India

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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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—Solo los niños. Éramos unos seis o siete. Y cuando el cuerpo cayó al suelo, nos salpicó de sangre. Yo me asusté mucho. —Se echó a reír, siguió comiendo el dulce, chupando el denso almíbar de la cuchara de aluminio. Era la primera vez que se reía aquella tarde—. Éramos niños. No se nos ocurrió que tuviera que venir la policía. Nuestra primera reacción fue ir a lavarnos las manchas de sangre de la camisa.

—¿Cuántos asesinatos ha visto desde entonces?

—Diez o doce.

—¿Por qué se ríe?

—Aquí, forma parte de nuestra vida cotidiana. Las razones para esos asesinatos son mínimas. Por ejemplo: un día, dos hombres que llevaban paraguas tuvieron una ligera colisión. Uno de ellos fue a pegarle al otro, y este entró corriendo en una casa, y el que lo perseguía entró detrás de él. Yo estaba hablando con un amigo justo al lado, y lo vi todo. El hombre que perseguía al otro sacó un cuchillo y lo mató, así por las buenas. Un 80 por 100 de la gente de esta localidad lleva armas.

El dueño de la cafetería no se había tranquilizado con que hubiéramos pedido gulab yamun; siguió quejándose. Y cuando Anuar terminó el dulce, nos dispusimos a salir. Mis pensamientos volvieron a la gente del televisor grande.

—La gente del televisor, ¿es muy religiosa?

—Son devotos. Son más religiosos en cierto sentido y menos en otro.

—¿En qué sentido son más religiosos?

—Ofrecen namaaz cinco veces al día. Yo, solo una.

Oraciones formales cinco veces al día y, sin embargo, para Anuar y su padre, aquella fe, a pesar de ser obsesiva, tenía sus defectos.

—¿Se imagina viviendo sin el islam?

—No.

—¿Qué le ofrece?

—Hermandad. Hermandad en todo. El islam no propugna la discriminación. Hace que las personas se ayuden. Si hay un ciego cruzando la calle, el musulmán no se para a averiguar a qué credo pertenece. Sencillamente lo ayuda.

—¿Qué piensa que le ocurrirá a su colonia?

—No veo ninguna solución.

—¿Seguirá como está? ¿De verdad piensa que seguirá igual cuando usted llegue a la edad de su padre? —Sí.

—¿Ni siquiera piensa en marcharse?

—De momento, no tengo intención de hacerlo.

—¿Es usted suní?

Pareció sorprenderse. No creía que yo pudiera saber nada sobre los suníes. Para él, su fe era algo secreto, algo que los extraños no conocían.

Yo quería saber si había otros grupos o sectas musulmanes en su colonia. Le pregunté si había ismaelitas o amaditas entre ellos. Dijo que no había oído hablar de esos grupos. ¿Había shiíes?

—En la comunidad no hay shiíes.

—¿No es un poco raro?

—A mí no me parece raro.

Su fe ortodoxa era lo único puro a lo que aferrarse. No podía imaginarse la vida sin ella. Era una fe muy estricta. Proscribía la televisión; los herejes no tenían cabida en ella. Todas aquellas normas, festividades y prohibiciones constituían el mundo de Anuar. Una norma incumplida y todo podía verse amenazado; todo podía empezar a desmoronarse. Se consideraba correcto, por ejemplo, que los hombres musulmanes hicieran pis en cuclillas, y más adelante me enteré, por una persona que trabajaba con Anuar, que él se empeñaba en hacerlo así en los urinarios modernos de su lugar de trabajo, a pesar de que le creaba problemas.

Muchas de las personas que se veían por las calles y en las oficinas vivían en un espacio reducido. De esos espacios pequeños, todas las mañanas, salían limpias, frescas y dispuestas. Familias enteras, y no las que habitaban en chabolas o en las aceras, vivían en una sola habitación, y podían hacerlo durante una generación entera.

El señor Raote se había criado en el seno de una familia así. Era uno de los primeros miembros del Siv Sena: se contaba entre las dieciocho personas, ni una más, que asistieron a la primera reunión del Siv Sena en 1966. Después, con la victoria del Sena en las elecciones municipales, era un hombre con autoridad, presidente del comité permanente del ayuntamiento de Bombay. Tenía despacho en el edificio gótico-victoriano del ayuntamiento, con una sala de espera, secretaria y sillas de respaldo recto para la gente que se le presentaba con peticiones y necesidades. Pero había pasado los primeros veintiocho años de su vida en la habitación, la única de la casa, en la que había nacido, en el barrio de Dadar, situado a las afueras de Bombay.

En Dadar, el señor Raote vivía en el último piso de un alto bloque que había construido él mismo, después de haber empezado a dedicarse a la construcción, cuando tenía unos treinta años. Pero la casa de vecindad que había sido su hogar durante más de la mitad de su vida estaba cerca: se podía ir andando, y me llevó a verla una mañana.

Cogimos el ascensor hasta la planta baja del edificio, salimos al patio delantero, de arena, pasamos de la parte trasera a la delantera por un corredor del edificio, entre tiendas con elegantes letreros, y desde allí salimos a la carretera. El señor Raote era muy conocido; a su paso se producía cierto revuelo; la gente le mostraba mucho respeto. No debía de estar al alcance de muchas personas tener el pasado (y un triunfal regreso a él) tan a mano, justo al final de un corto paseo.

Abandonamos, al cabo de muy poco tiempo, la acera de la carretera y entramos en un patio con un viejo edificio de dos plantas. Fuimos hasta la parte trasera y subimos los escalones de un lateral del edificio que llevaban a una terraza o galería en el piso superior. Esta terraza (como la del piso bajo) rodeaba todo el edificio, y el suelo estaba hecho a la manera maharashtra, de losas. A la terraza se abrían varias habitaciones independientes. La del extremo era la que había ocupado la familia del señor Raote.

