. Rose estaba de acuerdo en principio, pero sabía muy bien cuan peligrosas podían ser esas bestias.

—Déjalas ir —le susurró Fern a Rose—. Cualquiera de esos hombres preferiría morir antes que permitir que les sucediera algo.

Rose miró a Fern. Casada hacía menos de cuatro años, a Fern le gustaba bromear diciendo que se había ido de visita durante una buena temporada para no esperar un tercer bebé antes de Navidad. Rose procuraba no tener envidia, pues ella no había podido volver a quedarse embarazada después de las gemelas.

—Os dejaré ir cuando estén a punto de marcharse —accedió Rose, hablándoles a sus hijas—, pero no os acerquéis a esas vacas.

—No correrán más peligro del que correría Madison —dijo Fern con una sonrisa indulgente—. Él no se ha acercado a una vaca desde hace diez años, pero si estuviera aquí, estaría jaraneando con todos ellos como si fuera un experto.

—Si de conocer el ganado se trata, tú deberías estar allí con todos esos hombres.

Fern sonrió con orgullo.

—Nunca volveré a perseguir vacas. Echo de menos el chaleco y los pantalones, pero ponerme vestidos es el pequeño precio que tengo que pagar por tanta felicidad.

Rose se maravillaba de cuanto había cambiado Fern. Pese a haber sido una mujer que temía dar a luz y marcharse de Kansas, se había aclimatado a Chicago y a su papel de esposa y madre con sorprendente rapidez. Sus dos niños estaban durmiendo la siesta —aún eran demasiado pequeños para acercarse a la vacada—, pero Madison hijo, de tres años, ya tenía un poni. Madison había construido una casa en el lago Michigan, que contaba con suficientes tierras para criar ganado propio si quisieran.

—El rancho se quedará demasiado tranquilo cuando todos se hayan marchado —dijo Fern—. ¿Los echarás de menos?

—Sí —le respondió Rose, buscando con la mirada a las pequeñas Randolph—, pero será muy agradable tener a George para mí sola.

Rose miraba a Tyler repasar una y otra vez el contenido de su carromato de provisiones y utensilios de cocina, haciendo arreglos de último momento en el montón de quince camas portátiles, volviendo a mirar su lista para cerciorarse de que todas las provisiones que había encargado estaban en el lugar que les correspondía, y revisando que el barril de agua y la caja de herramientas estuvieran bien sujetos. Aún se acordaba de la época en que Monty prefería pasar hambre antes que comer lo que Tyler preparaba. Ahora, a sus veintidós años, y casi tan delgado y adusto como había sido cuando tenía trece, ya lo habían aceptado como el cocinero oficial de los viajes.

Zac, de dieciséis años, se encontraba cerca del corral, esperando a que Monty diera la señal para quitar las trancas. Los cuatro años que había pasado en un internado habían logrado refinar sus modales y mejorar su gramática, pero Rose sabía que el niño que había sido merodeaba bajo la superficie.

Monty, a todas luces ansioso de marcharse, estaba junto a George esperando a que Salino cruzara el riachuelo con la vacada. George, que no era consciente de la mirada de adoración de Rose, le daba a Monty algunas instrucciones de última hora.

El ganado armaba una batahola tan ensordecedora que ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para oír lo que decían.

—Si necesitas más dinero, no vaciles en ponerte en contacto con Jeff —dijo George.

—No hará falta que me ponga en contacto con nadie.

—Y si tienes alguna duda…

—No tendré ninguna duda. Ya me has dado suficientes instrucciones para arrear por los menos tres hatos juntos.

Rose se daba cuenta de que a Monty le estaba costando trabajo controlar su carácter.

—Ya he ido a Wyoming unas cuantas veces —dijo Monty, renunciando a un infructuoso intento de sonreír.

—Sólo quiero cerciorarme de…

—Ya lo has hecho, George, una y otra vez. Y lo que no me has dicho a mí, se lo has dicho a Hen y a Salino.

