Inferno

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Capítulo 41

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Cuando Langdon y Sienna entraron en la sala de vigilancia con Marta y los dos guardias, Langdon notó que le volvían a doler los puntos que tenía en el cuero cabelludo. El angosto espacio no era más que una antigua guardarropía con un panel de ruidosos discos duros y monitores de ordenador. El aire en su interior era asfixiante y olía a tabaco rancio.

De inmediato, sintió que las paredes se estrechaban a su alrededor.

Marta se sentó delante de un monitor de video en el que ya se estaba reproduciendo una grabación. Se trataba de una imagen granulosa en blanco y negro del andito visto desde encima de la puerta. La fecha sobreimpresa indicaba que había sido rebobinado veinticuatro horas, hasta la mañana del día anterior; justo antes de que el museo abriera y mucho antes de que Langdon y el misterioso Duomino llegaran.

El guardia presionó el botón de avance rápido y Langdon observó cómo los grupos de turistas fluían aceleradamente por el andito. Desde esa perspectiva, la máscara no era visible, pero estaba claro que todavía se encontraba en su lugar en la vitrina, ya que los turistas se detenían delante para verla o fotografiarla antes de seguir adelante.

«De prisa, por favor», pensó Langdon, consciente de que la policía llegaría de un momento a otro. Se preguntó si no sería mejor que él y Sienna se disculparan y salieran corriendo, pero necesitaban ver el video: lo que hubiera en esa grabación contestaría muchas preguntas sobre qué estaba pasando.

La grabación prosiguió todavía más rápido, y las sombras del atardecer comenzaron a oscurecer la sala. Los turistas siguieron saliendo y entrando, hasta que la cantidad de gente comenzó a disminuir y, al fin, desaparecía por completo. Al llegar las 17.00 horas, las luces del museo se apagaron y todo quedó en calma.

«Las cinco en punto. Hora de cierre».

Aumenti la velocità —le ordenó Marta al guardia, inclinándose hacia adelante en la silla y mirando fijamente la pantalla.

El guardia dejó que el video continuara y la hora sobreimpresa siguió avanzando a toda velocidad hasta que, alrededor de las 22.00 horas, las luces del museo volvieron a encenderse.

El guardia presionó entonces un botón y la grabación pasó a reproducirse a velocidad normal.

Poco después, aparecía la ya familiar silueta embarazada de Marta Álvarez, seguida de cerca por el profesor Langdon, vestido con su chaqueta Camberley de tweed Harris, sus pantalones de pinzas y sus mocasines de cordobán. Robert pudo atisbar incluso el resplandor de su reloj de Mickey Mouse asomando por debajo de la manga.

«Ahí estoy antes de que me dispararan».

A Langdon le resultó profundamente perturbador verse a sí mismo haciendo cosas de las cuales no tenía el menor recuerdo. «¿Estuve aquí anoche… mirando la máscara mortuoria?». Por alguna razón, entre ese momento y el presente había perdido la ropa, su reloj de Mickey Mouse y dos días de su vida.

La reproducción de la grabación prosiguió. Él y Sienna se acercaron a Marta y los dos guardias para ver mejor lo que sucedía. En ella, Langdon y Marta llegaban a la vitrina y contemplaban la máscara. Poco después, una amplia sombra oscurecía el pasillo a sus espaldas y, de repente, un hombre extremadamente obeso aparecía en pantalla. Iba vestido con un traje de color marrón claro, llevaba un maletín en la mano y apenas cabía por la puerta. Su prominente barriga hacía que, a su lado, incluso Marta pareciera delgada.

Langdon reconoció al hombre de inmediato. «¡¿Ignazio?!».

—Ese es Ignazio Busoni —susurró Langdon al oído de Sienna—. El director del Museo dell’Opera del Duomo. Lo conozco desde hace años. Nunca había oído que le llamaran il Duomino.

—Un epíteto adecuado —respondió Sienna en voz baja.

