India

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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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En la pared detrás del televisor Sony había una fotografía o dibujo de esa imagen de Pali: la panza amplia, desbordante, de la deidad, de un rojo violento, chillón, nada benévolo.

Le pregunté si en su familia siempre había predominado aquella idea de Ganpati como dador de buena suerte. Dijo que sí. ¿Cuándo relacionó a Ganpati con algo bueno por primera vez en su vida?

Se rascó la cabeza, de escaso cabello. El gato o gatito atigrado se había sentado debajo de la silla que antes ocupaba el inspector de policía, y miraba delicadamente a su alrededor.

La madre del señor Patil, sentada en el suelo de terrazo, junto a la puerta, que parecía ser su sitio, alzó la cabeza, como si estuviera pensando en la primera vez que el dios había bendecido a su hijo: los gruesos cristales de las gafas formaban manchas de luz sobre sus ojos.

En la pared sobre la cama con los travesaños simétricos había un tubo fluorescente: en la India se utilizaban los tubos fluorescentes porque eran baratos. Había dos ventanitas en aquella pared. En una de ellas las barras de hierro estaban colocadas verticalmente; en la otra —por cuestión de variación de estilo—, eran horizontales. Las dos ventanas tenían cortinas parecidas, cada una de ellas recogidas con una banda en dos puntos.

La habitacioncita de paredes rosas estaba atestada de objetos para mirar: mucho cuidado, mucho orgullo en todo ello. Había un armario, y también una especie de vitrina con armazón negro de aproximadamente un metro de altura. Sobre la vitrina había una vela multicolor muy grande, como para equilibrar la muñeca del Sony. Entre las cosas que llenaban las estanterías había un juego de vasos de acero inoxidable y ocho tazas de loza con un motivo floral. La vitrina y los objetos que contenía —aparte de los vasos metálicos— se parecían a las cosas que yo había conocido en mi infancia. Allí mantenían una especie de unidad: me llegaron al corazón.

El señor Patil dijo al fin:

—Yo no iba a clase. Me dedicaba a holgazanear, a jugar al criquet. Llegó un momento en que me dijeron que me iban a expulsar del colegio. Entonces le recé a Ganpati. Tenía unos quince o dieciséis años. Le dije a Ganpati que si no me expulsaban iría en peregrinación a Pali. Y no me expulsaron. La jefa de estudios cambió de opinión. Cuando me llamó a su despacho, me dijo que de momento solo quería amonestarme.

Después de aquella ocasión, recordó otras en las que había recibido la gracia de Ganpati.

—Hace unos tres o cuatro años, mi madre se puso enferma. Tenía la tensión alta. La llevaron al hospital. Estuvo con oxígeno. No podía hablar. Fui a Pali, al santuario de Ganpati, a hacerle una ofrenda, una guirnalda y un coco. Cuando volví, estaba mucho mejor.

Y su madre —sentada junto a la puerta, no en el suelo desnudo, como yo creía, sino sobre un delgado trozo de madera como de unos dos centímetros— juntó las manos mientras su hijo hablaba, y después dijo, según la traducción de Nijil, que unía sus manos en acción de gracias a Ganpati.

Ya el día que nació le fueron concedidas ciertas gracias. Fue en 1959. Había disturbios en la zona. La gente tiraba piedras. No resultaba fácil coger taxis, pero su padre logró encontrar uno para llevar a la señora Patil al hospital. El taxi tuvo que recorrer cinco kilómetros en medio de los disturbios para llegar al hospital estatal. Llegó sano y salvo, y en cuanto la madre entró en el hospital, dio a luz.

Madre e hijo fueron turnándose para contar la historia, y después, la madre, sentada en el suelo, volvió a juntar las manos y dijo que todo se debía a la misericordia de Ganpati.

Y más adelante, hacía un par de años, había sufrido una grave crisis. Fue en su vida política, y se prolongó durante nueve días. Fueron momentos muy dolorosos. Peregrinó a Pali, y le juró a Ganpati que si salía de la crisis le haría una ofrenda de ciento un cocos.

¿No era como intentar comprar al dios?

—Mi fe está arraigada en la realidad. No tengo por costumbre ofrecer ciento un cocos para pedir que me nombren primer ministro.

¿Era muy profunda su fe en Ganpati, algo que siempre había sentido? ¿O después de haber orado buscaba alguna señal del dios?

Dijo, según la traducción de Nijil:

—Incluso cuando parece que las cosas van mal, oigo una voz interior. Supongo que se podría llamar confianza en mí mismo.

Nijil repitió la palabra en márata que había utilizado para la expresión «confianza en mí mismo»: atmavishwas. Ese era el mayor don de Ganpati.

Le dije:

—¿Cómo llevó ciento un cocos hasta el santuario?

—Se pueden comprar allí mismo.

Me contó más cosas sobre el festival de Ganpati. Todos los años había que comprarle una imagen nueva a la persona que las fabricaba. Se guardaba la imagen en casa durante el tiempo que se quisiera, pero cuando acababa el festival había que tirarla o sumergirla. La tradición en su familia era conservar la imagen un día y medio; después, la llevaban a un lago no lejos de allí y la sumergían en él. Su madre siempre había tenido el deseo de llevar la imagen desde la casa del fabricante a la suya con banda de música. Lo había cumplido recientemente. Su otro hijo encontró un trabajo muy bueno, y la familia contrató una banda y llevó la imagen a su casa, e hizo otro tanto cuando la sacaron para llevarla al lago.

Con la conversación sobre Ganpati, los santuarios, las peregrinaciones, las promesas y ofrendas, empecé a hacerme una idea de los misterios que contenía la tierra para las personas como los Patil, el esplendor que a veces rozaba su vida, los prodigios entre los que se desenvolvían. En su mundo había más de lo que se veía. Zane era un barrio industrial, pero la tierra era muy antigua; era sagrada, y la misma gente podía vivir de un modo natural con múltiples formas de sentir.

