Inferno

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INFERNO I - INFERNO » XI. Inferno

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XI

INFERNO

Por fin, una tregua en mis suplicios. Instalado en un sillón, en el rellano del pabellón, paso horas contemplando las flores del jardín y reflexionando sobre el pasado. La calma que ha seguido a mi huida viene a probar que lo que me afectaba no era una enfermedad, y que he sido perseguido por unos enemigos. De día trabajo y de noche duermo tranquilo.

Liberado de la inmundicia, me siento rejuvenecer, contemplando las malvarrosas, las flores de mi juventud.

Y esta maravilla de París, desconocida por los parisienses, se ha convertido en mi parque. Es la creación entera, reunida dentro de los muros de este recinto, el Arca de Noé, el Edén reconquistado, y me paseo sin peligro por él, entre bestias feroces; es el colmo de la felicidad. Partiendo de los minerales, paso por el reino de las plantas y de los animales, para llegar al hombre, tras el que descubro al Creador. El Creador, ese gran artista que se desarrolla creando, hace esbozos que luego desecha, retoma ideas abortadas, perfecciona y multiplica las formas primitivas. Sin duda, todo es obra de su mano. A menudo, realiza progresos enormes inventando las especies, y es entonces cuando la ciencia constata lagunas, eslabones perdidos, y se imagina que las especies intermedias han desaparecido.

Entretanto, convencido de estar al amparo de mis perseguidores, mando mi dirección al Hotel Orfila, con el fin de volver a estar en comunicación con el mundo exterior, por medio de los envíos postales interrumpidos por mi huida.

Pero apenas abandono mi incógnito, se acabó la paz. Empiezan a suceder cosas inquietantes, y me siento oprimido por el mismo malestar de antes. Por lo pronto, en la habitación de la planta baja vecina a la mía, que estaba libre y sin muebles, ahora se amontonan objetos cuyo uso me resulta inexplicable. Un viejo señor, con unos ojos grises de oso y de aviesa mirada, trae a ella cajas de embalaje vacías, láminas de chapa y otros objetos indeterminados.

Se reinician por encima de mi cabeza, al mismo tiempo, los ruidos de la rue de la Grande-Chaumière; alguien hala cables, martillea, justo como si estuvieran preparando el montaje y la instalación de una máquina infernal como la de los nihilistas.

Luego, la propietaria del hotel, encantadora al principio de mi estancia, cambia de actitud, se pone a espiarme, me saluda de forma irritante.

Por si ello fuera poco, encima de mí, el primer piso cambia de inquilino. El viejo señor silencioso, cuyos pesados pasos me resultaban conocidos, ya no está. Rentista retirado, vive aquí desde hace años, y no es que se haya ido: sólo se ha mudado de habitación. Pero ¿por qué?

La doncella de servicio, que arregla mi habitación y me sirve la comida, me pone cara seria y me dirige a hurtadillas miradas de lástima.

Ahora, por encima de mí, hay una rueda que gira y gira todo el santo día.

¡Condenado a muerte! Ésta es mi firme impresión. ¿Por quién? ¡Por los rusos, los devotos, los católicos, los jesuitas, los teósofos! ¿Por qué motivo? ¿Por brujo o nigromante?

¡O bien por la policía! ¿Por anarquista? Es una imputación muy socorrida para quitarse de encima a enemigos personales.

En el momento que escribo esto, ignoro lo que sucedió aquella noche de julio en que la muerte cayó sobre mí, pero comprendo perfectamente y no olvidaré nunca jamás la lección que saqué de ello para el resto de mi vida.

Por más que sea algo admitido y reconocido, por todos los que están en el secreto, que aquello fue el resultado de una intriga urdida por manos humanas, no les guardo ningún rencor por ello, convencido como estoy ahora de que otra mano más fuerte movió las suyas, sin ellos saberlo, y a su pesar.

Por otra parte, admitiendo que no haya habido una intriga, sería yo quien, con mi imaginación, habría creado estos espíritus correctores para castigarme a mí mismo. A continuación, veremos hasta qué punto puede ser inverosímil esta suposición.

La mañana del último día, me levanto con una resignación que me gustaría calificar de religiosa; nada me une ya a la vida. He puesto orden en mis papeles, he escrito las cartas pertinentes y he quemado lo que era preciso destruir.

A continuación, me voy al Jardin des Plantes a despedirme de la Creación.

Los bloques de hierro magnético sueco que hay delante del Museo de Mineralogía me saludan de parte de mi patria. ¡Salve acacia de Robín, cedro del Líbano, monumentos de las grandes épocas de la ciencia aún viva!

Compro pan y cerezas para obsequiar a mi viejo amigo Martin, que me conoce personalmente, porque soy el único que le ha ofrecido cerezas a la hora de levantarse y de acostarse. Le traigo pan al joven elefante que me escupe a la cara una vez que se lo ha comido todo, joven y pérfido ingrato.

¡Adiós, buitres, habitantes del cielo encerrados en una jaula de barro, adiós bisonte, behemoth,[19] demonio encadenado; adiós, leones marinos, pareja bien avenida a la que el amor conyugal consuela de la pérdida del océano y de los grandes horizontes. ¡Adiós, piedras, plantas, flores, árboles, mariposas, pájaros, serpientes, adiós a todos vosotros, creados por la mano de un Dios de bondad! ¡Y vosotros, grandes hombres, Bernardin de Saint-Pierre, Linneo, Geoffroy Saint-Hilaire, Haüy, vosotros cuyos nombres se hallan escritos en letras de oro en el frontón del templo, adiós! ¡O mejor dicho, hasta la vista!

