Iris

Iris


Capítulo 3

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Iris lo vio llegar montado en su gran caballo azabache. Cabalgando entre árboles, alrededor de arbustos, sobre una alfombra de flores rojas y amarillas, Monty salió de un terreno bajo donde la arboleda era más frondosa y el verde más intenso. Podía oír el furioso crujir del cuero, el ruido sordo de los cascos.

Lo había estado esperando. En realidad, si pudiera ser completamente honesta consigo misma, había estado anhelando que llegara. El sólo hecho de saber que Monty viajaría detrás de ella le había dado el valor de marcharse de casa.

Sin embargo, estaba desazonada. La verdad es que no quería oír lo que Monty iba a decirle. No sería nada halagador. Y lo que era todavía peor, tenía la sospecha de que se merecía sus insultos. Aun así, sintió algo de satisfacción. Le había dicho que iría a Wyoming, y él no le había hecho ni caso. ¡Ya vería de lo que ella era capaz!

Iris reprimió la emoción. Su padre, que era una persona de trato fácil, siempre le decía, por tomarle el pelo, que su cabello rojizo y su sangre irlandesa justificaban perfectamente su carácter, pero éste no era tan terrible si se le comparaba con el de Monty. Pese a que él era tan rubio como el fresno y de sangre tan azul como la que podía heredar de las familias más antiguas de Virginia y Carolina del Sur, había casi tantas historias sobre su carácter circulando por todo el condado de Guadalupe como rancheros dispuestos a poner su marca en un ternero.

Intentó convencerse de que en realidad no lo necesitaba —ya tenía un capataz y una cuadrilla de vaqueros—, pero ningún hombre le había inspirado jamás tanta confianza. Podía armar más escándalo que un longhorn macho, y posiblemente era más peligroso que un lobo, pero el padre de Iris siempre había dicho que él era la clase de hombre en el que una chica podía confiar.

Iris se acomodó en una silla bajo la moteada sombra de un álamo. Una suave brisa atenuó el rubor de sus mejillas e hizo que las hojas del árbol susurraran ruidosamente. Consideró la posibilidad de situarse en un escenario más pintoresco, como en un tronco caído a lo ancho del riachuelo de aguas mansas, pero decidió que eso probablemente estropearía su vestido. Hace un año no habría pensado ni un segundo en algo tan banal. Pero era una criatura sumamente práctica en el fondo. Hasta que no llegara a Wyoming y pudiera vender su primer lote de novillos, no tendría dinero para comprar ropa nueva.

De hecho, no estaba siquiera segura de que el dinero que tenía le durara hasta entonces. Esta era una razón de más para tener a Monty rondando cerca de ella, su proximidad la tranquilizaba. Sin embargo, por su temeraria manera de cabalgar, no parecía que él tuviera muchas ganas de estar cerca de ella. Era más probable que bramara y armara un escándalo.

«Ahí la tienes. Vestida como si hubiera salido a dar su paseo dominical en el parque de alguna ciudad».

Monty dirigió a su caballo alrededor de un grupo de mezquites. Los espinosos cactus harían trizas su vestido floreado en unos pocos minutos, pero fue la sombrilla lo que lo sacó de sus casillas. Nunca había visto a nadie llevando una sombrilla en la pradera de Texas, ni siquiera a Helena. Ella sola parecía condensar toda la locura de Iris al tomar la decisión de hacer aquel viaje. No obstante, ahí estaba sentada como una araña tejiendo su tela.

Pero las telarañas podían romperse, y él estaba a punto de enseñarle como. Monty acercó tanto a Pesadilla que la tierra de sus cascos salto al vestido de Iris.

—¿Qué diablos pretendes hacer al llevar tus vacas delante de las mías? —bramó Monty mientras se bajaba de un salto de su montura. Se plantó frente a Iris como si fuese un obstáculo físico que ella tendría que vencer—. Te dije que te quedaras en casa.

