Inferno

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INFERNO I - INFERNO » XII. Beatriz

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XII

BEATRIZ

Un coche de punto me lleva de la estación de Stettin a la de Anhalt, en Berlín. El trayecto de media hora me parece una verdadera ordalía, pues a tal punto hieren mi corazón los recuerdos que de allí guardo. En primer lugar, paso por la calle donde vivía mi amigo Popoffsky con su primera mujer, desconocido o, mejor dicho, ignorado, luchando contra la miseria y las pasiones. Ahora la mujer está muerta y también el hijo, en esa casa de la izquierda; nuestra amistad se ha transformado en odio cerval.

Aquí, a la derecha, la cervecería de los artistas y de los escritores, escenario de tantas orgías intelectuales y amorosas.

Allí, la Cantina Italiana donde me daba cita con mi prometida de entonces, hace de ello tres años: fue en ese lugar donde dilapidamos en vino Chianti mis primeros derechos de autor, ganados en Italia.

Allí, Schiffbauerdamm con la pensión Fulda, donde vivimos como recién casados. Y aquí, mi teatro, mi librero, mi sastre, mi boticario.

¡Qué fatal instinto impulsa al cochero a conducirme por esta via dolorosa, empedrada de recuerdos enterrados que, a esta hora nocturna, resucitan como si de aparecidos se tratase! No me explico por qué toma expresamente por esta callejuela, donde se encuentra nuestro café, el Cochinillo Negro, célebre en otro tiempo como residencia predilecta de Heine y de E. T. A. Hoffmann. El patrón está también allí, en la puerta, bajo el monstruo que le sirve de enseña. ¡Me mira sin verme! Y, durante apenas un segundo, la araña del interior refleja los rayos coloreados por las cien botellas del escaparate y me hace revivir un año de mi vida, el más lleno de tristezas y alegrías, de amistad y de amor. Al mismo tiempo, siento vivamente que todo ello ha terminado y que es preciso que permanezca enterrado para dejar paso a algo nuevo.

Tras haber hecho noche en Berlín, me despierto por la mañana, y, por encima de los tejados, un resplandor rosado, de un rosa encarnado, me saluda por la parte del cielo que da a Oriente. Entonces me acuerdo de haber observado ya este color rosa en Malmö, la víspera de mi partida. Dejo este Berlín convertido en mi segunda patria, donde pasé mi segunda primavera, y la última. ¡En la estación de Anhalt, abandono, con mis recuerdos, toda esperanza de una nueva primavera y de un amor que no volverán ya nunca más, nunca más!

Después de pernoctar en Tabor, adonde el resplandor rosado me persigue, desciendo en dirección al Danubio por la selva de Bohemia. Muere allí el ferrocarril, y me adentro en coche por esta región baja que sigue el Danubio hasta Grein; avanzo entre manzanos y perales, trigales y verdes prados. Entonces descubro a lo lejos, en una colina de la margen opuesta del río, la iglesuela que no he visitado nunca, pero que constituye el punto culminante del paisaje que se extiende delante de la casita donde nació mi hija, ese mes de mayo imborrable, hace de ello dos años. Recorro pueblos, dejo atrás aldeas y monasterios, y, a lo largo del camino, encuentro innumerables capillas expiatorias, calvarios, exvotos, monumentos conmemorativos de accidentes, de rayos, de muertes repentinas. Y sin duda, al término de este peregrinaje, allí, a lo lejos, me esperan las doce estaciones del Gólgota.

El Crucificado, coronado de espinas, me saluda a cada centenar de pasos, me alienta, y me invita a tomar la cruz y el martirio.

Ahora mortifico mi carne, tratando de convencerme de antemano de que Ella no estará allí, lo que yo ya sabía.

Y ahora que no está mi mujer para evitar las trifulcas familiares, preciso será que sufra las represalias de sus ancianos padres, a los que abandoné en unas circunstancias ofensivas, incluso negándoles el saludo de despedida. Llego, pues, resignado a ser castigado, con tal de conseguir la paz, y, una vez pasados el último pueblo y el último crucifijo, presiento los suplicios del condenado.

Había dejado yo a una criatura de seis semanas, y me encuentro a una chiquilla de dos años y medio. En el primer encuentro, me escruta hasta el fondo del alma, con mirada seria pero no severa, aparentemente para ver si vengo por ella o por su madre. Tranquilizada, se deja dar un beso, y me echa los bracitos al cuello.

