India

India


INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

Página 15 de 36

Le pregunté a Kala cómo se llamaba su antepasado. Era el nombre de un administrador de un estado principesco, un nombre famoso en la India anterior a la independencia. El niño que estudiaba a la luz de las farolas había conseguido riquezas y poder.

Por los modales de Kala, yo hubiera podido suponer que hubiese alguien como su abuelo en la familia. Lo que no me esperaba —y, sin embargo, si lo hubiera pensado un poco, habría comprendido que encajaba con la educación brahmánica— era que, por el lado materno de Kala, hubiera un antepasado sanyasi, un asceta, alguien que había renunciado al mundo para meditar en los escalones o gats del río, en Benarés, entre las piras y los templos junto al Ganges.

Tales retazos de la vieja India llevaba Kala en su carácter. Sabía que formaba parte del movimiento sacado de la antigua India del que me había hablado Pravas, pero no lo conocía de la misma forma analítica. Cuando Kala meditaba sobre el pasado de su familia, algo que hacía con una especie de obsesión, sus pensamientos se dirigían a su madre, que había quedado envuelta en aquel movimiento de avance, atrapada entre las generaciones, y cuya vida se había deformado.

Kala se tomaba en serio lo de que su abuelo leía a la luz de las farolas. Oyó la historia cuando tenía nueve o diez años, a su madre, y después, con más detalle, a su abuelo.

Dijo, con su característico tono grave:

—Cuando hay un corte de electricidad, se apagan las luces y me enfado, pienso en aquel hombre, aquel niño, que no tenía luz en su casa. —Probablemente así era—. Esto ocurría en Madrás, a principios de siglo. Sus padres lo habían mandado a vivir allí, a casa de su abuela.

Y aunque Kala no lo dijo, pensé que debió de formar parte de la emigración de brahmanes a las ciudades, que afectó a tantas personas. En Madrás, el abuelo de Kala vivía en una zona de brahmanes, cerca de un importante templo.

—Mi abuelo me ha contado que tenía que esperar en el templo todas las noches para recoger parsad, las ofrendas de los alimentos consagrados. Esos alimentos eran su cena, y también la de su abuela. Fuimos a ese templo hace poco, el de Kapaleshwar, uno de los dos famosos templos antiguos de Madrás. Mi abuelo me enseñó el león de piedra en el que se apoyaba o se sentaba mientras esperaba a que terminase el puja vespertino, para recoger su comida y marcharse a casa. Los pandits le reñían: «¿Es que no puedes esperar de pie respetuosamente mientras se celebra el puja?» Esta vez, cuando volvió allí, ya muy mayor, los sacerdotes lo esperaban de pie a la entrada para saludarle.

»Cuando acabó el colegio en Madrás, vino a Bangalore, para ir al instituto. Se quedó en casa de un pariente, y fue solo a solicitar la entrada en el instituto. —Resultaba interesante, que eso ocurriera en las historias del pasado: el niño que iba sin compañía, ni de padres ni de ningún adulto, a matricularse en un centro de enseñanza—. Mientras estudiaba se casó con mi abuela. Él era adolescente, y ella tenía once años, si mal no recuerdo. En aquellos tiempos, cuando se casaban dos niños, se quedaban en casa de los padres hasta que crecían. Tengo que decirle que, tal como yo los conocí, mi abuela y mi abuelo formaban una pareja romántica y fiel. Le pregunté a mi abuelo por aquellos primeros tiempos de su matrimonio, y me contó que algunos días, después de clase, iba al mercado a comprar cosas para la casa, como cuentas y cintas de colores para mi abuela, su mujer.

»El padre de aquella niña de once años era el sanyasi del que le he hablado. Era muy joven, y vivía en Benarés. Seguramente, el hombre que después sería su suegro había oído hablar de aquel sanyasi de la lejana Benarés —Benarés está a cientos de kilómetros de aquí—, y de que aquel sanyasi estaba destinado a casarse con su hija.

Los sanyasis renuncian al mundo; no tienen casa; no se casan. De modo que aquella idea del destino del sanyasi era un tanto extraña.

Kala dijo:

—Aquella gente, la familiar política del sanyasi, debía de ser muy religiosa. Estaban en contacto con los astrólogos; seguramente les interpretaron el horóscopo de su hija. Así que el hombre de la familia fue a Benarés, o envió a alguien, para buscar a aquel joven sanyasi que aparecía en el horóscopo de su hija. Fueron a Benarés, a buscar entre todos los hombres santos de allí, y encontraron al joven sanyasi. Le hicieron una oferta de matrimonio; pero él se mantuvo firme: no quería volver al mundo. Así que regresaron. Pero después pasaron varias cosas, y volvieron a Benarés, y con ciertas cosas que dijeron convencieron al sanyasi para que abandonara su vida ascética y dejara Benarés para venir aquí a casarse. Poco después de la boda, la mujer del sanyasi sufrió un accidente y empezó a perder la vista. Tenía dieciséis años cuando se casó.

—¿No lo había previsto el astrólogo?

Kala contestó:

—No lo sé.

La historia que había llegado a sus oídos era como una leyenda: llena de prodigios, pero con ciertas lagunas.

—¿Le han contado lo que dijo el sanyasi cuando su mujer perdió la vista?

—No se sabe nada de la reacción del sanyasi.

—¿Cómo se ganaba la vida?

—El sanyasi se hizo sacerdote en Palani, y con el paso del tiempo llegó a ocupar un puesto importante allí. Palani es famosa por su templo. La deidad de Palani es una manifestación de Siva. Yo voy allí casi todos los años con mi madre. Ella cree en el templo.

—¿Qué quiere decir?

—Que cree en el poder de ese templo.

—¿Usted cree en él?

—Yo quiero a mi madre, y creo en ella. Mi madre tenía una relación muy íntima con su abuela, la mujer del sanyasi, y estoy segura de que la familia sentía algo muy especial por el templo de Palani. Aunque yo voy todos los años con mi madre, para mí no significa gran cosa. No soy demasiado religiosa.