—Es muy amable de tu parte venir a ver cómo me encuentro —dijo Iris. Su cordial sonrisa intentaba extinguir una llamarada de rabia, mientras se sacudía el vestido—. Espero que te quedes a cenar. Tendremos crêpes de manzana de postre.

—¡Crêpes! —exclamó Monty incrédulo—. ¿Estás alimentando con crêpes de manzana a unos hombres que han estado cabalgando dieciséis horas?

—Esa no es toda la cena —dijo Iris, a quien a todas luces le estaba costando trabajo mantener su sonrisa ante la indelicadeza de Monty—. Le he pedido al cocinero que prepare fricasé de pollo, patatas cortadas en tiras largas y panecillos.

—Estás más loca que un indio que ha bebido whisky adulterado. Me sorprende que esos hombres no hayan renunciado aún. Yo hace mucho tiempo que lo habría hecho.

Iris perdió los estribos. Se sentó erguida, desechando de su postura toda intención de coqueteo y reemplazando su incitante sonrisa por una mirada de indignación.

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera? —su sedosa voz se había vuelto tan áspera como la lana virgen—. Sólo porque esos hombres están arriando ganado no significa que tienen que comer como unos palurdos campesinos.

—Los hombres necesitan comida que se pegue a sus costillas, no entremeses de fiesta —dijo Monty con desdén. Semejante herejía le había hecho olvidar el propósito de su visita.

—¿Qué tiene de difícil arrear un hato de vacas? Nunca me había aburrido tanto en mi vida.

—Si dejaras de esconderte en ese lujoso carromato tuyo, lo sabrías —le dijo Monty, reconociendo el carromato de viaje que Robert Richmond había construido para Helena. Estaba seguro de que éste siempre iba a la cabeza junto al carromato de provisiones. Había demasiado ruido, polvo y malos olores para que ella viajara con el ganado.

—Yo no me escondo en mi carromato —protestó Iris—. Frank me da parte todos los días y todas las noches de lo que sucede. Estoy enterada de todo.

—No estarás enterada de nada a menos que vayas a ver lo que sucede con tus propios ojos.

De manera inesperada, Monty agarró a Iris de la mano y quiso obligarla a levantarse de la silla. Desconcertada, ella le pegó con la sombrilla en la cara, y estuvo a punto de darle en el ojo. Cuando Monty llevo sus dedos a la mejilla, estos se mancharon de sangre. ¡Maldición! Esa condenada cosa le había abierto la piel. Farfullando una palabrota particularmente ponzoñosa, le arrancó la sombrilla de la mano y la rompió con sus rodillas.

Iris dio un grito ahogado al ver la marca roja que la sombrilla había hecho en la mejilla de Monty. Quería disculparse, hacer algo para demostrarle cuánto lo lamentaba, pero la violencia de su reacción la horrorizó. Se quedó mirando atónita los pedazos rotos de su sombrilla. Ningún hombre la había tratado de aquella manera. El sólo hecho de pensar en esto la enfureció. Dejó de verlo como un protector amable y benévolo.

Él la cogió de los hombros e hizo que, en lugar de contemplar la fresca sombra del fondo del riachuelo, se volviera hacia la llanura quemada por el sol.

—Tal vez ahora puedas ver mejor —le dijo. El implacable calor había marchitado las flores de principios de la primavera, dejando tan sólo las cápsulas marrones y las mustias hojas—. Los hombres que cabalgan por esta tierra son fuertes y duros, y necesitan un jefe que también sea fuerte y duro.

—Estás loco —dijo ella bruscamente, soltándose—. Qué te hace pensar que puedes venir aquí hecho una furia a decirme qué debo hacer, a destruir mis objetos personales, a insultarme y a tratar de…

—No tienes nada que hacer aquí. No sabes nada acerca de arrear ganado ni de cómo tratar a los vaqueros. De hecho, no sabes nada en absoluto de vacas.

