India

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INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

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»Al terminar la segunda enseñanza, mi padre vino a Bangalore, a la universidad. Y después decidió dedicarse a la investigación. En aquella época, uno de los nombres más importantes de la India en investigación era Megnad Saha, un bengalí. Era catedrático de física en Alahabad. Se había hecho un nombre unos años antes con un trabajo que demostraba la relación de la ionización con la temperatura. Hizo ese trabajo en 1922, y su fórmula, la fórmula de Saha, sigue siendo la base para la comprensión de la composición de las estrellas. Da la casualidad de que Saha era un gran nacionalista.

»Mi padre decidió que quería trabajar con Saha. Y lo hizo. Para un hombre que era estudiante universitario de primera generación debió de ser una especie de aventura. Creo que a mi padre lo mantuvieron económicamente en Alahabad su padre y su suegro. Mi padre dirigía un periódico allí, y uno de mis proyectos es examinar ese periódico.

La ciencia, la aventura, y después el periódico: el ansia de nuevas experiencias, y después el deseo de poner orden en esas nuevas experiencias: resultaba impresionante, para un hombre que había dejado el pueblo no hacía mucho.

Subramaniam, también con el deseo de categorizar y definir, dijo:

—Creo que es una demostración de los dos puntos de que he hablado. El primero es que la tradición científica no es nueva. Y el segundo, que no creo que mi padre tuviera en mente que estaba haciendo algo totalmente extraño con su trabajo de científico. Creo que había un sentimiento hacia todo eso (la ciencia y las matemáticas) fundamental para muchas mentes indias.

»Mi padre volvió y se puso a dar clases de física en institutos de Bangalore y otros lugares del estado de Misore. El estado de Misore era avanzado en muchos sentidos. Calladamente. Los maharajás, y los ministros que tenían, eran en muchas ocasiones liberales y de miras amplias, de una forma curiosa. Tenían una parte conservadora, pero otra parte que miraba hacia el futuro. ¿Ha oído hablar de Visweswaraiah? Era ingeniero, y le nombraron diwan o primer ministro en 1910 o por ahí. Fue el responsable de muchos proyectos para el Estado que lo convirtieron en el Estado modelo del país. Cuando el señor Gandhi vino a Misore, en los años treinta, dijo que era Rama rayia.

Era algo de lo que me habían hablado muchas personas de Bangalore. Rama rayia, el reinado o gobierno de Rama, la mayor alabanza hindú: Rama, el héroe de una de las grandes epopeyas hindúes, la encarnación de la bondad, universalmente amado, el hombre en el que podía confiarse porque haría lo debido, lo religioso, lo correcto, en cualquier situación, una figura al mismo tiempo humana y divina: estar bajo las leyes de Rama equivalía a conocer la felicidad.

Subramaniam dijo:

—Existía en el estado una tradición de gobierno benévolo; y Visuesuaraiah se adelantó a su tiempo. Trazó un plan quinquenal en los años veinte o treinta. También fundó la Universidad de Misore. Y Misore fue el primer estado en el que hubo energía eléctrica. Los gobernantes tenían mucho orgullo local.

»Mi padre se estableció en Bangalore, y después también vino mi abuelo. Nos criamos en una familia i india conjunta, una familia numerosa. Mi abuelo era un hombre que se tomaba su vida religiosa muy en serio. Era el cabeza de familia, y hacía sus pujas. No creo que hiciera nada más por entonces. Murió a finales de los años treinta..

»Mi padre empezó a albergar el sentimiento de que podría haber conflictos entre la ciencia que conocía y que ponía en práctica y su modo de vida. Provocaba conflictos en la casa, en una casa tan religiosa como la de mi abuelo. Mi padre pensaba que muchas de las cosas que hacíamos no tenían ningún sentido. Los ritos, por ejemplo. O las barreras de casta.

»Intentó conciliar las dos cosas. Se formó su propia opinión, hindú o brahmánica, o así la consideraba él, enraizada en un cierto respeto por la erudición y la filosofía antiguas de la India. Pero trató de librarse de todo lo que él asociaba con los prejuicios. Hizo algo que en aquella época .no debía hacerse, y no de poca importancia. Todos los niños brahmanes se someten a una ceremonia de iniciación: es algo muy serio, y normalmente se hace cuando el muchacho tiene seis, siete u ocho años. Mi padre tenía un amigo íntimo, que no era brahmán, y se empeñó en que su amigo asistiera a esta ceremonia que iba a celebrarse para su propio hijo, es decir, yo. Esa actitud suya causó perplejidad. Ocurrió en los años cuarenta; pero mi padre tenía muy claro lo que quería hacer.

»Con respecto a los rituales, creo que mi padre atravesó una etapa en la que los rechazaba, pero acabó por aceptarlos de una forma distinta. Así que, en los últimos años de su vida, hacía pujas, pero con suma discreción. Recuerdo haber discutido por el puja que ejecutaba, y me dijo que a él le bastaba por la paz de espíritu y la intimidad que le proporcionaba durante una parte del día. Se le podría definir, sin paradojas, como un hombre que por una parte era conservador y por otra liberal. En cuestiones de casta y demás, era liberal. Pero no estaba en absoluto occidentalizado.

Le pregunté a Subramaniam:

—¿Usted hace pujas?

—No, no hago pujas; pero todavía siento cariño por el pequeño santuario de la selva, con la deidad familiar.

—¿Cómo obtiene una familia una deidad así como así?

—La deidad familiar es algo que se te concede. Puede haber sido adoptada en cierto momento. La decide un acontecimiento concreto, quizá un maestro. Puede ser porque una persona pide un favor a un templo y se le concede ese favor, y entonces se hace devoto de una deidad de ese templo.