»Palani es un templo rico. Hay otros mucho más ricos, pero Palani es muy rico, y hay muchos peregrinos que van allí. Los templos se enriquecen con las tierras que tienen, y con las donaciones de los fieles. Uno de los templos más ricos del sur es el de Tirupati. Tiene su historia. La deidad de ese templo, Srinivasa, tenía una gran deuda con Kubera, el Señor de la Riqueza. La diosa Laksmi concede las riquezas; Kubera las posee o las atesora, y también las presta. Y la historia de Tirupati es que Srinivasa, la deidad del templo, guarda el dinero que dan los fieles para pagarle la deuda a Kubera. Mucha gente cree en esa historia y en esa deidad. Hay una hundi enorme, una enorme hucha de tela en la que se deja el dinero. Dejan de todo: oro, plata, diamantes. Según tengo entendido, hay gente que ha dejado allí revólveres y navajas manchadas de sangre, con la esperanza de obtener perdón por los crímenes que habían cometido con esas armas. Y dicen que las grandes ofrendas de dinero son de personas que lo han ganado ilegalmente. En Palani no se hacen ofrendas tan importantes como en Tirupati, pero de todos modos se hacen.

—Entonces, ¿el sanyasi llegó a ser poderoso?

—Tengo la impresión de que era un hombre muy virtuoso, y que no le interesaban cosas como el poder. Murió cuando su hija, mi abuela, era bastante joven. Tenía unos catorce años. Ya se había casado, pero seguía viviendo en casa de sus padres: esa era la costumbre. Antes de morir, el sanyasi le dijo a su mujer: «Si algún día tienes que depender de alguien, vete a vivir a casa del marido de nuestra hija mayor.» Así que mi abuela se fue a vivir a casa de su marido, la casa de mi abuelo, y toda la familia se fue con ella.

—¿Cómo se concertó ese matrimonio, el de su abuelo y su abuela?

—Pertenecemos a una subsecta bastante pequeña de brahmanes tamiles, y supongo que en aquellos días tenían una mentalidad más de subsecta. Posiblemente todos estaban relacionados entre sí. Mantenían contactos, recordaban a la gente o seguían la trayectoria de todo el mundo, hasta de la suegra del primo de cualquiera. Todavía existen vestigios de este sentimiento de clan. La gente sigue en contacto con los parientes lejanos, algo que para mí no tiene ningún sentido.

Pero Kala se encontraba en situación de vivir su propia vida. Había recibido una buena educación; tenía trabajo; era libre de entrar y salir. Cincuenta años antes, no hubiera habido ningún trabajo para ella; no hubiera existido su profesión de publicista; posiblemente, ni siquiera hubiera existido la clase de empresa en la que trabajaba. Hacía cincuenta años, la gente debía de tener ideas y sentimientos diferentes: la idea del clan debía de resultar reconfortante.

Kala dijo:

—Hace dos generaciones, seguramente el mundo no parecía tan pequeño como ahora.

»Al terminar sus estudios, mi abuelo aprobó unas oposiciones y entró a trabajar al servicio del gobierno. Ascendió. Era muy dinámico. Tenía fama de atrevido y honrado. Viajó al extranjero muchas veces.

Así fue como Kala contó la historia, dilatándose en la adolescencia y en el estudio a la luz de las farolas, para lanzarse de repente al gran triunfo. Era casi una prueba de lo que me había contado Pravas, que con el desarrollo de la economía india, la gente había quedado absorbida y se había subido a las nubes.

—Tuvo nueve hijos en el transcurso de su vida. Además, tenía a su madre, a su suegra y a su cuñada viviendo con él. Mi abuelo era el único que llevaba dinero a casa. No disponían de mucho, pero todos sus hijos aprendieron a montar a caballo, natación y música, y hacían excursiones a pie. Estoy segura de que eso fue consecuencia de su trabajo en la administración.

»Para mí todo eso es como un cuento. Tal como yo conocí la casa de mi abuelo, no había ni caballos, ni cuadras, ni natación. También me han hablado de un palacio en el que vivía la familia, cuando mi abuelo trabajaba en un principado. Había pavos reales en el jardín. Las historias que cuentan son verdad; pero eran otros tiempos. No siento nostalgia; sencillamente creo que debía de ser un sitio bonito para visitarlo.

»Cuando mi abuelo llevaba esa vida palaciega, mi madre ya se había casado, así que no vivía en el palacio. Solo iba allí de visita. Tenía una hija recién nacida y se la llevó a dar una vuelta en una lancha rápida, cuando la niña tenía un mes o así. Mi madre decía que sabía que la niña no recordaría aquel paseo, pero que quería compartir todo lo que sabía con ella.

Y aunque Kala no lo dijo, pensé que aquella niña de un mes de edad podía haber sido ella.

—Esta parte de la historia, la del matrimonio de mi madre, es la más dolorosa. No me resulta fácil ni agradable hablar sobre ella. Mi madre fue a colegios británicos, de monjas. Destacaba en todo: música, deportes, los estudios mismos. Era muy atrevida y tenía confianza en sí misma. —Se notaba que Kala hacía hincapié en el tema del atrevimiento, y que le parecía bien—. Quería hacer un montón de cosas. Pensaba que quería estudiar medicina. Le gustaba ir al colegio y quería seguir estudiando. En el fondo, todavía era una niña. Leía muchísimo, novelas inglesas. No se había planteado el matrimonio en absoluto. Era una niña, una colegiala, casi como una colegiala británica. —Kala, siempre seria, estaba a punto de estallar en llanto—. Dice que de pequeña no era muy guapa, pero sé que fue una mujer maravillosa.