—Eres el hombre más grosero, ofensivo y terco que he conocido —le gritó Iris—. Tengo todo el derecho de estar donde se me antoje. No tengo que pedirte permiso. Éste es mi hato y estos hombres trabajan para mí. Te agradecería que reconocieras que bajo mi dirección no hemos tenido ningún problema.

—No creo que los hayas tenido, pues sólo estás a dos semanas de tu rancho, pero tarde o temprano los tendrás. Aún estás a tiempo de regresar.

—Ya te lo dije —apuntó Iris, furiosa de tener que reconocerlo de nuevo—, mi padre perdió el rancho. El banco seguramente ejecutó la hipoteca hoy.

—Entonces deja que tu capataz siga adelante.

—No.

—Entonces quédate en San Antonio o en Austin hasta el próximo verano. A lo mejor logras encontrar un marido allí. Sin duda necesitas un hombre que te controle.

—No tengo ninguna intención de buscar marido —le dijo Iris. Sus verdes ojos llameaban de furia—. Y nadie va a controlarme. No soy una niña, y no dejaré que me traten como tal.

—Pues no seré yo quien lo intente —dijo Monty, riéndose con tantas ganas que Iris quiso pegarle—. Aunque no me importaría hacerme cargo de ti durante un par de días, o mejor un par de noches —añadió con un guiño—, pero no quiero que me encadenen por ello.

—No me casaría contigo ni aunque fueras el último hombre sobre la tierra —dijo Iris, decidida a hacer caso omiso de la insinuación de Monty—. No eres más que un vulgar vaquero.

Pero no había nada vulgar en Monty. Era el hombre más atractivo que Iris había conocido. Y desde que había regresado a casa, también era el más inabordable.

Monty volvió a reírse.

—Te casarás con alguien. No me gusta decirlo, pues podrías volverte aún más egocéntrica, pero eres una mujer muy guapa y tienes muy buena figura. Apuesto a que muchos hombres se desviven por complacerte.

Era preciosa. Aquel vestido probablemente no era el adecuado para viajar por las llanuras, pero con él su feminidad lo atrapaba entre sus garras como un águila a su presa. Si se lo había puesto para distraerlo, lo había logrado. ¿Cómo podía él recordar que quería que ella regresara a casa, cuando el sólo hecho de mirarla hacía que no le apeteciera volver a apartar sus ojos de ella? Suponía que no había sido creado para poder ignorar a una mujer, y mucho menos a una tan hermosa como Iris. Incluso en aquel mismo instante deseaba extender su mano para tocarla. Prácticamente podía sentirla entre sus brazos. Y esta sensación se hacía evidente con toda claridad en el talle de sus pantalones. Si no lograba pensar en otra cosa pronto, se pondría en una situación embarazosa.

—No se desviven precisamente —reconoció Iris con modestia—, pero es verdad que a los hombres les gusta complacerme.

—Estoy seguro de que es así —dijo Monty riéndose entre dientes—. Atraparás a algún pobre diablo, y en un año lo tendrás tan loco que no sabrá si cortarse el pescuezo o cortártelo a ti.

Iris perdió la paciencia.

—Eres el hombre más detestable y grosero de todo Texas.

Monty no había tenido la intención de enfadarla. Simplemente estaba pensando en voz alta. Las mujeres guapas siempre parecían volver locos a los hombres, quizás sólo para probar que podían hacerlo.

—Soy todo lo que quieras —dijo él, apartando sus pensamientos de la incitante curva de su boca—, pero aparta a esas vacas de mi camino. Te mandaré unos hombres para que te ayuden a llevarlas de vuelta.

—Iré a Wyoming —proclamó Iris entre dientes—, y no podrás hacer nada para detenerme.

Monty nunca había creído que Iris renunciaría a arrear su manada hasta Wyoming. Y pese a que esto le enfurecía, no podía abandonarla. Aunque no quisiera reconocerlo, sentía por ella una gran debilidad.

