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INDIA » 5. TRAS LA BATALLA

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»Además, tampoco conseguía inscripciones en la Imba. Al doctor Malhotra le interesaba mucho, porque cada miembro de una empresa aportaría unas siete u ocho mil rupias, y cada alumno a título individual, unas mil. La mayoría de las personas sencillamente no sabía nada de la Imba. El doctor Malhotra pensaba que yo podía inscribirlas simplemente porque mi familia era influyente. Pero yo no creía tener nada que ofrecer a las grandes compañías. Ya plantea suficientes dificultades vender un buen producto sin ser agresivo, pero vender un producto inútil me resultaba totalmente imposible por entonces, cuando era joven y tímido. Y los amigos de mi padre empezaban a protestar un poco más enérgicamente cuando les pedía ocho mil rupias por hacerse socios de la Imba como miembros de una empresa.

»Mis informes semanales de la Imba dirigidos al señor Malhotra, escritos con bolígrafo y papel de calco, despertaban cada día menos interés. Y el doctor Malhotra se impacientaba cada día más. Además, empezaba a pensar que existía el peligro de que yo abandonase la Imba.

»Vino a Calcuta en avión para averiguar por qué no estaba dando resultados mi trabajo. Yo le planteé que había entrado en la Imba para aprender y practicar la disciplina de la mercadotecnia, en el sentido clásico, y lo que había hecho durante los dos últimos meses era vender o comercializar la Imba, algo que no había contribuido ni a mejorar mis conocimientos ni mi reputación. Le sugerí que lo que necesitaba la Imba en Calcuta era un oficial del ejército jubilado y sin recursos económicos, con capacidad de organización, y no un joven idealista de veintitrés años en el umbral de su carrera profesional. En ese momento se me ocurrió decirle que esperaba que nos despidiésemos amistosamente.

»No nos despedimos amistosamente. Se enfadó. Dijo que había invertido mucho dinero y mucho tiempo en mí. No le hice caso; pensé que iba a pedirme que le devolviera dinero. Se enfadó mucho y dijo que iba a retirar mi nombre de la lista de miembros vitalicios de la Imba. Era la primera noticia que tenía, que fuera miembro vitalicio de la Imba, pero, al parecer, los directivos de las sucursales o “agencias” pasaban a serlo automáticamente.

Los maoístas desfondados que conocí en Madrás habían estado en la periferia de un movimiento campesino mucho más amplio. Este movimiento tenía su centro en Bihar y Bengala, a unos mil seiscientos kilómetros al noroeste, y había desarrollado su mayor actividad a finales de los sesenta y principios de los setenta. El comunismo tenía una larga historia en Bengala. Era otra importación colonial, una de las cosas que llegaron con los Nuevos Conocimientos del siglo xix y la cultura mixta. Incluso hoy en día, en la ciudad muerta construida por los británicos, y casi como una faceta de su muerte, había con frecuencia solemnes manifestaciones comunistas por entre la basura, los escombros y la desesperación. Incluso cuando un partido comunista gobernaba el estado, la gente aún podía emocionarse con la poesía de las banderas rojas y la revolución.

Abandonado a la poesía y la pasión, sin haber sufrido verdadera persecución, a veces incluso hostil a la idea de la independencia india, librando sus propias guerras, en ocasiones remotas, el partido comunista se había dividido cada vez más. Existió el Partido Comunista de la India; después, el Partido Comunista de la India (marxista); a continuación, el Partido Comunista de la India (marxista-leninista). Fue esta última facción, maoísta, la que inició la revuelta campesina. La revuelta fue aplastada; pero mientras duró, el movimiento atrajo y consumió a muchos millares de personas cultas en Bengala y otras zonas de la India.

Había supervivientes. Uno de ellos era Dipanjan. Era profesor de ciencias en una escuela superior del centro de Calcuta. Era una escuela de verdad, en pleno funcionamiento, pero físicamente en decadencia, la decadencia de Calcuta.

El letrero estaba desconchado; las ventanas del edificio de dos plantas, rotas; pero había un guarda, que vigilaba la puerta de dos hojas. Me indicó que subiera a ver a Dipanjan, por una estrecha escalera de cemento tapiada hasta la mitad que llevaba por el extremo del edificio principal hasta una habitación destartalada con mesas y material muy sencillo. El suelo, desnivelado, estaba sin barrer, o barrido hasta una incierta línea, donde habían quedado abandonados el polvo amontonado y la escoba con la que se había barrido, sin más ni más. El polvo estaba adherido a todas las molduras o extrusiones de las altas puertas de color pardo; el yeso de las paredes estaba resquebrajado en muchos sitios. La habitación no daba la sensación de que la hubieran pintado de ningún color, ni de que hubieran nivelado las superficies ni trazado líneas rectas.

Dipanjan era un hombre bajo, delgado, con gafas. Llevaba camisa de manga corta y pantalones de color beis. Pasamos a una habitación de techos altos, como un armario, justo al lado de la puerta central. Una mesa, dos sillas y varios armarios altos de metal ocupaban la mayor parte del espacio. El pequeño trozo de pared que se veía entre los armarios tenía manchas: algo marrón y grasiento había goteado desde la ventana.

Después de hablar un rato, le pregunté a Dipanjan:

—¿Ve usted lo que yo veo?

Contestó, en su tono de voz suave, sereno, preciso:

—Es como otras escuelas superiores. Esto es la India.

Pero él no veía todo lo que yo veía. Dijo que veía los aparatos en las mesas del laboratorio; podía olvidarse de lo que tenían alrededor. Lo que veía de una forma especial, lo que le molestaba y le ponía mucho más nervioso que a mí era el polvo del suelo sin recoger.

