India

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INDIA » 5. TRAS LA BATALLA

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De pie en la pequeña habitación mientras yo comía, volvió a hablar del calor del verano en Calcuta, y volvió a preguntarme si pensaba quedarme. Habló otra vez de los árboles que habían talado. Le pregunté si a los indios no les gustaban los árboles, si existía la idea de que los árboles cobijaban o incitaban a los malos espíritus. Dijo que no, que a los indios les encantaban los árboles, pero que sencillamente había demasiada gente y había que cortarlos.

Dipanjan la abandonó durante su primer embarazo, dijo, cuando se fue a vivir a los pueblos. Arati se marchó a casa de los padres de su marido. Esa era la costumbre, la tradición en la India: que la mujer se quedase con sus suegros. Para escribir sobre la India había que pasar mucho tiempo allí, dijo. Había muchas cosas diferentes en la India.

Dijo que al principio era simpatizante de la causa; pero no le gustaba la idea de ir a las aldeas, de llevar la revolución al pueblo. Pensaba que era una estupidez. En la India, los pobres creían en su destino. El ir a las aldeas había hecho retroceder la revolución cuarenta años. Y no le gustó que empezaran con las matanzas. No le gustó nada.

Dipanjan y yo no habíamos llegado a eso todavía; me lo había prometido para otro día, quizá el siguiente.

Le dije a Arati que tal vez el defecto radicase en la idea misma de la revolución, la idea de que en un momento dado todo cambia y el mundo se hace bueno y los hombres empiezan desde el principio.

No continuó con el tema.

Turguéniev había escrito una novela sobre eso, le dije.

Escribió una novela sobre la gente de clase media rusa que a finales de la sexta década del siglo xix llevaba la revolución a los trabajadores. Quizá si hubieran leído ese libro sin prejuicios no hubieran cometido los mismos errores que los personajes de la novela. Pero Arati no había leído a Turguéniev; no conocía Tierras vírgenes. Sus lecturas rusas no llegaban tan atrás; al parecer, solo llegaban a los textos políticos clásicos. De pie, situada de perfil junto a la puerta, mirando la galería y el callejón con la luz blanca de las primeras horas de la tarde, la luz que todavía era solo la luz de primavera, Arati dijo en tono reflexivo que la gente de otros países parecía estar apartándose del marxismo.

No era una mujer alta; pero era robusta, y conservaba buen talle. Dijo que había pasado una temporada en Inglaterra, cuando Dipanjan fue allí a cursar estudios superiores de física, después de que hubo acabado todo aquel asunto. Y lo que vio en Inglaterra, y sobre todo lo que observó sobre la situación de las mujeres en ese país la trastornó aun más. Quizá Marx estuviera equivocado, dijo. Y me pareció conmovedor: tanta pasión, en aquella minúscula habitación desordenada, con la amenaza del verano tan próxima.

Aquella noche, en el transcurso de la cena en un apartamento grande del centro de Calcuta, me presentaron a alguien que había conocido a Dipanjan, que había sido compañero suyo en el Presidency College. Dipanjan era un estudiante inteligente e incluso brillante, según me dijeron. Entonces ocurrió lo del movimiento naxalita y hubo una época terrible en la que parecía que Dipanjan, casado con un miembro de una distinguida familia de Calcuta, acabaría colgado. Desde lo del movimiento naxalita no habían vuelto a verse, Dipanjan y el hombre que habló conmigo. Dijo:

—Era mejor estudiante que yo. Ahora da clase de física. Yo me dedico a la física: esa es la diferencia entre nosotros. La escuela en la que da clase es espantosa. Tiene que saberlo, y que ahí está desperdiciando su talento. Debería volver a integrarse.

Pero pensaba que no podía abordar aquel tema con Dipanjan, si acaso volvían a verse. Le resultaba demasiado embarazoso. Tras aquel enredo con el movimiento naxalita y los comunistas —que, según el propio Dipanjan, le hizo pensar que al fin había descubierto el sentido de lo comunitario, de lo dramático, y unos objetivos, después de haber vivido tan mimado—, había una situación embarazosa entre Dipanjan y el otro mundo que había conocido.

Probablemente, Dipanjan sentía demasiada vergüenza, y por eso no quería ver a la gente que conocía de antes, dijo aquel hombre. Por eso vivía donde vivía, y daba clase en aquella escuela pobre. Ocurrió lo mismo cuando fue a Inglaterra: vivió en una habitación con cocina de lo más sencillo.

Otro de los invitados a la cena dijo que esa forma de desaparecer, de esconderse, era muy bengalí.

Y pensé en Dipanjan al salir del callejón a primeras horas de la mañana para buscarme —con el doti y la camisa—, al salir tras aquellas personas de un barrio pobre con su apariencia respetable, sus maletines y carteras. Por lo que dijo la primera vez que nos vimos, creí que daba clase en aquel centro por un sentimiento de solidaridad con los estudiantes, los «soldados derrotados». Y lo primero que pensé fue que un sentimiento semejante de responsabilidad social le empujaba a vivir donde vivía. Pero no; no era así. Vivía allí porque no podía hacer otra cosa. Había sufrido en las aldeas; en la ciudad sufría casi igual, por el polvo y los mosquitos, y su mujer sufría por el calor. Había elegido un camino muy duro, y ni su mujer ni él estaban acostumbrados a las penalidades.

Fui a verlo a la escuela a la mañana siguiente, y volví a apreciar los detalles del edificio de dos pisos, con su ornamentación clásica al estilo de Calcuta, el frontón y los pares de columnas adosadas en ambas plantas. Las contraventanas verdes estaban recubiertas con la mugre negra y rugosa de los humos y el polvo: podía escribirse sobre aquella mugre. Los pequeños árboles del pequeño patio estaban descoloridos por el polvo; solo los brotes recientes de la primavera aparecían verdes y claros. Unos montones de hojarasca vieja, aplastada, se quemaban lentamente y lanzaban al aire un humo acre, no desagradable, un olor más suave, de otoño, en la primavera de Calcuta. Era una costumbre de esa ciudad, quemar los desechos de los jardines, incluso en el centro, y contribuía a aumentar la neblina parduzca. Aquella mañana habían amontonado muchas mesas y sillas marrones de las aulas, rotas, en la pequeña extensión de césped descuidado, entre cuyos montones de basura crecían hierbajos.