»Se casó cuando tenía catorce años, y no pudo evitarlo. Decía que le hubiera gustado que la dejaran en paz. Estaba muy angustiada, como su hermano mayor y sus primos. Ellos, los chicos, le dijeron que podía escaparse, que se ocuparían de ella.

—¿A quién se le ocurrió la idea de que se casara?

—Fue idea de su padre. De mi abuelo.

—¿Ha hablado usted con él sobre el tema?

—No.

—¿Por qué? Usted lo conoce.

—Lo conozco muy bien; pero ya no es como antes, y estoy segura de que si entonces hubiera sido como ahora, no hubiera hecho lo que hizo. Mi madre estaba en décimo grado. No le pregunto demasiadas cosas sobre eso. Me resulta demasiado doloroso, y yo no puedo hacer nada. Es posible que mi actitud sea cobarde, por no querer averiguar nada más. Terminó el colegio: después de la boda siguió allí unos cuantos meses. Se sentía avergonzada, los últimos meses. La gente le preguntaba si estaba casada: muchas amigas suyas eran chicas británicas o angloindias, todas mucho mayores que ella. Muchas ya tenían novio. En Bangalore había un montón de soldados ingleses, en 1946.

Resultaba inquietante, aquel atisbo de 1946 y el mundo real, en lo que hasta entonces parecía una historia lejana: 1946, los británicos aún en la India, aún en la región de acantonamiento de Bangalore, pero en el umbral de la independencia, y con los terribles disturbios hindomusulmanes a punto de desencadenarse en Calcuta.

Dije:

—Ese año a mí me parece muy reciente. Fue el año siguiente, más o menos, de que Somerset Maugham publicase El filo de la navaja, sobre los sanyasi y las personas que van en busca de la autorrealización.

Kala dijo:

—Ese libro le gustaba a mi madre. Siguió leyendo mucho. Fue un error, aquel matrimonio. —Añadió, conteniéndose en el lenguaje—: Deberían haberla dejado. Hubiera sido una mujer mucho más interesante si la hubieran dejado en paz.

—¿No le dijo su madre a su abuelo que todo le resultaba muy embarazoso en el colegio, después de la boda?

—No creo que mi madre le dijese nada a su padre. No me es nada fácil hablar de lo que pasó después. Durante unos años después de la boda fue prácticamente un mueble, que trabajaba para la familia numerosa de su marido. Un trabajo físico duro: lavar ropa y fregar vasijas. No tenía tiempo para ella, no tenía libertad. No le permitían que fuera a ver a los suyos cuando quisiera. No podía tomar decisiones sobre lo que quería hacer con su vida. Siempre había alguien que decidía por ella.

—¿Qué pensaba su padre de todo esto?

—Mi padre era un hombre pacífico, tranquilo, callado. Su familia estaba dominada por las mujeres mayores.

—Su abuelo era un hombre importante. ¿Cómo pudo casar a su hija para que viviera en una familia así?

—Estaban bien considerados. Era una familia aristocrática. Tenían fama de filántropos, aunque probablemente no llevaban a la práctica lo que predicaban. Muchas de las mujeres de la familia pertenecían a organizaciones benéficas. Tenían una educación tradicional mucho mejor que la que le permitían a mi madre. Todo se reduce a la doble moral, a la falta de sensibilidad, incluso a cierta crueldad.

Crueldad, sí: estaba en el carácter mismo de la vida familiar de la India. El clan que proporcionaba protección e identidad, que salvaba a la gente del vacío, era en sí mismo un pequeño estado, y podía ser un lugar duro, plagado de maniobras, plagado de odios y alianzas cambiantes y denuncias morales. Era la clase de vida que yo conocí durante gran parte de mi infancia: un conocimiento temprano de las costumbres del mundo, y de la crueldad. Me dio, como sospechaba que le había ocurrido a Kala, el gusto por la otra clase de vida, la vida solitaria o con menos gente alrededor, en la que se disponía de espacio.

Pero no creía que Kala tuviese razón respecto a la doble moral. La vida hindú estaba ritualizada. Al igual que había rituales para cada nueva etapa de la vida de una persona, también había unos papeles que se obligaba a desempeñar a las personas en el transcurso de los años que les estaban asignados. Se exigía a las suegras que disciplinasen a las esposas de sus hijos, todavía niñas, que entrenasen a las muchachas, intactas e infantiles, en sus nuevas tareas de criadoras de hijos y trabajadoras domésticas, que les enseñasen nuevas costumbres de respeto, que las familiarizasen con la idea, casi filosófica, del valle de lágrimas del mundo real: las obligaban a familiarizarlas, en esta cadena de tradiciones, con la clase de vida y de ideas con las que antes las habían familiarizado sus suegras a ellas. Disciplinar de tal modo a la esposa-niña debía de considerarse algo virtuoso; la crueldad, incluso voluntaria, incluso voluptuosa, no debía de considerarse mayor que la de la vida misma. La labor social que desempeñaban las mujeres de la familia sin duda iba destinada a personas de capas inferiores a la suya, mucho más míseras. El deseo mismo de realizar obras sociales surgía de la idea de virtud y corrección en el propio hogar. El concepto de doble moral procedía de otro mundo, del mundo en el que vivía Kala.

Kala dijo:

—Para mi madre supuso un choque terrible. Era la única nuera. Era la última persona que tenían en cuenta a la hora de hacer algo especial o salir. Nunca había sitio para ella en el coche. Y era todavía muy niña. Todos eran mucho mayores. A veces le pegaban. —A Kala le resultaba demasiado doloroso hablar del tema—. Le pegaban su suegra y su marido. De repente, en cuanto se casó, quisieron que se hiciera adulta.

—¿Ha hablado usted con la familia de su padre sobre esto?

No había hablado con ellos.

—Cuando me enteré, todos eran mucho mayores. No tenía sentido pelearse. Esa vida continuó durante cinco años.

—Su abuelo era un hombre de honor, muy digno. ¿No hizo nada por su hija?