Aquel centro era para marginados, dijo, para «soldados derrotados» (aunque a mí me parecieron bastante activos y sanos en el pequeño patio). Eran personas que no podían acceder a otras escuelas superiores. Tenían pocas posibilidades de encontrar trabajo —de todos modos, con una diplomatura en ciencias no se conseguía trabajo—, y no estaban motivados. Las chicas estaban más motivadas. No tenían la gran necesidad de triunfar de los chicos; no estaban sometidas a esa presión y; paradójicamente, eran mejores en los estudios. El centro quería más chicas. La tarifa ascendía a treinta rupias al mes, una libra y veinte peniques: no mucho, ni siquiera para la India.

En el reducido espacio junto a la sala de conferencias, hablamos aquella tarde del pasado de Dipanjan. Por su físico, su voz, sus rasgos y ademanes, era un hombre amable, un hombre apacible. No hubiera llamado la atención en ninguna reunión de Calcuta. No resultaba fácil reconocer al revolucionario que, hacía unos veinte años (tenía cuarenta y cinco), se había ido al campo a vivir entre los campesinos, a predicar la idea de la revolución y que, después, siguiendo las directrices del partido, había propugnado el aniquilamiento de ciertas personas, enemigos de clase.

Su madre era de familia acomodada. Su padre había desempeñado un cargo importante como funcionario del gobierno, como miembro del IES, el Indian Educational Service. Antes, había sido «científico de segunda fila», según dijo Dipanjan. Ideó uno de los primeros instrumentos para medir las partículas radiactivas y obtuvo cierto renombre.

Yo dije:

—No comprendo entonces que lo considere una figura de segunda fila.

Sin perder su tranquilo ademán, Dipanjan dijo:

—En Calcuta abundan los científicos de segunda fila. Es la ciudad de M. N. Saha, S. N. Bose, J. C. Bose y P. C. Ray. Los tres primeros pertenecieron a la Royal Society. Calcuta se ha quedado estancada hace poco. Todavía en los años sesenta, el Presidency College tenía un claustro de profesores de física difícilmente superable en ninguna otra parte del mundo en aquella época. Por eso tiene que entender que hable de mi abuelo materno como científico de segunda fila.

En el sur, la ciencia se desarrolló en el transcurso de dos o tres generaciones gracias a la tradición brahmánica de los conocimientos abstractos. En Bengala, en la Calcuta construida por los británicos, la ciencia llegó de la mano de los Nuevos Conocimientos; se progresó en el terreno científico gracias a la competitividad colonial y al deseo de los indios de demostrar su valía.

Por el lado paterno, Dipanjan pertenecía a la pequeña aristocracia bengalí. Solo en ese viaje oí tal expresión en la India. Yo pensaba que «pequeña aristocracia» era un concepto inglés, referido a las personas enraizadas en la tierra ancestral, con un sentimiento de apego y de protección hacia ella. Y, en realidad, en Bengala era una expresión inglesa, de principios del siglo xix. Dipanjan dijo:

—Los británicos dieron carácter hereditario a la pequeña aristocracia. Desde su punto de vista, estaban creando una clase de agricultores con rentas hereditarias.

La familia del padre de Dipanjan era del distrito de Faridpur. En 1947, la región pasó a formar parte de Pakistán Oriental. La pequeña aristocracia de Faridpur pertenecía en su mayoría a las castas superiores de hindúes. Arrendaron sus tierras; los colonos eran musulmanes e hindúes de las castas establecidas. Durante las matanzas hindomusulmanas de Bengala, entre 1946 y 1947, los hindúes de Faridpur tuvieron que huir: no solo los terratenientes de las castas superiores, sino los colonos de las castas establecidas. Pero mucho antes de aquella huida de Faridpur, la familia del padre de Dipanjan se había empobrecido. Las ancestrales tierras de la familia se habían dividido hasta tal punto que lo único que le quedó al abuelo de Dipanjan (y a los familiares a su cargo) fue una habitación en la gran casa ancestral de la familia.

Cuando tenía veinte años, aquel abuelo entró al servicio del gobierno, en la Tesorería General del Estado de Bengala. Le ayudó el sistema de la familia conjunta. Su hijo, el padre de Dipanjan, se fue a vivir a un apartamento propiedad de un familiar de Calcuta. Fue en aquel apartamento donde nació Dipanjan.

En 1940 más o menos, cuando tenía diecisiete o dieciocho años y aún estaba estudiando, el padre de Dipanjan se hizo comunista. A Dipanjan jamás se le ocurrió preguntarle a su padre por qué se había hecho comunista; se lo tomó como algo normal. Pertenecer al partido era algo muy serio. En 1943, cuando el padre de Dipanjan quiso casarse, tuvo que pedir permiso al partido, porque su futura esposa era de una familia al servicio del gobierno. El partido dio su permiso a condición de que el futuro suegro de Dipanjan (el científico de segunda fila, el funcionario del IES) firmase un cheque —por cierta cantidad— pagadero al Partido Comunista de la India.

Tras la guerra, en 1946, cuando Dipanjan tenía dos años y medio, el partido aconsejó a su padre y a su madre que se fueran a Hungría para cursar estudios superiores. Dipanjan se quedó con sus abuelos. Su padre y su madre regresaron en 1950, tras las conmociones de la partición y la independencia. La madre de Dipanjan había hecho un curso de formación de profesores en Hungría; encontró trabajo poco después de volver a Calcuta. Pero el padre, que se había doctorado en química, no logró encontrar un buen trabajo. Estuvo cambiando de un puesto a otro, todos igualmente insatisfactorios, hasta 1955, año en que encontró algo en su especialidad, y entonces abandonó el Partido Comunista. Y al igual que Dipanjan nunca le preguntó a su padre por qué se había hecho comunista, tampoco se le ocurrió preguntarle por qué había dejado el partido: no formaba parte de la tradición hindú o india que los jóvenes interrogasen a sus mayores. Quedó una extraña reliquia del interludio húngaro de sus padres: ambos habían aprendido húngaro, y en Calcuta pasó a ser su lengua privada, cuando no querían que Dipanjan se enterase de algo.