Arriba, habían sustituido los cristales rotos de puertas y ventanas por alambre de diferentes tipos de malla. El letrero deslustrado, departamento de física, con letras de metal atornilladas, resultaba incongruente. La incierta línea de polvo del suelo rojo —el polvo del que habíamos hablado Dipanjan y yo dos días antes— seguía en el mismo sitio. En la abarrotada habitación o celda lateral no habían quitado los redondeles dejados por las botellas de soda y los platos dos días antes.

Dipanjan, indicando los redondeles de la mesa con un leve gesto de la mano y el polvo de la habitación con las mesas de laboratorio con apenas un movimiento de cabeza, dijo:

—No lo limpiarán jamás.

Nos sentamos en la celda, él en su vieja silla, yo en la que me había sentado la vez anterior, frente a frente, separados por la mesita. La mesa tenía una auténtica multiplicidad de manchas. Una estrecha franja de pared con azulejos blancos asomaba tras los armarios de metal de color oliva o caqui y por entre ellos. Unas gotas marrones, de origen desconocido, se habían coagulado sobre los azulejos.

Le dije que había ciertas cosas que no podía encajar en lo que me había contado. Me había hablado de cuando estuvo con los trabajadores de la Guest Keen Williams de Calcuta. ¿Cómo lo hizo? ¿Quién fue el primer trabajador con el que habló? Yo no me había formado muchas imágenes con su relato. Fue a los pueblos: ¿cómo lo hizo? ¿Sencillamente cogió un autobús o un tren hasta un lugar concreto? ¿Podía traspasar ciertas abstracciones, como «trabajadores», «pueblos», «campesinos», «represión»?

Admitió lo que le dije. Se ofreció a añadir detalles. En primer lugar habló de la época, en 1967, en la que estuvo entre los trabajadores de la Guest Keen Williams de Calcuta.

—Uno de mis amigos llevaba una temporada viviendo en el barrio de chabolas de la Guest Keen Williams, y había conocido a un dirigente comunista de segunda fila. Mi amigo me pidió que fuera allí para comprobar si aquel hombre era un auténtico revolucionario. Cogí un autobús en el Presidency College, y crucé el puente de Hourah. Me bajé en la estación de Hourah y cogí otro autobús, que atravesó las atestadas calles hasta llegar a las puertas de la Guest Keen Williams.

(Como una semana más tarde, yo hice el mismo trayecto, con una persona de la Guest Keen Williams. Acababan de abrir la empresa tras un año de cierre, y la inactividad de aquella temporada se notaba en el patio, en los hierbajos tropicales y en la herrumbre posterior al monzón. La empresa era una de aquellas antiguas industrias pesadas británicas que empezaron a flojear en la época en que casi se impuso el monopolio; no supo adaptarse fácilmente a las nuevas condiciones. Las dificultades que atravesó entre 1966 y 1967 supusieron el comienzo de su largo declive. En 1966, cuando la economía india se encontraba en mala situación, los Ferrocarriles Indios, de los que tradicionalmente dependía, en mayor o menor grado, la Guest Keen Williams, redujeron los pedidos en más de la mitad. Durante seis o siete meses, en 1967, se quedaron sin trabajo la sección de agujas y pasos a nivel y la de traviesas. También se vio afectada la sección de tuercas y tornillos. Los trabajadores recibieron su sueldo, pero solo el mínimo. Eso fu< lo que me contaron en la empresa: ese era el telón de fondo del relato de Dipanjan.)

Dipanjan dijo:

—Mi amigo y yo esperamos largo rato a la puerta. Miramos en la barraca del sindicato. Hablamos con la gente que estaba allí. Los trabajadores salían por la puerta. Observé la variedad de personas: musulmanes, hindúes, biharis, bengalíes. Yo estaba entusiasmado, pero, desgraciadamente, el hombre al que mi amigo quería que viese no apareció.

»En la siguiente visita que recuerdo ocurrió lo siguiente. La empresa iba a traer máquinas nuevas, e iban a dejar a varios trabajadores con la mitad de la paga. El papel que nos había asignado el organizador del sindicato comunista disidente consistía en ir a los barrios de chabolas habitados por trabajadores no bengalíes, a quienes los sindicatos no habían conseguido reclutar. Aquellos trabajadores eran anticomunistas.

»Un día, a últimas horas de la tarde, entramos en esos barrios muchos miembros del grupo. Me vi en una habitación de una de las chabolas, y había un bihari sentado en una hamaca en el espacio a la puerta de su chabola.

—¿Edad?

—De mediana edad. Reacio al principio. Pero sonríe, y yo empiezo a hablar sobre las máquinas que iban a llegar. Hablé en hindi, que por entonces no conocía bien. Aquel hombre era amable, pero no quería comprometerse.

»Y entonces hay otra escena que recuerdo, un poco después. Empecé a ir a ese barrio por las tardes. Me habían pedido que les hablara de marxismo a los trabajadores. El sindicato disidente contaba ya con muchos seguidores. Yo estaba en una chabola de musulmanes, esperando con uno de los trabajadores. Aún no me había acostumbrado a las condiciones en que vivían, y lo que mejor recuerdo al cabo de veinte años es que por la habitación pasaba una alcantarilla pública. Ese es mi principal recuerdo. Después pasé a la clase, a hablar sobre marxismo. Creo qué no me hice entender. Estaban cansados, y yo me expresaba en un plano demasiado abstracto. Ahora lo comprendo.