Abandono el paraíso terrenal, acordándome de las palabras sublimes de Serafita:

¡Adiós, pobre tierra, adiós!

De regreso al jardín del hotel, me huelo la presencia de alguien que ha llegado en mi ausencia. No le veo, pero le presiento.

Lo que aumenta mi agitación es el cambio evidente que se ha producido en la habitación contigua a la mía. Para empezar, hay una manta tendida de una cuerda, evidentemente para esconder alguna cosa. Sobre la repisa de la chimenea hay amontonadas pilas de placas metálicas separadas por unos travesaños de madera. Encima de cada pila, un álbum fotográfico, o un libro cualquiera está colocado a todas luces para dar una apariencia inocente a estas máquinas infernales, a las que quisiera designar como acumuladores.

Por si fuera poco, observo a dos obreros subidos a un tejado, en la rue Censier, justo enfrente de la casita donde estoy alojado. Me es imposible averiguar qué están haciendo allí arriba, pero lo cierto es que no quitan ojo a mi puerta vidriera, mientras manipulan unos objetos que no logro distinguir.

¿Por qué no me decido a poner pies en polvorosa? Porque soy demasiado orgulloso y lo que es inevitable es preciso padecerlo.

Me preparo, por tanto, para la noche. Me tomo un baño, esmerándome al máximo en que los pies me queden blancos, lo que me preocupa sobremanera, porque mi madre me enseñó desde niño que llevar los pies sucios es signo de deshonor.

Me arreglo la barba y perfumo mi camisa de boda, comprada tres años atrás, en Viena… El aseo del condenado a muerte.

Leo en la Biblia los salmos en que David clama para que caiga sobre sus enemigos la venganza de Iahvé.

¿Y qué decir de los salmos penitenciales? No, no tengo ningún derecho a arrepentirme, pues no he sido yo quien ha dirigido mi destino; nunca he hecho el mal por el mal, no lo he hecho más que para defender mi persona. Arrepentirse es criticar a la Providencia, que nos inflige el pecado como si se tratara de un sufrimiento con el fin de purificarnos por la repulsión que inspira toda mala acción.

Éste es para mí el ajuste de cuentas con la vida: ¡estamos en paz! ¡Si he pecado, palabra de honor, bien caro lo he pagado! ¡Sin ninguna duda! ¡Temer al infierno! Pero yo he atravesado sin rechistar los mil infiernos de esta tierra, cosa que ha provocado en mí el ardiente deseo de abandonar toda vanidad y los falsos placeres de este mundo que siempre he detestado. Nacido con la nostalgia del cielo, ya de niño lloraba por lo inmundo de la existencia, sintiéndome un extranjero desterrado entre mis parientes y en la sociedad.

Desde la infancia he buscado a Dios, y a quien en cambio he encontrado ha sido al diablo. En mi juventud, cargué con la cruz de Cristo, y he renegado de un Dios que se contenta con dominar a unos esclavos que se humillan ante sus verdugos.

Al bajar las cortinas de mi puerta vidriera, observo, en el salón privado, a un grupo de damas y caballeros que están tomando champán. Es evidente que se trata de extranjeros llegados esta noche. Pero aquí hay gato encerrado, pues muestran todos un aspecto serio, discuten, hacen planes, hablan entre sí en voz baja, como auténticos conspiradores. Para colmo de males, se vuelven en sus sillas y señalan con el dedo en dirección a mi habitación.

A las diez apago la lámpara, y me duermo, tranquilo, resignado como un agonizante.

Me despierto; un reloj de péndulo da las dos, una puerta se cierra y… yo salto de la cama, como arrebatado por una bomba aspiradora que me succionara el corazón. De pie, cae sobre mi nuca una ducha eléctrica, que me arroja al suelo.

Me incorporo, cojo mis ropas y salgo precipitadamente hacia el jardín, presa de las más horribles palpitaciones.

Una vez vestido, en lo primero que pienso es en ir a buscar al comisario de policía para que se realice un registro domiciliario.

Ahora bien, la puerta de la casa está cerrada, así como también la conserjería, avanzo a tientas, abro una puerta a la derecha y entro en la cocina donde hay encendida una lamparilla de noche. Derribo ésta y me quedo de pie, en la profunda oscuridad de la noche.

El miedo me hace recobrar la conciencia, y, guiado por el pensamiento de que si cometo un error estoy perdido, vuelvo a mi habitación.

Arrastro un sillón hasta el jardín y, sentado bajo la bóveda estrellada, pienso en lo sucedido.

¿Una enfermedad? Imposible, pues me sentía bien antes de abandonar mi incógnito. ¿Un atentado? Evidentemente, puesto que yo mismo he tenido ocasión de presenciar los preparativos. Por otra parte, aquí en el jardín, fuera del alcance de mis enemigos, me siento restablecido y mi corazón funciona a la perfección. Mientras hago estas cébalas, oigo a alguien toser en la habitación contigua a la mía. Al punto, desde la habitación superior, responde una tosecilla. Señales en apariencia, y semejantes precisamente a las que había oído durante la última noche en el Hotel Orfila. Me abalanzo hacia la puerta vidriera de la habitación de la planta baja con la intención de forzar la cerradura, pero en vano.