Dipanjan empezó a tener asma a los siete años de edad, en 1951. Su madre adoptó una actitud protectora; el muchacho llevó una vida retirada, nutriéndose de libros. En el apartamento había muchos. Estaban los libros comunistas de su padre. También los del tío de su padre, propietario del apartamento. El tío era nacionalista; tenía libros que defendían la causa nacionalista. Pero a Dipanjan no le interesaba demasiado la política por entonces.

Sin embargo, empezó a formarse ciertas ideas sobre el mundo. En 1952, fue con su madre a un barrio de chabolas, donde ella enseñaba el alfabeto a los niños: era trabajo para el partido. También fue algunas veces a ver a unos familiares de su abuelo que habían huido de Faridpur, en Bengala Oriental. Aquellos familiares vivían en una de las colonias de refugiados a las afueras de Calcuta. Dipanjan no lo entendió entonces; pero más adelante, cuando empezó a leer cosas sobre los acontecimientos de 1947, recordó las colonias de refugiados a las que había ido de niño, y los acontecimientos adquirieron más significado para él. Pero no pensaba que a su generación le hubiera influido políticamente la partición.

Era bueno en los estudios.

—Poco a poco, mi madre empezó a ambicionar cosas para mí. Y ahora, retrospectivamente, pienso que eso debió de ocupar gran parte de mi espacio mental. En 1960, cuando tenía dieciséis años y estaba a punto de acabar el colegio, mis mayores preocupaciones eran destacar en los estudios y escribir poesía. Me interesaba la literatura, y escribía en inglés y en bengalí.

Era romántico, pero en aquel ambiente no tenía oportunidades de conocer chicas. No obstante, lo que sí le abría sus puertas era la ciudad de Calcuta.

—Ya entonces le tenía cariño a la ciudad, e incluso ahora se lo sigo teniendo. Mis raíces solo están en Calcuta. En Bengala no hay ningún pueblo que pueda considerar mío. Calcuta me daba la impresión de una ciudad muy viva, porque la poesía bengalí se había hecho realmente moderna aquí, después de Rabindranath y después de la rebelión contra él.

¿Y las multitudes y la suciedad de Calcuta? ¿Lo veía, o reaccionaba ante ello?

—Calcuta siempre ha sido así. Era peor en la época británica. Para un habitante de Calcuta, es el reto perenne: elevarse por encima de la absorbente tarea de mantenerse limpio, algo que lleva mucho tiempo y muchas energías. El reto consiste en hacer eso y encontrar tiempo para otras cosas más importantes. Es el reto al que se enfrentan el intelectual en su torre de marfil y el conductor de rickshaw.

»En la época de J. C. Bose no había muchas alcantarillas subterráneas en las zonas indias de Calcuta. Había zanjas.

»Tenemos la maldición de una vida municipal corrupta. La limpieza de las calles es tarea del Ayuntamiento, y nunca las limpian. Aquí, la corrupción es una forma de vida, y existe desde la época de la East India Company.

Era el final de la jornada laboral. Los cláxones y las bocinas de los automóviles chirriaban un poco más exuberantes o impacientes en las calles. El sirviente que había traído té y agua de soda —y que añadió redondeles húmedos a las manchas de la mesita a la que estábamos sentados— vino a cerrar y a poner candado a las puertas.

Dipanjan me llevó a la sala de profesores, en la planta baja. No había nadie. En la habitación había olor a cerrado, a humedad, a moho, que ni siquiera el ventilador del techo podía disipar. En un rincón había una pizarra pequeña, áspera, descolorida por la tiza, torcida en la pared. Ni un solo elemento de carpintería o ebanistería era elegante ni tenía buen acabado. ¿Cómo afectaría aquello a los profesores? ¿Y a los estudiantes, a los soldados derrotados?

En lo alto de la pared, justo debajo del techo, había una fotografía grande, enmarcada. Era un retrato de J. C. Bose, el científico cuyo nombre pronunciaba Dipanjan con admiración. Se apreciaba una intención respetuosa; pero, en aquel entorno, se tenía la sensación de que la obra realizada por el gran hombre, fuera la que fuese, no había llevado a nada.

El día siguiente era el día libre de Dipanjan, y pensó que yo debía ir a verlo adonde vivía. Era en el sur de Calcuta, en un callejón tan difícil de encontrar que me dibujó un mapa detallado para que se lo diese al conductor del coche. Alguien con quien consulté pensaba que el viaje podía llevarme hasta una hora, dependiendo del tráfico. De modo que salí temprano.

El tráfico era fluido aquella mañana, pero al cabo de un rato la carretera pareció encoger, desmoronarse a causa del aumento de la densidad humana. La calzada se estrechó; las chozas y los chamizos al borde de la carretera, sin color definido, un simple revoltijo de pardo, negro y gris, como si invadieran el espacio destinado a los vehículos, ocultaban los edificios de cemento más sólidos que estaban detrás de ellos y producían la impresión de una carretera de pueblo muy larga empotrada en la suciedad, agotada ya la frescura de la mañana por los humos parduscos y el polvo de los vehículos, asaeteado por el sol. Lo que se presentaba como amenaza en muchos lugares del centro de Calcuta, allí parecía haberse cumplido: era como presenciar la creación de una ruina, una gran ciudad habitada que se reintegrase a la tierra.