No podía verla sin recordar a la chiquilla que iba a cualquier lado y se atrevía a hacer cualquier cosa con tal de estar con él. En alguna ocasión saltó un cañón con su poni porque él también lo había hecho en uno de sus enjutos caballos. Aún podía recordar la risa de Iris mientras su poni luchaba desesperadamente por no caer en aquel barranco de seis metros de profundidad.

Consideró por una fracción de segundo la posibilidad de dejarla viajar con él. De esa manera Iris no correría ningún peligro, y él no tendría que preocuparse por ella.

Pero aún cuando su presencia no perturbara a los hombres de su cuadrilla, a él si lo afectaría. Y en aquel momento lo más importante en el mundo para Monty era probarle a George que había logrado controlar su temperamento y había aprendido a pensar antes de actuar. Hasta entonces, la cercanía de Iris no había hecho más que demostrar lo contrario.

No serviría de nada decirse que debía desentenderse de Iris, o pedirle que se mantuviera alejada de él. Como a él, a ella tampoco le gustaba hacer caso a nadie. No le quedaba más remedio que convencerla de que se marchara.

Iris no confiaba en la mirada que había en sus ojos. Y desconfió aún más cuando él se le acercó. Estaba acostumbrada a su rabia, incluso a su más que descontrolada cólera, pero aquello era puro apetito predador. Y no había nada velado ni caballeroso al respecto. Ella estaba habituada a dominar cualquier situación, pero ya no se encontraba en San Louis ni en el salón de su madre.

Había dejado su carromato a cierta distancia del campamento para poder tener algo de privacidad. Se encontraba prácticamente sola en medio de aquella región agreste con un hombre al que no podía controlar.

—Aquí corres muchos peligros y lo sabes —le dijo Monty. Apoyó su mano izquierda en el carromato, impidiéndole la retirada.

Iris creyó poder notar cierto deje amenazador en su voz. Él se había acercado tanto que ella podía sentir su respiración. Por primera vez en su vida estaba insegura de sí misma.

—¿Cuántas veces tengo que decirte…?

—Los hombres tienen que soportar muchas presiones cuando viajan con ganado —apoyándose en su brazo izquierdo, Monty dejó que los dedos de su mano derecha recorrieran el brazo de Iris—. Todos esos días y noches que pasan cabalgando pueden afectar su capacidad de discernimiento.

¿Cómo podía una simple caricia volver su piel tan sensible? Aquel era un hombre peligroso.

Iris apartó su brazo de la mano de Monty.

—N… n… no tengo ninguna intención de alentar…

—Necesitan concentrarse al máximo para no hacerse daño —dijo él recorriendo con sus dedos su hombro y el costado de su cuello—. No tienen tiempo de ocuparse de una mujer.

Sus caricias dejaron una estela de fuego a su paso. Y parecieron tener un extraño efecto en sus pechos. Sentía un cosquilleo en ellos. ¿Cómo podía eso ser posible? Monty no los había tocado.

Iris intentó alejarse, pero él la encerró entre sus brazos. Miró la cara de Monty. Ya no parecía aquel hombre robusto y amable que ella esperaba que la ayudara. Parecía un hombre peligroso, ávido de algo que sólo ella podía darle, algo que obtendría así ella no quisiera darlo.

Por primera vez, Iris le tuvo un poco de miedo. Aquella era una cara que ella nunca le había visto, un aspecto que su ingenuidad no le había permitido presentir. Había esperado que su actitud hacia ella cambiara ahora que se había convertido en una mujer, pero se había equivocado al imaginar el cambio. Había soñado con un hombre que estaría tan perdidamente enamorado de ella que haría cualquier cosa que ella quisiera. Pero le había resultado uno que parecía dispuesto a tomar lo que quería. No sabía cómo tratar a un hombre así. Y su propio cuerpo se había convertido en un traidor. No estaba segura de querer detenerlo.

—No puedo soportar que te deseen como toros sementales —dijo Monty—. Alguien podría salir herido.

—¿No puedes pensar en nada que no sean vacas? —le preguntó Iris.

Monty hizo caso omiso de su pregunta.