Nos asomamos desde la puerta, y vimos carpintería y pintura nuevas, en colores y estilos contemporáneos.

—La han arreglado —dijo el señor Raote.

La habitación de al lado era más oscura y más sencilla, como la que había conocido el señor Raote. Tenía unos cinco metros de largo por tres de ancho, con una cocina en la parte trasera y un desván para guardar cosas y dormir. Había un baño y un retrete comunes para todas las habitaciones del piso superior.

Antes de llegar, el señor Raote había dicho:

—Mi padre nos obligó a estudiar a todos. Comprenderá las dificultades cuando vea el sitio.

Y cuando me encontré en la terraza por la que el señor Raote había andado y corrido miles de veces, mirando el patio que había compartido con toda la gente de todas las habitaciones del edificio, me pregunté qué vida habría llevado en un espacio tan pequeño, cómo se las habrían arreglado cinco hermanos, dos hermanas, el padre y la madre. ¿Cómo dormían los niños, cómo jugaban y se preparaban para ir al colegio?

El señor Raote me dijo que su padre y su madre despertaban a los hijos a las cuatro de la mañana. Entre las cuatro y las siete hacían gimnasia —carreras, flexiones— y estudiaban. Tenían que hacer todo eso antes de las siete. ¿Cuáles eran las dificultades después? ¿La aglomeración del edificio y del patio, el ruido? El señor Raote dijo: —El ambiente.

En calidad de dirigente del Siv Sena, el señor Raote tenía fama de duro. Y fue un poco duro conmigo cuando me llevaron a su despacho para presentármelo. Cuando se dio cuenta de que no iba en busca de material para otra entrevista hostil, que me interesaban más su educación y su desarrollo, cambió de actitud. A él le interesaba la historia de su propia vida; se consideraba un hombre que había luchado.

Era presidente del comité permanente del ayuntamiento, según me dijo; pero el primer trabajo que desempeñó en el ayuntamiento fue de simple administrativo, en 1965, cuando tenía veintiún años, y por entonces cobraba un sueldo de doscientas dieciocho rupias al mes, unas dieciséis libras esterlinas. Me confió aquel dato casi en cuanto empezamos a hablar seriamente. Y a continuación me confió otro: cuando era joven, ayudaba a su padre a hacer ataúdes.

Me gustó aquel detalle. A él también. Quería contarme lo demás. Me invitó a ir a su piso de Dadar, y envió su coche Ambassador un día por la mañana temprano a recogerme. Las ventanas del coche tenían el tinte oscuro que se había puesto de moda en Bombay; había dos pequeños ventiladores de plástico que resultaban muy agradables, y en el salpicadero una imagen de Hanuman, la deidad que simboliza la fuerza.

Cuando me llevaron al piso, el señor Raote todavía estaba haciendo puja. Mientras esperaba, salí a la terraza y contemplé el panorama de norte a sur, la gran extensión de Bombay, inesperadamente verde desde aquella altura. Cuando terminó el puja, entré en el cuarto de estar y empezamos a hablar.

—Cuando nací, mi padre trabajaba de mecánico en All-India Radio, AIR. Era 1944. Ganaba trescientas rupias al mes. Era suficiente. Me crié considerándome de clase media baja. No teníamos lujos, pero sí lo suficiente para comer. Por la mañana tomábamos una especie de trigo que se pone en remojo, satva. Da mucha energía. Se necesitan dos horas para prepararlo.

»Estudié hasta la enseñanza secundaria, en márata. Después empecé con la enseñanza superior. Más o menos por entonces, mi padre dejó de trabajar en AIR, y se dedicó a hacer chapuzas. Sus ingresos descendieron enormemente. Ganaba entre setenta y cinco y noventa rupias al mes trabajando de carpintero en el estudio de cine, muchas horas al día.

»También trabajaba de carpintero haciendo ataúdes. Yo iba con él algunas veces. Fabricar ataúdes es algo muy especializado. No resulta fácil dar la forma de los hombros. La tabla tiene que estar entera; no se puede cortar. Y el fondo del ataúd tiene que ser muy bueno, porque ahí recae todo el peso del cuerpo. Sacábamos cuatro annas, un cuarto de rupia, por un ataúd de niño pequeño. Doce por un ataúd de tamaño medio. Por uno más grande, de uno ochenta o dos metros, nos daban una rupia y cuarto. Solo por la mano de obra. En un día podíamos preparar cinco o seis ataúdes. Normalmente, a nadie se le ocurre hacer ataúdes. Es un oficio para los sin casta, no para quienes pertenecen a una casta. Pero nosotros lo hacíamos por el dinero.

»Mi padre quería que al menos uno de sus hijos fuera médico. Mi hermana aprobó el examen para estudiar ciencias. Yo terminé mis estudios de formación profesional. Lo primero que elegí fue entrar en el ejército. Quería ser militar, pero no tenía a nadie que me aconsejara. Me apunté al curso de adiestramiento de la armada india en 1962, y me preparé para los exámenes y todo eso, pero era demasiado mayor, por un mes de diferencia, y tuve que volver. Entonces intenté estudiar ingeniería. Era difícil entrar en una escuela de Bombay. Me admitieron en el Politécnico de Solapur, que está muy lejos de aquí. Mi padre me dijo que no podía costear los gastos, y era verdad. Los gastos en Solapur habrían sido de doscientas rupias al mes. Así que también tuve que dejarlo. Eso fue en 1964. Al año siguiente me apunté al desempleo. Todavía vivíamos todos en una sola habitación. Empecé a asistir a clases nocturnas en el Instituto Técnico de San Javier.

»De modo que ya llevaba dos o tres fracasos en mi vida: no entrar en el ejército, ser demasiado mayor para el curso de adiestramiento de la armada y no entrar en la escuela de ingeniería. A esa edad es frustrante. Es la edad en la que los chicos pueden empezar a tener ambiciones. Si no, se echan a perder.