»Yo vivía en ese mundo de euforia. Era muy joven, y algunos trabajadores musulmanes —me refiero a trabajadores del puerto, adonde fui más adelante— nos decían que volviésemos a casa con nuestros padres, que estarían llorando por nosotros, y que volviésemos a nuestros estudios. Recuerdo que le pregunté a uno de ellos: “¿Y por qué habría de volver? ¿Por qué no vienes tú a ayudarme con mi trabajo?”

—¿Qué edad tenía?

—Aquel hombre era de mediana edad. Todavía recuerdo lo que dijo, en indostaní: «Nosotros hemos venido aquí a ganar dinero.» Caí en la cuenta de que era demasiado teórico. Pero el partido decía que los trabajadores de la ciudad estaban «atrasados» en comparación con los campesinos, y yo tenía esa racionalización como respaldo.

Dije:

—A Arati no le gustaba que fuera usted a los pueblos.

—A mediados del sesenta y ocho le dije que iría. Cuando tuve que ir, estaba embarazada. Lloró. No pensaba que fuera una idea grandiosa, pero tampoco que fuera una estupidez en aquella época. Se sentía traicionada por mí. Y, hasta cierto punto, yo sentía lo mismo.

—¿Cómo fue a los pueblos?

—Fue otro jarro de agua fría, al principio. Teníamos varios centros urbanos bien desarrollados fuera de Calcuta. Cogí un tren y fui a uno de ellos. El viaje duró dos horas y media. Fui a casa de un obrero industrial. Ya la conocía. Había ido allí por ciertas misiones. Era un refugiado de Bengala Oriental. Se había construido una casita, en una zona destartalada y sucia de la ciudad.

»Aquel mismo día conocí a uno de los camaradas de los pueblos. Me estaba esperando. Salimos al día siguiente, en autobús. Yo llevo una bolsa de lona, pero sin nada dentro, solo un doti. Llegamos a últimas horas de la tarde. Mi ropa no llama la atención, pero mis gafas sí, y también mi acento de Calcuta. Caminamos durante media hora y llegamos al centro del pueblo, donde todo el mundo nos apoya. Esa noche hay una reunión para decidir qué línea vamos a seguir. Yo no asisto a la reunión.

»Por la noche vamos a cenar a una cabaña. La gente del pueblo ha preparado la comida colectivamente. El arroz está húmedo. No lo han colado, porque el agua del arroz es en sí misma comida, y hay un montón de arroz. Yo no puedo comerlo. Me pongo muy tenso, porque tampoco puedo tirarlo. Mi estómago de ciudad es demasiado pequeño. Y no hay otra cosa para comer, y nadie va a comer nada realmente sólido hasta la noche siguiente.

—¿En qué comen? ¿En platos? ¿En hojas?

—En platos de metal. Es una cabaña con techo de paja. Comemos fuera, en un espacio abierto. Ninguna luz, salvo el cielo, y muchos mosquitos. Me siento desconcertado.

—¿Por qué?

Cambió de tiempos verbales.

—Tenía miedo de lo que me aguardaba al día siguiente, en cuanto a la comunicación. Dormimos en una hamaca a la puerta de la cabaña, dos en una, y fue muy incómodo, porque las hamacas se hunden por el centro. Me sentía desamparado y receloso. En las aldeas no hay retretes. Hay unos campos (con charcas cerca) que se reservan para ese fin.

»A la mañana siguiente, un campesino más acomodado (tenía un aparato de radio) nos ofreció té, algo que no es corriente en las aldeas: por entonces, los campesinos no tomaban bebidas calientes. Por la tarde nos dieron de comer —otra vez arroz— porque volvíamos a salir de viaje, a pie. Un viaje de tres o cuatro horas.

»Me costaba trabajo seguir al campesino que hacía de guía. Llegamos a nuestro destino por la noche. Yo llevaba la carga de la política, pero ellos realizaban sus tareas cotidianas lenta y pausadamente. Al darme cuenta, me sentí estúpido. Las ciudades eran un auténtico hervidero, y aquellos campesinos, supuestamente la principal fuerza de la revolución, permanecían impasibles. Me sentía defraudado, y empecé a sentir nostalgia de Calcuta.

»Al día siguiente por la tarde me puse en camino para volver al centro del partido más próximo, que estaba en una ciudad muy pequeña. No me acuerdo del cansancio físico, y creo que no me afectó. Lo único que recuerdo es que tuve que caminar durante unas seis horas, porque no tenía dinero (no debíamos llevar dinero). Mientras andaba, no dejaban de pasar autobuses.

»Así fue como empecé con la Acción de la Guardia Roja. Y entonces pensé que al fin estaba haciendo mi trabajo.

Yo dije:

—Sabe que no quiero que me dé nombres, pero ninguna de las personas de las que me habla tiene rostro. No puedo verlas.

Dipanjan dijo:

—Hay rostros; pero cuando empezamos con los trabajadores de la Guest Keen Williams seguíamos la tradición comunista según la cual las personas son objetos, no individuos vivos que hacen su propia vida y la historia al mismo tiempo. La interacción en el plano humano se desarrollaba sobre todo dentro de nuestro propio grupo político. Por eso me impresionó tanto que el musulmán me preguntase por qué no volvía con mi familia. Todavía sigo pensando que esa conversación fue en un plano distinto.

»Quisiera añadir algo más. Aún conservo en la memoria las caras de mis amigos, pero la mayoría continúa con sus actividades políticas, y no quiero hacer ningún comentario sobre ellos.

Después se produjo un acontecimiento, el 1 de mayo de 1969, que obligó a Dipanjan a dejar las aldeas y volver a Calcuta. Aquel día, en una reunión pública que se celebró en el Calcuta Maidan, el gran parque del centro de la ciudad, la facción comunista que había organizado el movimiento campesino naxalita anunció su separación, y que pasaba a ser el Partido Comunista de la India (marxista-leninista).