A pesar de las instrucciones, pasamos de largo el punto elegido por Dipanjan para reunimos, y tuvimos que volver por la ajetreada carretera y buscarlo. El mapa de Dipanjan era tan detallado que tanto el conductor como yo habíamos exagerado su escala. Dipanjan me había dicho que en una esquina del callejón en el que íbamos a vernos estaba el campo de deportes de un club. Yo buscaba algo del tamaño de un campo de fútbol: resultó que el campo de deportes en cuestión tenía las dimensiones de un solar pequeño, algo más de mil metros cuadrados, un recinto de cemento en una extensión de polvo. También me había dicho que había una tienda de muebles al otro lado del callejón. Yo buscaba un establecimiento de buen tamaño; pero la tienda Nufurnico era un pequeño cobertizo de cemento, de una sola planta. En aquella parte de Calcuta —donde se habían reducido las necesidades y las actividades— había una inflación de la nomenclatura a modo de compensación. En el «campo de deportes», con unos cuantos tableros de baloncesto, también había un cartel anunciador de una guardería, Sunny Green Crèche, Green Park. Nufurnico se autodescribía como «Proveedores de Materiales de Espuma, Materiales y Almohada de Gomaespuma». Materiales de gomaespuma: en cierto modo, tenía sentido.1

Tuve tiempo de pensar en estas cosas —y también de observar las palmeras cubiertas de polvo, en las que no me fijaba desde hacía tiempo— porque llegué con una media hora de adelanto. Del torcido callejón entre la tienda de muebles y el campo de deportes (Dipanjan pensaba que hubiera podido perderme si entraba en aquel callejón yo solo) empezaron a salir personas medianamente bien vestidas, algunas incluso con maletines, que caminaban con rapidez, gente de Calcuta con una jornada laboral por delante. Y entonces salió Dipanjan, con el andar resuelto de los demás viandantes, pero con sandalias y doti: ropa de estar por casa, para su día de descanso.

Cuarenta años antes, toda aquella zona eran arrozales, dijo. Era una de las zonas de las afueras de Calcuta en las que se instalaron los refugiados de Pakistán Oriental después de 1947; todo lo había construido, en los últimos cuarenta años, gente que intentaba rehacer su vida. Y lo cierto era que, lejos de la carretera principal, la atmósfera del pequeño callejón (quizá por contraste) resultaba agradable. Había alcantarillado, y electricidad. Pero también allí había aumentado incesantemente el número de habitantes; en los últimos diez años se habían llenado muchos de los espacios abiertos que había conocido Dipanjan.

El apartamento de Dipanjan era el piso bajo de una casita de dos plantas. Su casero vivía arriba. Dipanjan hizo que me quitara los zapatos en la pequeña galería, situada a poco más de un metro del callejón. La habitación principal era una combinación de dormitorio y cuarto de estar. Tenía tres por tres metros. «Y lo que es peor: por tres», dijo Dipanjan. Se refería a que la habitación tenía asimismo tres metros de altura: nada más que un pequeño cubo.

En un rincón había una cama grande. También había un canapé con asiento de mimbre; estanterías llenas de libros y papeles en manifiesto desorden, y varias carpetas rojas en otro rincón. El apartamento tenía otra habitación, para los hijos, y había también un espacio —fue la palabra que empleó Dipanjan: no dijo «habitación»— con la cocina en un extremo y el cuarto de baño y el retrete en el otro.

Los dos hijos estaban esperando para ver al invitado de su padre. La mayor tenía diecinueve años y estudiaba ingeniería en la Universidad de Jadavpur, no lejos de allí. Era una chica sonriente, abierta, guapa, con gafas; tenía una viveza de carácter que yo no había visto hasta entonces en su padre. Dijo maliciosamente, refiriéndose a su rollizo hermano, que tenía trece años y a todas luces iba a ser físicamente mayor que su padre: «Quiere ir a América.» Debía de ser parte verdad y parte burla; pero el hermano se lo tomó bien. Y a continuación salieron los dos, a la pequeña galería, y dieron unos pasos hasta el callejón.

Dipanjan se había mudado a aquel apartamento en 1980. Estaban bastante estrechos, pero en 1980 no pensaban lo mismo. Sin embargo, los hijos sí notaban la estrechez. El pequeño apartamento costaba seiscientas rupias al mes, veinticuatro libras. Había varias casas alrededor, bien cuidadas. Había una casita muy agradable al lado, con un arbusto de hibisco que crecía apoyado contra el muro de color ocre, muy cerca de las ventanas de la habitación en la que nos encontrábamos. Aquella casa era de un médico ayurveda, es decir, que ejercía la medicina hindú tradicional.

Tenían vecinos agradables en el callejón: no podían quejarse de eso; pero en la casa había un polvo terrible. Esa era la razón por la que Dipanjan insistió en que me quitara los zapatos: para no meter el polvo que pudiera llevar en ellos. Por el estrecho callejón pasaban camiones con frecuencia; cada vez, el polvo entraba directamente en la casa. Y había mosquitos. Dipanjan dijo:

—Eso me recuerda una cosa: tengo que poner una espiral.

Entró en el «espacio» interior —su largo doti era beis o castaño, con un dibujo escocés o de cuadros— y salió al cabo de un rato, no con la espiral verde para mosquitos que yo me esperaba, sino con un «artilugio» —la palabra que empleo Dipanjan— japonés, de plástico azul, que había que enchufar a la red. El calor liberaba la sustancia química del recipiente de plástico.

Sin pronunciar palabra, sin mirar a nadie, doblada por la cintura y con las piernas rígidas, una mujer de la limpieza traspasó la puerta de entrada a la casa, sacudiendo la pequeña escoba por las pocas partes del suelo de terrazo que no estaban cubiertas de muebles o de carpetas rojas.

Entró la mujer de Dipanjan. Se llamaba Arati. Era de la edad de Dipanjan. Llevaba un sari de color oscuro con un pequeño dibujo y un corpiño negro. También ella era profesora: sus clases empezaban por la mañana muy temprano y acababan a las diez.

Quería saber qué hacer para el almuerzo. Dijo que Dipanjan no podía comer trigo. «Arroz, arroz y arroz: eso es lo que quiere, tres veces al día, siempre que se lo doy. No digiere el trigo.» Era un aspecto de la vida «pospolítica» de Dipanjan, algo causado por la enfermedad que padeció durante su vida clandestina en los pueblos y por lo insalubre del agua del delta.

—Amebiasis —dijo Arati—. Es una enfermedad crónica. ¿No se da en su país? Está extendida por la mayor parte del tercer mundo.