Fue durante aquel festival propiciatorio de Ganpati —allí mismo, en aquella localidad, en los callejones por los que yo había pasado viendo solo la superficie— cuando el señor Patil, a los diez años de edad, vio el cartel que anunciaba la visita del dirigente del Siv Sena. Asistió a la reunión, para ver al dirigente, que por entonces llevaba su propia revista semanal y era más conocido como dibujante cómico. El dirigente no impresionó físicamente al joven Patil cuando lo vio. Vio a un hombre delgado, con gafas, con un abrigo abrochado hasta el cuello. Pero en cuanto empezó a hablar, al muchacho le «hirvió» la sangre. Su discurso duró entre treinta y treinta y cinco minutos, y al final, las personas como el joven Patil, cuya sangre se había puesto a hervir al pensar en todas las injusticias que sufrían las auténticas gentes de Maharashtra, lo aclamaron a gritos.

—¿No era usted demasiado joven para comprender el discurso sobre la discriminación contra el pueblo maharashtra?

—No. Había oído muchas cosas sobre los problemas que le estaban creando los musulmanes y los forasteros. Lo oía en casa y en la calle. Me lo contaba mi hermano mayor.

—¿Y su padre?

—No le interesaba lo más mínimo.

El padre no tenía la confianza de sus hijos. Le ocurría lo mismo que al padre de Papú.

Y aunque aquel muchacho de diez años no volvió a asistir a grandes discursos del Siv Sena durante mucho tiempo, empezó a echar una mano cuando el partido necesitaba gente para pegar carteles y desplegar pancartas. Más adelante, cuando murió su padre y él se puso a trabajar en la fábrica de transistores, empezó a desempeñar tareas políticas para el partido por las tardes. Siguió haciéndolo incluso cuando encontró otro trabajo. En su nuevo puesto, se encargaba de exportar mano de obra a Dubai y Oriente Medio. Ganaba novecientas cincuenta rupias al mes, mientras que en la fábrica de transistores solo le daban trescientas. Entrevistaba a la gente.

¿No le hubiera gustado ir a Oriente Medio, para ganar dinero?

—No aprobé el último curso del colegio, y si hubiera ido habría tenido que dedicarme al trabajo doméstico.

—¿No pensaba que tuviera nada de malo enviar gente de aquí a un país musulmán?

—No todos los musulmanes son enemigos.

Por entonces, su trabajo para el partido consistía en estar en el despacho del Sena por las tardes para atender las quejas de la gente. El Sena siempre había visto el aspecto social de las cosas. Había mucho que hacer en ese sentido. La gente necesitaba ayuda. Algunas personas solo tenían agua durante cuatro horas al día. En muchos edificios, el agua no llegaba más allá del primer piso. Incluso después de haber sido elegido jefe de zona del Sena —la elección había tenido lugar tres años antes— siguió desempeñando ese tipo de labor social. Por ejemplo: cuando llegamos nosotros, había una señora en la cocina con la madre del señor Patil. Había ido a quejarse por la instalación del agua. Había pagado mil rupias para la instalación de una cañería, y todavía no tenía ni cañería ni agua. El jefe de zona debía ocuparse de los problemas de la gente: al partido le convenía políticamente.

¿Le seguía hirviendo la sangre? ¿O se había tranquilizado un poco, con el éxito del Sena y su puesto de jefe de zona?

Le seguía hirviendo la sangre.

—Hay un sitio que se llama Bivandi, a unos veinticinco kilómetros de aquí. Cuando la India perdía un partido de criquet con Pakistán, ponían petardos en el mercado, los musulmanes. Cuando yo era pequeño, no podía hacer nada, pero ahora no lo aguanto. Había grupos de musulmanes que venían de Bivandi a Zane. La gente de aquí estaba tan resentida con esos musulmanes que en 1982 hubo enfrentamientos, y asaltaron sus tiendas y vendieron los artículos. Vendieron toallas a dos rupias. Los tenderos musulmanes han vuelto ahora, pero viven atemorizados. El Siv Sena tiene mucho poder. Es más: los musulmanes incluso le hacen donativos.

Sin que yo hubiera preguntado nada, Nijil dijo:

—Pero eso, ¿no es extorsión?

El señor Patil no lo creía así.

Me interesaba saber —pensando en el culto a Ganpati— qué era más importante para él: ¿la religión o la política? Según la traducción al márata, la pregunta se planteó así: ¿dharma o rajnithi?

El señor Patil dijo: «Dharma.» La religión. Pero no se trataba de la fe personal en Ganpati de la que había hablado. Con el crecimiento y el éxito, las ideas del Sena también habían crecido: la religión a la que se refería el señor Patil era el hinduismo mismo. «Hay un complot para borrar el hinduismo de la faz de la tierra.» Era un complot musulmán, razón por la que era fundamental mantener vivo el hinduismo.

En el cuarto de estar habían entrado otros dos gatos o gatitos indios, igualmente delgados —uno con manchas y otro anaranjado—, que se pusieron a deambular por la habitación con aire inquisitivo. También se habían presentado unos amigos o parientes de los Patil, para oír lo que el señor Patil iba a contarles a sus invitados.

Pregunté si el hinduismo podía mantenerse vivo si la industria y los negocios en la India seguían creciendo como hasta entonces.

El señor Patil no veía ninguna contradicción en ello.

—Si quieres sobrevivir, tienes que ganar dinero.

—Esa no es la actitud que defendía Gandhi.

—Yo desprecio a Gandhi. Él pensaba que había que ofrecer la otra mejilla. Yo creo que si alguien te da una bofetada, debes tener la fuerza de preguntarle por qué lo ha hecho, o devolverle la bofetada. Detesto la idea de la no violencia.