—No puedes poner a un hombre frente a la tentación de día y de noche sin esperar que no estalle en algún momento.

Las yemas de sus dedos recorrieron sus labios, pero fue el roce de su codo contra su pecho el que hizo que el cuerpo de Iris se relajara por completo. Era como si alguien le hubiera sacado todos los huesos súbitamente. Iris no podía creer que aquella breve caricia pudiera originar una reacción tan fuerte.

—Tú no pareces tener ningún problema en ignorar la tentación —le dijo Iris.

—Ahora no lo estoy haciendo.

Sus dedos acariciaron su cuello una vez más.

—Probablemente estás fingiendo que te gusto para que yo me marche y te deje con tus vacas.

—Lo que yo quisiera no tiene nada que ver con vacas —dijo él, jugueteando con uno de los volantes de su vestido. Sus dedos estaban a unos pocos centímetros de sus pechos—. Ningún hombre que esté a tu lado podría pensar en vacas —puso la mano bajo su barbilla—. Nunca he visto una vaca con unos ojos tan verdes como los tuyos, con una piel tan suave y tan blanca.

—Dejará de serlo cuando me tueste al sol porque me has roto la sombrilla —Iris intentó sonar hosca, pero más bien pareció que se hubiera quedado sin aliento.

No estaba pensando en quemaduras de sol ni en sombrillas. Había centrado toda su atención en la distancia apenas perceptible que había entre ellos. Ningún hombre había estado nunca tan cerca de ella, no de aquella manera. Ella siempre era quien decidía cuánto podía acercársele alguien, cuándo y dónde. Sin embargo, en aquel momento no cabía ninguna duda de que era Monty quien estaba al mando de la situación.

Sus caricias estaban a punto de volverla loca. Nunca había experimentado tales sensaciones. Ya la habían abrazado e incluso besado, pero ninguna de esas experiencias había logrado equiparar ni remotamente lo que las yemas de los dedos de Monty le hacían sentir al rozar su piel. Sentía que el fuego la consumía, no obstante, cada caricia la dejaba deseando otra. Tuvo que acudir a toda su concentración para mantener su resistencia. Ya no tenía catorce años, y se negaba a desfallecer ante sus caricias.

—No se puede saber qué podría pasarle a una mujer que está rodeada de hombres —dijo Monty, con sus labios provocadoramente cerca de los de ella—. No siempre estaré junto a ti para protegerte.

—Estás tratando de asustarme. Crees que no soy más que una niña que quiere alardear, pero no lo soy. Soy una mujer —confiaba en haber sonado serena—. No tienes que preocuparte por mí.

—Es precisamente porque eres una mujer por lo que me preocupo por ti —dijo Monty, estrechándola con uno de sus brazos.

Iris no sabía cuál era la intención de Monty al abrazarla —no confiaba en él en lo más mínimo—, pero no pudo sacar fuerzas para apartar su brazo. Se sintió sumergida en él. Intentó alejarse, pero ya era demasiado tarde. Él pasó el brazo por la cintura. Sus labios estaban ahora tan cerca que ella casi podía sentirlos rozando los suyos.

Monty sabía que debía alejarse, que ya le había demostrado que tenía razón, pero no pudo sacar fuerzas para soltar a Iris. Desde el momento en que la vio en aquella fiesta por primera vez, recordaba y se había convertido en aquella guapísima mujer que todos los hombres que se encontraban en aquel salón deseaban, había empezado a perder la batalla contra las ganas que sentía de estrecharla entre sus brazos, de cubrirla de besos, de hacerle el amor en una noche de verano.

Nunca se había permitido acercarse a ella hasta que decidió intentar asustarla para que regresara a casa. Ahora había ido demasiado lejos, y era él quien ya no podía alejarse.

Iris abrió la boca para decirle a Monty que, puesto que ya era una mujer, podía cuidarse sola, pero sus brazos la estrecharon con más fuerza y su boca atrapó la suya en un ardiente beso.