—¿Crees que alguna vez lograrán vivir juntos sin sacarse de quicio el uno al otro? —le preguntó Fern a Rose.

—No —dijo Rose—. Son demasiado parecidos. Echaré de menos a Monty, a veces puede parecer el más difícil de los hermanos, aunque en realidad es un encanto, pero ya es hora de que haga su propia vida. A lo mejor tendría que haberlo hecho hace dos o tres años.

—¿Por qué no lo hizo?

—George creía que no estaba preparado.

—¿Por el asunto aquel del mejicano?

—En parte. Monty es muy bueno con las vacas y con los empleados, pero es demasiado impetuoso. Nunca usa la cabeza.

—Hen estará con él.

—Eso no servirá de mucho. Hen sí usa la cabeza, pero hace cosas aún peores.

—George nunca dejará de preocuparse por sus hermanos —dijo Fern al tiempo que apretaba la mano de su cuñada—. Me sorprende que no haya ido a Chicago a ver cómo vivimos Madison y yo.

—Probablemente lo haría si no estuviera tan lejos —dijo Rose. Ambas se rieron—. No dejo de decirle que ya son hombres hechos y derechos, incluso Zac, pero él aún los ve como niños indefensos a los que tiene que proteger de su aterrador padre.

—Madison ni siquiera quiere mencionar el nombre de su padre —dijo Fern—. Creo que ni ha vuelto a pensar en él.

—Quisiera que George pudiera olvidarlo. Todo sería más fácil para los chicos —miró a su esposo, que seguía junto a Monty—. Llevan mucho tiempo hablando. Si no se marchan pronto, habrá problemas.

—Mándame un telegrama cuando llegues —George miró a sus dos hermanos menores—. Avísame cuando salgan para Denver.

—No te preocupes —dijo Monty—. Los cuidaré.

—Sé que lo harás, pero es la primera vez que Zac se marcha por tanto tiempo, y a Rose le preocupa que…

—Sigo pensando que deberías dejar que William Henry viniera con nosotros —Monty no hablaba en serio, pero sabía que esto haría que George dejara de preocuparse por Zac.

Los ojos de George brillaron.

—Sabes que si él se va contigo, Rose lo acompañaría.

Monty puso mala cara.

—Preferiría mudarme con Madison a Chicago antes que tener que viajar con una mujer.

En aquel preciso instante el sonido de unos cascos anunció la llegada de Salino.

—El novillo que va a la cabeza de la vacada acaba de cruzar el riachuelo. Ya es hora de partir.

El ruido se hizo ensordecedor. Tyler se subió a la silla del carromato de provisiones y chasqueó su fusta sobre la cabeza de sus cuatro robustos bueyes. El carromato empezó a avanzar dando tales sacudidas que las ollas de hierro sonaban como campanas disonantes.

Al correr a la calesa para dar un abrazo a Rose, Zac estuvo a punto de tropezar con Juliette y Aurelia, a quienes finalmente habían liberado de su reclusión. Ellas fueron a abrazar a Monty y a Hen antes de refugiarse en los seguros brazos de su padre.

—Trata de no pelear tanto con Monty —le susurró Rose a Zac cuando le devolvió el abrazo. Era difícil creer que aquel joven gigante era el mismo chiquillo de cara sucia al que vio por primera vez hacia ya ocho años mirándola desde la puerta de la cocina.

—No lo haré si él no me grita —le respondió Zac, y luego se alejó corriendo.

—Caso perdido —dijo Rose suspirando al tiempo que se volvía hacia Fern—. Monty le gritaría al mismísimo Dios.

* * *

—¿Habrá suficiente agua en el camino? —le preguntó Monty a Hen cuando éste regresó al campamento.

—Sí —respondió Hen—, pero el pasto es más escaso.

El sol de la tarde se había ocultado detrás de unas colinas, confiriendo a la atmósfera el tono verde azuloso de los distantes robles. Aún hacía calor, pero la temperatura no tardaría en bajar ahora que el sol se había puesto. El polvo que habían levantado los miles de cascos todavía flotaba en el aire tan espeso que era posible verlo y hasta saborearlo. El incesante berrido de los becerros y el ruido de los cuernos al chocar entre sí formaban el telón de fondo de toda conversación.