Es el despertar a la vida terrenal del doctor Fausto; pero más dulce y más puro: no ceso de llevar a mi querida hijita en brazos y de sentir latir su corazoncito contra el mío. Amar a un hijo es, para un hombre, como afeminarse; es renunciar al macho, sentir el amor asexuado de los coeliokys, como los llama Swedenborg. Así comienza mi educación para el cielo. ¡Pero lo primero de todo es la expiación!

La situación, en dos palabras, es la siguiente: mi mujer vive en casa de su hermana casada, porque la abuela, en posesión de la herencia, se ha jurado conseguir la disolución de nuestro matrimonio, de tanto como me odia por mi ingratitud y por otros motivos. Yo soy el bienvenido para mi hija, que no puede dejar de ser nunca mía, y soy el huésped de mi suegra por un tiempo indefinido. Acepto la situación tal como es, y gustosamente. Mi suegra me lo ha perdonado todo, con ese espíritu conciliador y sumiso de la mujer profundamente religiosa.

1 de septiembre de 1896.— Ocupo el aposento donde mi mujer ha pasado estos dos años de separación. Es aquí donde ella ha sufrido, mientras que yo pasaba mis suplicios en París. ¡Pobre, pobre mujer! ¿Es el castigo por el crimen que cometimos al tomamos a broma el amor?

Por la noche, a la hora de la cena, he aquí lo que sucede. Con el fin de ayudar a mi hija que no puede servirse sola, le cojo la mano, muy suavemente, con la más afectuosa de las intenciones. Ella pone el grito en el cielo, retira su mano y me dirige una mirada de horror. Y, al preguntarle la abuela qué es lo que sucede, ella responde:

—¡Me hace daño!

Desconcertado, soy incapaz de proferir una sola palabra. Si causo daño deliberadamente, ¿cuánto no causaré sin querer?

Por la noche, sueño con un águila que m& desgarra la mano, en castigo por un crimen desconocido.

Por la mañana, viene a verme mi hija, tierna, amorosa, cariñosa. Se toma el café conmigo y se instala en mi escritorio, donde le enseño unos libros ilustrados.

Somos ya buenos amigos, y mi suegra está encantada de recibir ayuda en la educación de la pequeña.

Por la noche, tengo que asistir al momento en que mi ángel se acuesta y dice sus oraciones. Ella es católica, y cuando me exhorta para que rece y me santigüe, yo me quedo sin respuesta, porque soy protestante.

2 de septiembre.— Alarma general. La madre de mi suegra, que vive a orillas del río, a unos pocos kilómetros de aquí, quiere lanzar una orden de expulsión contra mí. Quiere que me largue de inmediato y amenaza con desheredar a su hija en caso de desobediencia. La hermana de mi suegra, una buena mujer separada también de su marido, me invita a su casa en el pueblo vecino, en espera de que se calme la tempestad. Viene a buscarme con este propósito para llevarme a su casa. Subimos una colina de dos kilómetros; una vez llegados a la cima, descubrimos abajo un valle de forma redondeada, encajonado, donde innumerables colinas, erizadas de bosques de abetos, se alzan cual cráteres volcánicos. En el centro de este embudo está el pueblo con su iglesia y, en lo alto de la escarpada montaña, el castillo, al estilo de los burgos medievales; encajonados aquí y allá hay campos y prados, bañados por un arroyo que se hunde en una garganta bajo la fortaleza.

Impresionado al punto al ver este extraño paisaje, único en su género, me asalta la idea de haberlo visto ya antes; pero ¿dónde?, ¿dónde?

¡En la cubeta de cinc del Hotel Orfila! Dibujado por el óxido de hierro. ¡Es el mismo paisaje, sin lugar a dudas!

Mi tía se apea conmigo en el pueblo donde dispone de un piso con tres habitaciones, en un gran edificio que alberga una panadería, una carnicería y una taberna. La casa está provista de pararrayos, porque, hace un año, un rayo prendió fuego al granero. Cuando la buena de mi tía, mujer de corazón piadoso, igual que su hermana, me introduce en la habitación que me ha sido destinada, yo me detengo en la puerta, emocionado como ante una visión. Las paredes están pintadas de rosa, de un rosa como el de las auroras que me han obsesionado durante mi viaje. Las cortinas son de color rosa, y las ventanas adornadas de flores dejan entrar una luz coloreada. Reina aquí una maravillosa limpieza, y la cama a la antigua, con su baldaquino sostenido por cuatro columnas, es el lecho de una virgen. Toda la habitación, con el tipo de mobiliario, es un poema, inspiración de un alma que no vive más que a medias en este mundo. No hay ningún Crucificado: pero sí está la Virgen María, y una benditera protege la entrada contra los malos espíritus.