Fatigado por una inútil lucha contra los seres invisibles, me quedo postrado en el sillón donde el sueño se apiada de mí, de manera que me amodorro bajo las estrellas de una hermosa noche de verano, con el susurro de las malvarrosas, en medio de la suave brisa del mes de julio.

El sol me despierta y, dando gracias a la Providencia por haberme arrancado de las garras de la muerte, hago mis maletas para irme a Dieppe, donde encontraré refugio en casa de unos amigos míos, desatendidos igual que todos los demás, pero indulgentes y generosos para con los desheredados de la fortuna y los náufragos.

Cuando pregunto por la propietaria del hotel, me responden que no está visible, con la excusa de una indisposición. Debía de habérmelo esperado, pues estaba convencido de su papel de cómplice.

Al abandonar el hotel, lanzo una maldición a los malhechores e invoco al fuego celestial para que caiga sobre esta guarida de maleantes; con razón o sin ella, ¿quién puede saberlo?

En Dieppe, mis excelentes amigos se quedan espantados al verme subir la costanilla de la villa de las Orquídeas, con mi bolsa de viaje, repleta de manuscritos.

—¿De dónde viene usted, pobre desgraciado?

—Vengo del reino de la muerte.

—Me lo temía, con ese aspecto que trae usted de desterrado.

La buena y encantadora señora de la casa me toma de la mano y me lleva ante un espejo donde puedo contemplarme. El rostro negro del humo del ferrocarril, las mejillas hundidas, el pelo sudado y entrecano, los ojos de mirada despavorida, la ropa ennegrecida: estaba hecho una pena.

Cuando la amable señora, que me trataba como a una criatura enferma y abandonada, me dejó solo delante del espejo del aseo, me puse a examinar de cerca mi rostro. Reflejaban mis rasgos una expresión que me produjo espanto.

No era ni la muerte ni el vicio, sino algo bien distinto. Y de haber conocido yo a Swedenborg, la huella dejada por el espíritu maligno habría arrojado luz sobre mi estado anímico y sobre los acontecimientos de las últimas semanas.

Por el momento sentía horror y vergüenza de mí mismo, y me arrepentí de haberme mostrado ingrato con aquella familia que me había ofrecido, en otro tiempo, tanto a mí como a otros muchos náufragos, un puerto de salvación.

He sido traído aquí por las furias para mi penitencia. Es una hermosa casa de artista, un matrimonio bien avenido, en el que reina la felicidad conyugal, con unos hijos encantadores, lujo y limpieza, una hospitalidad sin límites, generosidad en las opiniones, un clima de belleza y de bondad, que me abrasa y me hace sentir a disgusto, como un condenado en el paraíso. Es aquí donde comienzo a descubrir que soy un condenado.

Ante mis ojos se despliega todo lo que la vida puede ofrecer de beatitud, todo cuanto yo he perdido.

Ocupo una buhardilla con vista a lo alto de la cuesta, donde hay un hospicio de ancianos. Por la noche descubro, apoyados contra el muro del recinto, a dos hombres que espían nuestra villa y que señalan con sus gestos el lugar donde está situada mi ventana. La idea de que soy perseguido por enemigos electricistas me obsesiona de nuevo.

Ocurría esto la noche del 25 al 26 de julio de 1896, y mis amigos han hecho todo lo posible por tranquilizarme; hemos visitado juntos todas las buhardillas vecinas a la mía, incluso el granero, para demostrarme de este modo que no hay nadie escondido con ningún avieso propósito. Pero, al abrir la puerta de un trastero, un objeto en sí indiferente me produce una impresión desalentadora. Es una piel de oso blanco utilizada como alfombra; pero sus fauces abiertas, sus caninos amenazantes, sus ojos vivos me incomodan. ¿Por qué había de encontrarse esa bestia allí, justo en ese momento?

Sin desvestirme, me acuesto sobre la cama, decidido a esperar que el toque fatal de las dos haya sonado.

Espero hasta medianoche, ocupado en la lectura. Ha pasado una hora, y la casa entera duerme tranquila. ¡Por fin dan las dos! ¡No sucede nada! Entonces, en un arranque de arrogancia, y con objeto de desafiar a los seres invisibles, quizá también con la intención de hacer un experimento de física, me levanto, abro las dos ventanas y enciendo dos velas. Sentado a la mesa detrás de los candeleros y ofreciéndome como blanco, a pecho descubierto, provoco a los desconocidos.

—¡Aquí me tenéis, imbéciles!

Entonces se deja sentir un efluvio, como eléctrico, primero débil. Miro la brújula que tengo preparada como testigo; pero no hay ni rastro de desviación y por consiguiente de electricidad.

Ahora bien, la tensión va en aumento, mi corazón late con fuerza; yo resisto, pero con la celeridad del rayo un fluido llena mi cuerpo, me ahoga y me succiona el corazón…

Me precipito escaleras abajo para ganar el salón de la planta baja, donde me habían preparado una cama provisional, por si tenía necesidad de ella. Acostado allí desde hace cinco minutos, reflexiono. ¿Se trata de radiaciones eléctricas? No, porque la brújula ha dicho que no. ¿Acaso de una enfermedad causada por el temor a las dos de la madrugada? Tampoco, puesto que lo que no me faltaba era valor para hacer frente a los ataques. ¿Por qué, entonces, encendí las velas que atrajeron el fluido desconocido del que he sido víctima?