—Supuestamente, los padres hindúes no tienen que meterse en lo que hacen con sus hijas después de casarse. No es que no lo supieran; es que no debían preguntar. En la actualidad sí lo harían.

»Durante aquellos cinco años mi madre hablaba mucho con mi padre. Hablaba mucho con él, y finalmente decidieron que no debían seguir viviendo en aquella casa. Mi padre solicitó trabajo en una plantación de té en los Nilgiris. Se lo dieron, y se trasladaron allí. Allí fue donde me crié, hasta que fui al internado. Era una ciudad colonial muy bonita. Tal como yo la conocí, solo había ciertos vestigios de colonialismo: la cultura cristiana, las fiestas. No importaba qué religión tuvieras. No se veían británicos; había muchos angloindios. El trazado de las casas era colonial, con techos altos, suelos de madera, grandes jardines, pórticos, las habitaciones del servicio algo alejadas de la casa. Parecía normal vivir allí.

Para la madre de Kala también pudo haber sido una versión, un eco de la vida en el colegio de monjas de la que la habían apartado cinco o seis años antes.

—¿Empezó usted a ser feliz en los Nilgiris?

—Creo que sí. Pero queda la huella. Lo que podría haber sido y no fue. Ha sido un tremendo desperdicio, el desperdicio del potencial de una mujer a la que nadie consideraba importante. Ahora, yo valoro enormemente la libertad. Mi madre me ha enseñado la importancia de la educación y la independencia económica.

—¿No está usted casada?

—No tengo nada contra esa institución, pero no lo considero un objetivo.

—¿Le preocupa a su madre?

—Le gustaría que me casara, pero no en un plazo de tiempo concreto. Quiere que sea feliz. Y pienso que, en comparación con lo que ella ha pasado, cualquier cosa que yo tuviera que soportar parecería insignificante.

Kala seguía formando parte de la historia que me había contado, en las dos o tres veces que nos vimos.

Desbordaba de emociones, y era incapaz de ver la progresión histórica que yo creía ver.

Otro día me dijo:

—Pienso en todos los individuos que intervinieron, en todos, y a veces me pregunto qué sentirían de verdad en ciertos momentos. Creo que eran todos muy valientes. Todos demostraron cierto valor al hacer los cambios que hicieron. Me pregunto si yo sería capaz de mostrar tanto valor, si me viera en una situación difícil o extrema.

—Creo que nadie puede saber qué pensaban o sentían nuestros abuelos y abuelas.

Kala dijo:

—El mundo en que vivían era muy distinto.

Prakash, ministro del gobierno del estado de Karnataka, no afiliado al Partido del Congreso, me invitó a desayunar un domingo por la mañana. La casa del ministro estaba cerca del hotel, y Deviah vino y me acompañó andando hasta allí.

Tuvimos que caminar con cuidado, sorteando obstáculos entre aceras a medio hacer o cuarteadas. Las aceras llanas o terminadas no son una necesidad muy extendida en la India, y en la ciudad, la calle es en muchas ocasiones un sendero de asfalto oscilante, lleno de baches, con múltiples remiendos, entre remolinos de polvo y suciedad y las cosas que se tiran a las calles de la India y que se quedan allí, cosas como arena, grava, basura húmeda, basura seca: nada parece terminado, ni los bordillos, ni los muros; todo se encuentra a medio camino, a medio camino de llegar a ser o de dejar de ser.

A Deviah y a mí nos hubiera gustado hablar mientras caminábamos, pero era difícil. Nos ahumaban continuamente los escapes mugrientos de coches y ciclomotores. El polvo que levantaban los vehículos tardaba largo rato en asentarse, de modo que caminábamos rodeados también de polvo. Cuando llegamos a casa del ministro habíamos pasado a formar parte del escenario de las calles de Bangalore, con polvo y mugre en la pi< 1 la ropa y los zapatos, el pelo y las gafas.

Aquella invitación a desayunar aportaba un toque como de feria industrial, de teatralidad y ajetreo norteamericanos a la vida del político. Y, de hecho, era a aquella temprana hora de la mañana cuando los ministros y políticos importantes estaban muy ocupados. Los pedigüeños (con su propia idea de lo teatral de la ocasión) se levantaban y se preparaban en medio de la oscuridad, e iban a esperar a la puerta de la casa del gran hombre al amanecer, al igual que, en la antigua Roma, la primera obligación matutina del parroquiano consistía en correr a casa de su patrón para sumarse a la multitud congregada, para fomentar la dignidad del gran hombre. Lo mismo que en la antigua Roma sucedía en la Bangalore moderna: cuanto más importante era el hombre, mayor la muchedumbre ante su puerta.

Prakash no era uno de los que convocaba mayores multitudes. Tenía una fama más reposada, de ministro culto y competente, de político astuto y serio, pero capaz de distanciarse: alguien un poco fuera de lo común en la política del estado.

Vivía en una de las casas construidas por el gobierno de Karnataka para los ministros del estado. Estaban juntas en una extensión de terreno o parque propios. Eran casas de cemento de dos pisos, de color ocre claro, con parcelas más bien grandes. No había una muchedumbre ante la puerta de Prakash, como había visto en las casas de otras personas, pero había suficiente número de pedigüeños —pacientes, casi ociosos— como para poner de manifiesto la importancia del personaje. Había coches estacionados y personal de seguridad en el patio. Los coches estacionados denotaban ciertos privilegios: parecían de personas con fácil acceso al ministro.