Dipanjan dijo:

—Mis padres rechazaron el nuevo partido. A Arati no le hizo ninguna gracia. En aquella etapa le hubiera gustado que yo dejase la política. Nuestra hija iba a nacer en octubre. Me quedé en Calcuta, haciendo labor política en el puerto, hasta finales de 1969. Y después volví a las aldeas.

»Los antiguos camaradas habían pedido a los campesinos que formaran sus propias organizaciones, que se hicieran con el poder político y, al mismo tiempo, que confiscaran las tierras de los terratenientes y más adelante, las armas, para cosechar por la fuerza el producto de sus tierras, para recoger el producto de las tierras de los terratenientes. Y que construyeran centros de poder campesino en las aldeas, para enfrentarse al poder de los terratenientes.

»Y, de hecho, se produjo un gran levantamiento campesino en la región en la época de la cosecha. Yo llegué demasiado tarde. Fue en el transcurso de ese levantamiento cuando aparecieron las directrices del partido sobre las muertes individuales. Había que matar a la gente con brigadas constituidas secretamente. Y en aquella ocasión, cuando empecé con la Acción de la Guardia Roja, tuve que pedirles a los campesinos que formasen brigadas de aniquilación, que así se llamaban.

»Por entonces había superado el primer trauma que experimenté con las aldeas y la falta de comunicación. Había aprendido un poco. Acometí aquella Acción de la Guardia Roja con más convicción y menos nerviosismo. Era un viaje largo, de muchos meses de duración, entre seis meses y un año. Fui de aldea en aldea, de una comunidad a otra, comunidades tribales y no tribales, intocables y castas de agricultores. Aprendí mucho sobre la India.

—¿Qué pensaba de las nuevas instrucciones?

—Muchos camaradas ya habían conseguido formar brigadas y llevar a cabo aniquilaciones, sobre todo en la zona del antiguo levantamiento en la época de la cosecha, basado en la tierra y la cosecha: ocupación de las tierras y cosecha por la fuerza.

—¿Le asustaron las instrucciones?

—No, no. El indio es fundamentalmente un pueblo muy violento. Yo estaba ejecutando Acción de la Guardia Roja en zonas nuevas, y a pesar de todos mis esfuerzos no logré convencer a los campesinos de que llevaran a cabo ni una sola aniquilación, algo que me causó grandes remordimientos y me hizo pensar que no servía para aquello.

—¿Recuerda cómo lo pidió?

—Sí, claro. Se lo pedí al campesino en cuya cabaña me alojaba. Recuerdo muy bien aquella cabaña. Tenían una niña recién nacida, y le daban agua de arroz en lugar de leche (con una botella), algo que me chocó enormemente. Aquellas personas eran como las demás con las que hablábamos. Tenían muy poca tierra, suficiente para mantenerse durante quizá tres meses. El partido nos había pedido a todos que nos centrásemos en esas personas.

»Le pregunté a aquel hombre: “¿Cuál es el terrateniente más odiado de la zona?” Me dijo su nombre. Le dije: “¿Por qué no lo matáis?” El campesino trae a otro aquella tarde y me pide que le plantee el asunto. Los dos coinciden en que habría que matar al terrateniente, pero se niegan a hacerlo ellos mismos.

—¿Les asustó la idea?

—No les asustó. Como ya le he dicho, somos un pueblo muy violento. Intenté convencerlos, yendo y viniendo, durante unos dos meses.

»Vivía oculto en aquella cabaña. Si el terrateniente se hubiera enterado de mi presencia me habría matado o me habría entregado a la policía. Sabía que era peligroso. Sabía que había transgredido la ley. Pero matar a un hombre no se considera contrario a ningún código ético. Tiene que entender que el Ramayana y el Mababarata rigen el código religioso cotidiano de los hindúes, lo mismo que ocurre con el Corán entre los musulmanes, y que son libros que ensalzan el matar por un fin superior. Yo diría que, como cualquier otro indio, no pensaba que estuviera cometiendo una atrocidad ética por defender el matar a alguien por una causa.

—¿Y Gandhi?

—De los muchos ideales de Gandhi que no aceptaban los indios, ahimsa, la no violencia, es el más importante.

—¿Los jainistas?

—Son una secta extraña. Pero tiene usted una perspectiva errónea de la India al hablar de esas religiones, el budismo, el jainismo y Gandhi. Me remito a lo que ocurrió en Kampuchea, en Ceilán, en Birmania, en China, todos ellos países claramente a la sombra de Buda y Confucio. Esos pueblos son muy violentos.

—Volvamos a las aldeas.

—Como he dicho, empezaba a pensar que no servía para aquello. A finales de 1970 y principios de 1971, el movimiento tuvo que enfrentarse a graves obstáculos, y muchos amigos míos empezaron a replantearse las cosas.

»En los últimos meses antes de que me detuvieran entré en contacto con grupos tribales. Llegaron a caerme muy bien. Me sentía a gusto con ellos. Comprendía sus aspiraciones políticas. Me había topado por primera vez con un sector del campesinado que pensaba y actuaba políticamente. Hablaba mucho con uno de ellos, un maestro. Aquellos meses fueron muy satisfactorios, los más satisfactorios del tiempo que pasé en las aldeas, debido en parte a las dudas que habían empezado a asaltar a mis amigos del movimiento sobre la línea de las muertes individuales: aquellas dudas me daban la libertad de hablar abiertamente sin las trabas del partido, que empezaban a parecerme absurdas.

—¿Cuántas personas fueron aniquiladas en su zona?

—En la zona mataron a más de cien personas debido a las directrices del partido. La mayoría, terratenientes.

Pero la policía estaba estrechando el cerco.

—Nuestros amigos tuvieron que dejar el partido, y muchos de nosotros tuvimos que continuar, en Bihar y Bengala. Una noche, a eso de las ocho o las nueve, estábamos en la tienda de comestibles de la estación de tren, al norte de Bihar. Había varios policías de paisano, con camisa y pantalones. Eran de la policía bengalí, y estaban buscando a otros naxalitas. Habían ido a la tienda de la estación a comprarse carne cocinada. Reconocieron a uno de mis amigos, y nos detuvieron.