Sin respuesta, en un laberinto sin salida, me esfuerzo por dormir; pero entonces me asalta una descarga como si fuera un ciclón, me arranca de la cama y la caza vuelve a empezar. Me escondo tras la pared, me pongo debajo de la chambrana de las puertas, delante de las chimeneas. Por todas partes, todas, las furias dan conmigo. Me vence la angustia moral, el pánico se apodera de mí, a propósito de todo y de nada, de modo que huyo de habitación en habitación, para acabar buscando refugio en el balcón donde me quedo acurrucado.

La mañana de un gris amarillento y las nubes de color sepia, que adoptan extrañas y monstruosas formas, no hacen sino aumentar mi desesperación. Me voy al estudio de mi amigo el pintor y, acostado sobre la alfombra, cierro los ojos. Cinco minutos más tarde, me despierto a causa de un ruido exasperante. Un ratón me está mirando con la evidente intención de acercarse. Yo lo ahuyento, pero él regresa con otro. ¿Acaso tengo, Dios mío, un delirio etílico, sin haber abusado del vino durante estos tres últimos años? (Al día siguiente, me cercioré de la existencia de ratones en el estudio. Una coincidencia, por tanto, pero ¿preparada por quién y con qué objeto?)

Cambio de sitio y me acuesto sobre la alfombra del vestíbulo. El sueño misericordioso desciende sobre mi espíritu atormentado y pierdo la conciencia del dolor, durante tal vez una media hora.

Un grito claramente articulado: «¡Alp!», me despierta de sobresalto. «¡Alp!» es el nombre alemán para decir «pesadilla». «¡Alp!» es la palabra trazada por las gotas del temporal caídas sobre mi papel en el Hotel Orfila.

¡Quién ha gritado eso! Nadie, puesto que todos los habitantes de la casa están dormidos. ¡Una broma diabólica! Una metáfora poética que acaso encierra toda la verdad.

Vuelvo a subir la escalera hasta mi buhardilla, las velas se han consumido, reina el silencio.

Entonces suena el ángelus: es el día del Señor.

Tomo el devocionario romano y leo: ¡De profundis clamavi ad te, Domine! Luego, consolado, caigo sobre la cama como un muerto.

Domingo, 26 de julio de 1896. Un ciclón devasta el Jardin des Plantes. Los periódicos traen los detalles que me interesan particularmente, no sabría decir por qué. Será hoy cuando el globo de André haga su ascensión hacia el Polo Norte; pero los pronósticos son de mal augurio. El ciclón ha hecho caer ya varios globos que se habían elevado en diferentes lugares, y son varios los aeronautas que han perdido la vida. Élisée Reclus se ha roto una pierna. Asimismo, un tal Pieska se ha suicidado en unas circunstancias extraordinarias, eviscerándose a la manera de los japoneses: un drama sangriento.

Al día siguiente abandono Dieppe, esta vez bendiciendo la casa cuyas alegrías legítimas se vieron ensombrecidas por mis angustias.

Al seguir rechazando la idea de una intervención de las potencias espirituales, me imagino que estoy afectado de una enfermedad nerviosa. Iré por dicho motivo a Suecia, a ver a un médico amigo.

Como recuerdo de Dieppe, me llevo conmigo una piedra que es una especie de mineral de hierro, de forma trifoliada como un vitral ojival, y con el emblema de la cruz de Malta. Me la dio un niño que se la encontró en la playa. Además me contó que este tipo de piedras caen del cielo y son posteriormente arrojadas a la playa por las olas.

Me gusta creer en su explicación, y conservo el regalo, como un talismán cuyo significado me resulta todavía misterioso.

(En la costa de Bretaña, los ribereños recogen, tras las tormentas, piedras en forma de cruz que parecen de oro. Es un mineral llamado estaurolita.)

La pequeña ciudad está situada al sur de Suecia, a orillas del mar: es un viejo refugio de piratas y contrabandistas que conserva huellas exóticas de las cuatro partes del mundo, dejadas por unos marinos que lo circunnavegaban.

Por este motivo, la vivienda de mi médico presenta el aspecto de un verdadero monasterio budista. Las cuatro alas del edificio, de una sola planta, circunscriben un patio cuadrangular en medio del cual se encuentra un edificio en forma de cúpula, que hace pensar en la tumba de Tamerlán en Samarcanda. La estructura y la cubierta de la cumbrera de tejas chinas recuerdan el Lejano Oriente. Una apática tortuga se arrastra por el pavimento y se pierde entre las hierbas en una especie de nirvana contemplativo, prolongado hasta el infinito.

Un macizo de rosas de Bengala adorna el muro exterior del ala de poniente que yo ocupo, solo. Entre ese patio y los dos jardines se pasa por un corral, con un castaño y algunas gallinas negras en perpetuo alboroto: es una especie de pasillo oscuro y húmedo.

En el jardín de recreo hay un pabellón de verano revestido de aristoloquias y con forma de pagoda.

Este monasterio, compuesto de innumerables estancias, está habitado por un solo y único individuo, el director del hospital del distrito. Viudo, solitario, independiente, ha conocido la dura escuela de la vida y de los hombres, a los que desprecia con ese desprecio enérgico y noble al que conduce un conocimiento profundo de la inutilidad de todo, incluido el propio yo.

La entrada de este hombre en el escenario de mi vida fue de un carácter tan inesperado que me gustaría incluirla entre uno de los grandes lances ex machina que a veces depara la vida.

