Inferno

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Capítulo 82

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El enorme avión de transporte C-130 todavía estaba ascendiendo por encima del Adriático cuando comenzó a virar hacia el sudeste. A bordo, Robert Langdon se sentía a la vez agobiado y perdido; oprimido por la ausencia de ventanas en la aeronave y confundido por todas las preguntas que se arremolinaban en su cerebro.

«Su condición médica —le había dicho Sinskey— es un poco más complicada que una simple herida en la cabeza».

A Langdon se le aceleró el pulso. ¿Qué podía ser lo que tenía que decirle? De momento, ella estaba ocupada discutiendo estrategias de contención de la plaga con la unidad AVI. Brüder, por su parte, estaba al teléfono, informándose de los movimientos de diversas agencias gubernamentales para localizar a Sienna Brooks.

«Sienna…».

Langdon todavía estaba buscándole un sentido al hecho de que ella estuviera implicada en todo eso. Cuando finalmente el avión se enderezó, el hombre menudo que se llamaba a sí mismo comandante cruzó la cabina y se sentó frente a Langdon. Juntó las puntas de los dedos bajo la barbilla y frunció el labio.

—La doctora Sinskey me ha pedido que hable con usted e intente aclararle su situación.

Langdon se preguntó qué podía decirle ese hombre para clarificar siquiera remotamente esa confusión.

—Como he comenzado a explicarle antes —dijo—, en gran medida todo esto comenzó cuando mi agente, Vayentha, le abordó de forma prematura. No teníamos ni idea de cuánto había progresado usted en su investigación ni de cuánto le había contado a la doctora Sinskey. Pero temíamos que si ella descubría la localización del proyecto que nuestro cliente nos había encomendado proteger, lo confiscaría o lo destruiría. Teníamos que encontrarlo antes de que lo hiciera ella, de modo que necesitábamos que usted trabajara para nosotros… en vez de para Sinskey. —El hombre se detuvo un momento—. Lamentablemente, ya le habíamos enseñado nuestras cartas y no confiaba en nosotros.

—¡¿Y entonces decidieron dispararme en la cabeza?! —respondió Langdon, enojado.

—Urdimos un plan para que confiara en nosotros.

Langdon se sentía perdido.

—¿Cómo puede uno confiar en alguien después de que le han secuestrado e interrogado?

El hombre se cambió de posición. Parecía incómodo.

—Profesor, ¿está familiarizado con la familia química de las benzodiazepinas?

Langdon negó con la cabeza.

—Son unos nuevos fármacos que, entre otras cosas, se utilizan para el tratamiento del estrés postraumático. Como sabe, cuando alguien sufre un accidente de coche o una agresión sexual, los recuerdos a largo plazo pueden resultar incapacitantes de forma permanente. Mediante el uso de benzodiazepinas, los neurocientíficos son capaces de tratar el estrés postraumático como si este no se hubiera producido.

Langdon le escuchaba en silencio, incapaz de imaginar hacia dónde se dirigía la conversación.

—Cuando se forman nuevos recuerdos —prosiguió—, se almacenan en la memoria de corto plazo durante unas cuarenta y ocho horas antes de migrar a la de largo plazo. Mediante el uso de nuevos compuestos de benzodiazepinas, uno puede actualizar fácilmente la memoria de corto plazo… y borrar su contenido antes de que esos recuerdos pasen, digamos, a ser de largo plazo. Si se le administra benzodiazepina a la víctima de una agresión unas pocas horas después del ataque, por ejemplo, se le puede expurgar ese recuerdo y así el trauma nunca llegará a formar parte de su psique. El único aspecto negativo es que perderá todo recuerdo de varios días de su vida.

Langdon se quedó mirando al hombre menudo sin dar crédito a lo que oía.

—¡Me provocaron amnesia!

El comandante exhaló un hondo suspiro.

—Eso me temo. Se la indujimos químicamente. De forma muy segura. Pero sí, borramos su memoria de corto plazo —hizo una pausa—. Mientras estaba drogado, masculló algo sobre una plaga, pero supusimos que hacía referencia a las imágenes del proyector. Nunca imaginamos que Zobrist hubiera creado una auténtica plaga —se detuvo un momento—. También balbuceaba algo que a nosotros nos pareció «

Very sorry. Very sorry».