»Por entonces, la policía había empezado a matar naxalitas, y mi primera reacción fue pensar que también nos matarían a nosotros. Aquel régimen del terror había comenzado seis meses antes, y yo me había hecho a la idea de ese destino, simplemente para poder seguir adelante.

»Los policías del puesto de comida eran mayores que nosotros. No abusaron. Nos llevaron a la comisaría. Allí, intentamos ganarnos al agente bihari a cuyo cargo nos habían dejado para que impidiera que nos mataran los policías bengalíes.

»El agente bihari, un hombre culto, dijo: “Os respeto. Trabajáis para el país. Pero mi deber como policía me enfrenta con vosotros.” Nos reímos de él. “¿Por qué se burla de nosotros? Esos policías bengalíes nos matarán dentro de nada.”

»Nos ataron con unas cuerdas, y de paso, los policías nos dieron unos cuantos golpes, machacando sobre el hecho de que fuéramos bengalíes. El policía bihari se indignó, e inmediatamente comunicó por radio nuestra detención a toda la policía de Bihar, para que los agentes bengalíes no pudieran matarnos, si esas eran sus intenciones.

»A la mayoría no nos llegaron a juzgar. Solo a unos cuantos, y los condenaron. A los demás nos retuvieron sin juzgarnos hasta la amnistía de 1977 en Bengala Occidental.

»Yo estuve en la cárcel hasta octubre de 1972, en Calcuta. En la cárcel descubrí dos cosas que me desmoralizaron. La primera fueron los prisioneros naxalitas de Calcuta. Habíamos oído que estaban matando a policías, incluso guardias de tráfico y personas sospechosas de espionaje. La cárcel estaba llena de naxalitas, sobre todo de chicos jóvenes, sin ninguna convicción política. Lo que ocurría era que se había producido una sublevación contra el sistema de enseñanza: chicos y chicas obligados a meterse en el sistema de enseñanza, que habían abandonado el colegio y después los había reclutado el partido para perpetrar actos de violencia urbana.

»El partido se había fragmentado. Yo no tenía las ideas claras. Pensaba que había muchos males en el seno del movimiento. Pensaba que mi búsqueda política había llegado a un callejón sin salida, y que tendría que empezar de nuevo.

Y durante una temporada creí que no podría seguir dedicándome a la política.

»Cuando me llevaron a la cárcel de Calcuta empecé a ver a mis padres y a Arati con regularidad. No pudieron demostrar nada contra mí. Seguí en prisión preventiva. Por último, escribí una carta al gobierno diciendo que, si me soltaban, me iría al extranjero para ampliar mis estudios de física.

Aceptaron su solicitud. Lo admitieron en la Universidad de Londres, y su padre le pagó el viaje a Inglaterra. La policía lo acompañó hasta la escalerilla del avión. Terminó el doctorado en Londres y después volvió a Calcuta. Eso ocurría en septiembre de 1974. Le pregunté:

—¿Qué piensa ahora?

Se llevó una mano a las gafas, entrecerró los ojos y miró por la ventana. Yo estaba sentado frente a él, al otro lado de la estrecha mesa, en una silla con brazos, entre los dos altos armarios de metal. Detrás de él había una habitación vacía, con trozos de cemento reciente, igualado, en las paredes. Dijo:

—El gran error, el malentendido fundamental de la postura marxista... Creo que las personas deben liberarse a sí mismas. Los intelectuales solo pueden proporcionarles el material necesario para hacerlo.

Trabajaba en favor de los derechos civiles y daba clase en los barrios de chabolas.

—No creo que haya discontinuidad con respecto a mi anterior búsqueda política. Entre ir a los barrios de chabolas urbanos y dar clase allí. —Se echó hacia atrás, apoyándose contra un armario metálico de color verde oliva, y examinó el techo—. La sociedad está estructurada de tal manera que los trabajadores nunca encontrarán su propia voz, su propia visión del mundo, su propia identidad.

Le pregunté por Arati y la temporada que había pasado en Inglaterra.

—Alteró su mundo. Porque descubrió por primera vez que una mujer no es simplemente, o no lo es en absoluto, el apéndice de un hombre. Yo me alegré mucho de volver aquí. Arati estuvo llorando durante días, y sus amigos, a quienes habían enseñado a no mostrar jamás sus emociones en público, se entristecieron por ella. De haber tenido la oportunidad de elegir, habría seguido viviendo en Inglaterra, con esa sensación de libertad, y de ser reconocida como individuo.

»Tuve una pelea continua con ella desde 1967 hasta 1972: no fui capaz de convencerla de que si nos quedábamos con mis padres siempre nos dominarían. Ella no reconocía la dominación como tal. Y hasta que nos fuimos a Inglaterra no comprendió lo que yo decía. Hasta entonces lo consideraba una de mis extravagancias, que me habían llevado, por ejemplo, a participar en el movimiento naxalita. Yo le decía: “Vamos a coger un apartamento.” O: “¿Por qué no te enfrentas con mi madre? ¿Por qué haces todo lo que dice mi padre, incluso cuando te perjudica?” Ella no sabía que pudiera existir una forma de vida distinta. Hoy en día, las cosas han cambiado, y siguen cambiando, pero en los años sesenta, la actitud ante la vida que tenía Arati no era ninguna excepción.»

Aquello corroboraba lo que había dicho Arati en su casa el día anterior, cuando Dipanjan se estaba duchando. Cuando Dipanjan se fue a vivir con los campesinos, dijo Arati, ella se fue a vivir con los padres de él. En la India, la esposa se quedaba con los suegros; una mujer se trasladaba de la casa de sus padres a la casa de los padres de su marido. La India era diferente a otros lugares; había que saber muchas cosas para escribir sobre ella.