Aquellas palabras encajaban con su orgullo de guerrero márata. Me pregunté hasta qué punto conocería la historia márata ¿Qué ideas sobre la historia se mantenían a flote en aquella zona, en aquellos estrechos callejones? ¿Conocía la cronología de la vida de Sivaji?

Sí la conocía. Dijo:

—De 1630 a 1680. Lo sé todo. Sivaji salvó a los maharashtras de las atrocidades que estaban cometiendo con ellos, pero después llegaron los ingleses, y cometieron atrocidades con todos los demás.

Comprendí el sentimiento comunitario, aun mayor allí, el conflicto entre hindúes y musulmanes; pero me pregunté qué significado tendría la casta en una zona industrial como aquella, donde las personas vivían tan próximas. ¿Cuáles eran las relaciones del Sena con los dalit? Por lo poco que había visto, los dalit habían empezado a tener esa confianza en sí mismos, el atma-vishwas, que formaba parte del don que Ganpati le había concedido al señor Patil. ¿Le tocaba eso alguna fibra sensible? Su interés por el hinduismo, ¿le despertaba un sentimiento de solidaridad hacia ellos?

Se puso rígido.

—No tenemos diferencias con ellos. No se consideran maharashtras ni hindúes. Son budistas.

¿No se habían apartado del hinduismo por prejuicios de casta? ¿Nadie simpatizaba con ellos? Cuando el señor Patil era muchacho, le hirvió la sangre al oír a su dirigente hablar de la discriminación contra los maharashtras. ¿No pensaba que los dalit también tenían motivo para sentir lo mismo?

No lo creía. La cólera de esas gentes era algo que fomentaban sus dirigentes y un grupo llamado los Panteras Dalit —a imitación de los Panteras Negras de Estados Unidos— por razones políticas.

—No tienen ninguna razón para estar furiosos. No han sufrido tanto como dicen. Y las actuales organizaciones dalit están vinculadas a grupos musulmanes.

Le pregunté a Nijil si era así. Dijo que sí.

—Esos dos grupos, los dalit y los musulmanes, están alienados. Y a alguien se le ocurrió la idea de unirlos.

La alienación: el tema común. El señor Patil se sentía triunfal, pero aún le hervía la sangre. Seguía pensando que su grupo podía hundirse y que había otros esperando para pisotearlos. Parecía como si en aquellos espacios tan pequeños, tan abarrotados, nadie pudiera sentirse realmente a gusto. Todos pensaban que el vecino, el otro grupo, se reía de ellos; todo el mundo vivía con la sensación de estar cercado.

Llegó el momento de ir con el señor Patil a las oficinas del Sena. Nos despedimos de su madre, y ella, sin levantarse, alzó la cabeza, los ojos perdidos tras los círculos concéntricos de sus gruesas gafas, y volvió a juntar las manos. En compañía de algunas personas que habían venido a oír al señor Patil, salimos de la habitación rosa a la terraza, pasando junto a los zapatos y zapatillas que la gente se había quitado en el umbral.

Primero fuimos al extremo de la terraza para contemplar la vista que había detrás: los cobertizos de ladrillo recortados contra el muro trasero, el edificio a medio construir al lado, con barras de refuerzo oxidadas que sobresalían del cemento. Uno de los hombres que estaba con nosotros dijo, en inglés: «Desautorizado.» Así que, a pesar de que todo parecía tan improvisado en la zona, había ciertas normativas municipales.

Bajamos la empinada escalera hasta el pasadizo que se abría entre las dos casas, y después salimos a la luz del sol del callejón empedrado. Un poco a la derecha se encontraba la sede local del Sena, los dominios del señor Patil. Desde el punto de vista estructural, era una caja de cemento, un cobertizo de una sola habitación, pero en el exterior lo habían decorado de forma que parecía una fortaleza, con almenas proporcionadas, muy sencillas, arriba, y un muro de cemento pintado de tal modo que se entreveían bloques de piedra gris con remates blancos. Resultaba un tanto chocante entre el polvo, la suciedad y la decadencia del callejón. Parecía un escenario teatral o algo sacado de una feria, pero era un recuerdo del pasado guerrero de los máratas. El pasado era real; el poder y la organización presentes del Sena eran reales.

No nos pidieron que nos quitásemos los zapatos antes de entrar en el salón de la casa del señor Patil, pero sí tuvimos que quitárnoslos antes de pasar del callejón a las oficinas del Sena: aunque tenían más polvo que el salón de la casa del señor Patil, eran su verdadero santuario. Las paredes interiores estaban pintadas de azul. El suelo era de piedra: los maharashtras la trabajaban bien de forma natural.

Había una mesa apoyada contra la pared de enfrente, con una silla de respaldo alto, como un trono. En cuanto entramos, el señor Patil fue a sentarse en la silla de respaldo alto, como si esa acción contribuyera a la seriedad del lugar. Frente a la mesa había nueve sillas plegables de metal; eran para las visitas, y estaban pintadas del mismo color azul que la pared. En la pared de atrás, por encima de la silla del señor Patil, había una fotografía de un tigre: el tigre era el emblema del Sena. La otra fotografía de la pared representaba al dirigente del Sena. Sobre la mesa había un busto de color bronce de Sivaji, y otro busto similar sobre un pedestal situado en el rincón más apartado de la mesa. Los bustos eran de yeso, y ambos tenían una marca reciente de pasta de sándalo, marca santa o sagrada, en la frente. Había una vitrina alta de hierro verde oscuro junto a la puerta, y la iluminación provenía de un tubo fluorescente. En una de las paredes, un reloj de cuco —que recordaba el salón del señor Patil— era el único objeto decorativo de la pequeña celda.