En efecto, cuando nos encontramos después de mi estancia en Dieppe, me miró fijamente con una mirada escrutadora, y exclamó de repente:

—Pero ¿qué te pasa? ¡Te veo taciturno! ¡Bien! Sin embargo, seguro que hay algo más detrás de todo eso. Tienes una mala cara que no te había visto nunca. ¿A qué te has entregado? ¿A desenfrenos, vicios, ilusiones perdidas, religión? ¡Cuéntamelo todo, amigo!

Pero yo no suelto prenda, porque la primera idea que acude a mi desconfiada mente es que él está prevenido contra mí, que ha recibido información y que van a internarme.

Yo pretexto nerviosismo, insomnios, pesadillas, y luego nos ponemos a hablar de todo un poco.

Instalado en mi pequeño apartamento, observo en seguida la cama de hierro a la americana con sus cuatro pilares rematados por bolas de latón, que se asemejan a los conductores de una máquina eléctrica. Añadid a ello un somier elástico, hecho con muelles en espiral de cobre, análogos a las espirales de la bobina de Rumkhorff, y podéis imaginaros mi furor ante semejante azar diabólico. Imposible pedir un cambio de cama, so pena de resultar sospechoso de demencia. A fin de asegurarme de que no hay nada escondido por encima de mi cabeza, subo al granero. Para colmo de infortunios, allí arriba no hay más objeto que una enorme red metálica, que está enrollada y situada justo encima de mi cama. Esto, me digo, es un acumulador. En caso de tormenta, muy frecuentes aquí, la red de hierro atraerá el rayo y yo descansaré sobre el conductor, pero no me atrevo a decir nada. Al mismo tiempo, el ruido de una máquina me inquieta. Desde mi partida del Hotel Orfila me persigue un zumbido en los oídos, algo así como el paleteo de una rueda hidráulica.

Dudando de la realidad de este ruido, pregunto de qué se trata.

—Es la prensa de la imprenta de aquí al lado.

Todo tiene una explicación muy simple, pero tanta simplicidad en los medios utilizados para volverme loco me espanta.

Y llega la pavorosa noche. El cielo está cubierto, el aire cargado; se espera una tormenta. Yo no me atrevo a acostarme, y me paso dos horas escribiendo cartas. Muerto de cansancio, me desnudo y me meto en la cama. Un horrible silencio reina en la casa cuando apago la lámpara. Siento que alguien en la sombra me acecha, me roza, me palpa el corazón, y succiona.

Sin esperar más, salto de la cama, abro la ventana y me precipito hacia el patio; pero hay allí unos rosales, y mi camisa no me protege del todo de la flagelación de las espinas. Desgarrado, ensangrentado, atravieso el patio, y, con los pies descalzos, despellejados por los guijarros, arañado por los cardos y las ortigas, deslizándome sobre objetos desconocidos, alcanzo la puerta de la cocina que da al piso del médico. ¡Llamo! Ninguna respuesta. Sólo entonces caigo en la cuenta de que llueve. ¡Oh, perra vida! ¿Qué he hecho yo para merecer estos tormentos? ¡No cabe duda de que es el infierno! ¡Miserere! ¡Miserere!

¡Llamo una y otra vez!

Es verdaderamente curioso que nunca haya nadie cuando me atacan. Siempre tienen alguna coartada; ¡así pues, es un complot del que son todos cómplices!

Finalmente, se oye la voz del doctor:

—¿Quién hay?

—¡Soy yo, que estoy enfermo! ¡O abres o no lo cuento!

Abre.

—¿Qué te pasa?

Yo empiezo mi relato con el atentado de la rue de la Clef, que atribuyo a los enemigos electricistas.

—¡Calla, desgraciado! Lo que te pasa es que estás mal de la cabeza.

—¡Pero qué dices! Somete a examen mi inteligencia; lee lo que escribo todos los días, y que me publican…

—¡Chitón! ¡Ni una palabra de todo esto a nadie! ¡Los boletines de los manicomios están llenos de estas historias de electricistas!

—¡Lo que me faltaba! ¡Me importan tan poco todos vuestros boletines que, para acabar con esto de una vez, mañana mismo iré al manicomio de Lund para someterme a un examen!

—¡Entonces, acabarás mal! ¡Ni una palabra más, y ve a acostarte aquí al lado!

Yo insisto y exijo que me escuche. Él se niega, no atiende a razones.

Una vez solo, me pregunto: ¿es posible que un amigo, un hombre honesto, que ha permanecido ajeno a todo sucio cambalache, haya podido terminar su honorable carrera cediendo a la tentación? Pero ¿tentación de quién? No tengo respuesta; sin embargo, las suposiciones no faltan.

Every man has his price, ¡todo hombre tiene su precio! Ahora bien, en este caso, ha sido necesaria una fuerte suma, proporcional a su honestidad. Pero ¿con qué objeto? ¡Por una venganza vulgar y corriente no se paga un precio tan alto! ¡Es preciso que exista un gran interés! ¡Precisamente! ¡Claro, eso es! Yo he fabricado oro, el doctor lo ha reconocido a medias, pero hoy ha negado haber reproducido mis experimentos que yo le había comunicado por carta. Por más que lo ha negado, yo he encontrado muestras hechas por él, que andan tiradas por el suelo del patio. ¡Así pues, ha mentido!

Por otra parte, esta misma noche se ha extendido sobre las consecuencias funestas que acarrearía para la humanidad el hecho de que la fabricación de oro se viera confirmada. Una bancarrota universal, un desorden generalizado, la anarquía, el fin del mundo.