Deviah y yo pertenecíamos a tal categoría aquel domingo por la mañana. Nadie dijo nada, pero parecía conocerse el hecho y, aun con la suciedad de las calles que llevábamos encima, los pedigüeños nos dejaron pasar cuando nos aproximamos, y entre ellos se abrió un sendero hasta la puerta de la casa de Prakash. Desde fuera, la casa parecía eso, una casa. Pero no era así. Atravesamos varias habitaciones cochambrosas, de aspecto oficial, que hubieran podido ser los concurridos despachos de un ministerio y que daban la impresión de estar poblados por funcionarios del gobierno. Después pasamos a un salón con carácter más personal, más personal pero de todos modos con aire oficial, con muchos sillones bajos alrededor de una mesa también baja en el centro. Los periódicos del día, aplastados, nuevos e intactos, estaban cuidadosamente colocados sobre la mesa en dos hileras escalonadas, y cada periódico solo mostraba el encabezamiento. Algunos estaban en inglés o hindi; otros, en lenguas regionales.

Fiel a su carácter, Prakash no nos hizo esperar. Casi en cuanto le dijeron que habíamos llegado, y sin darme tiempo a mirar ninguno de los periódicos, salió de una habitación interior para saludarnos: un hombre menudo, vigoroso, seguro de sí mismo, de aspecto divertido, de cuarenta y tantos años. Nos llevó inmediatamente a la habitación contigua, un comedor —una parte de la casa privada y personal, de atmósfera muy distinta a la del salón—, donde había una mesa preparada para un desayuno a la india sumamente serio. Y casi en cuanto nos hubimos sentado a la mesa, apareció la señora Prakash, con un sari azul recién lavado, y se puso a servirnos: la obligación ritualizada de la esposa hindú conservadora, servir personalmente la comida a su marido; una obligación pero, también, teniendo en cuenta lo que era su marido, un gran privilegio.

¡Cuántas personas de las que esperaban afuera la envidiarían por su familiaridad con el ministro, por las atenciones que le prestaba; a cuántas les parecería afortunada!

Le pregunté por los hombres que había visto aquella mañana, los hombres que esperaban a la puerta y que nos habían dejado pasar por considerarnos personas infinitamente más privilegiadas. El más importante, según dijo Prakash, era un contable de pueblo al servicio del gobierno. Le habían acusado de malversación de fondos por valor de cinco mil rupias, unas doscientas libras, de las contribuciones de la tierra que tenía que recoger. A aquel hombre le habían suspendido de empleo y sueldo, y había viajado toda la noche en autobús, más de trescientos kilómetros, para ver al ministro aquella mañana. Prakash estuvo con él siete u ocho minutos. El hombre dijo que había devuelto las cinco mil rupias, y quería que Prakash le ayudase a que lo restituyeran a su puesto. Prakash le dijo que no podía hacer nada: la investigación ministerial tendría que seguir su curso. Y eso fue todo: tras el viaje nocturno de más de trescientos kilómetros, la espera matutina en casa del ministro, y la audiencia de siete u ocho minutos, el contable tendría que coger el autobús para volver a su pueblo.

La mujer de Prakash traía entremeses constantemente, y nos los servía de los platos que ya estaban colocados en la mesa. De vez en cuando traía puris recientes, crujientes e hinchados.

Mientras comía elegantemente con los dedos, Prakash dijo:

—Ese individuo va a llevar el asunto al Tribunal Supremo, después de la investigación ministerial.

Yo dije:

—¿O sea que se va a convertir en una especie de carrera para él?

Prakash contestó:

—Si el Tribunal Supremo descubre que ha habido un error técnico en la investigación ministerial...

—Y en la mayoría de los casos es así —intervino Deviah, también comiendo, eligiendo cosas de acá y de allá.

Prakash dijo:

—Si se ha producido ese error técnico, lo rehabilitarán, y le darán los sueldos atrasados. Durante el período de suspensión (le han suspendido de empleo y sueldo) le concederán una pensión, el 75 por 100 de su sueldo.

—¿Qué tipo de educación ha tenido un hombre así?

Prakash dijo:

—Un hombre de esa clase debe de ser hijo de un campesino o de un artesano. Trabajando para el gobierno, ganará unas mil doscientas rupias al mes. —Unas cuarenta y ocho libras—. Por eso es por lo que, en los pueblos, todos quieren un puesto estatal, a menos que tengan buenas tierras. Si pierde el caso, volverá a la nada. Tendrá que depender de la agricultura.

El hombre del que hablábamos tenía treinta y seis años. Tenía tres hijos. Había ido a ver a Prakash porque pertenecía a su distrito electoral. Se encontraba en la región de Bellary, y allí, la agricultura debía de ser muy difícil. En la región se conocía Bellary como «zona caliente», con temperaturas de hasta cuarenta y cinco grados en verano.

Prakash dijo:

—Es posible que se apropiara de esa suma de cinco mil rupias en el transcurso de uno o dos años. La gente va a pagar la contribución de sus tierras, y él recoge el dinero. Son cantidades pequeñas, veinticinco rupias o así de cada vez. Da recibos falsos. Y un buen día, un funcionario de categoría superior pregunta que por qué no han pagado la contribución los campesinos. Hace unas cuantas preguntas, ve los recibos falsos, y pillan a ese estúpido.

Deviah dijo:

—A lo mejor incluso piensa que es injusto, cuando hay tantas personas mucho más importantes que roban impunemente.

Le pregunté a Prakash:

—Ese hombre, ¿ha llorado? ¿Se ha tirado al suelo y se ha abrazado a sus rodillas?

Con su ingeniosa forma de hablar, Prakash contestó:

—Quizá llorase la primera noche, cuando lo descubrieron; pero al cabo de un año, se ha endurecido.

Me gustó aquella palabra, «endurecido». En la vida real o civil, la vida anterior a la política, Prakash era abogado rural, y conocía a su gente.

—Pero ahora tiene una actitud fatalista. Habla del karma, del destino. Como los hindúes.

—La gente del pueblo, ¿lo despreciará o lo condenará al ostracismo?

