Inferno

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Acabamos dejando atrás la vegetación y los árboles y llegamos a una zona donde las aguas estaban limpias. Junto a ellas había una gran torre negra. No pude ver a nadie en ella pero de repente se encendió una luz en la ventana de arriba. La luz ardió con el rojo resplandor de un rubí, iluminando todo el pantano.

¿Rojo? ¿Rubí? ¡Un láser! Nada mágico, sólo una señal de láser emitida desde una vieja torre de piedra. Y a lo lejos, en la negrura de la ciénaga, un destello luminoso del mismo color que la señal parpadeó brevemente.

—Phlegyas enseguida vendrá a por nosotros —dijo Benito—. Debes tener cuidado. No digas nada que no debas decir, y procura hablar lo menos posible. Deja que yo me encargue de manejarle.

—Claro. ¿Porqué?

—Porque somos fugitivos y nos estamos aproximando a los…, bueno, a los centros administrativos del Infierno. Aquí hay demonios. Centinelas. Pueden hacernos cosas terribles.

—Apuesto a que sí pueden. —Ya había visto bastantes atrocidades. Quizá los únicos locos de este sitio fueran los Constructores… Parecía gustarles mucho el dolor.

De algún punto situado detrás de nosotros llegaron gritos de rabia y agonía, así como un fuerte chapoteo. Creí ver ondulaciones en la zona de agua limpia que se extendía ante nosotros.

Y entonces algo fue cobrando forma en la penumbra, algo que avanzaba hacia nosotros.

Era un bote. Un hombretón barbudo con una tiara de oro en su frente se mantenía de pie en la popa sosteniendo un gran remo entre sus manos. Remaba lentamente pero el bote se movía. Estuve a punto de reírme. Desde luego, no se esforzaba lo suficiente para conseguir semejante velocidad… El bote debía tener algún tipo de propulsión a chorro oculta, o algo semejante.

—¡He vuelto a pillarte! —graznó el hombretón—. Ah, Benito, atrapado una vez más. ¡Buen trabajo! —Me miró, y su sonrisa no tardó en desvanecerse—. ¿Quién eres?

No respondí.

—¿Fuiste sentenciado al Infierno inferior?

—Phlegyas, ocúpate de tus asuntos —dijo Benito—. Acerca el bote a la orilla. No tengo ganas de meterme en tu sucio pantano.

—No te gusta el frío, ¿eh? —Phlegyas parecía encontrar eso muy divertido—. ¡Bueno, allí donde vas pronto dejarás de tener los pies fríos! Sube a bordo, Benito, sube a bordo. El otro tiene que quedarse aquí, naturalmente. Mis órdenes sólo hablan de ti. —Volvió a mirarme—. ¿No tienes un pase de Minos? ¿Algún documento? No puedes venir.

—Vendrá con nosotros —dijo Benito—. La decisión ha sido tomada en el lugar cuyas decisiones deben cumplirse. Y ahora, acerca el bote a la orilla.

Phlegyas se encogió de hombros.

—De acuerdo, de acuerdo, ya veo que conoces la fórmula… —Su voz se había convertido en un desagradable gemido quejumbroso—. Desde que Dante publicó ese libro esto ha sido un auténtico infierno… Te sorprendería saber la cantidad de gente que utiliza eso conmigo. Y no puedo hacer nada por evitarlo, claro.

Subimos al bote y tomamos asiento cautelosamente en él. Me di cuenta de que el bote no se hundía ni un solo centímetro. ¿Es que no pesábamos nada? ¡En ese caso, podríamos caminar por encima del pantano! Pero eso era una estupidez, porque el pantano no paraba de hervir y burbujear, lleno de cuerpos… y nos habíamos hundido en el barro hasta los tobillos. Aún podía oler esa pestilencia en mis pies.

De vez en cuando una nariz aparecía por encima del agua: alguien tragando aire. Unos instantes después volvía a esfumarse. ¿Cuánta gente habría en ese pantano? Pude oír gritos de rabia, dolor y agonía, así como maldiciones proferidas en todos los lenguajes, pero la penumbra y la niebla hacían que me fuera imposible distinguir ningún detalle.