Las oficinas del Sena eran una fortaleza, y en Zane había cuarenta iguales. En cierto sentido, eran una imitación marcial; en otro, totalmente reales. En aquella zona estallaban peleas entre los distintos grupos constantemente. Algunas se producían entre el Sena y los dalit, sobre todo con los que, entre los dalit, se autodenominaban Panteras, y también había peleas entre el Sena y algunos grupos del Partido del Congreso. Las peleas eran serias, a veces mortales, con espadas y bolas de ácido como armas. El Sena también luchaba para proteger a sus seguidores contra delincuentes y vándalos. Algunos seguidores del Sena eran tenderos, que tenían puestos como los que habíamos visto al salir de la estación de ferrocarril; siempre había gente dispuesta a extorsionarlos.

Mientras hablábamos en el despacho, el señor Patil, reclinado en su silla de respaldo alto, Nijil y yo inclinados hacia delante en las sillas de metal azul (el azul estaba rayado y herrumbroso en los bordes), se oyó ruido de pisadas en el callejón. Parecía poco menos que un ligero desorden, como si se avecinase un pequeño acontecimiento. Y vimos, cuando pasaron a la luz del sol por delante de la puerta, a varios jóvenes esposados, atados unos a otros con una cuerda que parecía nueva, brazo con brazo. Iban en dos filas, y los dirigía o llevaba, sin gritos ni prisas ni rudeza, un grupo de policías con uniforme caqui.

Nijil dijo:

—Pero eso es anticonstitucional. No pueden maniatar a la gente así como así. El Tribunal Supremo ha dictado normas al respecto.

Los hombres que se llevaban parecían haberse puesto la ropa de los domingos. Sus camisas estaban limpias, tenían cierto estilo, la de uno de ellos con anchas rayas verticales, negras y plateadas. Eran muy jóvenes, todos ellos esbeltos, algunos muy delgados.

El hombre que había comentado, refiriéndose al edificio de cemento sin terminar detrás de la casa de los Patil «Desautorizado», ese hombre pronunció otra palabra, con el movimiento de cabeza afirmativo de los indios, para explicar lo que habíamos visto. Dijo: «Sin.»

¿Sin qué?

Billetes de tren: cuantos me rodeaban lo sabían, todos estaban deseando explicarlo.

¿Qué pensaba el señor Patil de lo que habíamos visto?

Se lo tomaba con calma.

—Es algo que ocurre a diario. Los llevan a la cárcel, y tendrán que quedarse allí tres o cuatro días. Algunos son pobres, pero otros lo hacen por la experiencia.

Abandonamos el despacho y salimos al callejón. Los policías y los presos casi se habían perdido de vista. El ligero desorden había pasado; la vida del callejón empezó a envolverlo.

En un canal (o algo peor) junto al callejón vi un animal en medio del agua, de un verde-marrón oscuro. ¿Un perro? ¿Una vaca, de la variedad pequeña típica de la India? ¿Un ternero? Resultaba difícil distinguir el oscuro ser recortado contra el agua oscura. Pero de repente apareció sobre la superficie un hocico todo rosa: un cerdo. Y, una vez que lo hube reconocido, también vi, chapoteando un poco más arriba, con sus manchas irregulares, blancas, que desde lejos parecían luces sobre el oscuro canal, o espuma, varios cerditos negros y blancos, chapoteando y salpicando en el agua inmunda.

El hombre que había pronunciado las palabras «Desautorizado» y «Sin», dijo: «Cerdos dalit.»

¿A qué se refería? Muchos indios, hindúes y musulmanes, consideraban el cerdo impuro; algunos apenas soportaban ver el animal. ¿Querían provocar los dalit, soltando cerdos (que pocas personas se atrevían a tocar) en una zona abarrotada de gente?

No era eso.

El hombre que había dicho «Cerdos dalit» añadió: «Los dalit se los comen los domingos.» De modo que los cerdos no solo formaban parte de la diferencia de los dalit, sino que existía un ceremonial en torno al consumo de su carne. El hombre añadió: «También los venden.»

A poca distancia, callejón arriba —por donde habían pasado los policías—, había un montón de niños pequeños jugando al criquet con una pelota de tenis vieja, lisa, gris. La fortaleza del Sena; los esbeltos jóvenes con sus bonitas camisas, esposados y atados; el criquet, el elegante juego de caballeros originario del otro extremo del mundo: todo estaba abierto a la inspección allí. Y había muchas más cosas expuestas a la vista, inocentemente: justo debajo de la superficie se desbordaban las emociones y necesidades humanas, y las ideas de misterio y esplendor.

En una pared blanca cerca de Mohamed Alí Road, en el centro de Bombay, había visto esta pintada, en letras alargadas y negras: LIBERAD A LA HUMANIDAD CON EL ISLAM.

Mohamed Alí Road tenía cierta fama. Era la arteria principal de la zona musulmana del centro de Bombay. Se definía aquella zona como «gueto», y aparecía con frecuencia en las noticias, en términos tan alarmantes que la gente empleaba el lenguaje de la prensa para describirla. Era «sensible», un «lugar explosivo», donde podían comenzar los disturbios de la comunidad y, una vez comenzados, propagarse como el fuego.

Estaba terriblemente superpoblado, y había toda clase de olores y ruidos. El humo negro y marrón de los coches que funcionaban con combustible adulterado con queroseno era como una niebla hirviente a la luz del sol. Quemaba la piel y parecía cortar los pulmones. Formaba parte de la sensación de opresión, y el lema del islam, al verlo en medio de aquel humo, producía el impacto de un grito. Las letras eran tan altas como la pared en la que estaba pintado, en inglés. No iba dirigido a la gente del gueto; era para la gente de fuera, para gente como los miembros del Siv Sena, que podían causar problemas.

