Inferno

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Capítulo 42

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Vayentha había dejado su motocicleta justo al norte del Palazzo Vecchio y ahora se acercaba a pie por el perímetro de la Piazza della Signoria. Mientras se abría paso entre la gente a través del santuario al aire libre de la Loggia dei Lanzi, no pudo evitar advertir que todas las estatuas parecían representar variaciones del mismo tema: violentas muestras de dominación masculina sobre la mujer.

El rapto de la Sabina.

El rapto de Polixena.

Perseo con la cabeza de la Medusa.

«Encantador», pensó. Se calzó la gorra hasta los ojos y atravesó el gentío matutino en dirección a la entrada del palacio, donde comenzaban a entrar los primeros turistas del día. A juzgar por las apariencias, en el Palazzo Vecchio era un día como todos los demás.

«No se ve ningún policía —pensó Vayentha—. Al menos, todavía no».

Tras subirse la cremallera de la chamarra hasta el cuello para asegurarse de que la pistola quedaba bien oculta, se dirigió hacia la entrada. Siguiendo los letreros de IL MUSEO DI PALAZZO, pasó por dos ornamentados atrios y subió por una escalera enorme que conducía a la segunda planta.

Mientras subía los escalones, volvió a pensar en el aviso de la policía que había escuchado.

«Il Museo di Palazzo Vecchio… Dante Alighieri.

»Langdon tiene que estar aquí».

Los letreros del museo la condujeron a una enorme galería suntuosamente decorada —el Salón de los Quinientos—, por la que deambulaban grupos de turistas entusiasmados con los colosales murales de las paredes. Vayentha no tenía interés en observar las obras de arte y localizó en el rincón izquierdo de la sala un letrero del museo que señalaba una escalera.

Al atravesar la sala, llamó su atención un grupo de universitarios congregado alrededor de una estatua. No dejaban de reírse y tomar fotografías.

En la placa se podía leer: HÉRCULES Y DIOMEDES.

Vayentha vio la estatua e hizo una mueca de dolor.

La escultura mostraba a dos héroes de la mitología griega completamente desnudos y enzarzados en una pelea de lucha libre. Hércules sostenía a Diomedes boca abajo y parecía a punto de tirarle al suelo; Diomedes, por su parte, tenía agarrado a Hércules con fuerza por el pene, como diciéndole: «¿Estás seguro de que me quieres tirar?».

«Eso es tener a alguien bien agarrado por los huevos», pensó ella.

La agente apartó la mirada de la estatua y ascendió rápidamente los escalones que conducían a la planta del museo.

Llegó a un balcón desde el que se podía ver toda la sala. En la entrada del museo había una docena de visitantes.

—La apertura se ha retrasado —le dijo un risueño turista, asomándose por detrás de su videocámara.

—¿Se sabe por qué? —preguntó ella.

—No, pero al menos mientras esperamos podemos disfrutar de una vista increíble —y con un movimiento de brazo señaló el Salón de los Quinientos.

Vayentha se acercó a la baranda y observó la extensa sala que tenía debajo. Advirtió entonces que acababa de llegar un policía. Su presencia apenas llamaba la atención. Cruzó lentamente la sala en dirección a la escalera sin la menor urgencia.

«Ha venido a tomar declaración a alguien» supuso Vayentha. El fatigoso andar con el que subía los escalones indicaba que debía de tratarse de la respuesta rutinaria a una llamada. No tenía nada que ver con la caótica búsqueda de Langdon en la Porta Romana.

«Si Langdon está aquí, ¿por qué no está el edificio lleno de policías?».

O Vayentha estaba equivocada o la policía local y Brüder todavía no habían atado los cabos sueltos.

Cuando el policía llegó a lo alto de la escalera y comenzó a caminar sin la menor prisa hacia la entrada del museo, Vayentha apartó la vista distraídamente y fingió mirar por una ventana. Teniendo en cuenta su desautorización y el largo alcance del comandante, no pensaba arriesgarse a que la reconocieran.

Aspetta! —exclamó una voz.

A Vayentha el corazón le dio un vuelco cuando el agente se detuvo justo detrás de ella. La voz, cayó en la cuenta, provenía de su walkie-talkie.

Attendi i rinforci! —repitió la voz.

«¿Que espere refuerzos?». Vayentha tuvo la sensación de que algo acababa de cambiar.

Justo entonces, vio por la ventana que un objeto negro se acercaba volando a toda velocidad al palazzo procedente de los jardines Boboli.

«El drone —advirtió Vayentha—. Brüder se ha enterado. Y viene hacia aquí».

El facilitador Laurence Knowlton seguía reprochándose haber llamado al comandante. No debería haberle sugerido que viera el video del cliente antes de enviarlo a los medios.

El contenido era irrelevante.

«El protocolo lo es todo».

Knowlton todavía recordaba el mantra que repetían a los jóvenes facilitadores cuando comenzaban a encargarse de asuntos para la organización. «No preguntes. Solo ejecuta».

A regañadientes, colocó el contenido de la pequeña tarjeta de memoria en la cola para la mañana siguiente y se preguntó cuál sería la reacción de los medios de comunicación ante su extraño mensaje. ¿Lo reproducirían?

«Claro que sí. Es de Bertrand Zobrist».

No solo era una figura increíblemente famosa en biomedicina, sino que estos últimos días también había sido noticia a causa de su suicidio la semana anterior. Ese video de nueve minutos sería considerado un mensaje desde la tumba y sus macabras características harían que la gente no pudiera dejar de verlo.

«Este video se volverá viral en pocos minutos».

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