—¡Habría que acabar con su inventor! —han sido sus últimas palabras.

Y luego, conociendo la situación económica de mi amigo, que es bastante modesta, me he quedado asombrado al oírle hablar de la próxima compra de la propiedad en que habita. Endeudado, casi en situación apurada, sueña con convertirse en propietario.

Todo concuerda para hacerme sospechar de mi buen amigo.

¡Manía persecutoria! De acuerdo, pero ¿dónde está el artesano que forja los eslabones de estos silogismos infernales?

«¡Habría que acabar con él!», es el último pensamiento que consigo fijar en mi mente en medio de mi tormento, antes de dormirme, hacia la salida del sol.

Hemos comenzado un tratamiento a base de agua fría, y he cambiado de habitación. Ahora duermo bastante tranquilo, salvo cuando se produce alguna recaída.

Una tarde, el doctor repara en el devocionario que hay encima de mi mesilla de noche y se pone furioso:

—¡De nuevo con la dichosa religión! Esto es un síntoma, ¿entendido?

—¡O una necesidad como otra cualquiera!

—¡Basta! No soy ningún ateo, pero creo que el Todopoderoso no quiere saber ya nada de la intimidad de otro tiempo. Se acabaron las zalamerías con el Padre Eterno, y yo me atengo al principio de los mahometanos que aconseja sólo resignación para sobrellevar la carga de la existencia.

Grandes palabras, de las que yo extraigo algunos granos de oro.

Él me priva del devocionario y de la Biblia.

—Lee cualquier otra cosa, aunque sea de menor interés, historia universal, mitología y déjate de ideas vacuas. Y ante todo una cosa: ¡ojo con el ocultismo, la ciencia abusiva! Está prohibido fisgar en los secretos del Creador, y ¡ay de aquellos que los descubran!

Cuando yo le objeto que en París se ha creado una escuela ocultista, él vocifera:

—¡Pobres de ellos!

Por la noche, me trae la Mitología germánica de Victor Rydberg, pero sin segundas intenciones, estoy convencido.

—Aquí tienes unas historias totalmente soporíferas. Esto es más efectivo que el sulfonal.

Si mi excelente amigo hubiera sabido qué mecha iba a prender, habría preferido…

La Mitología en dos volúmenes, mil páginas en total, se abre sola entre mis manos, por así decirlo, y mi mirada se fija al punto en las líneas siguientes, grabadas en mi memoria con letras de fuego:

Según la leyenda, Bhrigu, habiendo sido instruido por su padre, se ensoberbeció hasta tal punto que se imaginó que excedía en saber a su mismo maestro. Éste le mandó a los infiernos, donde tuvo, para humillación suya, que asistir a mil horribles espectáculos que nunca sospechara.

Así que se trataba de eso, del orgullo, de la presunción, hybris (üβþiç), castigado por mi padre y mi maestro. Y yo me encontraba en el infierno, arrojado allí por las potencias. ¿Quién era, pues, mi maestro? ¿Swedenborg?

Continúo hojeando el libro milagroso:

En esta fábula se compara el mito germánico de los campos de espinos que flagelan los pies de los injustos…

¡Basta, basta! ¡Sólo faltaban las espinas! ¡Esto es demasiado!

¡No cabe ya ninguna duda, estoy en el infierno! Y, en verdad, la realidad confirma de una manera tan plausible esta fantasía, que acabo por darle crédito.

El doctor me parece dividido entre los sentimientos más encontrados. Unas veces se preocupa, me mira de reojo y me trata con una brutalidad vejatoria; otras, desgraciado como es él también, me cuida y me consuela como a un niño enfermo. Otras veces, se alegra de poder tratar a patadas a un hombre de mérito al que estimara en otro tiempo. Entonces, adopta el papel de verdugo y me sermonea: «Hay que trabajar, eliminar de uno toda ambición exagerada; hay que cumplir con los deberes hacia la patria y la familia. Dejar la química, que es una quimera, pues hay muchos especialistas competentes, eruditos profesionales que saben lo que se traen entre manos…»

Un buen día me propuso escribir en el último de los periodicuchos de Estocolmo.

—¡Eso da dinero!

Yo le replico que no tengo necesidad de hacer artículos para el último de los periódicos de Estocolmo, cuando el primer periódico de París y del mundo ha aceptado colaboraciones mías.

Entonces él se hace el escéptico y me trata de farsante, por más que haya leído mis artículos en Le Fígaro y que él mismo hiciera traducir mi primer artículo de fondo publicado en París en el Gil Blas.

No le guardo rencor: simplemente ha representado el papel que le ha asignado la Providencia.

Me esfuerzo por reprimir un odio naciente contra ese demonio improvisado, y maldigo al destino que trata de trocar en ingratitud mi reconocimiento hacia un amigo generoso.

Existen simples nimiedades que renuevan sin cesar mis sospechas sobre las malévolas intenciones del médico.

Hoy ha llevado a la terraza que da al jardín unas hachas, unas sierras, unos martillos totalmente nuevos que no sirven para nada. En su dormitorio tiene dos fusiles y un revólver, y, en un pasillo, otra colección de hachas, demasiado grandes para ser de alguna utilidad en casa. ¡Qué satánico azar que todo este instrumental de tortura se halle expuesto a mi vista! Me inquieta por su inutilidad y su carácter insólito.