Era la primera vez que se mencionaba la vida de guerrillero de Dipanjan desde que empecé a hablar con él. Y no me esperaba que ocurriese de una forma tan directa, tan poco heroica, resaltando su fragilidad personal, los suplicios que había soportado antes del polvo y los mosquitos del callejón.

Dipanjan se sentó en la cama. Las tres ventanitas de la habitación, con barrotes de hierro y contraventanas verdes, lo iluminaban desde ángulos diferentes. Había tres viejas fotografías en las paredes azules, y un retrato pequeño en color. Las fotografías eran del padre y la madre de Dipanjan, del padre de su padre y del tío materno de su padre, en cuyo apartamento de alquiler limitado había vivido el padre de Dipanjan y después él, hasta 1969. Aquel pariente había sido periodista y nacionalista; editó un periódico gandhiano proscrito y fue a la cárcel en 1942. Era un hombre culto, brahmo, un hombre del Renacimiento bengalí. Pero Dipanjan admiraba sobre todo al padre de su padre, que era hindú ortodoxo. Ingresó en la Tesorería General del Estado porque no había dinero para sus estudios superiores, y dedicó casi toda su vida activa a cuidar de sus hermanos y hermanas, algo que no resultó fácil, especialmente tras los desastres de 1947.

La fotografía de aquel abuelo era grande. A Dipanjan se la hicieron a partir del original estropeado. Había otras copias de menor intensidad, pero a él le gustaba la de la pared.

—Tenía unos ojos penetrantes, resplandecientes. Prefiero esta copia por los ojos. Todos hemos heredado de él la preocupación por la ética. Era un hombre de principios. La gente dice que no hizo nada mal en toda su vida.

La otra fotografía, en color, bastante pequeña, era de un Mao joven.

Dipanjan dijo:

—No sé le reconoce. Me la regaló el doctor Bose, a quien Nehru envió a ver a Chang Kaishek en 1939, y acabó con Mao. La fotografía está ahí porque es un regalo. No trate de encontrarle demasiado significado, aunque a ese hombre le profeso gran respeto, un respeto sano.

Entre los periódicos de la cama había uno financiero.

A Dipanjan le gustaba enterarse de las noticias económicas. La economía india era frágil, y dijo que podía producirse otra depresión como la de 1965, que había desembocado en disturbios por los alimentos y había dado empuje al movimiento campesino.

Arati trajo té. Dipanjan sirvió una taza para el conductor del coche que me había llevado hasta allí y se la llevó afuera: estaba estacionado en el patio de al lado. Arati dijo:

—¿Va a quedarse aquí durante el verano? —Casi no esperó a mi respuesta—. El calor es insoportable. Ahora hay muy pocos árboles.

Yo dije:

—¿Por qué los talan?

—Es por la gente. Hay demasiada gente. No puede haber gente y árboles. Han talado tantos árboles que el clima está cambiando. Tenemos inviernos más fríos y veranos más calurosos.

Una vecina gritó en tono familiar, desde el otro lado del callejón, a corta distancia: «¡Arati!», y entró casi inmediatamente. Al mismo tiempo pasó por el callejón un rickshaw de dos ruedas, con muchos niños pequeños sentados en dos bancos frente a frente bajo un pequeño toldo, niños que volvían del colegio en un armatoste como de juguete que me recordó las furgonetas de dos ruedas del panadero que yo veía de niño en Puerto España.

Arati y su vecina se fueron a hablar al espacio de la cocina, detrás de la habitación principal. Sus palabras se oían con toda claridad por la puerta abierta.

Cuando volvió de atender al conductor del coche, Dipanjan se acomodó en la cama, entre los periódicos, y empezó a hablar.

—Cuando fui al Presidency College no militaba políticamente. Apoyaba a la izquierda por mi educación, pero la actividad política en aquel centro estaba a un nivel bastante bajo por entonces. Al final del segundo año, cuando los esfuerzos en los estudios me estaban sometiendo a una gran tensión, empecé a plantearme por qué lo hacía. Además, coqueteaba con la poesía. Mi padre nunca leyó mis poemas: no se los enseñaba. A mi madre no le interesaba. Pensaban que podía ser un pasatiempo dañino. Nunca me alentaron. Empecé a cuestionarme por qué escribía. A bastantes estudiantes nos asaltaban las mismas dudas, los mismos problemas, tanto a los chicos como a las chicas.

»De repente, tomé conciencia de la pobreza y el sufrimiento que me rodeaban. Hasta entonces no me había dado cuenta. Veía cosas y las aceptaba como parte del escenario. Voy a contarle una pequeña historia. Un día —todavía lo recuerdo— íbamos a ver, un amigo mío y yo, una película basada en una obra de Bernard Shaw. Acababa de salir de casa, y vi a una persona: no podría decir que fuera un mendigo; no estaba en condiciones de mendigar.

»Estaba tumbado junto al bordillo. Estaba a punto de morir, plenamente consciente y en silencio. Estaba tumbado ante un laboratorio de patología. Pedí a los del laboratorio que llamaran a una ambulancia. Llegó la ambulancia, y vi que nadie estaba dispuesto a acompañar a aquel hombre, así que tuve que acompañarlo yo. No me hacía ninguna gracia, pero lo acompañé. A él no parecía importarle absolutamente nada. No hablaba.

»Fuimos al hospital. Los médicos lo reconocieron, escribieron en su ficha que debían admitirlo y pusieron en la tarjeta un sello que ya estaba preparado: “No hay camas en este hospital. Llévenlo a otro sitio.” El conductor volvió a subirlo a la ambulancia. Me preguntó si conocía a aquel hombre. Cuando le contesté que no, dijo: “Podemos llevarlo a otro hospital, pero va a pasar lo mismo que aquí.”

Le pregunté a Dipanjan:

—¿Cómo era aquel hombre? No me ha hablado de eso.