Phlegyas remaba rápidamente y el bote no tardó en apartarse de la orilla. La niebla nos encerró en un círculo de agua oscura en la que se agitaban rostros contorsionados por el esfuerzo de gritar, tripas de gallina y el resto de basuras y excrementos que llegaban de la tierra de los Derrochadores y los Acaparadores.

A veces una sucia garra brotaba del agua intentando agarrarse a la borda y Phlegyas la golpeaba con una pértiga de casi dos metros que tenía preparada. Remar con un solo brazo no parecía costarle ningún esfuerzo.

—¿Sabes una cosa? Con los auténticos supervisores esa fórmula no funciona —dijo. Se puso bien la tiara y nos miró con expresión hosca—. Me arrebataron el poder necesario para tomar decisiones. Cometí un par de errores, sólo un par de miserables errores, y ahora creen que pueden arreglárselas mejor sin mí. Más de dos mil años de servicio y los recién llegados tienen más poder que yo. No es justo, ¿entiendes? Bastardos. Bastardos idiotas… Pero espera y verás, no te dejarán seguir sin un pase.

—Cállate, viejo —dijo Benito.

—Humph. —Phlegyas empezó a remar más deprisa. El bote salió disparado hacia adelante. Ahora podía distinguir una tenue claridad rojiza. La niebla empezó a despejarse y pronto pudimos sentir el calor.

Delante nuestro había muros. Los muros tenían torres y algunas de esas torres brillaban con una luz rojo cereza. El calor irradiado ya empezaba a resultar molesto. Un gran barrizal iba de las torres al pantano, y pude ver un embarcadero situado al extremo de una angosta cala.

Fuimos hacia él. Un hombre apareció por una puerta de la pared. Era viejo y andaba encorvado, con paso cojeante. Llevaba una caja que tendría como un metro de arista y unos tres centímetros de altura.

Se dirigió hacia el agua y utilizó una pala para llenar su caja de barro. Después se dio la vuelta y echó a correr, con su túnica revoloteando detrás de él. Acabó metiéndose a toda velocidad por la puerta de la que había salido. No tenía sentido.

Me volví hacia Benito pero él se limitó a encogerse de hombros. Tampoco entendía nada.

Entramos en la cala.

—Puedes dejarnos en el embarcadero —dijo Benito.

—De eso nada. —Phlegyas siguió remando.

—Sería más cómodo.

—Ajá.

—Entonces, ¿por qué no nos dejas allí? —le pregunté.

—Porque no estoy obligado a ello —respondió Phlegyas. Siguió remando hasta que llegamos a otro embarcadero—. Las reglas dicen que de una terminal de transbordo a otra, y ahí es donde vamos. No dicen nada sobre paradas en la Cala de Himuralibima.

Benito frunció el ceño pero no dijimos nada. El bote llegó hasta el atracadero. No había nadie para recibirnos, y la verdad es que no lo lamenté.

—Fuera, fuera —gritó Phlegyas—. Hay más en camino. Los viejos como yo nunca descansamos, nunca… Fuera, fuera. —Alargó la mano hacia su pértiga y salimos del bote antes de que pudiera golpearnos con ella. Apenas estuvimos fuera del bote Phlegyas empezó a remar, yendo hacia la otra orilla tan deprisa como si el bote fuera una lancha motora.

La ciudad se encontraba a medio kilómetro de distancia caminando por aquel barrizal de fango endurecido y pestilente. Los muros estaban calientes, aunque aquí no tanto como en otros puntos. Un kilómetro y medio a nuestra izquierda se veía la torre iluminada por una claridad rojo cereza.

¡Corrientes de aire caliente! Aquí habría corrientes de aire caliente. Si pudiéramos llevar el planeador a través del pantano… Haría falta suerte y tendríamos que subir muy arriba de ese risco para conseguirlo, pero podía hacerse.