A Iris nunca la habían besado de aquella manera. No había nada respetuoso ni reverencial en la manera en que los labios de Monty saqueaban su boca. No había nada tierno ni reconfortante en la forma en que la estrechaba entre sus brazos. Sentía como si la estuviera devorando.

Durante años había soñado con que él la estrechara entre sus brazos, con que la besara desenfrenadamente, con que la envolviera en el halo de virilidad que lo revestía como una segunda piel. La realidad la había dejado sin aliento, al borde de la entrega absoluta.

Iris sintió que el pánico comenzaba a apoderarse de ella. Nunca había tenido la intención de dejar que las cosas llegaran tan lejos. Pero ahora no sabía cómo detener todo aquello.

—Debes volver a tu campamento —logró decir, pero sin mucha convicción—. Recuerda que yo no te gusto.

—No me gusta cuando persigues a los hombres, y mucho menos en un camino de arrieros. Es demasiado peligroso.

Iris apenas podía creer lo que estaba oyendo. La rabia expulsó toda sensación de debilidad o de deseo. Soltando sus labios de los suyos de un tirón, lo empujó para que se apartara.

—Nunca he perseguido a los hombres —dijo con voz temblorosa—. Pero, ni siquiera, si alguna vez llegara a necesitar desesperadamente la atención de alguien como para seguir a una cuadrilla de vaqueros, que se mueren de ganas de ver a una mujer, tendría algo que ver contigo.

La estruendosa risa de Monty la enfadó aún más.

Soltándose de un tirón de sus brazos, Iris le dio una bofetada que esperaba que resonara en sus oídos durante horas. En cuestión de segundos, Monty dejó de ser un impetuoso amante para convertirse en un toro furioso. Su rabia asustó tanto a Iris que corrió a ocultarse detrás de la silla.

Esto no sirvió de nada. Monty saltó por encima de la silla sin esfuerzo alguno. Iris intentó correr alrededor del carromato, pero Monty la alcanzó antes de que ella hubiera dado dos pasos. Ella lo golpeó en el pecho con sus puños. Aprovechando cruelmente su fuerza, él apresó sus manos y las sujetó en sus costados al tiempo que apretaba su cuerpo contra el de ella.

La humillación y la rabia hicieron que a Iris se le llenaran los ojos de lágrimas. No podía creer que esto le estuviera sucediendo. Nadie la había tratado jamás de una manera tan brutal. No obstante, comprendió, con una especie de terror morboso, que ella pudo haber sido la causante de que Monty perdiera el control. Él no era un maniquí que ella podía cambiar de lugar a su antojo.

Monty miraba fascinado cómo las lágrimas inundaban los ojos de Iris y luego le corrían por las mejillas. Su asombro se convirtió en horror cuando se dio cuenta de que le estaba haciendo daño. Se apartó de un salto maldiciéndose. Ésa no había sido su intención. Simplemente había reaccionado frente al bofetón que ella le dio.

Monty dejó caer sus manos.

—Vete a casa. Esto no es para ti.

El tono de su voz era el único indicio del esfuerzo que tuvo que hacer para refrenar su carácter.

—A ver si nos entendemos de una vez por todas —le espetó Iris, intentando pensar en su rabia más que en la atracción que existía entre ellos—. Yo no estoy bajo tu responsabilidad. Tampoco soy de tu propiedad. Iré a Wyoming, y tú no tienes nada que decir respecto a mí, mi hato, mi cuadrilla de hombres, ni nada de lo que yo haga.

Quería dejarlo ahí y marcharse sin decir una palabra más, pero no pudo. Parecía como si él hubiera recibido el impacto de su vida. Le había hecho daño. Merecía sentirse mal, pero todo había sido culpa suya tanto como de él. Si no le hubiera pedido con tanta insistencia que hiciera algo que no quería, si no lo hubiera hostigado…

—¡Por todos los demonios! —estalló una voz masculina—. ¿Qué estás haciendo aquí?

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