—Iba envuelto en harapos, cubierto de suciedad. Lo más impresionante era que tenía hidrocele, una inflamación del escroto, normalmente causada por la filariosis, una enfermedad parasitaria tropical. Y cuando andaba tenía que sujetarse el escroto con las manos, de lo mucho que pesaba.

»Le pregunté al conductor de la ambulancia si aquello ocurría con frecuencia, y me dijo que sí. Dijo que cuando les pedían que recogiesen a personas así, lo hacían, sin protestar; pero como no las acompañaba nadie, tenían por costumbre depositarlas en cualquier otra calle, porque sabían que no las admitirían en ningún hospital.

»Al ver que me sentía en cierto modo responsable de aquel hombre, el conductor dijo: “Conozco un sitio donde a lo mejor lo admiten. No estoy seguro, pero vamos a ver.” Fuimos a aquel sitio, que estaba cerca del templo de Kali, y había un pequeño espacio, nada más que un pasillo largo y oscuro, quizá con un tejado de tejas, y a los dos lados indigentes tendidos en camas, esperando la muerte. Allí lo dejamos, le colocamos la tarjeta médica junto a la cabeza y nos marchamos.

»Aquel sitio era el centro para ese tipo de personas que había empezado a construir la Madre Teresa, por entonces prácticamente desconocida. Quiero dejar bien claro que no deseo hacer ningún comentario sobre la utilidad o la validez de la actitud o la tarea de la Madre Teresa, pero tengo que reconocer que ni siquiera en la actualidad hay otro sitio en Calcuta donde admitan a moribundos indigentes.

En ese momento se cortó la electricidad, como ocurre con frecuencia en Calcuta. En lo primero que pensó Dipanjan fue en el repelente de mosquitos japonés, que funcionaba con calor. Sin el repelente, sencillamente no podríamos estar allí hablando, dijo. Se levantó y sacó una lámpara de aceite, la encendió y colocó el artilugio azul sobre el tubo de cristal. Como la electricidad volvió casi inmediatamente, Dipanjan apagó la lámpara de aceite. También cambiamos de sitio. Yo me senté en la cama; él, en el canapé con asiento de mimbre. Dijo:

—Era domingo por la mañana. Un día bueno, pero por la tarde llovió, después de haber dejado al hombre en Kaligat. No llegué a la sesión de cine. Me pasé tres o cuatro horas transportando a aquel hombre de acá para allá.

»Esto no es más que un ejemplo. No piense que es mi camino de Damasco personal. Se me ha quedado grabado en la memoria, pero no determinó mi conversión. Fue una de las múltiples cosas que ocurrían a mi alrededor y a las que empecé a abrir los ojos. Y también empecé a deambular por las calles de Calcuta, unas veces solo, otras con amigos.

Sentado en el canapé con asiento de mimbre, pensando en el pasado, con mirada distraída, Dipanjan levantó sus delgados brazos desnudos, apoyándolos sobre la pared pintada de azul.

—A partir de 1964 o 1965, mi forma de vida empezó a parecerme inútil, absurda. Seguí manteniendo un estrecho vínculo con la física y la poesía, pero cada día les dedicaba menos tiempo.

En 1964, Dipanjan se diplomó en el Presidency College, y empezó a cursar estudios superiores en el Science College de la Universidad de Calcuta. Al mismo tiempo se produjo un cambio en su vida personal. Había conocido a Arati y le había propuesto matrimonio, pero la familia de ella se oponía. Arati era de una distinguida familia de brahmanes. Dipanjan pertenecía a la casta kayasza. Dipanjan dijo, refiriéndose a esta casta:

—La casta kayasza es técnicamente un chudra, pero en Bengala Occidental y en otros lugares, el hecho de que poseyera tierras la sanscritizó de hecho. Es una casta de secretarios, de escribas, desde la época mogol o incluso antes.

Paralelamente a esta alteración, sobrevino la crisis económica de la que había hablado al principio de la mañana.

—A partir de 1965 se dispararon los precios del arroz y de otros alimentos, hasta extremos inauditos. Desapareció el queroseno. Cerraron las fábricas. Los trabajadores despedidos se suicidaron. Ni siquiera los ingenieros o los médicos cualificados encontraban trabajo. En Bengala Occidental hubo un gran levantamiento. Este movimiento popular entre 1965 y 1966 cambió por completo la actitud de nuestra generación.

»La gente empezó por enfrentarse a los minoristas de los mercados para que bajasen los precios. En algunos sitios saquearon los almacenes donde se guardaban cereales ilegalmente. Cuando el gobierno envió a la policía para que se enfrentara con ellos, los manifestantes ofrecieron resistencia, desde tirar piedras hasta incendiar edificios y transportes públicos: es una tradición de protesta consagrada desde la época británica. Cuando alguien incendia un autobús, se sabe que va en serio.

—¿Afectó a su familia la subida de los precios?

—Personalmente, nosotros —mi familia— podíamos permitírnoslo. La gente hablaba constantemente de ello: los precios, la crisis, los disturbios por la comida, el fracaso del gobierno, los tiroteos de la policía. El movimiento siempre se llamó Movimiento por la Comida.

Lo organizaron los miembros de base de una facción comunista, no los grandes hombres del partido. Después, en 1966, los estudiantes Sel Presidency College, el antiguo centro de estudios de Dipanjan, crearon un movimiento procomunista. Los dirigentes de este movimiento fueron expulsados, y hubo desórdenes estudiantiles durante seis meses en protesta por la expulsión.

Una noche, Dipanjan regresaba del sur de Calcuta en autobús. Vio una multitud en los jardines del Presidency College. Se bajó del autobús para ver qué pasaba. No encontró a nadie conocido, pero al día siguiente, cuando volvió, descubrió que los dirigentes del movimiento estudiantil y algunas personas más eran amigos suyos. Empezó a pasar más tiempo cada día con aquellos amigos, en el Presidency College, en la cafetería de enfrente y en la residencia universitaria. Comenzó a hacer labor política entre los estudiantes que no estaban comprometidos.