Años atrás, Langdon le había hecho a Ignazio varias consultas relacionadas con unos objetos y la historia del Duomo, del que era responsable, pero una visita al Palazzo Vecchio parecía estar fuera de sus dominios. Aunque claro, además de ser un influyente personaje del mundo cultural florentino, Ignazio Busoni también era un entusiasta especialista en Dante.

«Una fuente de información lógica sobre la máscara mortuoria del poeta».

Langdon volvió a prestar atención al video, y pudo ver que Marta esperaba pacientemente junto a la pared trasera del andito mientras él e Ignazio se inclinaban sobre el cordón de seguridad para acercarse lo más posible a la máscara. Mientras los hombres seguían examinándola y discutiendo entre sí, Marta consultaba con discreción la hora a sus espaldas.

Langdon deseó que la grabación incluyera audio. «¿De qué carajos hablamos Ignazio y yo? ¿Qué estamos buscando?».

De repente, Langdon pasaba por encima del cordón de seguridad y se inclinaba justo delante de la vitrina, con el rostro a apenas unos centímetros del cristal. Marta intervenía enseguida, amonestándole, por lo que Langdon se disculpaba y volvía a retroceder.

—Lamento haber sido tan estricta —dijo Marta por encima del hombro— pero, como le dije anoche, la vitrina es muy antigua y extremadamente frágil. El propietario de la máscara insiste en que mantengamos a la gente detrás del cordón de seguridad. Ni siquiera permite que nuestro personal abra la vitrina si él no está presente.

Langdon tardó un momento en registrar las palabras de Marta. «¿El propietario de la máscara?». Creía que era propiedad del museo.

Sienna parecía igualmente sorprendida e intervino enseguida.

—¿No es el museo el propietario de la máscara?

Marta negó con la cabeza y volvió a fijar los ojos en la pantalla.

—Un rico benefactor se ofreció a comprar la máscara mortuoria de Dante de nuestra colección y dejarla aquí para su exposición permanente. Ofreció una pequeña fortuna, así que aceptamos encantados.

—Un momento —dijo Sienna—. ¿Pagó por la máscara y les deja tenerla aquí?

—Es un acuerdo muy común —dijo Langdon—. Consiste en una adquisición filantrópica; un modo mediante el cual los donantes pueden ofrecer importantes contribuciones a los museos sin que queden registradas como meros donativos.

—El donante fue un hombre especial —dijo Marta—. Un auténtico experto en Dante, y sin embargo, cómo lo diría… ¿Fanático?

—¿Y quién es este misterioso donante? —preguntó Sienna. Su despreocupado tono de voz estaba teñido de cierta urgencia.

—¿Quién? —Marta frunció el ceño, pero no apartó los ojos de la pantalla—. Bueno, puede que lo hayan visto en las noticias recientemente: el multimillonario suizo Bertrand Zobrist.

A Langdon el nombre le resultaba de algún modo familiar; Sienna, en cambio, lo agarró del brazo y apretó con fuerza. Parecía que hubiera visto un fantasma.

—Ah, sí… —dijo Sienna en un tono vacilante y con el rostro lívido—. Bertrand Zobrist, el famoso bioquímico. Hizo una fortuna a temprana edad con patentes biológicas. —Se quedó un momento callada y tragó saliva. Luego se inclinó hacia Langdon y le susurró—. Básicamente, inventó el campo de la manipulación de la línea germinal.

Langdon no tenía ni idea de qué era la manipulación de la línea germinal, pero no le parecía que sonara demasiado bien, sobre todo teniendo en cuenta la reciente retahíla de imágenes de plagas y muerte con la que se habían ido encontrando. Se preguntó si Sienna sabría tanto acerca de Zobrist por lo versada que estaba en medicina o si se debía a que ambos habían sido niños prodigio. «¿Siguen las personas excepcionales el trabajo de otros genios?».

—Oí hablar por primera vez de Zobrist hace unos años —explicó Sienna—, cuando hizo unas declaraciones muy provocativas en los medios de comunicación sobre el crecimiento de la población. —Se detuvo un momento. La expresión de su rostro era sombría—. Zobrist es un defensor de la Ecuación del Apocalipsis de la Población.