Nijil conocía a un joven que vivía en la zona de Mohamed Alí Road. El joven en cuestión se llamaba Anuar. Una noche, temprano, después de haber acabado su trabajo, Anuar nos llevó a ver dónde vivía. Anuar era menudo y frágil, con algo que sugería una debilidad heredada; pero la compensaba con el apasionamiento de su fe musulmana, y estaba lleno de bríos.

El tráfico de las primeras horas de la noche en Mohamed Alí Road discurría con mucha lentitud. Las tiendas y las aceras estaban tan abarrotadas como la carretera. Las luces eléctricas producían la sensación de un techo o dosel y parecían presionarlo todo, contribuyendo, junto con el humo caliente, a crear una sensación de aglomeración y abrasión y una vida llevada al límite. Había demasiado ruido para hablar en el taxi.

En un momento dado bajamos del vehículo, y después seguimos a Anuar, alejándonos de las luces y el humo, hasta llegar a una zona de inesperada pequeñez. Los estrechos callejones desembocaban en otros aún más estrechos, y estaban flanqueados por casitas bajas. A cierta distancia, Mohamed Alí Road fulguraba, retumbante; pero las luces de la otra calle eran tenues, los callejones estaban llenos de sombras, y los ruidos cercanos eran domésticos, moderados. No estábamos en un barrio de chabolas sin reglamentaciones. Los callejones eran rectos y estaban asfaltados, y —aunque a escala muy reducida— la regularidad del trazado y de la construcción daba a entender que se trataba de un plan de viviendas oficiales.

Anuar dijo que así era: estábamos en un poblado municipal.

Su casa era una estrecha parte de una hilera de alambre y cemento. Hasta medio metro o un metro del suelo, las paredes de la habitación principal eran de cemento; por encima, de alambre. Una sábana blanca extendida sobre la alambrada ocultaba la habitación principal de la casa de Anuar de la de su vecino por un lado: la pantalla estaba en la parte de alambrada del vecino. La casa de Anuar, su parte de la hilera, tal vez no tuviera más de tres metros de ancho. El alambre y el cemento estaban pintados de azul. La habitación delantera podía tener unos dos metros de largo. Había un pasillo a un lado, con zapatos y zapatillas en estanterías empotradas en la pared de cemento. El pasillo llevaba a la habitación principal, en el centro de la casa. Detrás, según dijo Anuar, estaba la cocina.

En el espacio superior de la habitación del centro había un desván para dormir. El desván para dormir era muy importante. Sin él, las casas como aquella no hubieran funcionado, no hubieran proporcionado espacio a familias enteras. Eso fue lo primero que oí sobre el desván para dormir en Bombay. Oí muchas más cosas durante los días siguientes, y empecé a comprender cómo se las arreglaban las familias numerosas —no siempre habitantes de barrios de chabolas o que dormían en las aceras— para vivir en una habitación pequeña. Por la noche, los cuartos de estar de toda Bombay cambiaban de función: las diversas dependencias de una casa como la de Anuar (sobre todo la habitación del centro) se transformaban en un sitio simplemente para dormir. Un desván para dormir en el que se empleaba la totalidad del espacio, del volumen, de una habitación.

Habíamos estado hablando en el callejón a la puerta de la casa de Anuar. Todavía no habíamos entrado en ella. Nuestra conversación incitó a un joven de la casa o parte contigua a salir a vernos. Era de estatura media, con buen físico, y acababa de vestirse, como para descansar, con camiseta y pantalones cortos de color caqui. Por unos momentos me sorprendió ver que alguien de tamaño normal y razonablemente presentable hubiera salido de un espacio tan reducido. Guardamos silencio cuando salió y se quedó en el callejón a la débil luz, en su pedazo de territorio, sin decir nada; y, como si tuviéramos la impresión de haber sido indiscretos o descorteses al hablar a cielo abierto sobre las casas del poblado, entramos, casi como si quisiéramos estar en privado, en la habitación delantera con alambrada. El joven volvió a la suya y estuvo deambulando por ella un rato. A la débil luz, se lo veía, a él o su pálida sombra, de tamaño cambiante, recortado contra la pantalla o división de la sábana blanca —la sábana colocada sobre la alambrada correspondiente a su casa— como una figura de un teatro de marionetas.

Algún miembro de la familia de Anuar había hecho preparativos para nuestra visita. Había una sábana limpia extendida sobre la hamaca de la habitación delantera, como gesto de cortesía hacia Nijil y hacia mí. Por invitación de Anuar, allí nos sentamos. Después, su padre salió de la habitación central. Él pasó a ser nuestro anfitrión, y envió a Anuar a comprar limonada fría.

El padre de Anuar, un hombre menudo, si bien no tanto como Anuar, parecía frágil y enfermizo; y pensé que parte de la evidente debilidad del hijo debía de proceder del padre. Era muy moreno, con barba plateada, muy poblada. La barba era la única vanidad física del anciano: estaba hábilmente recortada y peinada, ondulante y brillante. Y en ella había algo más que vanidad física: en la India, los diversos grupos llevan distintos tipos de barba, y la del padre de Anuar, en forma de espada, era musulmana. Eso era lo que indicaba claramente su barba.

Dijo que tenía sesenta y cuatro años. Y antes de que Nijil o yo pudiéramos hacer ningún comentario, añadió que sabía que parecía mucho mayor, y era verdad: yo pensé que rondaba los ochenta. Los europeos no parecían tan mayores como los indios, dijo. Lo sabía: había trabajado en una empresa italiana, y había visto a europeos de setenta años sanos y que trabajaban mucho. Los indios envejecían tanto por las condiciones en que vivían. Allí, por ejemplo, no solo tenían los humos de los coches; también los de la industria, una fábrica textil. Sin embargo, tenía sesenta y cuatro años. Y no estaba tan mal: su padre había muerto a los cuarenta.