«Vasari». Debía de ser todo lo que había averiguado hasta ese momento sobre el proyector.

Cerca trova.

—Pero creía que mi amnesia estaba provocada por una herida en la cabeza. Que alguien me había disparado.

El hombre negó con la cabeza.

—Nadie le disparó, profesor. No había ninguna herida en la cabeza.

—¡¿Qué?! —Instintivamente, Langdon se llevó la mano a la cabeza y sus dedos buscaron los puntos y la hinchada herida—. ¡Entonces, dígame qué diablos es esto! —Se apartó el cabello para mostrar la zona afeitada.

—Parte del engaño. Le hicimos una pequeña incisión en el cuero cabelludo y acto seguido se la cosimos. Debía creer que había sido atacado.

«¡¿Esto no es una herida de bala?!».

—Cuando se despertara —dijo el comandante—, queríamos que creyera que había alguien intentando matarlo, que estaba en peligro.

—¡Es que había gente intentando matarme! —exclamó Langdon. Su arrebato atrajo miradas de otras personas que iban en el avión—. ¡He visto cómo disparaban al médico del hospital, el doctor Marconi, a sangre fría!

—Eso es lo que ha visto —dijo el hombre sin alterar la voz—, pero no es lo que ha sucedido. Vayentha trabajaba para mí. Tenía un gran talento para ese tipo de trabajo.

—¿Matar gente? —preguntó Langdon.

—No —dijo con tranquilidad—. Hacer ver que mataba gente.

Langdon se quedó mirándolo largo rato y pensó en el doctor de la barba gris y las cejas pobladas cayendo al suelo con el pecho ensangrentado.

—La pistola de Vayentha estaba cargada con balas de fogueo —dijo—. Y lo que ha hecho es detonar por radiocontrol una bolsa de sangre que el doctor Marconi llevaba en el pecho. Él se encuentra bien, por cierto.

Langdon cerró los ojos sin dar crédito a todo lo que estaba oyendo.

—Y… ¿la habitación del hospital?

—Un escenario improvisado rápidamente —dijo—. Profesor, soy consciente de que todo esto resulta difícil de asimilar. Teníamos poco tiempo y usted estaba aturdido, así que no hacía falta que fuera perfecto. Cuando se ha despertado, ha visto lo que quería ver: el decorado de un hospital, unos pocos actores y un ataque coreografiado.

Langdon estaba absolutamente perplejo.

—Esto es a lo que se dedica mi empresa —dijo el comandante—. Somos muy buenos creando engaños.

—¿Y qué hay de Sienna? —preguntó Langdon, frotándose los ojos.

—Tuve que tomar una decisión, y finalmente opté por trabajar con ella. Mi prioridad era proteger a mi cliente de la doctora Sinskey y Sienna compartía ese deseo. Para ganarse su confianza, ella le ha salvado de la asesina y le ha ayudado a escapar por un callejón trasero. El taxi también era nuestro. Y en la ventanilla trasera del vehículo también había un detonador radiocontrolado que hemos hecho estallar para crear la ilusión de que les disparaban. El taxi les ha llevado entonces a un apartamento que habíamos preparado.

«El apartamento de Sienna», pensó Langdon, cayendo en la cuenta de por qué parecía haber sido decorado con muebles comprados en un mercadillo.

Todo había sido una farsa.

Incluso la llamada de la amiga de Sienna desde el hospital había sido mentira. «¡

Szienna, soy Danikova!».

—El número de teléfono del consulado de Estados Unidos que le ha buscado Sienna —le explicó— era en realidad del

Mendacium.

—¿O sea, que no me he puesto en contacto con el consulado?

—No, no lo ha hecho.

«Quédese donde está —le había dicho el falso empleado del consulado—. Alguien acudirá inmediatamente». Luego, Sienna ha hecho ver que ataba los cabos al divisar a Vayentha al otro lado de la calle. «¡Robert, tu propio gobierno está intentando matarte! ¡No puedes involucrar a ninguna autoridad! ¡Tu única esperanza es averiguar lo que significa ese proyector!».

El comandante y su misteriosa organización —o lo que fuera— habían conseguido que Langdon dejara de trabajar para Sinskey y comenzara a trabajar para ellos. La farsa había funcionado.