Mis noches se han vuelto bastante tranquilas, mientras que el doctor comienza a dar paseos alarmantes. Es así como he sido despertado por un disparo de fusil en medio de una noche oscurísima. Discreto, finjo no haber oído nada. A la mañana siguiente, él explica el asunto, alegando que una bandada de urracas que venían al jardín perturbaban su sueño.

Otra noche es la mujer de servicio la que profiere roncos gritos a las dos de la madrugada. Y otra, es también el doctor el que se pone a gemir, invocando al «Señor Sabaoth».[20]

¿Estoy en una casa embrujada? ¿Y quién me ha mandado aquí?

No puedo dejar de sonreírme al observar que la pesadilla que me obsesionaba hace presa en mis carceleros. Pero la alegría impía no tarda en verse castigada. Me sorprendió un horrible ataque, y un síncope me despertó de sobresalto al oír unas palabras que he anotado en mi diario. Una voz desconocida exclama: «Luthardt el Droguero».

¡Droguero! ¿Acaso me estaban envenenando lentamente con alcaloides que provocan delirios, tales como el beleño, el hachís, la digitalina, la estramonina?

No lo sé; pero a partir de ese momento mis sospechas se redoblan.

No se atreven a matarme, únicamente quieren volverme loco, mediante artimañas, para luego hacerme desaparecer en un sanatorio mental. Algunos indicios delatan cada vez más al doctor. Descubro que ha desarrollado mi síntesis del oro, de manera que sabe de ello más incluso que yo mismo. Por otra parte, todo cuanto dice se ve momentos después contradicho, y, ante sus mentiras, mi fantasía se desboca y rebasa los límites de lo razonable.

El 8 de agosto, me paseo por la mañana fuera de la ciudad. Cerca de la calzada hay un poste telegráfico que canta: me acerco a él, aguzo el oído y me quedo como hechizado. Al pie del poste hay una herradura caída al azar. La recojo como un buen augurio y me la llevo a casa.

10 de agosto.— Al anochecer, doy las buenas noches al doctor cuyo comportamiento en estos últimos días me ha inquietado más que nunca. Misteriosamente, ha estado luchando consigo mismo: tiene el rostro lívido, los ojos mortecinos. Se pasa todo el día cantando o silbando; una carta que ha recibido le ha impresionado vivamente.

Por la tarde, tras haber hecho una operación, vuelve a casa, con las manos ensangrentadas, trayendo un feto de dos meses. Tenía toda la pinta de un carnicero y habla de modo desagradable sobre la madre que acababa de abortar.

—¡Matar a los débiles y proteger a los fuertes! ¡Basta ya de esta piedad que no hace sino que la humanidad degenere!

Ha conseguido horrorizarme, y tras intercambiar un «buenas noches» en la puerta que separa nuestras dos habitaciones, continúo espiándole. En primer lugar, sale al jardín sin que yo pueda oír qué es lo que hace. Luego, entra en la terraza de al lado de mi dormitorio, y se instala allí. Maneja un objeto bastante pesado y da cuerda a un resorte que no pertenece a un reloj. Todo lo hace de manera subrepticia, indicio de que se anda con subterfugios o con sucios manejos.

A medio desvestir, de pie e inmóvil, conteniendo la respiración, aguardo el resultado de todos estos misteriosos preparativos.

Entonces, a través del tabique que hay tocando a mi cama, el consabido y bien conocido fluido irradia, me palpa el pecho y busca mi corazón. La tensión aumenta… yo cojo mis ropas, me deslizo por la ventana y voy a vestirme lejos, del otro lado de la puerta.

Y heme aquí una vez más en la calle, en el arroyo, dejando detrás de mí el último refugio, al único amigo. Sigo adelante, sin objeto; luego, recobrando el sentido, me voy directo a ver al médico de la ciudad. Es preciso llamar, esperar y preparar una justificación, sin acusar a mi amigo.

Por fin, apareció el médico. Yo me excusé por mi visita nocturna; pero los insomnios y los síncopes de un enfermo que había perdido la confianza en su médico, etc. El excelente amigo, cuya hospitalidad había yo aceptado, me había tratado de enfermo imaginario y no había querido escucharme.

Entonces, y como si hubiera estado esperando mi visita, el doctor me invita a tomar asiento, me ofrece un cigarro y un vaso de vino.

Para mí es una liberación el verme recibido como una persona digna, tras haber sido maltratado como un miserable idiota. Nos quedamos hablando por espacio de dos horas, y el médico se me revela un verdadero teósofo a quien yo puedo confesarle todo sin comprometerme.

Finalmente, un poco después de medianoche, me levanto para ir en busca de un hotel. El doctor me aconseja que vuelva a la casa.

—¡Eso nunca! ¡Sería capaz de asesinarme!

—¿Y si yo le acompañara?

—Siendo así, afrontaremos juntos el fuego enemigo. Pero él jamás me lo perdonará.

—¡Vayamos, de todas formas!

Así pues, vuelvo sobre mis pasos y, al encontrar la puerta cerrada, llamo.

Cuando, al cabo de un minuto, mi amigo abre, soy yo quien me siento dominado por la piedad. Él, el cirujano, acostumbrado como está a hacer sufrir sin la menor compasión, el profeta del crimen premeditado, tiene un aspecto lastimoso, pálido como un cadáver; tiembla y balbucea, y, a la vista del doctor que tengo detrás de mí, se viene abajo, presa de un terror que me espanta más que todos los horrores precedentes.

¿Es posible que este hombre hubiera premeditado un asesinato y temiera ser descubierto? Sin duda no, y rehúyo este pensamiento por innoble.