Pero ya vivían solos.

Le pregunté a Dipanjan:

—¿Está contento en la casita?

—Sí. A Arati y a mí nunca nos ha importado el aspecto material de la vida. Los dos somos capaces de hacer un trabajo físico duro.

—¿Y el desorden de la librería... todas esas cosas amontonadas? Y el polvo... ¿Le importa que hable del polvo? Usted decía que la escuela pertenece al Ayuntamiento, y que por eso no la limpiarán nunca.

Dijo:

—Eso me da vergüenza, en mi casa. Los dos trabajamos demasiado y no tenemos tiempo. Arati es profesora de física, y da clase por las mañanas. Trabaja de seis y media a diez, y a eso hay que añadirle una hora para ir y dos para volver. Pero me avergüenza este desorden en mi casa. Y puede decir «polvo», si quiere. Mi abuelo me hubiera reprendido. Pero nadie se avergüenza de este sitio. Esa es la diferencia.

—¿Piensa que ya ha pasado la mayor parte de su vida activa?

—En absoluto. Hasta el momento, mi vida ha sido la primera parte de la búsqueda.

—¿Puedo preguntarle una cosa? Ha dedicado mucho tiempo a pensar en los demás. ¿No le parece presuntuoso? ¿No debería haber pensado también en desarrollar su propio talento? No tiene por qué contestar. Si no quiere, no conteste. Retiraré la pregunta y no volveré a mencionar el asunto.

—Voy a contestarle. El alumno más brillante del año antes que yo en el Presidency College es ahora un prestigioso catedrático en Estados Unidos. Él me preguntó lo mismo. No lo de la presunción. En física, descubrí que los interrogantes que me interesaban superaban mis posibilidades de responderlos. Trabajé en ellos; pensé sobre ellos. Aún sigo trabajando o, mejor dicho, sigo leyendo sobre ellos; pero los interrogantes menos difíciles no pueden retener mi interés. En poesía, nunca me siento satisfecho con lo que hago, sobre todo porque el tipo de poesía que yo escribo solo atrae a unas cuantas personas como yo. Pero veo que ayudar a los demás es algo que sí puedo hacer, aunque cometa errores. Siempre aprendo de ellos.

La primera historia que me contó Ashok era sobre su tentativa de meterse en el campo de la mercadotecnia y el embrollo con la Imba, la Escuela de Administración y Gestión de Empresas, dirigida por el doctor Malhotra, de Delhi. La segunda historia era sobre su matrimonio, su ruptura con el pasado. Dijo:

—Finalmente entré en una agencia de publicidad, y me puse muy contento. Mi carrera empezó a enderezarse a partir de entonces. Maduré en mi trabajo; aprendí mucho sobre el mundo real de la mercadotecnia: fueron los cinco años más productivos de mi carrera.

»Pero al mismo tiempo sufrió alteraciones otro aspecto de mi vida. Yo pertenecía a una familia tradicional de brahmanes del sur de la India. Mi padre había viajado por todo el mundo, con distintos puestos, y acabó por establecerse en Calcuta. Y en la India recibí la educación de los colegios privados. Sin embargo, la actitud tradicional de la familia estaba tan arraigada que nunca pensé en salir con chicas, aunque tenía éxito y cantaba canciones pop y canciones clásicas indias. Esta faceta india clásica me la enseñaron en casa, un profesor particular: formaba parte de la educación tradicional.

»Varios amigos míos llevaban una intensa vida social, pero a mí no me parecía ni necesario ni deseable. Había otros chicos como ellos, que tenían novia, pero yo pensaba que aquello no era para mí. Supongo que estaba en lo más profundo de mi subconsciente, el casarme de la forma tradicional, el matrimonio concertado... hasta que asistí a una ceremonia de “inspección” de una chica con fines matrimoniales.

»Mi familia lo había organizado todo según la costumbre, con el intercambio de horóscopos. La chica vivía en Bangalore, y yo tuve que ir a verla allí. Había una auténtica muchedumbre, entre sus parientes y los míos. Nos dijeron que llegáramos al lugar de la cita, que habían elegido los padres de la chica, a cierta hora.

»Era por la tarde. En la ceremonia, todos teníamos que sentarnos en círculo. Solo me presentaron al padre de la chica, y nos sentamos en círculo en el vestíbulo. Ofrecieron comida dulce y salada. Y todo el mundo iba vestido para la ocasión. Las formalidades eran tan extrañas que yo no estaba seguro de quién era la chica. Había otras chicas de su familia, y a mí no me habían presentado a la chica en cuestión, y además el padre no paraba de hablar, preguntándome un montón de cosas: qué me gustaba, qué no me gustaba y así sucesivamente.

»Me sobresalté cuando encima se puso a hablar sobre los posibles sitios donde podía celebrarse la boda, y me resultó difícil responder con normalidad. El padre decía: “Yo preferiría que se celebrase en Solapur y no en Bangalore, porque tengo más comodidades en Solapur. ¿Qué te parece?”

»Y no podías decir ni bien ni mal. Si decías mal, habría sido una grosería. Si decías bien, habría sido absurdo. Así que me limité a una serie de medias voleas diplomáticas, y a sonreír débilmente. Me sentí aliviado cuando pasó la hora que estaba prevista. Cuando la gente me preguntaba qué pensaba, yo les decía que no lo sabía.

»Querían que tomara una decisión sobre una chica a la que ni siquiera me habían presentado y con la que no había cruzado ni media palabra. Simplemente, uno de mis familiares me había indicado con disimulo quién era. Esperaban que tomaras una decisión al final de la reunión.

»También me molestaba el hecho de que, al parecer, la chica no tuviera nada que decir en el asunto. Todo el mundo —las veinte o treinta personas que estaban allí— esperaba ansiosamente saber si yo había dado luz verde o no. En estas ocasiones, todo se sopesa en favor del chico, y la familia de la chica ocupa una posición de inferioridad.