«Sienna me ha engañado por completo» pensó, más triste que enfadado. A pesar del poco tiempo que habían pasado juntos, le había tomado cariño. Lo que más le contrariaba, sin embargo, era el hecho de que un alma tan brillante y afectuosa como la de Sienna estuviera entregada por completo a la demente causa de Zobrist.

«Puedo asegurarte que —le había dicho antes Sienna—, si no tiene lugar un cambio drástico, el fin de nuestra especie se acerca… Las matemáticas son indiscutibles».

—¿Y los artículos sobre Sienna? —preguntó Langdon al recordar el programa de la obra de Shakespeare y los recortes sobre su increíble coeficiente intelectual.

—Auténticos —respondió el hombre—. Los mejores engaños utilizan la mayor cantidad posible de elementos reales. No hemos tenido mucho tiempo para prepararlo todo y el computador de Sienna y sus papeles personales han sido prácticamente lo único con lo que hemos podido contar. No debería haberlos visto, a menos que dudara de Sienna.

—Ni debería haber utilizado su computador —dijo Langdon.

—Sí, ahí es donde hemos perdido el control. Sienna no esperaba que la unidad AVI apareciera en el apartamento, de modo que, cuando han llegado los soldados, ha sentido pánico y ha improvisado. Su decisión ha sido mantener la farsa y huir con usted. Más adelante, a medida que se han ido desarrollando los acontecimientos, no he tenido otra opción que desautorizar a Vayentha, pero ella ha violado el protocolo y ha seguido detrás de usted.

—Casi me mata —dijo Langdon, y le contó el enfrentamiento que había tenido lugar en el ático del Palazzo Vecchio, cuando Vayentha había alzado su arma y le había apuntado al pecho con la intención de dispararle a quemarropa. Afortunadamente, Sienna había intervenido y la había empujado por la baranda, arrojándola al vacío.

El comandante suspiró hondo y pensó en lo que Langdon acababa de contarle.

—Dudo que Vayentha intentara matarle, su pistola solo disparaba balas de fogueo. Su única posibilidad de redención pasaba por capturarle. Quizá ha pensado que si le disparaba con una bala de fogueo, podría hacerle comprender que no era una asesina y que todo se trataba de una farsa.

El hombre se quedó un momento callado y luego prosiguió:

—No me atrevo a decir si realmente Sienna quería matarla o solo impedir que le disparara. Estoy comenzando a pensar que no la conozco tan bien como pensaba.

«Yo tampoco», pensó Langdon, aunque al recordar la expresión de horror y remordimiento de Sienna tuvo la sensación de que lo que le había hecho a la agente del cabello en punta probablemente había sido por error.

Langdon se sintió desamparado y solo. Se volvió hacia la ventanilla para mirar el paisaje, pero lo único que encontró fue la pared del fuselaje.

«Tengo que salir de aquí».

—¿Se encuentra bien? —preguntó el comandante, mirando a Langdon con preocupación.

—No —respondió el profesor—. Para nada.

«Sobrevivirá —pensó el comandante—. Solo está intentando procesar su nueva realidad».

El profesor norteamericano se sentía como si un tornado lo hubiera levantado del suelo, zarandeándolo en el aire y depositándolo en un país extranjero, conmocionado y desorientado.

Los individuos a los que el Consorcio engañaba rara vez descubrían la verdad detrás de los acontecimientos falsos que habían presenciado y, si lo hacían, desde luego el comandante no estaba presente para ver las secuelas. Ese día, además de la culpa que sentía al ver de primera mano el desconcierto de Langdon, no podía evitar sentirse parcialmente responsable de la crisis actual, lo cual le causaba una gran turbación.

«Acepté al cliente equivocado: Bertrand Zobrist.

»Confié en la persona equivocada: Sienna Brooks».

El comandante se encontraba volando hacia el ojo de la tormenta; el epicentro de lo que podía ser una plaga mortal con el poder de causar el caos en todo el mundo. Aunque él consiguiera salir con vida de todo eso, sospechaba que el Consorcio no quedaría indemne. Habría interminables investigaciones y acusaciones.

«¿Así es como termina todo para mí?».

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