Tyler había dejado el carromato de provisiones cerca de la fogata y había abierto su parte trasera para revelar una serie de compartimentos de almacenaje. Se movía entre las dos ollas de hierro y dos fuegos mientras preparaban la cena para todo el personal. El olor del café, del tocino y del pan caliente sobre los fuegos de leña de mezquite le abrió el apetito a Monty.

—Mientras haya suficiente agua y pasto para nosotros, no hay ningún problema —dijo Monty. No quería parecer insensible, pero los arrieros que venían detrás tendrían que preocuparse por ellos mismos. Además, no dejaba de inquietarle un poco que todo anduviera a las mil maravillas.

Durante aquellos diez días todo había funcionado como un reloj. El ganado había seguido el camino sin vacilación alguna y se había acostado todas las noches sin intentar ni una sola vez salir en estampida. Los vaqueros conocían su trabajo y no hacía falta que él les dijera lo que tenían que hacer, y los hatos que ya habían pasado por allí no habían consumido todo el pasto.

Por otra parte, Tyler no había estado hosco en ningún momento, la comida había sido muy buena y abundante, Zac no había discutido con él y los caballos estaban preparados para continuar el viaje todas las mañanas.

—Esto es un poco aburrido —se quejó Monty—. O se arma la de Dios es Cristo en cualquier momento o llegaremos a Wyoming después de un viaje que hasta Zac hubiera podido supervisar.

Hen desensilló su caballo y entró en el corral de cuerdas que Zac había armado entre algunos árboles y la rueda del carromato de provisiones.

Hen se sirvió una taza de café de la olla que Tyler mantenía en el fuego.

—No creo que te vayas a aburrir mucho —dijo Hen, mirando a su hermano por encima del borde de su taza—. De hecho, preveo que las cosas se van a animar mucho más pronto de lo que esperas.

—¿Qué estás tramando? —le preguntó Monty. Su hermano gemelo y él siempre habían estado muy unidos, pero aun así nunca podía adivinar qué estaba pensando Hen. Era como si la madre naturaleza hubiera creado dos personas completamente diferentes, y hubiese hecho que parecieran idénticas sólo para divertirse.

—No estoy tramando nada.

Monty no le creyó una sola palabra a Hen. Éste rara vez sonreía. Cuando sus ojos miraban de manera burlona, era mejor tener cuidado.

—La última vez que vi esa mirada en tu cara, acababas de matar a dos McClendon y de robar su vaca lechera. Algo te traes entre manos. Lo sé.

—No me traigo nada entre manos. ¡Zac! —Hen llamó a su hermano menor cuando este daba la vuelta al carromato con una brazada de leña—. Ensilla un caballo para Monty. Y será mejor que sea Pesadilla. Va a querer cabalgar a todo galope.

—No haré tal cosa —dijo Zac—. Si George llega a enterarse de que ensillé ese caballo para que Monty lo monte como si fuera un Mustang, se pondrá hecho una furia.

—Montaré cualquier maldito caballo que se me dé la gana. No me importa un comino lo que George diga —le dijo Monty bruscamente a Zac—, pero no pienso montar a Pesadilla a galope por ninguna pradera —se volvió hacia Hen—. Debes de creer que estoy loco.

—No. Simplemente pensé que querrías salir corriendo cuando supieras que hay un hato delante de nosotros.

—Eso ya lo sé. Hace dos días que veo sus huellas.

—Pero no sabes a quien pertenece.

—Eso no me importa.

—¿Ni siquiera si pertenece a Iris Richmond y ella está cabalgando junto a él?

Monty se levantó soltando un rugido que hizo que la mitad de los caballos que estaban en el corral corrieran hacia las cuerdas.

—¡Ensíllame a Pesadilla! —le gritó a Zac—. Voy a estrangular a esa mujer, aunque me manden a la horca por ello.

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