»Al cabo de muchos años, ha ido cristalizándose una sensación de vergüenza alrededor de este recuerdo. Pero en aquel momento me sentía azorado, a pesar de que en la actualidad los chicos y chicas siguen casándose precisamente como yo decidí no hacerlo. En justicia, he de decir que no tienen elección. No es justo que yo le diga a nadie que siga mi ejemplo. Quizá si el asunto se hubiera tratado de otro modo me habría sentido menos azorado.

»Al final, mientras salíamos todos en tropel, despidiéndonos, comprendí —en un abrir y cerrar de ojos— que no quería pasar por aquello otra vez.

»Volvimos a nuestra casa. Me sentía confuso. En el coche íbamos mi hermano, su mujer, mi padre y yo. Yo guardaba silencio, y seguí en silencio durante todo el camino. Sabían que estaba triste. Me acerqué a casa de un amigo y me quedé allí hasta tarde. Estaba previsto que me marchara de Bangalore al día siguiente. Lo que me preocupaba era que mi familia había prometido a los padres de la chica que se pondrían en contacto con ellos precisamente al día siguiente.

»Más tarde, cuando regresé a casa aquella noche, mi padre y mi hermano me preguntaron qué había decidido: ¿quería casarme con la chica? Dije que no. Mi padre dijo: “No hay ningún problema. Buscaremos otra.”

»Le expliqué que no decía no porque no me gustara la cara de la chica: eso hubiera sido injusto, porque no había tenido ocasión de hablar con ella. Decía no al proceso, pero no a la chica. Y no quería volver a hablar del asunto.

»Mis mayores pensaron que el tiempo curaría las cosas, que era la primera vez y que la siguiente sería distinta.

»Yo estaba cada día menos comunicativo. Es una situación en la que padres e hijos no hablan abiertamente sobre estas cosas. Nadie te pregunta nunca tus opiniones sobre el matrimonio. Simplemente, un buen día aparece alguien con una propuesta.

»Y fue entonces cuando, espoleado por la idea de tener que pasar otra vez o muchas más veces por aquella ceremonia de inspección, poco a poco fui aferrándome al principio de decidir yo mismo con quién quería casarme.

»Había conocido a alguien, una ejecutiva de mercadotecnia. La mercadotecnia: siempre ha estado presente en mi vida. Pero esa chica pertenecía a otra comunidad. Me declaré. Los dos coincidimos en que podía ser factible. Nos conocíamos por el trato social; hablábamos la misma lengua; pero ella era de una comunidad distinta. Y cuando al fin les planteé el tema a mis padres, se opusieron, tal como yo me esperaba. Se metieron en una concha, se replegaron, como me había replegado yo tras la ceremonia de inspección en Bangalore. Costaba trabajo comunicarse con ellos, porque en una situación así había una lógica un tanto burda de su parte: en un asunto como aquel no valían los términos medios. Para ellos, yo iba a romper el vínculo de la familia con la historia, con la tradición, y no podían tener una visión del futuro. Para ellos, todo se ponía negro.

»También me sentía sometido a prueba porque la persona con la que quería casarme quería saber cómo reaccionaría ante las presiones. Así que para mí era muy importante resistir. Les dije a mis padres que no iba a cambiar de opinión, pero que tampoco tenía prisa, que tardaran todo el tiempo que necesitaran. Les resultó muy duro, pero poco a poco fueron cediendo. Les aconsejaron algunos miembros de la familia, y los amigos. Nuestra boda se celebró a lo grande, al estilo tradicional.

»En la actualidad estamos físicamente distanciados, en ciudades distintas, mi mujer y yo en Calcuta, mis padres en otro sitio. La distancia ha contribuido a que nos adaptemos los unos a los otros. Nos vemos de cuando en cuando, un par de veces al año, y tenemos una relación cordial. Mis hermanos y hermanas se han casado a la manera tradicional, y viven con mis padres en la misma ciudad. Pero no existe un gran afecto entre ellos. En mi opinión, el brahmán del sur de la India no es capaz de soltarse; todo está reprimido.

»Me convertí en un héroe entre las generaciones más jóvenes de la familia. Bastantes miembros de la familia han hecho lo mismo que yo. Y ahora no escandaliza tanto como antes. Pero también hay que reconocer —lo que mis padres sentían pero no sabían expresar, lo que les empujó a encerrarse en su concha— que se ha roto algo indefinible. Hemos sido brahmanes durante incontables generaciones.

Habían pasado unos quince años desde el fin de la rebelión naxalita, pero Debu —que ocupaba un cargo directivo en una gran empresa— aún esperaba una revolución nueva, auténtica. Debu había participado en la rebelión, en sus primeras etapas. Después, rompió ideológicamente con algunos elementos de la dirección y tuvo que esconderse de la policía y de sus antiguos compañeros. Podía delinear, de una forma precisa y convincente, cómo la revolución del amor y la compasión se había transformado en simple nihilismo, en gente que hablaba de la revolución y del poder campesino pero que nunca había desafiado realmente al estado, ni a los poderosos y los privilegiados, y que, por el contrario, se había centrado en los débiles y los desprotegidos. Pero Debu aún conservaba una cierta idea de que se podía empezar desde el principio, y empezar mejor. Dijo:

—La única diferencia —una diferencia muy grande— entre entonces y ahora es que en aquellos tiempos, a finales de los sesenta, yo pensaba que formaría parte de la revolución, y ahora sé que seré testigo de ella. Un testigo que la apoyará. No creo que haya cambiado la necesidad de una revolución. —Y, pasando a hablar de su participación, expresó un pensamiento a medias—: Cuando has probado el sabor de la sangre...

Probar el sabor de la sangre: extraña metáfora.