»Mi padre siguió siendo profesor durante casi toda su vida. Cuando se apartó de esa profesión empezó a trabajar en una institución de salud mental, sobre todo ayudando con la electrónica en los encefalogramas, para medir las “ondas cerebrales”. Y, dicho sea de paso, una de las investigaciones que hicieron fue con un sadu. Le pusieron electrodos en la cabeza e intentaron averiguar cómo funcionaban las ondas cerebrales cuando entraba en trance. Vieron que, en realidad, estaba bastante tranquilo.

»Mi padre dedicó los últimos veinte años de su vida a escribir libros científicos en la lengua local. Comprendió que así iban a cambiar las cosas: hablar de ciencia en la lengua del pueblo, no en inglés. Esos libros son bastante buenos, y algunos realmente buenos. Escribió cosas sobre la energía mucho antes de que empezara a darse importancia a la conservación de la energía. Escribió cosas sobre astrofísica, y un librito sobre el sonido, que trataba de la física del sonido, e intentaba explicar al lector la relación de ese aspecto físico con la música que escuchaba, con la música local. Escribió ese libro en los años cuarenta. Es una obra pequeña. Lo vendían por dos anas.

Una octava parte de rupia, menos de un penique.

—¿Cómo se consideraba usted cuando era joven? ¿Pobre? ¿Normal?

—Yo me sentía de clase media. —La clase media al modo indio: es decir, no pobre, pero con un toque de sencillez y de ir tirando, no una clase media en el sentido europeo o norteamericano—. No éramos ricos. Era una casa de clase media con ciertos problemas. Nunca había dinero de sobra. Nunca. Yo diría que esto se tomaba como parte de la vida, no como algo sobre lo que hubiera que estar preocupándose continuamente. Existen ciertas ventajas en las grandes familias conjuntas: se ocupan de todas las cosas. Es como un pequeño estado: tienes amigos, puedes seguir adelante.

»El hecho de que mi padre se dedicara a la ciencia influyó en mí. Y mi padre tenía amigos en el mundo de la literatura, porque había escrito libros en la lengua local. En casa había con frecuencia discusiones sobre ciencia, religión, literatura. Era una atmósfera muy culta, muy sofisticada, muy estimulante. La simplicidad solo se veía en el aspecto económico, no en el cultural. Y eso es muy importante en un país tan antiguo como la India.

Comprendí a qué se refería. Era lo que yo pensaba —de una forma menor o diferente— sobre mi pasado familiar en la lejana Trinidad. Pensaba que nuestras condiciones físicas de vida, a menudo condiciones de pobreza, solo explicaban la mitad de la historia; que los restos de la antigua civilización que poseíamos ofrecían a las generaciones coloniales intermedias un segundo esquema de respeto y ambiciones, y que esta circunstancia nos equipó para el mundo exterior mejor de lo que hubiera podido pensarse. Pero también recordé otra cosa: la mala factura de los libros indios que comprábamos, a veces por devoción hacia la tierra ancestral. Me acordé del papel malo, la tipografía desigual, la tinta grasienta, los renglones torcidos, los márgenes variables, las grapas herrumbrosas. La idea de la India formaba parte de nuestra fuerza, y era objeto de una parte de nuestra devoción; sin embargo, existía aquella otra idea de la realidad india, de los objetos malos, de las máquinas malas y mal utilizadas.

Subramaniam dijo:

—Si me remonto a la época en que estaban aquí los británicos, y mis recuerdos son vagos: nací en los años cuarenta, veíamos que las cosas fabricadas en Inglaterra o en Europa (había pocos productos estadounidenses), veíamos que eran buenas. Pensábamos que las de fabricación india no eran de tan buena calidad. Creo que las personas de la generación de mi padre debieron de tener una fortaleza mental o intelectual extraordinaria para preservar su espíritu en medio de la baja calidad de todo lo indio. La gente sabía que las cosas no eran muy buenas; pero tenían una inspiración que les venía de una grandeza real o imaginaria. Tenían unos sentimientos innatos de antigua fuerza cultural, que los mantenían. Así que admiraban las cosas de Gran Bretaña, pero al mismo tiempo decíamos: «Está muy bien, pero no vamos a capitular ante ello.»

—¿No les hacía dudar sobre la posibilidad de una revolución industrial en la India, y sobre la capacidad de los indios para fabricar cosas con aspecto de verdadero acabado?

—Yo nunca tuve dudas sobre eso. Nunca. No lo veíamos como una cuestión de sí o no, sino de cuándo. Nos quejábamos de que fuera tan despacio.

—¿No cree que la mala calidad ejercía una influencia psicológica sobre la gente?

—A mí me daba un poco de vergüenza. Desde luego, la gente tenía la sensación de que muchos industriales estaban ganando dinero sin fabricar buenos productos, y eso producía la sensación de riqueza mal adquirida. Se esperaba un futuro bastante lejano en el que las cosas no serían así. Comprendíamos que la solución se encontraba en tener una ciencia fuerte en el país. Mis sentimientos eran una mezcla de vergüenza, ignorancia y esperanza. No creo que mucha gente compartiera esa actitud. Sobre la esperanza, había muy diversos puntos de vista.

»Algunos indios pensaban por entonces que el Imperio británico duraría para siempre, no muchos, pero sí bastantes. Uno de mis recuerdos más vividos es una discusión entre mi padre y el padre de mi madre, que era médico.

—¡Médico!

—Como ya le he dicho, solo se veía la sencillez en el aspecto económico. La discusión (tuvo lugar durante la guerra) fue sobre cómo podría ser el futuro. Mi abuelo, el médico, pensaba que Europa, Occidente, era muy poderosa, y que a la India le resultaría casi imposible librarse de los británicos. E incluso si los británicos perdían la guerra, quedarían los alemanes. Así que veíamos el futuro dominado por Occidente durante mucho tiempo. Y también pensaba que los indios eran incapaces de hacerse cargo del país, de dirigirlo, de gobernarlo.