—Ten mucho cuidado —dijo Benito—. Tendré que engañar a los funcionarios. No se te ocurra sacarles de su error.

—¿Quieres decir que vas a contarles mentiras? Oh, Benito, pero eso es pecado… Si dices mentiras podrías acabar yendo al Infierno.

Benito se lo tomó muy en serio.

—Lo sé. Es una de las razones por las que estoy aquí.

—Hum, pero serán mentiras dichas por una buena causa…

—Creía que mis mentiras eran por una buena causa. —Se encogió de hombros—. El Mandamiento habla de dar falso testimonio y, por extensión, del engaño malicioso, y el fraude, y las perversiones de la honradez y el honor. No vamos a hacer nada de eso y, como tú dices, es por una buena causa. O eso espero. Estamos pisando terreno peligroso, Allen.

—Vamos —le dije. Fui hacia la puerta que podía ver ante nosotros. Nunca se me ocurriría volver a gastarle ese tipo de bromas.

Cada vez hacía más y más calor. A nuestra izquierda, cerca de la torre al rojo vivo, se veían los restos de una gran puerta arrancada de sus goznes. Y delante de ella había cosas montando guardia. Estaban a bastante distancia de nosotros y allí había la cantidad de niebla y humo suficiente para que no pudiera distinguirlas con claridad. Pero las siluetas parecían bastante extrañas, como si estuvieran deformadas. No quise preguntarle a Benito qué eran.

Llegamos a una puerta de tipo holandés abierta en la parte superior y con un mostrador en la mitad de abajo. Un chorro de calor brotaba de la abertura. Un hombre de expresión aburrida que llevaba un gran cuello duro y parecía salido de una novela de Dickens era visible al otro lado de la puerta, en un pequeño despacho. Sus flacos rasgos transmitían una fuerte impresión de mal humor, y el calor no debía hacer mucho por mejorar su estado de ánimo. Tenía un escritorio que recordaba a los que se ven en los grabados con que ilustran la historia de Scrooge, una cosa de madera bastante alta. Estaba de pie delante de ella, pues en el despacho no había sillas ni taburetes. Llegamos al mostrador y esperamos.

Y esperamos, y esperamos, sintiendo cada vez más y más calor, mientras que el oficinista revolvía los papeles de su escritorio. Parecía estar leyendo todas y cada una de las líneas de un inmenso documento que tendría una docena de páginas. De vez en cuando usaba un lápiz rojo para marcar alguna línea. Cuando vi que parecía dispuesto a seguir pasando páginas y hacer anotaciones sin dignarse ni tan siquiera mirarnos, di un puñetazo en el mostrador.

—¿Somos invisibles o qué? —le pregunté.

—Un momento, señor. Un momento, por favor. Aquí andamos muy cortos de personal, señor. Tendrá que esperar, señor. —Convirtió cada «señor» en una maldición.

—Haría mejor atendiéndonos. —La voz de Benito tenía ese timbre seco, aquel pequeño matiz de aviso. El oficinista miró a su alrededor con cara de preocupación. Estaba claro que ninguno de los dos le resultábamos familiares, lo cual no tenía nada de sorprendente.

—Sus documentos, por favor.

—No tenemos documentos —respondió Benito.

—Oh, vaya, vaya, así que hoy va a ser uno de esos días… —murmuró el oficinista—. Bien, si no tienen documentos no pueden entrar. Las reglas son muy estrictas. Tendrán que volver y conseguir documentos. —Fue nuevamente hacia su escritorio y empezó a examinar los papeles que había esparcidos sobre él.

—Tenemos que entrar: venimos a cumplir una misión —dijo Benito—. Que nos ponga obstáculos no le hará ningún bien a su historial.

El oficinista nos miró, muy nervioso. Volvió a examinarnos atentamente, fijándose en el barro que cubría nuestras túnicas y notando la pestilencia emanada por nuestras sandalias. Aquello pareció animarle.

—¿Qué cargo desempeñan dentro? —preguntó.