—Había una minoría que protestaba ruidosamente porque decía que iba allí a estudiar y a preparar una carrera, y nosotros tuvimos que convencerlos.

Se pensaba que los activistas que organizaban el movimiento estudiantil y el de la comida eran agentes chinos. Dipanjan tuvo que leer mucho para hacer frente a aquellas acusaciones. Empezó a leer libros marxistas.

—Era la época de la Revolución Cultural china, que tuvo un enorme influjo en Calcuta: qué hacían los estudiantes chinos, por qué lo hacían y por qué tenía que haber una revolución cultural tras la revolución propiamente dicha.

»Yo estaba entusiasmado. Pensaba que mi vida iba a adquirir sentido. No tenía conciencia del pasado político de mi padre en el partido, ni del pasado nacionalista y gandhiano de su tío. Por entonces, mi padre era un cabeza de familia normal y corriente; no mantenía ningún contacto con el partido. Mi madre también había dejado de ser comunista. El tío nacionalista de mi padre criticaba ferozmente la forma de gobierno de la India. No votó en toda su vida. Aseguraba que no quería entrar, bajo ninguna circunstancia, en el proceso de elegir al menos dañino entre un montón de canallas.

»Pero yo aún carecía de ideología o filosofía, aunque la política me ocupaba todo el tiempo. Algunas noches no volvía a casa. Arati empezó a preocuparse muchísimo. Mis padres casi me dieron por perdido.

—¿Qué hacían por las noches?

—Hablábamos con los chicos en la residencia hasta las once. Después hablábamos entre nosotros hasta las doce o la una y dormíamos en el césped del Presidency College.

Así era como vivía en 1967, cuando se licenció y encontró trabajo; y cuando —tras todo el jaleo con la familia de Arati— se casó con ella, cuatro años después de haberle propuesto matrimonio.

—Fue una época fascinante, plena, emocional e intelectualmente. Fue el inicio de mi educación en el mundo. Siempre había vivido muy mimado. Sentía inclinación por el estudio. Mi madre me protegía demasiado, por mi asma. Lloró mucho. Fueron las ambiciones que tenía para mi futuro lo que se resintió enormemente. A mi padre le preocupaba el camino que seguiría nuestro movimiento, porque él había pasado por lo mismo.

»En el Presidency College fuimos desarrollando lentamente una idea central. Pensábamos que el movimiento comunista indio había fracasado porque la dirección, compuesta por intelectuales de clase media, se había convertido en una burocracia. No se había desarrollado la iniciativa de las masas. Y en abril de 1967 sucedió lo de Naxalbari.

Fue el incidente, ocurrido en Bengala Occidental, del que tomó su nombre el movimiento naxalita.

—Yo estaba leyendo el periódico una mañana. Leí aquel artículo en ia primera página. Los campesinos habían rodeado a un grupo de policías con arcos y flechas y habían matado a un inspector cuando forcejeaban por ocupar las tierras monopolizadas por los terratenientes, en su mayoría ilegalmente.

»Fue un suceso dramático. Yo no podía creérmelo: que algo que habíamos leído en los libros, en los libros marxistas y de historia, hubiera ocurrido de verdad; que los trabajadores pudieran coger las armas y luchar por sus derechos. Entonces llegué a una conclusión, como la mayoría de nuestros amigos del Presidency College: que esa era la lucha a la que íbamos a vincular nuestra vida. En Calcuta, fuimos nosotros quienes pusimos los primeros carteles de apoyo al levantamiento de Naxalbari, en el muro enfrente del Presidency College.

—¿Quiénes eran sus amigos?

—Algunos se habían criado como yo. Muchos de ellos eran hijos de la pequeña aristocracia empobrecida de este lado de la frontera. Todos pertenecíamos a la clase media.

»Inmediatamente decidimos irnos a vivir con los trabajadores. Algunos volvieron a sus pueblos, y otros fuimos a los barrios industriales. Hubo una estrecha relación con los obreros de la fábrica Guest Keen Williams, al sur de Hourah. Nos buscó el dirigente de un sindicato de allí. Al poco tiempo se extendió la noticia, por las aldeas y las fábricas, de que los estudiantes de Calcuta iban a ir a hablar con la gente sobre cómo cambiar su situación.

—¿Cómo encajaba esto con su trabajo?

—Trabajaba por la mañana, en una escuela superior. Así que tenía las tardes y las noches libres.

—¿No le ponía nervioso llamar a las casas de la gente?

—No me ponía nervioso con los obreros industriales. Podía conectar con su onda. Pero más tarde, cuando dejé el trabajo (cambié muchas veces de trabajo) y. empecé a ir a los pueblos, tuve experiencias traumatizantes. Pero eso fue mucho después, en 1969.

»En 1967 todavía estábamos construyendo el movimiento estudiantil. Tenía que ir de un sitio a otro, a clases de política y a discusiones de grupo con los estudiantes, para darles la propaganda necesaria para combatir la propaganda oficial del partido contra el movimiento naxalita. El partido lo consideraba una amenaza para su organización.

»Durante uno o dos años después de aquello pasé mucho tiempo en la Guest Keen Williams. Arati venía a veces conmigo. Mi vida por entonces era más o menos así: volvía a casa a las dos de la mañana, andando, porque ya había pasado el último autobús o tren. O me quedaba en el césped del Presidency College o en el edificio de la residencia si llovía. Tenía que estar en el trabajo a las seis y cuarto o seis y media, que era cuando empezaban las clases. A las diez volvía al Presidency College. Teníamos discusiones con los estudiantes de allí y con otros que venían de toda Calcuta y de Bengala Occidental para enterarse de cosas sobre el movimiento.

»La policía no nos quitaba ojo. Enviaban espías al Presidency College. Descubrimos a uno y le dimos una paliza. Había peleas callejeras con la policía con mucha frecuencia.

—¿Cómo eran?