Aquello me trajo a la memoria otros sentimientos que yo experimentaba al principio sobre mi cultura ancestral. En Trinidad, a finales de los años treinta y principios de los cuarenta, veía a los indios pobres durmiendo en las plazas de Puerto España. Esas gentes eran campesinos que habían emigrado de la India; habían terminado sus contratos hacía veinte años o así, no les habían dado billetes para regresar a la India y habían quedado desamparados, abandonados por todos. Estaban aún más aislados en la ciudad colonial por el idioma, y vivían en la calle hasta que morían. Cuando era bastante joven, se me ocurrió la idea, al ver a aquellos indigentes, de que no teníamos nadie a quien recurrir. Nos habían sacado de la miseria de la India, y no teníamos representación. La idea del enemigo externo no bastaba para explicar lo que nos había ocurrido. Me vi, a edad temprana, mirando hacia dentro, y preguntándome si la cultura —la religión, difícil pero personal, los tabúes, las ideas sociales—, que en un sentido servía de apoyo y de enriquecimiento a algunos de nosotros, y que nos proporcionaba solidez, no sería precisamente lo que nos había expuesto a la derrota.

Subramaniam dijo:

—Yo también pensaba eso, pero de una manera distinta. Los extranjeros estaban aquí. El país se había esclavizado y lo habían saqueado, pero no era solo por la cultura. Era porque nos habíamos debilitado y estancado en el transcurso de los siglos.

Se puso a hablar sobre la pauta que había seguido la historia india.

—Me remito a los comentarios de Alberuni sobre los hindúes.

Alberuni, el historiador árabe que vivió hacia el año 1000 en la corte de Gazni, en el actual Afganistán. Subramaniam lo había mencionado al principio de nuestra conversación. El libro de Alberuni era una de las fuentes de conocimientos sobre la ciencia y el saber hindúes de la antigüedad; pero Alberuni también había escrito palabras famosas sobre la prepotencia hindú en ese saber.

—Nos dormimos en los laureles. Se había desarrollado un sistema en el que la conservación de la cultura del país y de su organización social era independiente de los jefes militares que dirigían la India. El país se regía por unos principios que tenían asumido que los reyes cambiarían, que se librarían guerras, pero que la sociedad continuaría, prácticamente imperturbable ante esos acontecimientos.

»Hasta cierto punto, esa es la razón por la que los hindúes son ahistóricos. Fíjese en lo que recuerda la cultura india: conservamos nuestros libros de matemáticas, astronomía, gramática. Conservamos a Baskara y Charaka, científicos del siglo vii. Entre lo que se conserva no encontramos nombres de reyes ni de batallas: eso no forma parte de nuestra tradición. Conocemos a Baskara y a Shankaracharya. —Shankaracharya, filósofo del siglo ix que viajó por toda la India, revitalizó la filosofía hindú, estableció las bases religiosas (que aún existen) en ciertos lugares y, según se cree, murió a la edad de treinta y dos años—. Pero si se le pregunta a alguien: “¿Quién gobernaba esta parte del país en 1700?”, no sabrá contestar, y, sobre todo, es que no le interesa.

»Sin embargo, ese ha sido el punto débil del país, y lo que nos ha traído la derrota militar; pero la situación cambió con los británicos. Cuando llegaron los británicos, los indios empezaron a comprender, poco a poco, que las derrotas políticas y militares eran algo ante lo que no podían cerrar los ojos. Lo que en otros sitios hubiera sido una reacción natural, un presupuesto natural, en la India tuvo que ser una conclusión intelectual. Llevó mucho tiempo. Se dieron cuenta muy tarde, en el siglo xix.

»Era un sentimiento que muchos compartían. Por eso asistía la gente a colegios ingleses. Yo también fui a un colegio en el que la mitad de la enseñanza se impartía en inglés, pero era muy indio. Lo dirigían hindúes ortodoxos, pero estaban convencidos de que teníamos que aprender inglés, ciencia, tecnología. Resultaba muy estimulante. Recuerdo que había muchas diferencias de opinión sobre el futuro entre los profesores. Incluso Gandhi era objeto de controversia. Al volver la vista atrás, me sorprende que allí hubiera algunas personas, profesores, quizá seis o siete —y con unos sueldos muy bajos— a quienes les movía el deseo de que la gente aprendiera. Se tenía la sensación de que había que cumplir una misión. Recuerdo que uno de mis profesores, que por alguna razón que no acabo de comprender se interesaba mucho por mí, me dio un libro sobre la vida de los grandes científicos, y lo pagó de su bolsillo.

—¿Era brahmán?

—Sí, era brahmán. El colegio tenía una orientación brahmánica.

Pensé en la contribución de los brahmanes al movimiento independentista, y a las ideas de regeneración social que habían acompañado a aquel movimiento. Pensé en la contribución posterior de los brahmanes a la ciencia. Dije:

—Entonces, ¿los brahmanes han pagado su deuda, en cierto modo?

—No estoy seguro de que la hayan pagado. Todavía son responsables de muchas cosas de nuestra sitúación social. —Subramaniam se interrumpió en este punto y continuó con un tema que guardaba relación con el anterior—. Se produjo una gran revolución en este estado tras la independencia, y fue consecuencia de ella. Esa revolución social consistió en que cambió la identidad de las clases políticamente poderosas en el transcurso de pocos años. Fue una revolución sin derramamiento de sangre, pero revolución al fin y al cabo, a pesar de que es algo que no se sabe fuera de la India. Antes de la independencia, la administración del estado se encontraba en manos de los brahmanes. Unos años después de la independencia, el poder cambió de manos: me refiero a la forma en que cambió de manos el poder en otras partes del mundo. Quienes ocupan ahora los ministerios pertenecen a una clase social diferente.