»Mi padre y mi madre me dieron ánimos, y yo siempre quise hacer algo en la vida. Tenía confianza.

Recordé lo que había dicho el señor Patil, el jefe de zona del Siv Sena de Zane, sobre la confianza, atma-vishwas: que se la había otorgado Ganpati. Le pregunté al señor Raote si pensaba que su confianza le había sido concedida por Ganpati.

Dijo que su confianza le venía de la religión en un sentido más amplio, no de Ganpati en concreto.

—No es una deidad especial. Todo en la India comienza en Ganpati o en Ganesha. No hay puja hindú que empiece sin él. La religión que tenemos nos viene desde la infancia. Va unida como uña y carne a nuestra vida. Ninguna familia hindú pasaría por alto el puja de la mañana. Nos ponemos ropa especial para eso. Desde luego, la religión nos dio confianza. Formó nuestro carácter.

»Ahora vamos a llegar al aspecto más importante de mi vida. Le he contado mis fracasos y mis frustraciones, y que renuncié a todo y me apunté al paro. En 1965 encontré trabajo de administrativo en el ayuntamiento de Bombay. El sueldo era de doscientas dieciocho rupias. ¿Un buen salario? Para quien no tiene ingresos, cualquier cosa le viene bien. Y mi mayor ambición por entonces era que mi hermana estudiara medicina, que es lo que quería mi padre. Hicimos todo lo posible para que la admitieran, y le ofrecieron tres becas: del British Council, de Tata y de otro sitio. Elegimos Tata. Pagaban todos los gastos de enseñanza. Los libros nos los dieron otras personas.

La señora Raote había estado entrando y saliendo del salón, pero sin hacerse notar. De repente, se acercó a nosotros, sonriendo, con un álbum de fotos abierto. Nos había oído hablar de religión, y las fotografías que quería enseñarme eran de una celebración religiosa: la ceremonia del hilo de uno de sus hijos, lo que animó al señor Raote a salir y traer la pieza de tela sin coser —malva, con una lista de otro color— que se ponía para hacer el puja. La señora Raote era una mujer de piel clara, guapa, y, como en tantos hogares indios, impresionaba la dedicación sencilla y en apariencia desmañada de la mujer al marido.

La señora Raote se retiró. El álbum abierto descansaba sobre el sofá. Y el señor Raote siguió contando su vida.

—Tengo que añadir algo en este punto. En 1962, tres años antes de coger el trabajo del ayuntamiento, y al principio de la temporada de mis fracasos y frustraciones, encontré una revista semanal llamada Marmik. Era cómica, la primera en lengua márata. La editaba Bal Thackeray. Su hermano, su padre y él lo escribían todo. Marmik siempre llevaba una gran caricatura en la portada. Fue eso lo que me llamó la atención. La revista distribuía unos treinta y cinco o cuarenta mil ejemplares en aquella época.

»Y entonces, con mi hermana en la facultad de medicina, yo de administrativo en el ayuntamiento, y mi padre trabajando de carpintero en los estudios de cine, Marmik empezó a ejercer influencia sobre mí. Todas las semanas hablaba sobre las injusticias que se cometían en Bombay y Maharashtra con los hijos de la tierra. Y descubrí que me sentía terriblemente atraído hacia la personalidad emocional de Bal Thackeray y su padre, tal como se expresaba en la revista. Incluso intenté conocer a Bal Thackeray. Por entonces él vivía en Sivaji Park.

El señor Raote señaló con la mano hacia el oeste, hacia una zona verde: Bombay, desde aquella altura, se extendía con claridad ante nosotros, desde la Puerta de la India y la zona del Fuerte al sur, hasta las colinas y los barrios del norte: la gran ciudad, desde aquella altura, perdida la sordidez entre el verde de los árboles, era de verdad la del señor Raote.

—En mayo de 1966 apareció en Marmik el anuncio de la creación de una organización juvenil. Iba a llamarse Siv Sena. Empecé a ir a casa de Bal Thackeray. De hecho, se rompió un coco el 19 de junio de 1966 en su casa. —Romper un coco al inicio de una empresa importante es para los hindúes una especie de puja o acto religioso—. Había dieciocho personas. A las ocho y veinte de la mañana.

—La hora, ¿la eligió un pandit?

—No. Ocurrió por casualidad. Yo era una de las dieciocho personas. Cuatro de ellas vivían en casa de Thackeray: el propio Bal Sahib, su padre, y sus dos hermanos. La primera reunión duró una media hora. Fue en la habitación principal de la casa, muy pequeña. Su padre ocupaba aquella habitación, por ser viejo. Lo escribía todo a máquina, en márata. La máquina está todavía en la casa, como recuerdo. Fue el padre de Bal Thackeray quien le puso nombre al Siv Sena. —El Ejército de Siva—. Parecía normal y natural. Y en esa reunión nos comprometimos a luchar contra las injusticias que se cometían contra los hijos de la tierra.

»Así fue como empezó el Sena. Bal Sahib celebraba pequeñas reuniones aquí y allá. Cuatro meses después de la fundación del Sena anunció una reunión multitudinaria sobre el tema de la injusticia. Se celebraría el 30 de octubre de 1966. La gente respondió masivamente. Entre cuatro y cinco laj. —Entre cuatrocientas mil y quinientas mil personas—. Y empezaron a interesarse varios gimnasios de la ciudad.

¿Qué gimnasios? No había oído hablar de ellos.

—El gimnasio es una institución maharashtra. Mi padre era demasiado pobre para llevarnos, pero, como ya le he dicho, nos obligaba a correr y a hacer ejercicio por la mañana. El gimnasio es una institución maharashtra desde la época de nuestro gran santo, Ramdas Suami. Era el gurú de Sivaji. (Sivaji, el dirigente guerrero de los marazas en el siglo xvii, fundador de su poderío militar.) Ramdas era un gurú con mucho sentido práctico. Una parte de su mensaje consistía en que hay que hacer ejercicio y mantener el cuerpo en forma. Uno de los dichos más famosos de Ramdas es: «No hables. Actúa.»