—A ese nivel, a la gente no le importa un robo asi. No creo ni que se hayan enterado. En la India, la clase alta considera el robo algo normal. Solo la clase media sigue conservando esos valores y preocupándose por el robo y la corrupción. Está en la fibra misma de la sociedad, en todas partes. En una oficina de empleo es posible que alguien salte de repente diciendo: «Lo siento, pero no puedo entrevistar al siguiente candidato. Es mi cuñado. Discúlpenme.» Todo muy bonito y muy correcto, pero también una indicación para el jurado de que el candidato en cuestión es cuñado de ese hombre. —Se interrumpió, y mientras cogía unos entremeses, añadió—: En esta casa, todo lo ha puesto el gobierno. Hasta la última taza, hasta el último plato. ¿Cómo va nadie a renunciar a esta vida? —No se refería solo a él, sino a otros—. Como he dicho, está en la fibra de la sociedad. En los viejos tiempos, los maharajás cobraban contribución por sus tierras pero, además, la gente les hacía regalos: oro, adornos, fruta, cocos. Los presentaban en platos, en platos de bronce o plata, según el estatus social. Los maharajás actuales son los ministros. Indira Gandhi era maharaní.

»Hay un equivalente en la compra de favores religiosos. También en eso hay diferentes niveles en los regalos. Algunas personas a lo mejor solo tienen un coco. ¿Sabe algo sobre el templo de Tirupati?

Era lo que me había contado Kala.

Prakash dijo:

—Allí se da dinero para ayudar al Señor Venkateshwara a pagar el préstamo que le hizo Kubera. Pidió dinero para casarse.

Kala no había mencionado este último detalle. Quizá fuera así, un detalle tras otro, como iban creciendo los complicados relatos mitológicos en la mente de la gente de allí.

Después nos levantamos de la mesa, para ir a la Casa de Invitados del estado. Prakash pensaba que tendríamos más intimidad, y que no nos molestarían los pedigüeños.

A la puerta estaba esperando otro grupo. Un individuo menudo, sonriente, con sandalias, llevaba unos ceñidos pantalones marrones y una camisa de poliéster beis y amarilla, limpia, de cuadros. Era conductor. Estaba loco por encontrar un puesto gubernamental. No estaba en el paro, pero trabajaba para una empresa privada, y el sueldo no era tan bueno como lo sería en un puesto oficial. Prakash le había dado una recomendación unos meses antes, pero el hombre no había conseguido un puesto oficial, y por eso volvía a ver a Prakash aquella mañana, para quejarse y suplicar.

Y al igual que la realeza, mientras atraviesa una multitud que la aclama, siempre encuentra un par de palabras para unos pocos elegidos, al atravesar la multitud de pedigüeños matutinos —pero no exactamente igual que la realeza, sino más como un catedrático de medicina en la sala de un hospital—, Prakash dijo unas palabras a unos cuantos, pero las palabras en apariencia dirigidas al pedigüeño iban en realidad dirigidas a Deviah y a mí, refiriéndose a él, y las pronunciaba como si el hombre en cuestión no estuviera con nosotros, como si Deviah y yo fuéramos estudiantes de medicina haciendo la ronda en la sala de un hospital, y él, nuestro profesor, hablara de las personas postradas en cama o con miembros vendados, en cabestrillo y con poleas.

Uno de aquellos hombres parecía enfermo, y mostraba un impreso oficial, muy sucio, doblado muchas veces, con la escritura kanada local, que parecía decir —Prakash conocía a aquel hombre, lo había visto aquella mañana— que su mujer estaba aquejada de cáncer en un hospital de Bangalore. La historia de aquel hombre era que había ido a Bangalore a ingresar a su mujer en el hospital; quería volver a su pueblo, pero no tenía dinero: quería cuarenta y dos rupias para él billete de autobús.

Parecía espectacularmente destrozado. Era delgado y parecía medio muerto de hambre, con una desgastada túnica confeccionada con una especie de arpillera publicitaria cuyas letras estaban borradas solo a medias. Tenía el puente de la nariz despellejado, en carne viva, y llevaba en los brazos un niño y un biberón.

En cuanto nos acercamos lo suficiente como para que se postrase ante nosotros, aquel hombre, sujetando al niño con un brazo, dirigió la otra mano hacia los pies de Prakash, en un gesto exagerado de respeto, no sin cuidarse, al tiempo que hacía el movimiento, de dejar antes el biberón bien colocado en el borde de cemento de la casa de Prakash. Prakash le hizo un gesto a aquel pobre hombre para que se levantara. El hombre se levantó, volvió a agacharse para recoger el biberón, acunó al tembloroso niño un poco, le puso el biberón en la boca y clavó unos ojos enloquecidos en Prakash. Prakash lo miró, sin devolverle realmente la mirada, sino más bien con una especie de distancia social o académica, y, como si estuviera juzgándolo mientras hablaba, nos dirigió a Deviah y a mí un pequeño discurso sobre la situación del hombre.

Las personas que ingresaban en un hospital podían quedarse con sus cónyuges, dijo Prakash. Así lo dictaban las normativas. Si aquel hombre decía que quería un billete para volver a su pueblo, era porque no quería aprovechar esa ventaja. Probablemente, estaba haciendo la ronda de todos los ministros y otras personas aquella mañana. Prakash ya había ordenado a un miembro de su personal que le diera un par de rupias al hombre, aunque no estaba seguro de que fuera sincero.

—Y si consigue las cuarenta y dos rupias para el autobús de vuelta, probablemente viajará sin billete —añadió Deviah.

El despliegue de miseria era extraordinario. Quizá resultara demasiado teatral, con el niño, el biberón y la túnica de arpillera; pero aquel hombre de ojos enloquecidos parecía un auténtico desgraciado, verdaderamente enfermo y consumido.

Prakash mantuvo una actitud fría. Mientras nos llevaba hacia su coche, casi como si hubiese terminado el discurso, dijo que las personas como aquella no pertenecían a los grupos o castas mendicantes tradicionales. Acababan viviendo así por casualidad, o por seguir un ejemplo, o porque alguien los animaba: los resultados eran sorprendentes. Y después, añadió, con un florilegio aliterativo:

—Se hacen adictos y se adaptan a ese modo de vida.