—¿Cómo dices?

—Básicamente, consiste en la explicación matemática del hecho de que la población de la Tierra va en aumento, la gente vive durante más años y los recursos naturales, en cambio, no dejan de disminuir. La ecuación predice que este curso de los acontecimientos no puede tener otro resultado que el apocalipsis de la sociedad. Zobrist ha vaticinado de manera pública que la raza humana no sobrevivirá otro siglo a no ser que tenga lugar algún tipo de extinción masiva. —Sienna suspiró hondo y cruzó la mirada con Langdon—. De hecho, en una ocasión Zobrist llegó a declarar que «lo mejor que le ha pasado nunca a Europa ha sido la Peste Negra».

Langdon la miró, escandalizado. Pudo notar cómo se le erizaba el vello de la nuca al tiempo que, una vez más, la imagen de la máscara de la peste volvía a acudir a su mente. Se había pasado toda la mañana intentando resistirse a la idea de que todo este asunto estaba relacionado de algún modo con una plaga mortal, pero esa idea era cada vez más y más difícil de rechazar.

Que Bertrand Zobrist describiera la Peste Negra como lo mejor que había pasado nunca en Europa era ciertamente sobrecogedor y, sin embargo, Langdon sabía que muchos historiadores habían documentado los beneficios socioeconómicos a largo plazo que tuvo la extinción masiva en el continente durante el siglo XIV. Antes de la plaga, la superpoblación, las hambrunas y las penurias económicas asolaban la Edad Media. Si bien espantosa, la repentina llegada de la Peste Negra mermó la población humana y provocó una repentina abundancia tanto de comida como de oportunidades que, según muchos historiadores, fue el principal catalizador del Renacimiento.

Al recordar el símbolo de riesgo biológico del biotubo que contenía el mapa modificado del infierno de Dante, una escalofriante idea comenzó a tomar forma en la mente de Langdon: el siniestro proyector había sido creado por alguien y Bertrand Zobrist —bioquímico y fanático de Dante— parecía ser el candidato ideal.

«El padre de la manipulación de la línea germinal». Langdon tuvo la sensación de que las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar. Lamentablemente, la imagen que se iba conformando resultaba cada vez más aterradora.

—Avanza esta parte —le ordenó Marta al guardia, impaciente por pasar la parte en la que Langdon e Ignazio Busoni estudiaban la máscara y llegar al fin al momento en el que alguien entraba en el museo y la robaba.

El guardia presionó el botón de avance rápido y la hora que aparecía en la grabación se aceleró.

«Tres minutos, seis minutos, ocho minutos».

En la pantalla se veía a Marta detrás de los dos hombres, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro cada vez con más frecuencia y consultando repetidamente la hora en su reloj.

—Lamento haber estado hablando tanto rato —dijo Langdon—. Parece usted incómoda.

—Es culpa mía —respondió ella—. Ustedes dos no dejaban de decir que me fuera a casa y que los guardias ya les acompañarían a la salida, pero me parecía de mala educación.

De repente, Marta desaparecía de la grabación. El guardia presionó un botón y la grabación volvió a reproducirse a velocidad normal.

—No pasa nada, recuerdo haber ido al baño —dijo Marta. El guardia asintió y volvió a extender la mano hacia el botón de avance rápido, pero antes de presionarlo, Marta lo agarró del brazo—. Aspetti!

Ladeó la cabeza y, confusa, se quedó mirando fijamente el monitor.

Langdon también lo había visto.

«¡¿Qué demonios…?!».

En la grabación, Langdon había agarrado un par de guantes quirúrgicos que llevaba en un bolsillo de la chaqueta y se los estaba poniendo en las manos.

Al mismo tiempo, il Duomino se colocaba detrás de Langdon y miraba en dirección al lugar por el que unos momentos antes Marta había desaparecido para ir al cuarto de baño. Un momento después, el hombre obeso le indicaba a Langdon con un movimiento de cabeza que no se acercaba nadie.

«¡¿Qué diablos estamos haciendo?!».