»El consejero de ciencia del primer ministro decía el otro día que el problema de la ciencia india es que tiene un carácter demasiado brahmánico, y que necesitamos una ciencia de una casta mucho más baja. Pero el hecho de que haya tantos brahmanes metidos en la ciencia es simplemente cuestión de evolución histórica.

—¿Se siente usted amenazado?

—No le quepa la menor duda. La admisión en las universidades no se basa estrictamente en los méritos. Hay cupos para las distintas clases. Muchos brahmanes piensan que incluso la educación se ha puesto difícil. Hay cupos, y las universidades privadas son caras. Esa circunstancia quizá explique, al menos en parte, la gran cantidad de profesionales indios que hay en el extranjero.

Mis pensamientos, mientras regresaba de Goa, atravesando las ciudades un tanto desastradas pero llenas de actividad, con signos de crecimiento, y después las bien labradas tierras en época de cosecha, se centraron en el despertar indio, y más concretamente hindú. Si Subramaniam estaba en lo cierto, existía una ironía oculta en aquel despertar: que el grupo o la casta que tanto había contribuido a que se produjese se encontrara amenazado.

La educación y la ambición por sí mismas no hubieran llevado a la gente a ninguna parte sin una economía en expansión. Incluso cabía la posibilidad de que la economía en expansión explicara el cambio en la educación india. Para Pravas, que era ingeniero, la expansión había empezado antes de la independencia, cuando la idea del desarrollo modificó la antigua importancia que los británicos daban a las leyes y al orden (sobre todo después del motín indio de 1857).

—Mucha gente quedó absorbida en ese proceso. Hacia 1930 se produjo un crecimiento explosivo en la India. Llegó a la cima hacia 1947, después siguió creciendo y ahora está descendiendo. En 1962, cuando yo pensaba ir a la universidad y estudiar una carrera, podía elegir entre varias profesiones e instituciones. En la actualidad, la gente tiene que luchar con todas sus fuerzas. Pero estas cosas tienen su lado positivo.

»La aspiración del indio medio es crecer al abrigo de una sombra: algo que está muy bien siempre y cuando haya alguien que proyecte esa sombra. En términos concretos, significa que se busca trabajo, se intenta entrar en las estructuras creadas por otros. Así fue como nos gobernaron al principio. Es la siguiente actitud: “Con tal de que el entorno local sea el mismo, no me importa quién esté arriba.” Hace tiempo leí una cosa en un periódico. Trataba sobre el hecho de que, antes de que llegaran los británicos a la India, los indios eran como las abejas de un jardín. Estupendo, siempre y cuando otra persona se ocupara del jardín. Naturalmente, después los británicos pasaron a ser los dueños del jardín y los jardineros, los malis, mientras que los demás, las abejas, iban felices de flor en flor.

—¿Cuál es el lado positivo de la lucha en la actualidad?

—Esa zona de sombra de la que le he hablado se está superpoblando. Está obligando a la gente a valérselas por sí misma. Está obligándolos a ser sus propios patronos.

Pravas era de una región lejana, del este del país. Su abuelo había sido sacerdote, y su padre entró al servicio del gobierno en calidad de administrativo.

—Es casi la típica historia de triunfo en la India. Mi padre hubiera debido entrar al servicio del gobierno a mediados de los años cuarenta, la época en la que la administración acababa de empezar a recuperarse. Todavía no había mucha ciencia ni industria, ni nada parecido; pero la estructura estaba en expansión. Fue la precursora del desarrollo. Cuando llegó el verdadero desarrollo, había una administración no tradicional. La administración tradicional hubiera necesitado policía, soldados, funcionarios y abogados. La administración no tradicional necesitaba industriales, artesanos, ingenieros, médicos, científicos, empresarios. Como mi padre entró al servicio del gobierno en la época anterior, no fue científico.

—¿Qué leía su padre?

—Conservaba muchas tradiciones. Cantaba mantras. Mi abuelo era un buen purohit clásico, respetuoso con los rituales, según lo que me han contado. Su profesión consistía en oficiar los ritos, mientras que mi padre, si queremos seguir la transición, entonaba los mantras por costumbre, por respeto, como una expresión de gratitud a Dios los mantras te resonaban en la cabeza desde la infancia. Yo no establezco ninguna diferencia entre eso y el joven que hoy en día canta canciones de películas en hindi, formal e informalmente, en un entorno de vídeo o audio.

»Mi padre es más alto que yo, y tiene muy buena estampa cuando se sienta con las piernas cruzadas, cantando, con la espalda recta. La postura me parece preciosa. Mi padre tiene setenta y siete años, y la espalda todavía recta. Pero con mi padre, el canto de mantras “se ha degradado”, entre comillas, ha pasado de ser una forma de ganarse la vida a un placer. Placer verbal, si quiere; nostalgia: una protección contra los miedos. Toda una gama de sentimientos: a eso le llamo yo placer, porque se hace de una forma voluntaria.

»Vivíamos en un pequeño principado del este. Mi abuelo era uno de los sacerdotes de la familia real. En realidad no era un rey muy importante: era un reino feudal de unos trescientos o cuatrocientos kilómetros cuadrados.

Un pequeño principado del este, un sacerdote al servicio de la familia en el poder. Dije:

—Eso es realmente la vieja India.

Pravas dijo:

—El grado de cambios culturales que he experimentado y digerido personalmente destrozaría a una persona en cualquier otro sitio. Cuando era pequeño e iba de visita a mi pueblo ancestral, hacíamos el viaje en carros tirados por bueyes: era la única manera. O a pie. Eso ocurría incluso en 1960. No teníamos lo que podría considerarse cuarto de baño. Bajábamos al río.