Debu dijo:

—Organizar grandes masas de personas. —Y se refería a algo más: experimentar el amor que ofrecía la gente a quienes intentaban hacer algo por ellos—. Amor es una palabra trivial. No se puede describir lo que quiero decir: era algo que brotaba y llegaba hasta ti. Por aquel entonces yo pensaba que tenía algo que ver con la lealtad al partido. Ahora creo que el partido siempre es la persona. A eso me refiero con probar el sabor de la sangre: la gente te da mil veces más de lo que en última instancia puedas darle tú.

Debu había nacido a finales de los años treinta, en el seno de la clase media de Calcuta. Pero cuando era joven, su padre, un profesional, sufrió una grave enfermedad que duró varios años, y la familia quedó reducida a la pobreza. Los ayudaron los amigos, pero sus familiares los abandonaron.

Cuando iban de visita, algunos de aquellos familiares decían cosas como: «Cuando queráis vender esas sillas, decídnoslo. A lo mejor las compramos.» Las sillas eran algo real, no un simple tropo. Guando volví a ver a Debu y me llevó a su apartamento, muy grande, tras un pequeño recorrido por el centro de clase media de Calcuta y los clubs en otra época británicos, vi las sillas en su salón: bajas, anticuadas, sillas bengalíes de ébano o laca negra, un juego completo. Debían de recordarle a diario aquellos duros años de la enfermedad de su padre; a diario debían de reafirmarle en su desconfianza hacia la clase de la que procedía.

Había pensado durante tanto tiempo en aquellos años que la narración salió con facilidad, como una sencilla fábula, junto con la moraleja política que Debu extraía de ella. En la clase media bengalí había cuatro elementos, dijo: casta, educación, historia familiar y dinero. Su familia conservó los tres primeros al caer en desgracia, pero la falta de dinero la llevó al límite exterior de su clase.

No podía olvidar aquello. Incluso cuando las circunstancias mejoraron para su familia, él siguió siendo un «realizador», siempre con el ardiente deseo de destacar en el colegio y en la universidad. Incluso cuando jugaba al criquet —deporte en el que era bastante bueno— lo acompañaba esa pasión por realizar algo, por destacar en el colegio. Se autocastigaba. Dijo que durante seis años estuvo trabajando dieciséis horas al día. Finalmente, cuando contaba veintidós años, recibió su recompensa. Pasó a ocupar un puesto directivo en una de las empresas boxualah, en una época en la que a ese mundo todavía le quedaban unos diez años en Calcuta.

Fue entonces cuando pudo mirar a su alrededor. Leyó un libro sobre el presidente Kennedy y decidió, junto con varios jóvenes contables, hacer labor social en los barrios de chabolas. El grupo tenía unas ideas políticas muy vagas; no tenía relación con ningún partido político. Su idea fundamental era la antigua idea bengalí de la patria, que Bengala le había dado al resto de la India: que la India tenía que ser un país del que poder sentirse orgulloso. Aquella idea había decaído en Bengala desde la independencia, dijo Debu.

—Entre mi clase aún se conserva, pero es una reliquia del pasado (se considera un anacronismo), y en la clase superior, la de los industriales y empresarios, existe más o menos como cantidad negativa.

La labor en los barrios de chabolas llegó a ser algo muy serio. Debu le dedicaba tres tardes y dos mañanas a la semana. Ya desconfiaba de su clase, la clase media. Empezó a ver, de cerca, las injusticias de la sociedad inferior. Vio la responsabilidad de las clases medias, y también la cadena de la injusticia.

—Estaba el señor Tal y Cual, propietario de un barrio de chabolas. Hacía lo que hacía a las viudas de aquel barrio concreto por mediación de su agente, de clase media baja. El agente tenía a su vez a otros agentes entre la clase más baja del proletariado lumpen. Esa era la cadena. Si te deshacías del propietario, lo sustituía otra persona. La cadena continuaba.

Tras tres o cuatro años en la compañía, Debu se fue a Estados Unidos con una beca empresarial de un año. Como parte del trato, dio conferencias sobre la India. No esperaba que la experiencia le resultara tan humillante. Al final de cada conferencia, siempre había alguien que preguntaba: «¿Cómo es posible que se estén muriendo de hambre y pidiendo comida, si son ustedes tan importantes?» Y siempre había alguien que hacía una comparación vergonzosa entre la India y China.

Empezó a estudiar marxismo e historia de la India, y decidió que cuando volviera a Calcuta al final de aquel año, se afiliaría al partido comunista más radical. Era la época del Movimiento por la Comida, cuando la India sufrió la peor crisis de alimentos. La policía mató a tiros a sesenta personas en Bengala Occidental, y la gente comía «milo».

—Era un derivado de maíz que los norteamericanos daban a los cerdos y que habían enviado aquí por caridad. El gobierno de la India lo repartía en las tiendas de racionamiento entre los pobres de las aldeas. Yo estaba avergonzado y furioso. Para mí, no eran los pobres quienes lo comían. Eran los indios y los bengalíes.

Se afilió al Partido Comunista (marxista) y empezó a trabajar en las aldeas. Vivía con los campesinos. Sobre todo hacía propaganda. También intentó acabar con la venta de arroz en el mercado negro. Sus compañeros y él lo hicieron impidiendo que el arroz saliese de las aldeas. También trataron de evitar el desahucio de los aparceros.

Debu empezó a subir en el partido. A la badra-lok bengalí, la clase media, le encantaba todo lo extranjero, y Debu descubrió que ser una persona que había vuelto de fuera y que hablaba inglés le ayudaba a ascender en el Partido Comunista (marxista). Aquel hecho resultaba inquietante, pero era también la época en la que Debu empezó a vivir la experiencia, casi mística, de recibir el cariño de la gente. No ponía límites al tiempo que dedicaba a la causa, no ponía límites a los riesgos que estaba dispuesto a correr y, a cambio, la gente le daba su cariño.

—Personas a las que no conocía —campesinos, obreros—, ninguna de ellas me dijo jamás: «No puedes quedarte aquí. No podemos acoger a este amigo tuyo.»

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