Y la señora Raote volvió a aparecer, en esta ocasión con un libro grueso y grande en márata. Era un libro con los versos de Ramdas, una edición moderna, bien impresa, con tapa. Ante eso, el señor Raote salió para traer varios libros más en márata, también grandes: los versos de otros maestros clásicos: Dineswari, Tukaram, Eknaz. Estos nombres no me resultaban realmente conocidos. Todos los libros parecían nuevos, y estaban bien impresos y bien editados; pero eran demasiado voluminosos para manejarlos con facilidad, y me dio la impresión de que eran objetos sagrados de la casa, no libros para leerlos físicamente. Me los pasaron uno a uno, y yo los tuve en las manos un rato y después los devolví. A continuación los colocaron en el sofá, junto al álbum abierto con las fotografías del señor Raote con la tela del puja en la ceremonia de su hijo.

Me pregunté cómo, en las condiciones de Bombay, en las condiciones en que se había criado el señor Raote, se mantenía la gente en contacto con sus libros sagrados.

Dijo que no había habido ningún problema.

—En una casa maharashtra tradicional, los mayores recitan, mañana y tarde, los eslokas o versículos de los escritos de los gurús famosos, de modo que un niño, tanto si ha leído los textos como si no, los conoce. Hoy en día se hace con cintas.

Había una pequeña estantería con ese tipo de cintas en el cuarto de estar del señor Raote, en un rincón que parecía, a juzgar por los objetos colocados en él, una especie de lugar sagrado o santo.

Dijo:

—Maharashtra es tierra de santos. —Puso una cinta con un cántico o canto de los versículos de Ramdas, y sus cadencias me transportaron a cuarenta años atrás o más, al canto del Ramayana que oía en mi infancia. Según dijo el señor Raote, los versículos de Ramdas habían perdurado por su cadencia—. Los eslokas de Ramdas tienen un ritmo sencillo, repetitivo. —No eran musicales por la música misma—. Están dirigidos a la mente. Todo maharashtra, incluso si vive en una chabola, tiene cultura.

Cortó la cinta y volvió a hablar de los primeros tiempos del Siv Sena. El Sena, el ejército de la tierra de los santos, se estableció rápidamente. Pero mientras el Sena crecía, la vida personal del señor Raote fue declinando. Entre la creación del Sena, en junio de 1966, y la reunión multitudinaria de cuatro meses más tarde, con la que se estableció su poder en Bombay, murió el padre del señor Raote.

—Tenía a toda la familia sobre mis espaldas, y no me quedó más remedio que seguir de administrativo en el ayuntamiento. Ya le he dicho que en primer lugar quise ser militar, y me presenté al examen de piloto de las fuerzas aéreas. Aprobé el primer examen en Bombay. De los mil quinientos que estudiaban en mi centro, solo eligieron a doce para hacerles una entrevista en Bangalore. Yo era uno de ellos. Fui a Bangalore, y pasé todas las pruebas de aptitud de las fuerzas aéreas, pero la prueba más delicada —la de máquinas—, la suspendí. Una parte consistía en contestar a cien preguntas en cinco minutos. La rapidez de las preguntas me confundió. Nadie me había orientado en esos temas. Hay que tener práctica para contestar a cien preguntas en cinco minutos. Hoy en día hay academias que preparan a la gente para ese tipo de exámenes, pero entonces no había. Y aquel fracaso vino a añadirse a mi frustración por tener que servir en el ayuntamiento, a pesar de que nunca me había interesado el servicio.

Había observado en otras personas esta aplicación, al modo indio, de la palabra «servicio». En un sentido, iba ligada al «servicio de los funcionarios»; en otro, a la antigua aplicación del término en Inglaterra, como «servicio doméstico». El significado en la India se encontraba a medio camino entre los dos. «Servir» en la India equivalía a empleo; pero también significaba trabajar para otro, trabajar a sueldo, ser dependiente. (El señor Patil, de Zane, por ejemplo, al hablar de su padre, que había trabajado cuarenta años en la sala de herramientas de una fábrica, dijo que su padre «había servido»).

—Pero yo tuve que servir en el ayuntamiento hasta que mi hermana obtuvo la licenciatura. Y me casé en 1968. Me obligaron a casarme mi suegro y mi suegra. Iba a las clases nocturnas del Instituto Técnico de San Javier, y hubiera preferido casarme cuando hubiera terminado mis estudios. Fue un matrimonio por amor.

Utilizó las palabras inglesas, love-match, pronunciándolas juntas y rimando love con how, de modo que sonaron como palabras márata.

—Pertenecíamos a distintas castas. Por entonces yo daba clase, y ella era una de mis alumnas. Así fue como surgió esta historia. —Lo de que diera clases me resultó inesperado, un aspecto distinto al del administrativo del ayuntamiento—. Mi mujer vivía allí, en aquella casa.

Desde la última planta del edificio en el que estábamos señaló con la mano una zona de verde y tejados no muy lejana: Bombay, desde allí, era una ciudad inmensa, pero los espacios a los que se había mudado, siempre pequeños, como de aldea.

—Había oposición a nuestra unión por ambas partes. Pertenecíamos a castas distintas, pero en realidad no tanto. La casta no fue el motivo de la oposición. En nuestra familia no queríamos matrimonios por amor. Nuestra tradición es la del matrimonio por acuerdo, matrimonio de conveniencia. Por su parte ocurría lo mismo. Así que mis suegros, o los que serían después mis suegros, me obligaron a casarme. Y el matrimonio se convirtió en otra carga.