Anuar regresó con unas botellas de limonada fría. Nos la ofrecieron con todas las formalidades, botella a botella. Bebimos un poco —la limonada estaba muy dulce, y debía de contener un colorante químico— e intentamos iniciar una conversación general, aunque lo cierto es que había demasiada gente en tan reducido espacio, nos llegaban voces y ruidos desde todas partes, y la pantalla blanca (enganchada al otro lado de la alambrada) empezó a parecer un tanto ambigua, con una intención no completamente amistosa.

Le pregunté al anciano si había ladrones en el poblado. Se me ocurrió que lo abierto de la vida allí y su carácter comunitario (como en una comuna) podían ofrecer a la gente una especie de protección.

El anciano dijo que había robos a diario. Y también peleas a diario. Las peleas eran peores. Muchas se producían a causa de los niños. La gente pegaba a los hijos de otros, y los padres se enfadaban.

Él había vivido bajo toda clase de presiones. También Anuar. Tal vez —si, en circunstancias como aquellas, hubiera podido hablarse de una escala en tales cuestiones— hubiera sido más duro para Anuar, que era más sensible, tenía más cultura y, en el mundo exterior, tenía que luchar con más fuerza en el terreno técnico que había elegido.

Mientras jugueteaba con la limonada, reflexionando sobre la anticuada cortesía de padre e hijo en aquel marco, la humanidad que conservaban, el callado reconocimiento del anciano de que otros tenían más salud y más fuerza, mejores condiciones de vida, empecé a sentir aprecio por ambos. Pensé que si me hubiera encontrado en su situación, confinado a Bombay, a aquella zona, a aquella hilera de viviendas, también hubiera sido ferviente musulmán. Yo me había criado en Trinidad, miembro de la comunidad india, parte de una minoría, y sabía que si se tenía la sensación de que la comunidad era pequeña, no se podía uno separar de ella; cuanto más feas se ponían las cosas, más se empeñaba uno en ser lo que era.

Con el anciano por anfitrión en el espacio delantero de su casa, la alambrada, y con Anuar, que allí era únicamente el hijo de su padre, nuestra conversación solo podía tener un carácter formal. Me dio la impresión de que no era posible plantear preguntas difíciles. Para que la conversación llegara a algo más allá del trabajo a tiempo parcial que el anciano había tenido la suerte de encontrar, para que Anuar hablase con mayor libertad, sin la preocupación de que nos oyeran, tuvimos que irnos a otro sitio.

Y, delicadamente, tratando de evitar un percance, dejamos las botellas de limonada apoyadas contra la pared de cemento azul con la alambrada; y el anciano, que también estaba un poco inquieto, interpretó la señal. Se calló; se hizo el silencio, y nosotros nos despedimos.

Volvimos a salir a los estrechos callejones, donde las débiles luces arrojaban grandes sombras. A la vuelta de la esquina había un niño defecando en un charco de luz. En la habitación delantera de una casa, un gran televisor en color colocado sobre un velador bajo destellaba y parpadeaba, sin que nadie le prestara atención. Anuar dijo que en su casa no tenían televisor. Su padre decía que la televisión era contraria al islam.

Llegamos donde terminaba el poblado de tejados bajos y donde volvía a empezar la Bombay propiamente dicha. Detrás de un sendero o carretera de separación había un bloque de pisos muy alto. Allí estaba el enemigo. Era un edificio del Siv Sena, según dijo Anuar. Cuando había problemas, quienes vivían en aquellos pisos les tiraban botellas a los que vivían debajo.

Al pasar el edificio, llegamos a la estruendosa carretera principal. Fuimos a una pequeña cafetería que conocía Anuar: tubos fluorescentes, azulejos, mármol gris, un fregadero, vasos de cristal y acero inoxidable.

Le dije a Anuar:

—Entonces, ¿está usted constantemente con los nervios de punta?

Nijil interpretó la respuesta.

—Esto le destroza los nervios.

Tan consumido como su padre, con el rostro oscuro, delgado y trémulo, bebía lentamente la leche que había pedido.

Dijo, y Nijil hizo una traducción directa:

—Los niños. Estallan peleas entre los niños que se convierten en odio a muerte entre los adultos, y yo me siento impotente para hacer nada. Hay constantes altercados entre vecinos. Cuando se producen entre hindúes y musulmanes (aquí los hindúes son minoría), se convierten en enfrentamientos entre comunidades. La situación se pone fatal durante los partidos de criquet. Cuando se celebró la Copa del Mundo, el año pasado (los partidos duran todo el día), la gente se puso nerviosa cuando se enfrentaron India y Pakistán. Pero ni la India ni Pakistán llegaron a la final. Cuando Pakistán perdió las semifinales contra Australia, los hindúes enloquecieron: se pusieron a tirar piedras y a romper los tejados de uralita de las chabolas.

¡Cómo le preocupaban aquellas peleas! Tanto su padre como él hablaron con un temor especial sobre las peleas entre los vecinos, y me pregunté si se referirían a sí mismos. Intenté averiguarlo. Le pregunté por el odio a muerte entre los adultos: ¿le afectaba de algún modo a su familia?

Su respuesta me sorprendió.

—Mis hermanos tienen fama de gundas, de matones. No son buena gente. Y por su fama, los vecinos se lo piensan dos veces antes de empezar cualquier cosa.

Unos hermanos agresivos: por alguna razón, debían de ser físicamente distintos de Anuar y su padre. Hermanos agresivos, no buenas personas; no obstante, le permitían a Anuar hablar con cierta agresividad. ¿Cabían todos en aquella casita?

Le pregunté a Anuar:

—El vecino de al lado, el que salió a vernos... ¿qué tal se lleva con él?

—Estudia en una universidad a las afueras de Bombay. Podrá imaginarse qué clase de hermanos tengo... Son seis, y mi padre tiene que seguir trabajando.