(Y tenía razón. Algo más de una semana después, mientras Deviah y yo hablábamos con un legislador en su habitación de la residencia de legisladores, apareció aquel desgraciado, con el niño y el biberón, pero sin la túnica de arpillera y sin el papel de aspecto oficial que decía que su mujer estaba en el hospital oncológico. Los ayudantes del legislador lo echaron inmediatamente, y él se marchó sin pronunciar palabra. No tenía los ojos tan enloquecidos como cuando estaba en casa de Prakash; había empezado a curársele la descarnada nariz, y parecía extrañamente descansado. Atendía al niño tanto como en casa de Prakash; tal vez se lo hubieran prestado tras pagar una especie de fianza.)

Fuimos en el coche de Prakash a la Casa de Invitados del estado, por las polvorientas carreteras. Ministro en casa, y también allí: la gente se levantó de un salto a su llegada. Empecé a comprender el alcance de su poder, a ver Karnataka un poco con los ojos de Prakash, a pesar de que la habitación en la que nos invitaron a entrar, para nuestra conversación privada, era un tosco dormitorio de residencia con un olor tan elevado de orines como baja era la mesa para escribir.

Fuimos a la Casa de Invitados principal. Era un edificio grande de piedra en el centro de un terreno de color ocre. Una vez sentados en la amplia terraza del piso superior, le pregunté a Prakash por el poder político en la India. ¿Cómo se accedía a él? ¿Qué cualificaciones requería una persona para obtenerlo?

La casta era el elemento más importante, dijo. Quien buscase un puesto en la administración o quisiera hacer carrera en la política tenía que pertenecer a una casta adecuada, lo que equivalía a ser miembro de la casta dominante de la región. Naturalmente, tenía que ser alguien que recibiese el apoyo de su casta, es decir, que tuviera cierto predicamento en la comunidad, que tuviera relaciones y fuera conocido. Y como raramente ocurría que con los votos de una sola casta una persona pudiera ganar las elecciones, los candidatos necesitaban un partido político; lo necesitaban para obtener los votos de otras castas. Por eso tenía sentido en la India todo el asunto parlamentario dé los partidos políticos y las elecciones. Fomentaba la colaboración y el compromiso; la multiplicidad misma de las castas y las comunidades indias contribuía a crear una especie de equilibrio.

El poder que se alcanzaba, según dijo Prakash, era enorme, en el ambiente de la vida india, en el ambiente de la lucha y el ir tirando; y la caída, la pérdida del poder, era también enorme, y podía resultar muy difícil enfrentarse a esa situación.

Las sillas de la terraza de piedra eran grandotas y feas, sillas del gobierno, desteñidas y descoloridas por el sol; y había muchas. La terraza, a pesar de que todavía no le daba directamente la luz, era un puro resplandor. Los árboles escaseaban entre la hierba pardusca; las sombras resaltaban la luz y la sequedad. Las grandes persianas verdes enrolladas eran el único toque decorativo de la terraza, y contribuían a crear una sensación de desnudez, de insipidez oficial en la Casa de Invitados del estado.

Prakash dijo:

—Cuando un político de posición media cae, no tiene adonde ir, no tiene protección. Puede ser abogado de una zona rural, o hijo de un campesino o de un terrateniente, o el hijo o el hermano de un pequeño comerciante, pero sin mucho dinero. Y muchos no pertenecen a un movimiento.

—¿A un movimiento?

—Al movimiento independentista o al movimiento contrario a la Emergencia de Indira Gandhi, o al movimiento campesino de este estado, o al de trabajadores, o a cualquier movimiento popular. Cuando no se pertenece a uno de esos movimientos y no se tiene nada a lo que volver cuando se pierde el poder, se tiene mucha prisa por ganar dinero.

»El poder da tantas comodidades, tantos ánimos, estatus social... Un chalé, totalmente amueblado, ayudantes personales, secretarios... Un coche con chófer, y la posibilidad de alojarse en chalés y Casas de Invitados del gobierno cuando hay que viajar, billetes de avión... Se puede ir a todas partes en avión a expensas del gobierno. Pero cuando pierdes el poder, si no tienes medios, es posible que tengas que volver a la zona semiurbana de la que procedes. Allí, difícilmente te puedes permitir tener secretarios o criados. A lo mejor puedes tener un criado, pero no el montón que se tiene cuando eres ministro. Ni llamadas telefónicas gratis.

Daba la impresión de que Prakash estaba en contra de esas cosas, pero me pareció observar un cierto deleite en los detalles de los privilegios. Era ministro desde hacía seis años y, por lo que pude descifrar en los periódicos, su gobierno atravesaba dificultades.

Dije:

—Los criados. Habla usted mucho sobre los criados. ¿Son muy importantes para esta gente de las zonas rurales?

Prakash era abogado, irónico, inteligente: percibió mis dudas. Dijo:

—Para los grandes terratenientes, los zamindares, y los señores feudales, tener muchos sirvientes suponía estatus social en los viejos tiempos. Hoy en día es cuestión de poder. Los criados sirven para hacerte la vida cómoda. Si eres ministro y tienes que viajar en avión, siempre hay alguien que te compra el billete. Siempre hay un bloque de asientos para el gobierno, que se mantiene hasta el último momento, de modo que siempre tienes la posibilidad de encontrar billete. Y tu ayudante personal te acompaña al aeropuerto para despedirte. —Prakash seguía deleitándose en los detalles, saboreando las cosas de las que aún disfrutaba—. Y a la llegada, alguien va a buscarte. Ponen un vehículo a tu disposición, y ya te han reservado habitación en un hotel. Pero si no tienes poder —y de repente, como un predicador que describiese el purgatorio, para equilibrar el paraíso del triunfo, Prakash empezó a ensombrecer los detalles de las líneas aéreas indias—, muchas veces no sabes dónde comprar un billete, en qué cola ponerte a esperar, cómo facturar el equipaje. En una sociedad occidental, que está tan bien ordenada, no existe una diferencia tan grande en cuanto a lo material de la vida entre el hombre con privilegios y el hombre de la calle, en cuanto a viajes, comodidades y alojamiento.