—¿Era usted consciente de las penurias?

—Por entonces me parecían algo normal. Todo el mundo hacía lo mismo en el pueblo. Y durante años enteros, cuando volvía al pueblo a pasar un par de días, me parecía una especie de excursión. Antes de que te dieras cuenta de la indigencia en la que vivías, ya te habías marchado de allí.

»La mayoría de los reyes de aquella época seguía la política de fomentar cierta actividad intelectual. Era cuestión de orgullo. En términos directos significaba que tomaban medidas para que sus súbditos, la casta sacerdotal, los intelectuales, no tuvieran que depender de otras personas para su seguridad. Por eso les daban una parcela de tierra a los purohit. No se podía recuperar un pedazo de tierra regalado, ni a un purohit ni a nadie. Era una donación de por vida. Se hubiera considerado un pecado de los peores recuperar una donación. En aquel reino había entre cinco y diez familias de sacerdotes. Los ritos religiosos estaban muy especializados. Unos purohit hacían ciertas cosas y otros hacían otras.

—¿Eran personas con privilegios?

—Sí y no. La parcela de tierra no era muy grande. Solo daba para sobrevivir, solo para que la persona en cuestión no se muriese de hambre. Era algo a lo que recurrir, pero nada más. Los purohit no tenían mucha ropa. Tenían dos dotis o algo parecido. En comparación con los comerciantes, los que vendían cereales, madera o semillas oleaginosas, eran pobres. En comparación con los mendigos, eran personas acomodadas.

—Entonces, ¿los reyes mantenían a los brahmanes en una posición ambigua?

—Si se considera desde el punto de vista económico, desde luego que parece incongruente; pero tenía su propia lógica. Los brahmanes disfrutaban de estatus social y de la protección real. El rey trataba con severidad cualquier acto de agresión contra los sacerdotes. Y los reyes también fomentaban los intercambios intelectuales, debates, cánticos, yaguas o grandes pujas, incluso con brahmanes de otros reinos: todos competían, o colaboraban en un sentido competitivo, para mostrar sus habilidades. A veces había mil brahmanes cantando, pero cada uno de ellos estaba pendiente de los demás para ver si cantaba bien o mal. Es precisamente lo que ocurre en los congresos de científicos o de intelectuales hoy en día.

»El factor interno consiste en que la comunidad sacerdotal nació y se crió con la idea de que no esperaba nada más. Hasta tal punto forma parte del sistema interno que ha pasado al nivel popular. El Señor Visnú tiene dos esposas: Laksmi, la diosa de la riqueza, y Sarasvati, la diosa de la sabiduría. Naturalmente, las dos mujeres debían de estar picadas: una representación del hecho de que la vida intelectual raramente va acompañada por la riqueza: hay que elegir una de las dos. Entonces, por una serie de circunstancias, la clase sacerdotal no iba en busca de riquezas, ni tampoco se las concedían. Los intereses encajaban a la perfección.

»En la vida de mi padre había un equilibrio distinto. No tenía ninguna seguridad, como mi abuelo. Tenía que trabajar para mantener a su familia. La mitad de su vida consistía en ritos y la otra mitad en la lucha por la supervivencia. El equilibrio se encontraba entre las dos partes.

»En ciertas comunidades, la gente se apoya en el andamiaje de la sociedad. Si perteneces a una casta de comerciantes, que venden semillas oleaginosas o algodón en rama, y lo que quieres es comerciar con radios, el andamiaje es el mismo. Solo cambia el producto. Hay un movimiento de grupo. Mientras que, en un caso como el de mi padre, él no se movía con la sociedad: la sociedad no se movía de una forma coordinada. Había muchos jóvenes que estaban haciendo lo mismo en aquella época, pero todos ellos individualmente. Mi padre no solo tuvo la dificultad de abrirse camino, sino que cada vez que volvía, que regresaba a casa de mi abuelo, surgían los conflictos. Debía de ser como trasladarse de una habitación caliente a otra fría.

—¿Qué clase de conflictos?

—En la vieja sociedad, se conservaba la pureza en lo genético y en lo externo. Solo podías casarte con determinadas personas, y no se mantenían contactos con personas de una casta inferior más allá de ciertos límites. No se podían comer alimentos cocinados por alguien de una casta inferior. Comer se consideraba una actividad sagrada. Se pensaba que la comida era un sacrificio a los jugos gástricos. Había estrictas prescripciones sobre las horas a las que se podía comer, en qué dirección había que mirar durante la comida, quién la servía y qué cantidades se podían tomar. La comida se analizaba hasta el último detalle. Las diferentes clases de personas comían cantidades distintas. Por ejemplo, las escrituras prescriben que para los intelectuales que realizan muy poco ejercicio físico la cantidad adecuada es el arroz que cabe en un puño antes de cocinarlo.

»El hinduismo es una religión basada en una trinidad: hay tres opciones para todo. Así que había tres tipos de comida: satvik, rayasik y tamasik. Los alimentos satvik fomentan las tareas intelectuales, contribuyen a la claridad mental, a unos pensamientos más puros. Los alimentos satvik son muy ligeros, sobre todo cereales, cierta cantidad de mantequilla desleída, las verduras más ligeras. La comida rayasik está destinada al trabajo.