»Para reducir la carga, le pedí a mi mujer que abandonase sus estudios y se pusiera a trabajar al servicio de alguien. Dejó de estudiar y empezó a trabajar de telefonista. Era un puesto gubernamental, en la Secretaría de Estado. Ganaba entre ciento setenta y una y ciento ochenta rupias al mes, unas nueve libras, después de la devaluación de la rupia. Tuvimos un hijo en 1970, pero como mi mujer trabajaba, no me preocupó demasiado.

»En 1972, mi hermana se doctoró al fin. Un día, a las doce de la mañana, me contó por teléfono que lo había conseguido. Y ese mismo día me despedí del ayuntamiento. Había servido ocho años, mientras mi hermana estudiaba medicina, como quería mi padre. El día que terminó, yo me despedí. No tenía otro trabajo, pero me despedí. Lo único que teníamos era lo que ganaba mi mujer. El puesto en la Secretaría era temporal, pero afortunadamente entró de telefonista en el ayuntamiento. Fue una casualidad que entrase a trabajar allí justo cuando yo me marché.

Durante sus últimos años de servicio, el señor Raote llevaba una vida paralela en el Sena. El Sena había ascendido, había empezado a progresar, a ser temido. En 1968 obtuvo más de un tercio de los escaños del ayuntamiento. Provocó disturbios en las fronteras de Maharashtra; convocó una huelga que dejó paralizada Bombay durante cuatro días. Sobre todo los emigrantes del sur de la India temían al Sena. Y Dadar, el barrio de las afueras en el que estábamos —con vistas a Sivaji Park, cerca de la casa de Bal Thackeray, y también con vistas a la casa de vecindad de dos plantas en la que aún vivían por entonces el señor Raote y su familia, con una sola habitación—, Dadar, como dijo el señor Raote, fue «el epicentro» del terremoto del Siv Sena.

Yo conservaba un recuerdo de aquellos primeros tiempos del Sena, desde el otro lado.

Ocurrió en 1967, un año después de su creación. Había ido a ver a un parsi, un conocido. Era boxualah, como se decía en aquella época. Un boxualah era un ejecutivo de una gran empresa, por lo general con filiales en el extranjero, y en aquellos días, antes de la explosión industrial de la India, eso significaba seguridad, incluso encumbramiento. El hombre que yo conocía se había casado con una mujer hindú de una conocida familia; y me sorprendí al enterarme, por unas personas que deberían haber estado muy por encima de las tensiones cotidianas de la vida india, de que aquel matrimonio «mixto» les había expuesto a ambos al riesgo de ataques físicos por parte del Sena en su zona.

Era de noche; estábamos en un paraje elevado; había luces abajo, algunas débiles y amarillas, en las chabolas. Mi visión de Bombay empezó a cambiar: los «pobres», la gente de allá abajo, empezaron a adquirir individualidad y a reclamar sus derechos sobre la ciudad; la fe (o la rabia por su situación, o la aversión) ya no era respuesta suficiente. El hombre que yo conocía —y que en 1967 hablaba con cierto apasionamiento, semejante al que encontraría después en Papú, el joven corredor de bolsa jainista— dijo, refiriéndose a los peligros de ser atacado por una multitud: «Intento no preocuparme. Me digo que, si veo que empieza a pasar algo, lo mejor es considerarlo como un terrible accidente de tráfico.»

Sin embargo, por entonces, en 1967, y durante varios años después, el señor Raote, uno de los dieciocho fundadores del Sena, estuvo trabajando de administrativo en el ayuntamiento: su sueldo ascendió de doscientas dieciocho rupias al mes a doscientas setenta y dos rupias y cincuenta paise (cien paise equivalen a una rupia), mientras iba y venía en los abarrotados trenes suburbanos entre el edificio gótico-victoriano en el que trabajaba y la casa de vecindad de Dadar en la que había nacido y en la que siguió viviendo, en la misma habitación, cargando con la pena por su padre, la gran ambición por su hermana, sus propias frustraciones por haber sido militar, después ingeniero, y después algo en la armada india, con la sensación cotidiana de humillación por su trabajo en el ayuntamiento, por tener que «servir».

Fuera de allí, era un desconocido. Pero a medida que el Sena fue creciendo, él fue ascendiendo en su seno. Le dedicaba todo el tiempo que le quedaba libre. Calculaba que, en aquellos días, entre el ayuntamiento y el Sena trabajaba veinte horas al día. Se encontró dirigiendo veintidós zonas del Sena en el centro de Bombay; estrechó relaciones con los dirigentes; lo pusieron al frente de la organización de las elecciones del Sena. Empezó a ser conocido; su nombre empezó a aparecer en los periódicos.

Y sin embargo, cuando abandonó el ayuntamiento, en 1972, con lo único que contaba era con el sueldo de telefonista de su mujer. Después, parece que tuvo un poco de suerte. Justo dos días después de dejar el ayuntamiento encontró trabajo, como supervisor comercial del departamento de tuberías para pozos en una de las empresas de ingeniería más prestigiosas de la India. Su sueldo ascendía a setecientas cincuenta rupias al mes, casi tres veces más de lo que ganaba en el ayuntamiento. Fue una racha de buena suerte, pero le duró poco. Su fama como miembro del Sena le trajo la ruina.

Los trabajadores maharashtras empezaron a tratarlo más como activista del Sena que como supervisor. Querían que crease un sindicato. Semejante agitación no podía pasar inadvertida para la dirección. El director de la fábrica lo llamó un día —el director era un antiguo oficial del ejército: la clase de hombre que el señor Raote hubiera querido ser—, y lo interrogó. ¿Había entrado en la empresa para trabajar o para dedicarse a la política?

El señor Raote no pudo soportar el interrogatorio.

—Tengo mal genio. Presenté mi dimisión aquel mismo día. Llevaba en la empresa un mes y veintidós días.