—Para empezar, siempre que te metes en una pelea, de carácter particular o con la policía, te sientes nervioso. Después va aflojando la tensión poco a poco, y se apodera de ti el entusiasmo, y por último estás dispuesto incluso a arriesgar la vida. Tradicionalmente, en Calcuta se lucha contra la policía con trozos de ladrillo. Esa es el arma más corriente. En una pelea seria se emplean bombas y escopetas caseras, pero raramente se lucha así, y solo en el momento culminante de un movimiento político importante.

Me pareció extraño: su capacidad para hablar de peleas y disturbios de aquella forma profesoral, aristotélica. Le dije:

—Habla de esas peleas con la policía como si usted hubiera tenido alguna clase de protección.

Dipanjan dijo:

—Los comunistas compartían el poder por entonces. Nosotros comprendíamos su dilema. Sabíamos que la policía no podría traspasar ciertos límites. Era la primera vez que los comunistas compartían el poder en Bengala Occidental, y no podían enfrentarse a los estudiantes y los trabajadores. El hecho mismo de que la policía disparase contra los campesinos en Naxalbari provocó una división en el seno del partido, y algunos comunistas de los más antiguos se pasaron al movimiento naxalita.

»Por las tardes, después de estar con los estudiantes, íbamos a las fábricas y los barrios de chabolas, o asistíamos a clases de formación política y dirigíamos discusiones de grupo. Fuimos aprendiendo poco a poco las ideas políticas clásicas: Marx, Lenin, Mao, todos.

»Y en 1969 nos fuimos a los pueblos. El partido comunista de Bengala Occidental es bastante antiguo, incluso en muchas de las zonas rurales, y los dirigentes populares que querían luchar empezaron a ayudar a los estudiantes que iban a su región.

»Teníamos una norma. Llevar solo un lungi, una tela, un chaleco o una camiseta y una toalla. Íbamos a las aldeas, reconocíamos las cabañas de los obreros agrícolas o campesinos pobres y les decíamos de entrada por qué estábamos allí. Empezábamos a hablar inmediatamente de los objetivos políticos: la toma del poder por parte de los trabajadores. Lo llamábamos Acción de la Guardia Roja.

»Los pioneros se enfrentaron con muchos problemas para transmitir este mensaje; pero cuando yo empecé a ir a los pueblos, los campesinos ya lo conocían.

Nos quedábamos con lo justo para el viaje de vuelta hasta el centro urbano del que habíamos salido; no teníamos más dinero. Y llevábamos un doti, una camisa y un par de zapatillas para el trayecto entre los pueblos y las ciudades.

»Los campesinos nos daban de comer cuando podían. En algunos sitios nuevos no lo hacían, al principio. Pero, en general, nos escuchaban con paciencia. Dormíamos en sus cabañas. Normalmente, si solo tenían una habitación y la casa era segura, solo de gente pobre, dormíamos en la terraza. Pero eso era un lujo poco frecuente. Normalmente teníamos que dormir escondidos en un desván. Cuando el estado agudizó la represión, teníamos que quedarnos escondidos todo el día. Uno o dos de nosotros pasó por la experiencia de tener que hacer sus necesidades en una cacerola.

«Represión»: también aquello me resultó extraño, que después de todo lo que había pasado empleara aquella palabra abstracta, que sonaba como algo sacado de un libro de texto político. Añadió:

—Nos rondaban dos problemas: la amebiasis, porque el agua potable es mala en todas partes, y la sarna, porque teníamos que bañarnos deprisa y corriendo, y algunos días ni siquiera eso. No sabíamos cómo mantenernos limpios en una aldea india. Todos los aldeanos saben cómo limpiarse con un poquito de aceite, un poquito de ceniza alcalina y un poco de agua, pero nosotros no. En realidad, no nos preocupaba. Fue la parte más apasionante, más interesante y gratificante de nuestra labor política: cuando nos movíamos entre los campesinos.

»El problema fundamental al principio consistía en que me daba la impresión de que había una barrera invisible entre los aldeanos y nosotros, de que hablábamos idiomas distintos. Tardé mucho tiempo en acostumbrarme a los silencios y las indirectas de la India rural.

—¿Podría concretar un poco más?

—Supongamos que llego a una aldea en la que tienen miedo de esconderme. No me lo dirán de una forma directa. Una noche, cuando llegué a una de esas aldeas, la gente me aconsejó que me fuera con los chicos a un yatra cercano, una representación teatral que dura toda la noche, un gran acontecimiento anual en la vida de un pueblo. Me dieron a entender que aquella noche no podía quedarme en casa de nadie.

—No me ha contado cómo era la vida en los pueblos.

—La calidad de vida era mejor que en los barrios de chabolas urbanos. Excepto en una aldea de leprosos donde (era antes de la cosecha) tenían poco trigo, tan poco que no podían ni hacer chapatis. Hacían una pasta con la harina y la servían en cantidades muy pequeñas. Los niños no la digerían. El hambre (comer debidamente una vez al día): ese era el factor determinante de la calidad de vida en las aldeas durante cinco meses al año en aquella época.

Y volvió a parecerme chocante —como cuando me contaba lo del moribundo que había recogido en las calles de Calcuta— su forma de hablar del sufrimiento de la India: como si fuera una idea personal, una observación personal, como si su grupo lo hubiese observado mejor y con mayor discernimiento que otros, como si aquel sufrimiento fuera algo que tuvieran derecho a tomar como punto de referencia, para explicar sus acciones.

Había pasado el mediodía, había pasado la hora normal del almuerzo. Dipanjan estaba cansado. Dijo que quería ducharse. Arati había preparado el almuerzo, y cuando Dipanjan se fue al espacio del fondo para ducharse, sacó la comida y me la dejó en un pequeño taburete: comida sencilla, dos trozos de pescado frito, guisantes, puris.

El pescado tenía espinas, no resultaba fácil coger la carne, pero Arati dijo que si comía con los dedos notaría mejor las espinas y podría quitarlas.

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