Una fragmentación familiar. Quizá los hermanos a los que se refería Anuar, los agresivos, fueran de otra madre. Dijo:

—No los considero hermanos míos. —Pero inmediatamente suavizó sus palabras—. El entorno los ha hecho como son. Tuvieron que embrutecerse para sobrevivir. Voy a contarle el porqué de la violencia de mis hermanos. Habrá leído recientemente en los periódicos lo que ocurre con el mafioso que se ha convertido en el nuevo jefe de los delincuentes de Bombay. Hace algún tiempo, cuando le contrataron para matar a una persona de la localidad, vino a inspeccionar nuestra zona. Y, le parecerá increíble, pero uno de mis hermanos se enzarzó en una pelea con él.

—¿A qué clase de persona tenía que matar el mafioso?

—El hombre a quien tenía que matar estaba metido en el negocio de enviar gente a Oriente Medio —exportación de mano de obra—, y debió de engañar a alguien. Pero mis hermanos pensaron que estaba invadiendo su territorio. Se insultaron y se faltaron al respeto, mis hermanos y el mafioso, y cada bando dijo que ya vería lo que hacía el otro. Mi hermano cogió un coche Ambassador y lo llenaron de armas. Tenían planeado atacar el barrio del mafioso, pero alguien le dio el chivatazo a la policía y cogieron a mis hermanos. Los soltaron al cabo de dos días. Salieron bajo fianza.

—Entonces, ¿sus hermanos tienen dinero?

—Cuando ganan dinero hacen apuestas.

—¿Diría usted que también ellos viven con los nervios de punta?

—No tienen la misma mentalidad que yo. Si se presentara la ocasión, darían la vida sin pensárselo. Es el entorno.

Al hablar sobre sus hermanos camorristas, dispuestos a dar la vida, aprecié de repente una especie de orgullo a la inversa, como cuando me explicaba el temor que les inspiraban sus hermanos a los vecinos.

Le pregunté por los disturbios de 1984. La gente hablaba de ellos como de un terrible acontecimiento en Bombay, un hito histórico.

Pareció como si soplara la leche, como si quisiera enfriarla. Pero la leche no estaba caliente. La boca constantemente abierta, aparentemente para expulsar aire, era solo un movimiento de los músculos de su delgada cara, parte de su cara trémula. Dijo:

—Fue entonces cuando empecé a sentir el deseo de luchar. Estaba en el último año de mis estudios. Hay un cementerio musulmán cerca de Marine Drive, y un día, cuando se aproxima el Ramadán, hay que ir allí. Fue un grupo de esta zona. Volvimos a casa a las dos de la mañana. Algunos llevábamos fez, el gorro musulmán. Pasamos junto a un refugio del Siv Sena. Nos apedrearon. Nos quejamos a unos policías. No nos hicieron caso. Es más: nos siguieron durante unos tres kilómetros. Creían que los agresores éramos nosotros. Ese fue el primer indicio de los disturbios. Hasta aquella noche nada indicaba que fuera a haber problemas. De hecho, el verdadero problema estaba muy lejos, a unos veinticinco kilómetros de aquí.

Empezó a costar trabajo oír lo que decía Anuar en el establecimiento. Además del ruido del tráfico en la carretera, había voces quejumbrosas en el bar, voces indias, especialmente afiladas como para cortar la mayoría de los ruidos de hombres y máquinas y, por encima de todo, el ruido, como el canto de las cigarras, ascendente y descendente, de las bocinas de los coches.

Anuar dijo:

—Volvimos a nuestro barrio hacia las tres de la mañana. Algunos íbamos sangrando, por las pedradas, y la gente nos preguntó qué había pasado. He de decirle que esa noche, la chabe-baraat, los musulmanes se quedan despiertos.

»Al día siguiente yo ya me había olvidado del incidente, pero cuando fui con un amigo a una casa cerca de aquí, vi que estaba llena de armas. Era obra de uno de los grandes mafiosos. Sus hombres se habían pertrechado, para tomar represalias. Poco después empezó un tiroteo en la zona. Impusieron el toque de queda durante todo el día, y después prohibieron las reuniones de más de cinco personas. En la colonia propiamente dicha —la zona donde vivía el mafioso— se infiltró la policía para comprobar si había armas.

—La presencia de la policía, ¿calmó a la gente?

—No confío en absoluto en la policía. Verá usted por qué. Aquí no se pueden matar vacas en público: hay que llevarlas a un matadero. Pero se puede dar dinero a un policía para matar una vaca en público. Cuando tienen que sacrificar cabras en la festividad de Id, la mayoría de los musulmanes llevan las cabras al matadero. Pero hay algunos rufianes de la zona que se empeñan en matarlas en público. Es un acto de machismo, un desafío a la policía. Cuando llega la policía, los camorristas dicen: «Si os metéis en esto, no saldréis vivos de aquí.»

Se había apartado del asunto de los disturbios de 1984 para volver al de los camorristas.

—Le dije:

—Esas peleas con la policía, ¿le exaltan?

Dijo, con cierto tono de solemnidad:

—Claro que me exaltan. Me gustan. Es porque la policía discrimina a los musulmanes, y los musulmanes detestan a la policía.

—Pero ¿qué sentido tiene todo ese juego?

No contestó de una forma directa. Dijo:

—Entre los musulmanes hay muy pocas personas sensatas. —Pronunció la palabra «sensatas» en urdu: samajdar—. Aquí hay pocos musulmanes cultos. La gente culta no participaría en esas peleas.

Me dio la impresión de que había cambiado ligeramente de actitud hacia los contrincantes.

—Entonces, ¿todo continuará como hasta ahora?

Dijo, con aquella curiosa mezcla de melancolía y resignación:

—No veo que esto vaya a acabar. No veo cómo puede acabar.

—¿Cómo acabaron los disturbios aquella vez?