(Deviah me proporcionó más adelante una lista más amplia de alimentos satvik: verdura de hoja, leche, cuajada, mantequilla, arroz, trigo, la mayoría de los brotes, la mayoría de las lentejas [salvo un tipo de dal], batatas [pero no patatas], fruta. También me enteré por Deviah de que los alimentos rayasik estaban destinados a algo más que el trabajo. La comida rayasik fomentaba el valor y la pasión, y Deviah me dio la siguiente lista: dal urad, carne, vino, especias [los auténticos brahmanes no se llevan bien con las especias]. Con respecto a la comida tamasik —en cuyos detalles no había entrado Pravas, con sus escrúpulos de brahmán, y yo, temiendo lo peor, tampoco le obligué a hacerlo, pues no quería que se fuera por las ramas—, Deviah me dijo que fomentaba la pereza. Sin embargo, y por extraño que parezca, la lista tamasik que me dio Deviah me pareció bastante delicada, con algunos elementos de la comida rayasik, y algunas verduras parecían lo suficientemente ligeras como para pertenecer a la dieta satvik. Esta era la lista de alimentos tamasik de Deviah: cebolla, ajo, col, zanahorias, berenjenas, patatas, dal urad, carne. El dal urad y la carne también estaban en la lista rayasik.)

Pravas dijo:

—El satvik está destinado a la mente. Se pensaba que esas personas hacían lo que hacían porque había que hacerlo, no porque esperasen una recompensa. Lo hacían movidas por una motivación interna. Los brahmanes se identificaban con la tendencia satvik y, por consiguiente, no podían tomar ciertos alimentos.

»Todo estaba ritualizado. Por ejemplo, si tu padre aún vivía, no podías mirar hacia el sur mientras comías. Esta prohibición no se extendía a toda la India, pero era algo más que una circunstancia local. Así que si la sombra de una persona de casta inferior recaía sobre la comida, era un asunto grave. Si ocurría mientras estabas comiendo, se acabó. Tenías que dejar de comer. La comida era impura. Y se me olvidaba una cosa: que nadie podía tocarte mientras comías, y había que hacerlo en una postura determinada. Algunas personas eran tan “ortodoxas”, entre comillas, que ni siquiera podían oír la voz de alguien de casta inferior mientras comían. Esas personas comían en lo más recóndito de su casa.

—¿Se enfadaban si tenían que dejar de comer por una sombra o una voz?

Pravas contestó, con una sonrisa:

—Supuestamente, los brahmanes no se encolerizan. Simplemente, dejaban de comer. La cólera no se considera una cualidad entre los brahmanes. Aunque muchos de los que yo conozco, digamos el 80 por 100, tienen muy mal genio.

»Así que mi padre se trasladaba de habitaciones calientes a habitaciones frías, como he dicho antes. Suponía una lucha continua para él. Tenía que enfrentarse a todo un interrogatorio cada vez que regresaba a casa de mi abuelo. ¿Había comido alimentos cocinados por no brahmanes? ¿Llevaba siempre la ropa adecuada? Era muy importante en aquellos días. Mi abuelo nunca llevaba pantalones largos; llevaba el doti. Mi padre iba vestido mitad y mitad: doti y pantalones. Pero el asunto de la comida no se lo tomaban a broma. En aquel sistema de valores, violar cualquier norma constituía un sacrilegio.

»Debido a su educación, mi padre tenía tendencia a la filosofía, pero incluso en ese sentido, sus lecturas diferían de las de mi abuelo. Mi abuelo leía el sánscrito puro y duro, los mantras originales tal como aparecen en los Vedas o los Puranas. Es característico del ritualismo no comprender necesariamente el significado más profundo de lo que haces, y mi abuelo no necesariamente comprendía los cánticos que entonaba. El ritualismo es, quizá, aunque no de una forma demasiado burda, una actuación.

»Mi padre no actuaba; no estaba sometido a esa presión. Así que intentaba comprender lo que leía. Leía las interpretaciones de muchos filósofos más recientes, y por eso lo hacía en muchas lenguas. Leía libros de filosofía modernos en bengalí, y en inglés. Yo me crié entre montones de libros en devanagari e inglés. Mi padre hacía relativamente pocas incursiones en otros temas. El núcleo era la filosofía.

»Y había algo más. Además de los antiguos valores de los Puranas, mi padre vivió la difusión de los valores nacionalistas, sobre todo de Gandhi. El gandhinismo fue casi una locura colectiva en la India, pero una locura sana. Eran los viejos valores, pero con un envase de aspecto moderno, basado en las masas. Los viejos valores parecían intelectuales, y lo eran, y, por consiguiente, estaban alejados de las masas. Gandhi encontró una forma de hacer parecer sencillas las viejas verdades. Y yo me crié con los eslóganes gandhianos: “Trabaja más; habla menos.”

»En mi casa se mantuvo la continuidad del sistema brahmánico de valores, y yo también tuve que pasar de un mundo viejo a otro nuevo, de una habitación caliente a otra fría. Pero en esta ocasión el cambio fue distinto. Nadie me preguntaba: “¿Por qué llevas pantalones largos?”, ni: “¿Has comido alimentos cocinados por un brahmán?” Pero, al igual que mi padre en su puesto de trabajo estatal, tampoco tenía andamiaje. Por así decirlo, tuve que abrirme las puertas yo mismo.

—¿Por qué se decidió por la ciencia?

—Por el ambiente y el sistema de valores dominante. Y por un tercer factor: el misterio.

—¿El misterio?

—Es una de las motivaciones más poderosas. Todas las religiones están repletas de milagros. El misterio atrae, y la ciencia tiene ese misterio. Yo lo experimenté, inconscientemente. Si se unen dos productos químicos, el color cambia: ese es el misterio más sencillo. O si se hace una máquina como un ventilador eléctrico, que en apariencia funciona sin ninguna fuerza motivadora.