Al llegar a este punto, el señor Raote guardó silencio. Entraba en la parte de su vida que más le interesaba contar: la época que deseaba que yo conociese casi en cuanto se decidió a hablar seriamente conmigo, en su despacho del ayuntamiento. De modo que, en aquel momento, sentado en su casa tras el puja matutino, con el álbum de fotos abierto y los libros sagrados escritos en márata sobre el sofá, guardó silencio. A continuación dijo:

—Fue entonces cuando empecé a pasar hambre. Fue la época más difícil de mi vida. —A pesar de que había sido su época de esplendor en el Sena—. Empecé a trabajar a jornada completa para el Sena. Mi mujer alimentaba a mi familia con lo que ganaba en su trabajo. Y entonces, como nos habíamos casado por amor, empezaron los problemas en nuestra familia. Mi madre y mi mujer no se llevaban bien.

Tanto si surgía de un matrimonio por amor o de conveniencia, era el eterno conflicto en la vida familiar hindú, un aspecto ritual del destino de la mujer, como el matrimonio mismo, el tener hijos o la viudedad. Ser martirizada por la suegra formaba parte de las pruebas a las que se sometía a una mujer joven, parte, o casi, de la madurez. La joven lograba sobrevivir, de una u otra forma, y un buen día también ella pasaba a ser suegra, con una nuera a la que martirizar, para redondear toda una vida, para equilibrar el dolor y la alegría.

—Al final, decidí dejar mi casa. —Dejar, al fin, la habitación al extremo de la terraza del piso superior—. Me marché con mi mujer y mis hijos. Nos fuimos a vivir a casa de mi suegra.

No estaba lejos. Como la casa de vecindad que había abandonado, el edificio al que se mudó podía verse desde el piso en el que estábamos. Más adelante, me enseñaría los dos desde la terraza de arriba: lo dramático de los espacios pequeños y las distancias cortas, los lugares mismos siempre accesibles después, sin que nunca se llegaran a perder realmente de vista, y quizá por esa razón despojados (como escenarios teatrales) de las emociones que habían despertado en su momento.

—Si mi suegra me daba de comer, yo comía. Si no me daban comida allí, pasaba hambre todo el día. En aquella época no tenía dinero ni para tabaco; pero, como soy muy orgulloso, nunca me he rebajado ante nadie. Prefiero morirme de hambre. Y pasé una época de auténticas penurias. Fíjese: desde entonces, solo como una vez al día. Por la noche. Por la mañana no como nada. Solo me tomo un café.

»Uno de mis tíos maternos venía a verme con frecuencia por aquellos días. Dos o tres veces a la semana. Era muy pobre, pero me llevaba a un hotel. —La palabra “hotel”, tal como la empleó el señor Raote, pronunciando hotal, era más una palabra márata o hindi que inglesa, y se refería a un restaurante, por lo general sencillo—. Me invitaba a comer. Comida de pobres. Y a una taza de té y un cigarrillo.

»Un día, mi suegro no vino a casa. Tampoco vino al día siguiente. Lo estuvimos buscando. Al cabo de cuatro días volvió él solo. Lo encontramos en la carretera. Había tenido un accidente de tráfico, y le habían dado de alta en el hospital. Después de aquello, empezó a estar “de psiquiatra”. Atacaba a todo el mundo. Así que yo no me acercaba a casa de mi suegra en todo el día. Se puede decir que no tenía un techo bajo el que cobijarme. En casa de mi suegra solo dormía.

»Un día, un amigo de mi suegro me ofreció una casa en la zona este de Dadar. Nos mudamos, y fue allí donde nació mi segundo hijo. Durante aquella época tan dolorosa, mi mujer estaba embarazada. Me instalé bien en la zona este de Dadar. Llevaba una vida tranquila. Solía llegar a las once de la noche, después de mi trabajo en el Sena. Fue entre 1973 y 1974.

»Esa época de mi vida duró cuatro años. Tenía que recorrer muchos kilómetros para ir a las reuniones del Sena. Por entonces no me quejaba. Cuando, más adelante, me eligieron para el ayuntamiento, y empecé a hablar allí, todo lo que soltaba en los discursos venía de esos años que le he contado.»

¿Qué le había servido de apoyo? ¿Se había sentido «guiado»?

Sí, se había sentido guiado. Tenía un gurú. En lo que yo había creído el rincón sagrado del cuarto de estar —no lejos de la pequeña estantería con cintas religiosas— había una fotografía grande, quizá de tamaño mayor que el natural, de un hombre bien parecido, con barba; solo la cara. Vi la fotografía en cuanto entré, pero como me dio la impresión de que aquel rincón tenía carácter sagrado, y privado, no la miré con más detenimiento. Aquel hombre —con rasgos de una regularidad y una belleza casi fuera de lo común, en la fotografía— había sido el gurú del señor Raote.

A punto de acabarse la mañana, era de religión de lo que quería hablar el señor Raote. Me llevó a la habitación donde hacía el puja. Estaba al lado del salón. El santuario era un hueco profundo, a la altura del pecho, en la pared. Las imágenes tenían guirnaldas recién puestas; había un coco sin corteza con un penacho de pelos o fibras arriba. Al fondo del hueco, ocupándolo por completo, había otra fotografía del gurú, quizá recortada para adaptarla al espacio, pero muy parecida a la del salón: el creyente, y el santuario, bajo la mirada del gurú. Colocaban flores frescas en el santuario todos los días; cambiaban el coco todos los meses. El señor Raote dedicaba una hora y media al puja. Se sentaba sobre una piel de ciervo. Después, enrollaba la piel y la colocaba en un estante alto.

Unos días más tarde, cuando volví a ver al señor Raote a su casa, me contó el resto de su vida.