—No tenemos ningún puesto fijo —respondió Benito.

—No puedo ayudarle, señor. Me limito a encargarme de los registros del Sexto Círculo. La ventanilla de al lado, por favor. —Volvió a su escritorio. Esperamos. Benito empezó a silbar una cancioncilla bastante monótona. El oficinista acabó volviéndose de nuevo hacia nosotros—. ¿Sigue aquí, señor? Ya se lo he dicho. La ventanilla de al lado, por favor.

—Ahora debemos ir al Sexto Círculo.

—¿Por qué no me lo han dicho antes? —protestó el oficinista—. Muy bien. —Metió la mano en un armarito y sacó de él lo que parecían volúmenes escritos a mano y trocitos de lápiz—. Si no tienen los documentos apropiados, tendrán que rellenar estos impresos.

Los impresos tenían veinte páginas llenas de cuadraditos, y constaban de original y nueve copias. No sólo no había papel carbón disponible, sino que los cuadraditos ocupaban lugares distintos en cada copia, aunque todos pedían la misma información.

—Creo que no nos molestaremos en llenarlos —dijo Benito.

Perdí los estribos.

—¿Para qué infiernos necesita saber todo eso? ¡El tipo sanguíneo de mi bisabuela! ¿Por qué he de rellenar este impreso?

—Tienen que rellenarlos. —El oficinista parecía cada vez más y más irritado—. Como pueden ver están en blanco, ¿no? Y, como pueden ver, hace falta rellenarlos. Miren, allí lo dice, arriba de todo: «Sustitución de documentos perdidos, petición D-345t-839y-4583, a entregar con nueve copias». Sin esa información no puedo hacer nada por ustedes.

—¿No hay excepciones?

—Por supuesto que hay excepciones, señor. Hace dos mil años hubo una. Eso fue antes de mi época, pero aún hablan de ello. —Se estremeció—. Pero, obviamente, usted no es Él. ¿Alguno de los dos está vivo? ¿Es que alguno de ustedes puede llamar a los ángeles? Eso también está en el libro. —Sus ojos fueron hacia un estante lleno de folios que había encima de su escritorio—. Volumen sesenta y uno, página ochocientos noventa y cuatro, párrafo setenta y siete punto ochenta y dos… Me alegra que hayamos pasado a utilizar el sistema decimal, pero a la mayor parte de nosotros no nos gusta… Allí lo dice muy claro, cualquiera que sea capaz de llamar a los ángeles podrá pasar. Pero si piensan hacer su petición amparándose en esa regla tendrán que ir a la puerta principal. No me demuestren que pueden hacerlo. Limítense a ir a la puerta principal y ellos se encargarán de ustedes.

—Pero usted no piensa dejarnos pasar —dijo Benito—. ¿Ni tan siquiera si le digo que en caso de que no lo haga va a meterse en graves apuros?

—Conozco mi deber. No pasarán por aquí.

—De acuerdo. Ha hecho usted bien —dijo Benito—. Si nos hubiera dejado entrar habríamos dado parte de ello. Ahora puede esperar un informe favorable. ¿Quién es su jefe?

El oficinista miró fijamente a Benito.

—La señora Playfair. Antiguamente encargada de una estafeta de correos. Pero…

—Oh, vaya —dijo Benito—. Creo que, después de todo, no podré ayudarle. Entregarle el informe a ella no serviría de nada…

El oficinista estaba bastante nervioso.

—¿Por qué no, señor? —El «señor» ya no era una maldición.

—No tengo autorización para revelárselo.

—Ah. Quiere decir… —Tragó saliva. No sé qué estaba imaginándose que iba a pasarle a la señora Playfair pero, fuera lo que fuese, parecía tenerle tremendamente preocupado—. Pero ¿qué le sucederá a su gente? ¿Qué será de ?

Benito puso cara de abatimiento.