Tras algunas frases banales y, por mi parte, de unas palabras casi de broma, nos separamos para ir a acostarnos.

Suceden en la vida cosas tan horribles que el alma se niega a guardar en el momento huella de ellas; pero la impresión permanece y no tarda en reproducirse con fuerza irresistible.

Así, de vuelta a casa, me acuerdo de pronto de una escena que ha tenido lugar en el salón del doctor durante la visita de la noche.

El doctor me deja para ir a buscar vino: al quedarme solo, observo un armario de paneles cuya madera labrada, no sé de cierto, si era de nogal o de olmo.

Como de costumbre, las vetas de la madera dibujaban rostros. Ahora bien, aquí apareció una cabeza de macho cabrío de magistral factura, y al punto le volví la espalda. Era el mismísimo Pan, según la tradición antigua. Pan, al que más tarde la Edad Media transformó en Satán: ¡era sin duda él! Me limito aquí a dejar constancia del hecho; el médico, propietario del armario, prestaría un gran servicio a la ciencia oculta haciendo fotografiar el panel. El doctor Marc-Haven, en L’Initiation (de noviembre de 1896), se ha ocupado de tales fenómenos, muy comunes en todos los reinos de la naturaleza, y recomiendo al lector que observe detenidamente el rostro dibujado en el caparazón del cangrejo.

Como consecuencia de esta aventura, estalla una hostilidad abierta entre mi amigo y yo. Él me da a entender que no soy más que un haragán, y que mi presencia allí está de más. Yo le respondo que estoy dispuesto a instalarme en un hotel, en espera de unas cartas urgentes. Entonces, él se hace el ofendido.

En realidad, no puedo irme de allí por falta de dinero, y por otra parte presiento un cambio inminente en mi destino.

Ahora bien, he recuperado la salud, duermo tranquilo por las noches, trabajo de día.

La hostilidad de la Providencia parece estar en suspenso, y mis esfuerzos se ven recompensados por el éxito en todos los aspectos. Si cojo al azar un libro en la biblioteca del doctor, siempre encuentro la explicación que busco. Así, en un viejo tratado de química, doy con el secreto de la fabricación del oro, de manera que ahora puedo probar mediante la metalurgia, a base de cálculos y analogías, que he fabricado oro, y que siempre se ha fabricado cuando se ha creído extraerlo de los minerales.

Envío una memoria que he escrito sobre este asunto a una revista francesa que la imprime de inmediato. Me apresuro a enseñarle el artículo al doctor que, no pudiendo negar el hecho, me toma ojeriza.

Entonces, me veo obligado a reconocer que ya no es amigo mío, si mis éxitos le contrarían.

12 de agosto.— Compro un álbum en la librería. Es una especie de libreta de apuntes de cuero repujado y dorado, con una encuadernación de lujo. Me llama la atención el dibujo, y —cosa rara— constituye un presagio cuya interpretación daré más adelante. Se trata de una composición artística que representa: a la izquierda, el cuarto creciente de la luna rodeado de una rama florida, tres cabezas equinas (trijugum) naciendo de la luna; por encima hay una rama de laurel, y debajo, tres espigas (tres veces tres); a la derecha, una campana de la que brotan unos florones, una rueda en forma de sol, etcétera.

13 de agosto.— He aquí el día predicho por el reloj de péndulo del boulevard Saint-Michel. Espero un incidente cualquiera, pero en vano, y sin embargo estoy seguro de que, en alguna parte, ha sucedido algo cuyos resultados me serán comunicados dentro de poco.

14 de agosto.— En la calle, recojo la hoja de un almanaque de oficina que lleva impresa en grandes caracteres: 13 de agosto (la fecha del reloj de péndulo). Por encima, en minúsculas: «Nunca hagas a escondidas lo que no harías en público.» (¡La magia negra!)

15 de agosto.— Carta de mi mujer. Se compadece de mi destino; me sigue queriendo y espera para nuestra hija un feliz cambio de situación. Sus padres, que en otro tiempo me odiaban, ahora no son insensibles a mis padecimientos, y me invitan a ir a ver a mi hija, ese ángel que vive en el campo, en casa de sus abuelos.

¡Es la llamada de la vida! Mi hija, mi niña, ocupa para mí el primer lugar en mi corazón, antes incluso que mi esposa. ¡Abrazar a la pobre inocente a quien quise hacer daño, pedirle perdón, alegrarle la existencia con las pequeñas atenciones de un padre ávido de prodigar su afecto, del que ha sido avaro desde hace años! Comienzo a renacer, me despierto por fin de un mal sueño, y comprendo la benévola voluntad del severo Maestro, que me ha castigado con mano dura e inteligente. Ahora comprendo las palabras oscuras y sublimes de Job: «¡Dichoso el hombre a quien Dios castiga!»

La felicidad: porque, de «los demás», no se preocupa.

No sé si allá en el Danubio voy a encontrar a mi mujer, y ello me resulta casi indiferente, debido a una indefinible incompatibilidad de caracteres, y sin embargo preparo mi peregrinaje, lo suficientemente consciente de que se trata de un viaje de penitencia y de que me están reservados nuevos calvarios.

Treinta días de tormentos, hasta que se abren las puertas de la cámara de torturas. Abandono a mi amigo y verdugo sin la menor amargura. No ha sido para mí sino el flagelo de la Providencia.

¡Dichoso el hombre a quien Dios castiga!…

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