Al final de aquella época de penurias, que duró cuatro años, la suerte lo visitó inesperadamente. En el garaje de un amigo, allí mismo, en Dadar, empezó a hacer muebles. Supuso un nuevo giro en su vida, pero no era totalmente novato en el tema. En el colegio había estudiado ebanistería y carpintería como asignatura técnica especial. En el garaje de su amigo empezó a hacer sofás, mesas y sillas, y a vender lo que hacía. Descubrió que tenía talento.

Había fabricado gran parte de los muebles de su casa. Apoyada contra una pared había una mesa especial que había diseñado él mismo. Era de estilo Pembroke, con dos alas plegables a ambos lados de una tabla central. Pero en este caso la tabla central era muy estrecha, de unos veinte centímetros, ideal para los espacios pequeños, con múltiples usos, de las viviendas de Bombay. El diseño tuvo gran aceptación: lo adoptaron los fabricantes de muebles más destacados de Bombay. El señor Raote se especializó también en módulos para estudio que se transformaban en tabiques. Los objetos que fabricaba eran de diseño propio: se le ocurrían ideas sin cesar. «En cuanto empecé a trabajar con muebles pensé en estas cosas.» También hacía puertas. Había fabricado todas las de su casa, y diseñado y fabricado los arquitrabes con decoración de madera de teca. La casa suponía un triunfo especial para él, prueba de su éxito y muestra de su talento. Yo no me había fijado demasiado al principio, y solo después, con su ayuda, empecé a verlo.

Su éxito fue en aumento. Empezó a hacer trabajos de carpintería para edificios grandes, con subcontrato, y más adelante se le ocurrió meterse en el negocio de la construcción propiamente dicha. Dos años después de haber comenzado a hacer muebles construyó su primer gran edificio, con otros socios. Aunque el camino le había parecido muy largo, en aquella época solo tenía treinta y tres años. Desde entonces había realizado quince o dieciséis grandes proyectos.

—Pero, como miembro del Siv Sena, en todos mis negocios siempre he intentado adaptarme a la clase media maharashtra. O sea, que en lugar de ganar millones con la construcción, prefiero seguir el sendero del dirigente, respetar los principios que él ha señalado.

Aquella dedicación al Siv Sena y a su dirigente era como un aspecto de la religión del señor Raote. Siempre había tenido valor, y confianza, el don de la religión, el atma-vishwas de que hablaba el señor Patil en Zane.

—En los altibajos, por muchos problemas que surgiesen, me enfrentaba a ellos abiertamente, como hombre de negocios, como asistente social y como cabeza de familia. Hasta la época de la universidad, tenía a mi padre para alentarme. Después, en 1964, me topé con el gran santo que había establecido su asram en Alibag.

Era el gurú cuya fotografía estaba en un rincón del salón y al fondo del santuario de la habitación del puja. Según lo que me dijo entonces, el señor Raote empezó a ponerse en contacto con él durante el año que sufrió una gran decepción por no poder entrar en la escuela de ingeniería de Solapur.

—Iba a verlo para que me diera su bendición. Nunca le pedí nada. Solo iba a pedirle su bendición, a servirle porque era santo, y pienso que me cambió la vida. Murió en 1968, pero tengo la sensación de que sigue dándome su bendición siempre que la necesito. Aunque no está aquí de una forma física, corporalmente, siempre nos ofrece su presencia, a mi familia y a mí. Mire —dijo el señor Raote, al tiempo que me llevaba hasta la puerta de madera de teca de su casa—. La puerta no tiene cerrojo. Siempre está abierta.

Había cogido al señor Raote justo a tiempo de enterarme del final de la historia de su vida. A pesar de que, cuando estábamos quedando para vernos, no me dijo nada al respecto, resultó que lo vi, aquella segunda mañana, precisamente el día en que se iba al asram a pasar nueve días. Iba solo, sin su mujer.

—Voy todos los años, sin falta. No puedo dedicar esos nueve días del año a nadie más.

Había hecho otras peregrinaciones. Su mujer y él habían estado seis veces en la cueva de Amarnaz, en Cachemira, a cuatro mil metros de altura, en el Himalaya, donde —milagro desde antiguo en la India— todos los veranos se formaba un falo de hielo, símbolo de Siva, que crecía y disminuía con los cambios de la luna. Dijo:

—Me encanta ese sitio del Himalaya.

El hombre mundano que quería ser militar e ingeniero, el trabajador del Sena, el hindú devoto: había tres estratos en él, que formaban una cadena de creencias y acción.

Hablando un día sobre el Siv Sena, uno de los múltiples elementos de la amenaza que lo rodeaba, Papú, el joven corredor de bolsa jainista, dijo:

—Todos nuestros problemas son económicos. No tendríamos ningún problema si no fuera por el problema económico.

Aquella tarde —cuando acabara la actividad de la Bolsa— iba a llevarme a ver dónde vivía, y sobre todo a ver el barrio de chabolas que lo rodeaba. Daravi, que así se llamaba, era un barrio de chabolas famoso. En Bombay había quienes aseguraban, con cierto orgullo, que era el mayor de toda Asia.

Íbamos en un taxi negro y amarillo, y circulábamos lentamente: la luz del sol, las multitudes y el estruendo de los cláxones, los gases de los escapes de los autobuses, ondeantes, negros, el polvo que se pegaba a la piel. Y, en medio de todo aquello, una visión de pureza: un grupo de muchachos delgados con taparrabos blancos que caminaban rápidamente al otro lado de la carretera.

Los muchachos eran jainistas, dijo Papú, muñís, aspirantes a la vida religiosa, y tenían que ser discípulos de un gurú. Los muñís carecían de residencia fija; se les exigía que se trasladaran de un sitio a otro y vivieran de la caridad. Había ciertos lugares vinculados a los templos en los que podían pasar una noche; pedían comida en las casas de los jainistas.

¿Cómo sabían qué casas eran jainistas?