»Yo he llegado a un nivel de transformación superior al que llegó mi padre con respecto a la época de su padre. Tengo una actitud más liberal que mi padre. Probablemente me he vuelto más inquisitivo, por lo que podríamos llamar “la ciencia”. Soy menos experto en rituales. Mi padre adquirió una parte de lo que tenía su padre, y yo solo me he quedado con una parte de los rituales de mi padre.

»Mé crié en el entorno íntimo de mi familia, hasta los quince o los dieciséis años. Esa es la época en la que se aprenden los rituales, porque no se permite practicar ciertos rituales antes de un momento determinado. Por ejemplo: hay algunos que solo pueden practicar los hombres casados. Pero a esa edad yo me marché de casa, y solo volvía unos días al año, así que me perdí gran parte de los aspectos del ritual. Y ahora creo en ellos solo a medias.

»No los practico, pero siento nostalgia por ellos, porque ahí están mis raíces. No me resultan ajenos. Si me dicen que no debo comer alimentos rayasik —huevos o lo que sea—, no me extraña. Lo comprendo, a diferencia de un dietista moderno. Y, en la línea filosófica, he hecho más de lo que hizo mi padre. Me he diversificado, incluso más que él, en otras escuelas de filosofía india y en otras escuelas de otras filosofías. Mi padre pasó de los Vedas básicos a una filosofía india más amplia. Yo he pasado de eso a un enfoque más global.

Dije:

—Con el enfoque académico que usted aplica, probablemente sabe más que su abuelo sobre hinduismo.

Pravas replicó:

—Probablemente puedo expresarlo mejor en el sentido occidental, pero no puedo decir que sepa más que mi abuelo. El cambio es un proceso continuo. Solo se puede distinguir un cambio en cada generación, porque en cuanto lo reconoces, resulta que ya estás metido en él. De modo que en estos últimos cincuenta años yo solo distingo dos cambios, pero son grandes, porque se está centrando un proceso continuo en dos o tres puntos. El próximo cambio importante llegará con mi hijo. Las transiciones tienen distinta duración. La duración es mucho mayor con las generaciones sucesivas.

»Mi hijo pasará por un cambio muy grande de circunstancias en múltiples sentidos. En la familia, en el entorno escolar, en el mercado laboral, en todas partes. Yo me crié en un ambiente a medias ritualizado. Mi hijo no vivirá la misma experiencia. Pero aunque se aleje aún más de los rituales, seguirá teniendo raíces locales, dentro de su grupo de iguales. Habrá muchos como él. La sociedad avanza en esa dirección.

»Algunas personas conocen las restricciones en la comida y las demás cosas sobre las que le he hablado, pero no la mayoría de las personas de mi generación. No saben que existieran tales cosas, ni que sigan existiendo. Y, sin embargo, mantienen un equilibrio perfecto en el entorno local. Si te aferras demasiado a tus raíces en el viejo sentido, puedes llegar a desarraigarte, a fosilizarte. Al menos en la forma, en el estilo, tienes que meterte en la nueva corriente, en las nuevas raíces. Es lo que están haciendo cada día más indios. El estilo se convierte en sustancia en el transcurso de una generación. Cosas que se empiezan a hacer porque las hacen los demás —como llevar pantalones largos, en el caso de mi padre— son algo natural para la siguiente generación.

Pensé que los cambios de que hablaba podían parecerse, en cierto sentido, a los cambios que se habían producido una o dos generaciones antes en la comunidad india de Trinidad, la India campesina que mis abuelos habían llevado consigo, en apariencia un mundo entero, con una lengua, unos rituales y una organización social, una India que, en el entorno del Nuevo Mundo, empezó a desintegrarse ya durante mi infancia: en primer lugar desapareció la lengua, después el respeto por los ritos y la necesidad de ellos (siguieron existiendo tiempo después de que dejaran de comprenderse), y solo quedó un sentimiento de grupo, el conocimiento de la familia y el clan, y una idea de la India, como telón de fondo, una idea de la India muy distinta (más histórica, más política) de la India que había acompañado a nuestros antepasados.

Pravas dijo:

—Para usted, el cambio no fue subversivo.

Aquel término me dejó perplejo.

Añadió:

—El cambio no se produjo desde dentro. Fue algo externo. Aquí es gradual. Estoy rodeado de cambios: en mi padre, en mi hermano, en todo el mundo. Ya no puedo distinguir qué es lo extraño.

Y (para ampliar lo que me contó Pravas) existía otra diferencia, una diferencia fundamental, entre las nuevas generaciones de la India y nuestra lejana comunidad de emigrantes. Para los miembros de aquella comunidad, separada de la tierra india, la teología hindú se había vuelto difícil (como también se había vuelto difícil para los habitantes de las regiones antiguamente bajo influencia hindú del sureste asiático), la fe poseída a medias por muchos, también abandonada por muchos. Había formado parte de una pérdida cultural más general, que dejó a muchos sin una idea clara de quiénes eran. Eso no ocurriría en la India, por mucho ritualismo que se perdiera y por mucho que cambiaran los elementos externos.

Pravas dijo:

—Se mantendrán unos cuantos principios primordiales. La gente se librará de todos los detalles de la conducta individual: el comer, el dormir y demás. Todas esas cosas desaparecerán. Pero algunas corrientes permanecerán en la memoria colectiva. La fe y su expresión son una de esas corrientes primordiales, aunque quizá se desdibujen los detalles.

»Recientemente han puesto por televisión una serie sobre las epopeyas, el Ramayana y el Mahabarata. En Bangalore, la mayoría de la gente de la calle no ha leído esas epopeyas. No las han leído en el original, ni en una versión inglesa ni en ninguna otra versión. Son algo cotidiano: están ahí. Conocen a los protagonistas y el tema, en términos generales. No conocen los detalles; no conocen a los personajes secundarios. Sin embargo, la serie de televisión tuvo un éxito inmediato.

