Inferno

Inferno


8

Página 10 de 29

8

Tres metros por debajo de donde empezaba el risco había una cornisa y nos detuvimos en ella un momento para recuperar el aliento. Me pareció sentir que el risco temblaba y le hablé de ello a Benito.

—No es un buen sitio para quedarse —me advirtió—. Allen, con el tiempo descubrirás que en el Infierno no hay lugares seguros. No importa dónde te detengas…, bueno, no te gustará.

—No me resulta difícil creerlo. —Lo importante era salir de aquí y cuanto más pensaba en ello más me gustaba la idea del planeador. Ahora tenía una sierra que podría utilizar para la armazón, las varillas y los ejes, si es que podía encontrar algo que cortar con ella.

Seguía preguntándome qué utilizaríamos como tela, pero en algún sitio tenía que haber un almacén para la ropa. Lo que llevábamos Benito y yo serviría. Estaba hecho de un tejido muy apretado y resistente, y había logrado desprenderse de la mayor parte del barro y la suciedad a través de la que nos habíamos arrastrado. Lo cogí por una punta y probé la calidad de la tela soplando sobre ella. Apenas si dejó pasar el aire. Iría estupendamente. La cornisa volvió a temblar. Me pregunté si sería algo hecho pensando en nosotros y un instante después me reí de mí mismo. ¿Terremotos a medida? Los Constructores eran poderosos pero ¿podían ser tan poderosos?

Seguimos por la cornisa hasta que nos detuvo una cascada que caía justo delante de nosotros. El agua era negra y sucia, y apestaba igual que una alcantarilla, pero la cascada fluía hacia abajo y había acabado abriendo un cauce en el risco. Junto al cauce creado por la cascada había asideros donde poner la mano.

¿Cuánto tiempo necesitaría un curso de agua para tallar semejante cauce? Dependería de cuál fuese la composición de la roca. Y, naturalmente, los Constructores podían haberse encargado de crear esos asideros, aunque tenían un aspecto bastante natural.

Pasado un tiempo llegamos al final del risco. El suelo iba bajando de nivel rápidamente. Encontramos un sendero que bordeaba el arroyo pestilente, dando vueltas y serpenteando cada vez más y más hacia abajo, con algunos riscos bastante empinados esparcidos junto a él.

Sería el sitio ideal para lanzar un planeador si podíamos subirlo a uno de ellos. Arrastrarlo hasta ahí arriba, al final de un risco, y empujar… Sí. Las cosas tenían cada vez mejor aspecto pero primero teníamos que construir el planeador y, ¿de qué iba a construirlo? Quería ver aquellos árboles. Apreté la sierra contra mi cuerpo.

Benito estaba mirándome fijamente. Le devolví la mirada.

—Perdóname —dijo—. Agarras esa herramienta de una forma que ya he visto antes.

—Ah, ¿sí?

—Sí, en monjes atormentados por la duda, monjes que se aferraban a un crucifijo para convencerse de que su religión es auténtica.

—Vamos a necesitar esta sierra. Y también necesitaremos otras cosas. Madera, y cuerda para el planeador…

—¿Servirá eso? —Señaló hacia abajo.

Ya casi habíamos llegado al fondo. Estábamos ante un pantano pestilente. Una espesa capa de barro ocultaba la mayor parte de la ciénaga, con sólo algunos puntos de ella visibles a través del barro. Cosas invisibles se agitaban en las sucias aguas, pero también había matorrales y árboles cubiertos de lianas. ¡Madera! ¡Lianas! ¡Desde luego, con todo eso podía construir un planeador!

—Ahora lo único que necesitamos es tela. Tiene que haber un depósito en algún sitio. O una lavandería. Algo…

Benito suspiró.

—Sí, lo hay.

—¡Magnífico! ¿Podemos conseguir una buena cantidad de trajes como éstos?

—No será sencillo.

—¿Sencillo? —Me reí—. ¡A quién le importa eso, con tal de que salgamos de aquí!

Benito puso cara de decisión, con lo que su rostro recordó mucho al de un bulldog.

—Muy bien. Te ayudaré a conseguir lo que necesitas. Te ayudaré a construir tu planeador. Te ayudaré a llevarlo hacia la dirección que escojas. A cambio, debes prometerme que si este loco plan tuyo fracasa, vendrás conmigo hasta la verdadera salida.

—Sí, claro, claro. —La verdad es que no le estaba escuchando. Me interesaba demasiado el pantano que teníamos delante.

Las cosas que chapoteaban en su interior eran seres humanos. Algunos de ellos se limitaban a estar inmóviles, medio sumergidos, diciendo tonterías y con la boca llena de fango y suciedad. Otros luchaban entre sí, pero no logré ver por qué. Agitaban las pestilentes aguas, poniendo al descubierto criaturas viscosas cubiertas de fango. Una espesa niebla se cernía sobre el lugar, y apenas si podía ver a un par de metros de distancia.