—Normalmente hay un letrero a la entrada, o algún emblema, o una baldosa. En la actualidad, incluso pegatinas. Pero por lo general los jóvenes muñís van con un acompañante, que los lleva a todas partes y les señala las casas. Se dice que el objetivo de esta disciplina consiste en dominar el ego. En el jainismo, el conocimiento es muy importante. Supuestamente, los brahmanes son las personas más intelectuales: todo el mundo les hace caso. Los munis van de un sitio a otro pidiendo comida para ser como ellos. Para obtener el conocimiento, primero tienen que dominar el ego.

Pero los ritos y las tradiciones procedían de una época más bucólica. ¿Cumplían su objetivo cuando se realizaban actualmente en las calles de Bombay?

La actitud de Papú consistía en que había que adaptar constantemente los ritos. Por ejemplo: supuestamente, los jainistas debían bañarse todas las mañanas e ir descalzos y con una prenda sin coser al templo. En Bombay, aún había muchos jainistas que podían hacerlo: la madre de Papú lo hacía, en el barrio en el que vivían ella y su hijo. Pero Papú no podía. Podía ir andando hasta el templo después de bañarse, pero no descalzo ni con una tela sin coser, porque pasaba por el templo de camino al trabajo.

Le hablé de mi visita a la zona musulmana y de la conversación que había mantenido con Anuar. Dijo:

—La agresión puede convertirse en algo creativo. Nosotros jugábamos al baloncesto con un equipo musulmán de esa zona. La agresividad de los chicos musulmanes les hacía buenos jugadores de baloncesto. Les proporcionaba el instinto asesino. —El instinto asesino que Papú veía en el industrial indio, pero que los comerciantes como él no poseían todavía—. Si yo los ataco, ellos devuelven el ataque. Y juegan solo para ganar, mientras que yo vuelvo a casa satisfecho con un buen partido. Si ellos me atacaran, yo no respondería. Me limitaría a quejarme; nada más.

Volvió a hablarme de su deseo de jubilarse cuando cumpliera cuarenta años para dedicarse a las obras sociales. Por lo que me había dicho antes, yo sabía que albergaba ciertas dudas al respecto, especialmente sobre el posible desaprovechamiento del talento que Dios le había concedido y que, bien empleado, podía producir más dinero para sus obras benéficas. En aquel momento —sentado en el taxi, en medio del polvo y el resplandor de la tarde, al final de su jornada laboral— daba la impresión de que las dudas se habían apoderado de él y lo habían desmoralizado. Ni siquiera estaba seguro de la obra social que realizaba los domingos entre las gentes del barrio de chabolas de su zona.

—Todos los domingos, un grupo de personas, sobre todo jainistas, damos de comer a la gente del barrio. Podemos dar de comer quizá a unos quinientos. Empezamos hacia las diez y media de la mañana. Para muchos de ellos quizá sea la única comida fuerte de toda la semana. Les ayuda a seguir adelante. Yo lo hago para ayudarlos; de eso no cabe duda. Pero, además, parece como si así aliviara el sentimiento de culpa que tengo continuamente. Por mucho que haga por ellos, sé que hay limitaciones. Quizá debiera intentar ayudarlos a valerse por sí mismos. Mi padre tenía una idea al respecto: «Me gustaría enseñarles a pescar, no darles pescado.» Si yo les doy una comida como es debido, ahí se acaba todo. Lo que creo que me gustaría, incluso si eso significara ayudar solo a cinco niños en lugar de a quinientos, es que los cinco a los que ayudara fueran capaces de ganarse la vida.

Le obsesionaba la idea de la caridad, de lo que él, con sus beneficios, podía hacer por los demás. La caridad era como una expresión de la vida religiosa, de la vida prudente, de la vida pura.

Llegamos por fin a Sion. Tal era el nombre del barrio de las afueras en que vivía. Le pidió al conductor que pasara por la zona de las «viviendas». Su ánimo, muy bajo durante todo el trayecto, decayó aún más. Me habló de la prostitución y la desesperación en los callejones más apartados, pero sin mirar los parajes que íbamos atravesando. Sin embargo, las «viviendas» eran solo casas estatales, bloques de pisos para funcionarios. Urbanísticamente, resultaba deprimente —la arquitectura india en su expresión más ignorante e inhumana, un bloque de cemento tras otro plantado en un terreno baldío, pedregoso, en algunos sitios como un basurero—, pero no era el barrio de chabolas que yo esperaba ver.

Ese barrio, el famoso, estaba al otro lado de Sion. No obstante, Papú dejó de hablar de él. Y yo empecé a tener la sensación de que, aunque había sido idea suya enseñarme la zona, su estado de ánimo había cambiado durante el trayecto y no podía enfrentarse a ello.

Llegamos a su calle. Estaba en la zona de clase media de Sion, a cierta distancia de las «viviendas», al otro lado de la carretera. Parecía una calle de gente acomodada y próspera: había árboles grandes, y hombres y mujeres bien vestidos, oficinistas, que esperaban el autobús. El piso que Papú había comprado en aquella calle le había costado el equivalente de cien mil libras esterlinas, y eso que nos encontrábamos a una hora del centro de Bombay, cerca de un enorme barrio de chabolas. Con eso se puede uno hacer idea de lo que había ocurrido con los precios de los inmuebles en la zona. Explicaba por qué el gran problema de la mayoría de los habitantes de Bombay consistía en encontrar alojamiento, un sitio donde vivir, un sitio donde dormir, y por qué las chozas, las chabolas y las construcciones a base de harapos rellenaban tantos agujeros de la ciudad.

El patio cubierto de arena del bloque de pisos de Papú estaba barrido, limpio y desnudo. En otra ciudad, hubiera podido parecer lúgubre. Pero allí resultaba extraordinariamente limpio, extraordinariamente desnudo, y parecía como si el vacío del patio fuera un aspecto de su limpieza. Papú dijo:

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