—Ya conoce las reglas…

—¡Pero yo siempre he actuado correctamente. Mis archivos están perfectamente ordenados…! Oh, vaya, oh, vaya, le dije que no debía haber dejado entrar a ese hombre en la sala de registros, le dije que no tenía las credenciales adecuadas, ¡se lo dije! Fue todo culpa suya, se lo dije… Mis archivos están perfectamente ordenados. Y ellos ni siquiera les echarán un vistazo, se limitarán a… —Había empezado a retorcerse las manos y sus ojos iban y venían por el despacho, contemplando su escritorio y sus archivos.

Benito frunció el ceño.

—Sería una pena verle acabar metido en pez hirviendo…

—¡EN PEZ HIRVIENDO! —gritó el oficinista.

—¿Está seguro de que todos sus archivos se encuentran perfectamente ordenados? —le preguntó Benito.

—¡Por supuesto que sí! Mire, usted mismo puede verlo. —Hizo algo que abrió la puerta.

Benito y yo entramos en el despacho. Benito cogió uno de los volúmenes manuscritos y lo hojeó.

—Lo mantiene al día, ¿verdad? ¿Todas las revisiones en su sitio a medida que se van produciendo? ¿Dónde están todas sus hojas de revisión por cumplimentar?

—No tengo ninguna —dijo secamente el oficinista.

—Hmmm. —Benito cogió el fajo de impresos que había sobre el escritorio del oficinista—. ¡Esto no está bien! —Empezó a examinarlos rápidamente.

—¡Pero es que aún no había comprobado la séptima copia! —gimió el oficinista—. ¡Estaba haciéndolo cuando me interrumpieron! No puede informar de mí por eso, estaba intentando atenderles y…

Benito le devolvió los impresos. El oficinista los repasó y sacó de ellos un abultado juego de papeles. Las primeras seis páginas estaban rellenadas con lápiz y después el color de la sustancia utilizada para escribir cambiaba haciéndose más oscuro. Benito los examinó con curiosidad.

—Eso apenas si puede leerse.

—Se le acabó el lápiz —dijo el oficinista—. Volumen cuatro, página noventa y ocho, párrafo seis: allí dice bien claro que el solicitante no puede usar más de un lápiz, así que le hice rellenar los demás impresos con otra cosa. Usó su sangre.

—¿Su propia sangre? —pregunté yo.

—¿De dónde si no iba a sacar sangre? —El oficinista se volvió hacia Benito—. ¿Quién es este hombre?

—Está bajo mi custodia. Testigo. No es asunto suyo, no se preocupe por eso. —Le devolvió los impresos—. Parece estar en orden.

—Gracias. —Una oleada de alivio se extendió por el rostro del oficinista.

—Había una línea muy difícil de leer. La próxima vez debería ser más cuidadoso.

—Sí, señor. Desde luego, señor. ¿Ha terminado con esto?

Benito asintió. El oficinista cogió el papel —la copia número siete del juego de nueve—, y lo arrojó a la papelera del rincón. El papel se incendió. Me quedé mirándolo. ¿Un hombre había utilizado su propia sangre para rellenar ese impreso? Examiné los impresos que el oficinista nos había entregado.

Y, cierto, en la parte superior de la copia número siete, decía «DESTRUIR». La copia número ocho era para el «SOLICITANTE» y la copia número nueve tenía que ser «ENVIADA A LA SECCIÓN DE ESTADÍSTICA».

—¿De qué se acusará a la señora Playfair? —preguntó el oficinista en voz baja.

Benito frunció el ceño.

—Tengo entendido que hay problemas con los uniformes y el aprovisionamiento…

—Pero si nosotros no tenemos nada que ver con eso.

—Precisamente —dijo Benito con voz sentenciosa. El oficinista puso cara de haberlo entendido todo de repente. Asintió—. Ahora nos encargaremos de echarle un vistazo a eso —dijo Benito—. Siga así, esto…

—MacMurdo. Vincent MacMurdo. ¿Se acordará?

—Desde luego. —Benito abrió la puerta interior del despacho y la mantuvo abierta para que pasara. Crucé el umbral, intentando no correr.

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