»Incluso en los países occidentales hay algo innato en las personas que las lleva a ir en busca del poder. Y en la India mucho más, porque aquí el poder lo es todo. Cuando un presidente de Estados Unidos sale de la Casa Blanca no se produce ningún cambio en su forma de vida ni en sus comodidades materiales. En la India, muchas veces no ocurre así, a menos que la persona en cuestión esté dispuesta a vivir austeramente, como los viejos dioses de la época de Gandhi.

»La nueva generación de políticos no tiene ese poder espiritual, y notan la diferencia. Después de la caída, intentan durante algún tiempo capitalizar sus llamados contactos con las autoridades. Cumplen encargos para ciertas personas que los necesitan, pero pierden esos contactos muy pronto. Y ves que el industrial que antes te hacía la pelota va en un coche enorme hacia su casa suntuosa en una zona preciosa y ni siquiera te dirige la palabra.

»Debido a la industrialización y a la revolución verde en las zonas rurales, está apareciendo una clase de nuevos ricos, y esa gente tiene que enfrentarse por primera vez a una educación universitaria, a una vida urbana y cómoda, a una forma de vida con cierto estilo, y a las influencias occidentales, a las comodidades materialistas. Durante este período de transición, nos estamos alejando poco a poco de la ética de nuestros abuelos, pero al mismo tiempo no tenemos el concepto occidental de la disciplina y la justicia social. De momento, aquí las cosas son completamente caóticas.

Me hubiera gustado que hablase en un tono más personal; pero no resultaba fácil. La crisis política de su gobierno, el atisbo de posibilidad de que las cosas acabaran, lo empujaban a distanciarse de las delicias del poder. Al mismo tiempo, le sacaba a la superficie la combatividad política. Le hacía moralizar a la antigua (casi como si ya hubiese abandonado su puesto) sobre el gandhinismo, el materialismo y los peligros que representaba para la India el superordenador del que s< hablaba en Delhi.

Por último dijo:

—Yo no era rico, pero tampoco pobre. Mi familia podía vivir cómodamente, con seguridad. Eso era en Bellary. Tengo tierras allí, y muchas de mis necesidades las cubrían mis tierras: mijo, arroz, tamarindos, guindillas, verdura y combustible. Puedo volver allí en cualquier momento. Pero después de seis años en este cargo he observado un cambio en mis hijos. Han vivido sus años de formación en medio de la opulencia, con un elevado estatus social, rodeados de las atenciones de la gente. Ahora no quieren volver al pueblo. Para mí no significa nada.

»En Bellary hace mucho calor, y muchos parientes y amigos míos se quedan pasmados cuando vienen aquí. Los amigos pueden tener un poco de envidia, los amigos del pueblo, o la gente que trabajaba conmigo en los viejos tiempos y me ha visto por las calles de un lugar tan pequeño. Piensan que ahora soy muy importante, y hay ciertas envidias, aparte de lo implacable del sistema, en el que mis propios colegas me ponen la zancadilla cuando ven que estoy subiendo. Es algo innato al sistema, pero las envidias son otra cosa.

»Incluso los votantes se sienten más cómodos si hablan conmigo cuando estoy en mi domicilio, pero si vienen aquí y se sientan en un sofá —resultaba interesante, aquella idea del mundo que se hacía el votante de Prakash, ver transformada incluso la mediocridad de la Casa de Invitados del estado—, cuando se sientan aquí, con el gran jardín, los agentes de policía, los ayudantes, se sienten incómodos, e inmediatamente tienen la impresión de que estoy demasiado lejos, y la ecuación personal desaparece o cambia.

Se oyó un cerrar de puertas de coche a la entrada de la Casa de Invitados. Había llegado alguien, o varias personas. Inmediatamente después de los portazos, un grupo de hombres con túnicas de colores subió con rapidez las escaleras y atravesó la habitación interior: hombres altos con zapatos grandes, que caminaban con firmes zancadas. Lo vi solo desde cierto ángulo: estaba sentado casi de espaldas a la habitación interior. Y entonces, Prakash, bajando la voz, me dijo que quien había llegado era el Dalai Lama.

Era un tanto insólito, pero estaba casi preparado para ello. Sabía que el Dalai Lama estaba de viaje por la India. Había leído un día en un periódico de Bombay que el Dalai Lama iba a la ciudad para ver a los budistas. Lo que no sabía con certeza era a qué se referían con eso. Cuando la gente de Bombay hablaba de los budistas no se refería a los tibetanos; lo más probable era que se refiriesen a los dalit neobudistas; pero no pregunté nada sobre la visita del Dalai Lama a Bombay. Y entonces, sin que nadie lo hubiera anunciado, solo con unos cuantos coches y unos cuantos policías del estado, llegaba más al sur, y estaba realmente lejos de su país.

El Dalai Lama avanzaba con tal rapidez que, casi en cuanto Prakash me hubo dicho quién era, aquella figura había atravesado la habitación interior, medio oculta por un ayudante que iba a su lado, balanceando un maletín. El final de una zancada, el balanceo del maletín del ayudante: eso fue realmente lo único que alcancé a ver.

Más adelante, varios monjes salieron a la amplia terraza en la que estábamos nosotros. Tras la impetuosa llegada, se calmaron un poco. Se asomaron a los jardines y al césped abrasados desde la desnuda terraza. Llevaban la cabeza rapada, y jerséis bajo las túnicas de color rojo oscuro. Al principio, parecía como si solo estuvieran contemplando el extraño aspecto del sur de la India, pero en realidad esperaban a sus seguidores.

Ir a la siguiente página

Report Page