Langdon observó cómo extendía las manos enguantadas hasta el borde de la vitrina y luego, con mucho cuidado, tiraba hasta que la antigua bisagra cedía y la puerta se abría poco a poco…, dejando a la vista la máscara mortuoria de Dante.

Horrorizada, Marta Álvarez soltó un grito y se llevó las manos a la cara.

Langdon no podía creer lo que veía. Compartía totalmente el horror que sentía Marta mientras se veía metiendo las manos en la vitrina y tomando con cuidado la máscara de Dante.

Dio mi salvi! —exclamó Marta. Se puso de pie y se volvió hacia Langdon—. Cos’ha fatto? Perché?

Antes de que él pudiera responder, uno de los guardias desenfundó una Beretta negra y apuntó directamente al pecho de Langdon.

«¡Dios mío!».

Bajó la mirada hasta el cañón de la pistola y sintió que las paredes de la pequeña habitación se estrechaban aún más a su alrededor. Marta lo miraba con expresión de absoluta incredulidad. En el monitor de seguridad que había tras ella, Langdon sostenía la máscara bajo la luz y la estudiaba.

—La tomé solo un momento… —dijo Langdon, rezando para que fuera cierto—. ¡Ignazio me dijo que a usted no le importaría!

Marta no contestó. Estaba estupefacta. E intentaba comprender por qué Langdon le había mentido y también por qué había permanecido tranquilamente ahí con ellos, viendo la grabación, si ya sabía lo que iba a revelar.

«¡Yo no tenía ni idea de que había abierto la vitrina!».

—Robert —susurró Sienna—. ¡Mira, encontraste algo! —La joven seguía con la atención puesta en la grabación, todavía impaciente por obtener respuestas a pesar del desarrollo de los acontecimientos.

En la grabación, Langdon sostenía la máscara en alto y la inclinaba bajo de la luz. Al parecer, algo en la parte posterior del objeto había llamado su atención.

Desde esa perspectiva, la máscara tapó parcialmente el rostro de Langdon de un modo que durante un segundo los ojos de Dante quedaron alineados con los suyos. Fue entonces cuando recordó la frase del Mappa, «La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte» y sintió un escalofrío.

No tenía ni idea de qué podía estar examinando en el dorso de la máscara, pero en la grabación compartía su descubrimiento con Ignazio y el hombre obeso retrocedía un paso, buscaba a tientas sus anteojos, se las ponía y lo volvía a mirar. Luego negaba con la cabeza y se ponía a dar vueltas por el andito en un estado de gran agitación.

De repente, ambos parecían oír algo en el pasillo y levantaban la mirada. Debía de tratarse de Marta, que regresaba del cuarto de baño. Langdon sacaba entonces una bolsa de plástico transparente de su bolsillo, metía la máscara en su interior y se la daba a Ignazio, quien, con aparente reticencia, la guardaba dentro de su maletín. Luego Langdon volvía a cerrar la vitrina de cristal, ahora vacía, y los dos hombres salían rápidamente al encuentro de Marta antes de que ella descubriera el robo.

Ahora los dos guardias apuntaban a Langdon con sus pistolas.

Marta se tambaleó y tuvo que apoyarse en la mesa.

—¡No lo entiendo! —exclamó—. ¡¿Usted e Ignazio Busoni robaron la máscara?!

—¡No! —insistió Langdon e intentó mentir lo mejor que pudo—: El propietario nos dio permiso pasa sacar la máscara del edificio.

—¿El propietario les dio permiso? —preguntó—. ¡¿Bertrand Zobrist?!

—¡Sí! ¡El señor Zobrist estuvo de acuerdo en dejarnos examinar unas marcas del dorso! ¡Lo vimos ayer por la tarde!

Marta echaba fuego por los ojos.

—Profesor, estoy absolutamente segura de que ayer por la tarde no vio a Bertrand Zobrist.

—Desde luego que…

Sienna lo interrumpió, tirándole del brazo.

—Robert… —suspiró con pesar—. Hace seis días, Bertrand Zobrist se arrojó de lo alto de la torre de la Badia, a unas pocas manzanas de aquí.

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