Me domina un sentimiento de vergüenza, temeroso de mancillar esta fantasía de un corazón puro que ha levantado este templo a la Madre de Dios, sobre la tumba de su único amor, enterrado desde hace más de diez años. Y, con torpes frases, trato de declinar tan generoso ofrecimiento.

Pero la bondadosa anciana insiste:

—Te hará bien sacrificar tu amor terrenal al amor de Dios, y al afecto que sientes por tu hija. Hazme caso, este amor sin espinas te conservará la paz de corazón, la serenidad de espíritu, y, bajo la protección de la Virgen, pasarás noches de apacible sueño.

Le beso la mano, en señal de agradecimiento por el sacrificio que me ha ofrecido, y con una compunción de la que no me creía capaz, acepto de corazón, con el convencimiento de que seré indultado por las potencias que parecen haber suspendido los tormentos destinados a mi castigo.

Pero, con un pretexto cualquiera, me reservo el derecho a pasar una última noche en Saxen y a posponer el traslado para el día siguiente. Regreso, pues, al lado de mi hija, acompañado de la tía. En la calle del pueblo, reparo en que el pararrayos y sus cables conductores están fijados justo encima de mi cama.

¡Qué diabólico azar! Me produce el efecto de una persecución personal.

Observo también que el paisaje que se extiende delante de mis ventanas no es sino un hospital de indigentes, con su población de antiguos criminales puestos en libertad, de enfermos, de agonizantes. Triste sociedad, un sombrío futuro ante mis ojos.

De vuelta a Saxen, recojo mis pertenencias para la partida. No sin pesar abandono la morada de mi hija que tan querida se ha vuelto para mí. La crueldad de la anciana señora, que acaba de separarme de mi mujer y de mi hija, excita mi indignación y, en un arrebato de cólera, alzo la mano contra su retrato pintado al óleo, que está situado justo encima de la cabecera de mi cama. Una sorda maldición acompaña el gesto.

Dos horas más tarde, una formidable tormenta estalla sobre el pueblo; los relámpagos se entrecruzan, se pone a llover a cántaros y el cielo está negro.

A la mañana siguiente, llegado a Klam, donde me espera la habitación rosa, observo una nube en forma de dragón, que se cierne sobre la casa de mi tía. Luego me cuentan que un rayo ha prendido fuego en un pueblo vecino y que el aguacero ha devastado nuestro término municipal, ha arrasado los almiares de heno y se ha llevado por delante los puentes del arroyo.

El 10 de septiembre, un ciclón ha causado estragos en París, ¡y en qué extrañas circunstancias! Primero, en medio de una calma absoluta, comienza detrás de Saint-Sulpice, en el Jardin du Luxembourg, visita el teatro de Châtelet y la prefectura de policía, y va a morir en el hospital de Saint-Louis, tras haber derribado a su paso cincuenta metros de enrejado de hierro. Es sobre el asunto de este ciclón y del Jardin des Plantes sobre lo que me pregunta mi amigo el teósofo:

—¿Qué es un ciclón? ¿Unas olas de odio, ondulaciones pasionales, emisiones espirituales?

Luego añade:

—¿Son conscientes los habitantes de Papúa de sus manifestaciones?

Y, por un curioso juego de azares, en una carta que se cruza con la de mi amigo, yo le planteo esta pregunta de forma directa y precisa, como iniciado que es en los misterios de los hindúes:

—¿Pueden los sabios hindúes provocar ciclones?

Comenzaba entonces a sospechar que los adeptos a la magia me perseguían debido a mi oro o a mi obstinada negativa a entrar a formar parte en el grado que fuese en sus sociedades. La lectura de la Mitología germánica de Rydberg y del Waerend och Wirdarne de Hyltén-Cavallius me había enseñado que a las brujas les gusta aparecerse en medio de una tempestad o de un vendaval breve y violento.

Cito esto para dejar bien claro mi estado anímico de esta época en que yo no conocía aún las doctrinas de Swedenborg.

El santuario está preparado, blanco y rosa, y el santo va a compartir casa con su discípulo, venido de su país natal común, para hacer revivir el recuerdo del hombre mejor dotado de los tiempos modernos.

Francia envió a Ansgar a bautizar Suecia; mil años después, Suecia ha enviado a Swedenborg a rebautizar Francia, por mediación de su discípulo Saint-Martin. La Orden martinista, sabedora de su papel en la formación de una nueva Francia, no disminuirá el alcance de estas palabras, y menos aún el significado de los mil años de este milenio.

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