—Por aquí. —Benito se internó en el pantano. Parecía saber lo que estaba haciendo, pues el pantano resultó no ser demasiado profundo: el agua nos llegaba hasta los tobillos. Mis sandalias empezaron a llenarse de un fango viscoso y francamente desagradable. De vez en cuando encontrábamos suelo sólido a unos pocos centímetros por debajo del barro.

Fuimos avanzando por entre los árboles y la espesura. Examiné uno de los troncos y utilicé mi sierra para cortar una rama. La madera parecía lo bastante fuerte y era muy flexible. Corté un trozo de liana y descubrí que era muy dura: no se rompería.

¡Lo conseguiríamos! ¡Podíamos construir un planeador!

A medida que nos íbamos adentrando en el pantano el número de personas hundidas en él disminuía, pero a mis oídos llegaban maldiciones proferidas en todos los lenguajes imaginables, gente gritándose entre sí, y también pude oír ruido de golpes. De vez en cuando una silueta cubierta de barro intentaba llegar hasta nosotros pero siempre había otros que la agarraban y la arrastraban de vuelta a la ciénaga. Me estremecí. ¿Por qué hacían eso?

—Los iracundos —dijo Benito—. Y los de mal temperamento. Los pecadores más terribles de todo el Infierno superior. —Iba a decir algo más pero tropezó con un cuerpo tendido en el fango y estuvo a punto de caerse.

Era un hombre cubierto de barro y suciedad, tumbado en posición fetal. Tenía los ojos abiertos y nos estaba mirando. Bueno, en realidad no nos miraba a nosotros, sino al universo en general…

—Hola —le dije.

—Ven con nosotros —añadió Benito—. Hay una salida. —No logró sonar demasiado convincente y, por supuesto, no obtuvo respuesta alguna—. Recuerda que hay una salida. Hacia abajo, aceptándolo todo…

—Venga, se encuentra en estado catatónico. —Que Benito perdiera el tiempo predicándole a un catatónico que parecía un muñeco de goma me resultaba bastante molesto. ¿Sería cierta mi teoría del manicomio? Un psicodrama a gran escala…

Entonces, ¿por qué estaba aquí? ¿Y Jan Petri, y Pete, y Barbara? ¡Era como si los Constructores hubieran revivido a todas las personas que habían existido a lo largo de la historia! Y después habían empezado la tarea de curar a los locos… ¿Pensaban que yo era uno de esos locos?

Más adelante había otro cuerpo, y éste no tenía nada de catatónico. Estaba en pie, mirándonos fijamente, mientras que otros se debatían en el fango a su alrededor. Para dejarle atrás tendríamos que habernos metido en la ciénaga y a juzgar por las ondulaciones del agua no sólo nos cubriría hasta la cabeza, sino que nos veríamos rodeados por los que luchaban. Nunca nos dejarían salir de allí.

—Discúlpanos —le dijo Benito con amabilidad—. El sendero es lo bastante ancho para que pasemos, si tienes la bondad de dar dos pasos hacia adelante.

—Largo.

—No pretenderás impedirnos el paso, ¿verdad? —Benito seguía mostrándose muy amable, pero su voz se había vuelto un poco más seca y dura.

—He necesitado cien años para llegar aquí arriba —dijo aquel hombre—. Vosotros nunca habéis estado en el barro. Si fue lo bastante bueno para mí, también lo será para vosotros.

Era un tipo alto, con brazos robustos, y parecía hablar totalmente en serio.

—Hazte a un lado —le dijo Benito. Ahora estaba dando órdenes—. Si quieres puedes venir con nosotros. Si quieres…, y si puedes, cosa que dudo. Pero no nos impedirás salir de aquí. —La voz de Benito seguía teniendo aquel timbre de autoridad que había intimidado a Minos, y por unos instantes hizo que aquel tipo pareciera asustarse un poco.

—¿Te conozco? —le preguntó, mirando fijamente a Benito—. Estoy seguro de que te conozco. Bueno, no importa quién infiernos seas, si quieres pasar tendrás que usar el mismo método que yo usé para subir aquí.

—Amigo, no nos dejas elección —dijo Benito.

—¡Ajá! ¡Yo te conozco! Eres Ben… ¡Eh! ¡Suelta! ¡Eh!

Benito le cogió por los hombros y le alzó en vilo, con la misma facilidad que si hubiera sido un niño. Boquiabierto, vi cómo Benito le arrojaba al pantano. Y ni tan siquiera jadeaba.

—Vamos, Allen.

—Sí. Claro. —Le seguí, aturdido, preguntándome quién sería realmente Benito. ¿Un luchador profesional? ¿Un forzudo de circo? Lo que había hecho era imposible. Lo había visto hacer antes, pero no muy a menudo, y Benito no parecía tan fuerte.

Ir a la siguiente página

Report Page