—Vino la señora Gandhi y le pidió a la gente que arreglara las cosas. Pero las cosas se arreglaron y después... todo volvió a estallar.

Pensé en los estrechos callejones y las viviendas bajas con alambrada, con desvanes para dormir bajo los frágiles techos de uralita.

—¿Cómo era la vida durante los disturbios? La gente, ¿podía dormir?

—Cuando hay disturbios, nadie sabe lo que es dormir. Es un gran pecado que ataquen a alguien de tu misma fe y no hagas nada.

—¿No cree que una persona como usted debería intentar vivir en otro sitio?

—No puedo dar ese paso. —Justo lo que yo pensaba que iba a decir—. Hay demasiados vínculos familiares. El musulmán tiene la obligación de respetar esos vínculos.

Familia, fe, comunidad: constituían un todo.

—¿Qué le aconsejaría a un hermano más joven que usted, o a alguien que viniera a verle?

No me refería a que le aconsejara sobre marcharse o escaparse. Era algo más inmediato, una cuestión de supervivencia, en la zona.

—Le diría que pensara en desquitarse y devolver el golpe únicamente si la persona que se le enfrentaba había cometido un error.

—¿Cómo que un error?

—Si alguien te ofende, por ejemplo.

Ofensas, discusiones, peleas, dentro y fuera: ese era el mundo en el que vivía y para el que, físicamente, estaba tan poco preparado.

Le hablé de la pintada que había visto: LIBERAD A LA HUMANIDAD CON EL ISLAM. Dijo:

—Estoy totalmente de acuerdo.

—¿Cuándo se enteró de qué era el islam?

¿Cómo, viviendo donde vivía, había tenido tiempo, intimidad y calma para ello?

—Me enteré por mis padres. Y, además, he leído el Corán.

—Hay muchas personas en Bombay que creen saber cómo liberar a la humanidad.

Me dio la impresión de que cambiaba de opinión.

—Así es el mundo. Cuando la gente se agrupa, todos dicen que su grupo es mejor que los demás.

Volví a pensar en la familia del gran televisor en color cerca de la casa de nuestro anfitrión. Le pregunté por ellos.

—Tienen un negocio, de confección de ropa. Ganan algo de dinero.

Gente con negocios, que ganaba dinero y, sin embargo, seguía viviendo allí: otra prueba de lo que se decía, que lo único que se necesitaba en Bombay era alojamiento. En cuanto se tenía un lugar en el que dormir, en cualquier sitio, ya fueran las aceras, una chabola, un rincón en una habitación, se podía encontrar trabajo y ganar dinero. Pero la gente del televisor, ¿no se daba ciertos aires?

La gente del televisor y del negocio de confección no se daba aires, según dijo Anuar. Pero mi pregunta le inquietó, por algo. Dijo:

—Saben que su religión prohíbe la televisión. —A continuación, como tantas otras veces, suavizó un poco lo que acababa de decir—. Pero no quieren que sus hijos vayan a otras casas a ver la televisión y que los rechacen. Eso puede causar problemas.

—¿Por qué cree que tantos mañosos de Bombay son musulmanes?

—Ya se lo he dicho. Entre los musulmanes hay pocas personas cultas. Se descarrían desde muy jóvenes.

—¿Son gente religiosa, los mafiosos?

—Son seguidores fervientes del islam.

—¿Defensores de la fe?

—Es inevitable que luchen por el islam. Un papel contradictorio, el que desempeñan. Por un lado, continúan con sus actividades delictivas, pero también leen el Corán y hacen el namaaz cinco veces al día. La comunidad no siente ninguna admiración por esta gente, pero les encanta el comportamiento de los mafiosos con los musulmanes normales y corrientes.

—¿Son los guerreros de la comunidad?

—Nos organizan en la clandestinidad. Tanzin-Aláho-akbar: así se llama. Lo dirige un mafioso. Fue creado después de los disturbios. Tenemos reuniones para decidir la estrategia a seguir. Nos reunimos todos los meses, incluso cuando no hay problemas.

—¿Qué cree que les pasará a los niños de su colonia?

—El futuro se presenta terrible para ellos. Todos esos niños ven asesinatos, atentados.

—¿Usted ha visto asesinatos?

—Sí, sí.

Era una afirmación india, no inglesa ni norteamericana, y la pronunció con el movimiento de cabeza de un lado a otro, al estilo indio.

El dueño de la cafetería se había puesto a hablar con todo el bar sobre la gente que estaba en el extremo —es decir, nosotros—, que llevaba demasiado tiempo ocupando una mesa. Yo iba a dejarle una buena suma, pero él no podía saberlo. Estaba de espaldas a él, y pensé que no debía volverme y mirarlo; que si nuestras miradas se encontraban, quizá se pusiera más furioso. Nijil, que había estado todo el tiempo frente a él y nos informaba de vez en cuando sobre su estado de ánimo, pidió gulab yamun para todos; y Anuar, que ya había trasegado dos vasos de leche, empezó —y todo el rato parecía estar soplando— a comerse una ración de aquel untuoso dulce de leche, chorreando almíbar. Dijo:

—La primera vez que vi un asesinato tenía diez años. Estábamos en la colonia, jugando al badminton. Había una chabola cerca, y dos hombres empezaron a pelearse. Normalmente, los dos dormían en el mismo carretón por la noche. Ambos tenían unos treinta años. Empezaron a pelearse, y de repente vi que uno de ellos salía corriendo. Fuimos a enterarnos de qué pasaba, y vimos que el hombre que estaba en el carretón tenía la cabeza casi cortada. No estaba muerto. Estaba agonizando.

—¿Qué ropa llevaba?

—La ropa interior. Calzoncillos y camiseta. Y el cuerpo agonizante hizo que el carretón volcase.

—¿Y la gente fue a verlo?

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