Y Pravas estaba experimentando todas las frustraciones de la vida india moderna. Tal como las describió, eran como las frustraciones del extranjero: las dificultades para viajar en avión, en tren o por carretera; las calles de las ciudades, atestadas, peligrosas; los gases ponzoñosos; las dificultades para hacer las cosas más sencillas, las dificultades para resolver los detalles físicos de la vida cotidiana, que, al fin y al cabo, era lo que debía simplificar la revolución industrial.

Pravas dijo:

—A veces me desespero. Y quizá sea solo algo que hay en mi carácter lo que me impide meterme en la mafia. —Para poner a la gente en su sitio, para hacer las cosas como hay que hacerlas—. En las calles de la India no hay normas. —No era .un asunto sencillo ni frívolo. Pravas tenía una motocicleta; siempre que venía a verme, se presentaba con un gran casco, como una especie de hombre del espacio—. Te da un poco la sensación de vivir en medio de una jungla, y eso puede llevarte a una visión más amplia de las cosas. Puede ocurrir, y de hecho ocurre. Se traduce en pérdida de productividad. Yo soy una persona mucho menos productiva de lo que debería ser. Se pierden muchas fuerzas en estas cosas, en los embotellamientos de tráfico, en este caos. Las fricciones sociales son como las fricciones de una máquina.

Pensé en su abuelo, uno de los cinco o diez sacerdotes del reino de un pequeño estado oriental. Vivía con muy poco; solo tenía una parcela de terreno para sobrevivir, para no hundirse en la miseria más absoluta, si el rey le retiraba su favor. No tenía otro oficio: por entonces, el pequeño estado no requería muchos oficios. Era un mundo arbitrario, en el que los cambios podían sobrevenir repentinamente y hundir a cualquier persona. Era como la India invadida una y otra vez por distintos ejércitos; era la India de los monumentos sin terminar, de las energías malgastadas, que creaba una impresión de azar. También era una jungla. El abuelo de Pravas, ¿había vivido con una idea parecida?

—No conocí a mi abuelo. Murió cuando yo tenía doce o trece años. No conservo ningún recuerdo de su mundo, pero sí puedo reconstruirlo. Formaba parte de una sociedad estática. No había ninguna diferencia entre su padre o su abuelo y él. Por eso, incluso si se producía una fricción, él no se daba cuenta, porque no tenía moto.

La moto: Pravas había hablado del tráfico de Bangalore y de su motocicleta. Me encantó la metáfora: me hizo comprender el pasado estático.

Empecé a pensar si muchas de las frustraciones de las que hablaba Pravas no estarían enraizadas en el pasado, si no habrían sido creadas por lo reducido de las expectativas de la India, de la idea, casi piadosa —como la idea gandhiana tras la ropa hecha a mano, en casa—, de que un país tan pobre necesitaba muy poco. Pensé si, en lo más profundo, no habría en la India una psicología de mala calidad, una extensión de la idea de pobreza santa, el viejo sentimiento político-religioso de que es malo, excesivo y provocador para los dioses (y para el monarca) superarse a sí mismo. Y le pregunté a Pravas, como le había preguntado a Subramaniam, por los efectos psicológicos que había tenido sobre él, cuando estaba creciendo, la mala calidad de los productos manufacturados indios. Dijo:

—No tenía gran cosa con que compararlos cuando estaba creciendo. A lo mejor vi el reloj de mi abuelo, pero nunca vi un reloj indio y no tenía nada con que compararlo. Así que no me sentía mal. No crecí rodeado de productos importados. Las cosas que utilizábamos eran de fabricación local, o simplemente no las teníamos. Utilizábamos muchos objetos de artesanía india: platos de metal, no de loza, y los platos de metal se llevan haciendo miles de años. Se fabricaban tejidos mucho antes de que yo naciese. Así que se cubrían las necesidades básicas con productos locales. Además, cuando eres pequeño, tus necesidades también son muy pequeñas.

Acerca de la mala calidad de los productos indios había adoptado una actitud filosófica.

—En comparación con los productos contemporáneos de otros sitios, son malos. En comparación con lo que teníamos hace cincuenta años, es decir, nada, son algo. Los productos japoneses eran de baja calidad hace cincuenta años.

El nuevo mundo era realmente nuevo: para algunas personas, había empezado con sus abuelos, y para la mayoría, con sus padres. Y hasta el momento, la gente había progresado tan rápidamente que muchas personas activas tenían toda una historia de triunfos que contar, en algunos casos propia, o la de alguien de su familia.

Conocí a Kala. Era de origen brahmán, tamil. Se encargaba de la publicidad de una gran organización. Tenía veintitantos años, y no estaba casada. Era diligente y metódica; tenía fama de buena trabajadora. Era seria, dueña de sí misma, culta; pero yo no sabía lo suficiente sobre la India, y especialmente sobre aquel sur brahmánico, como para adivinar su educación.

Y un día, durante el almuerzo, hablando del tema como si se tratara de un cuento de hadas, dijo que su abuelo había salido de la nada, que de niño era tan pobre que estudiaba a la luz de las farolas.

(¿No me habían contado lo mismo sobre otras muchas personas? ¿No había otro chico muy pobre en alguna parte —sin papel ni lápiz ni pizarra— que tenía que hacer las sumas en el envés de una pala con un trozo de carbón? La historia de Kala me pareció un tanto novelesca. Y unas semanas más tarde, en una pequeña «colonia» de brahmanes de Madrás, vi a un niño una noche sentado con un libro, bajo una farola. La luz era demasiado débil para leer, pero el muchacho brahmán estaba allí con su libro, con las piernas cruzadas, demostrando su ambición, su lucha y abnegación, poniendo en práctica la virtud de la que habían oído hablar sus padres y él.)

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