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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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¡Cómo le preocupaban aquellas peleas! Tanto su padre como él hablaron con un temor especial sobre las peleas entre los vecinos, y me pregunté si se referirían a sí mismos. Intenté averiguarlo. Le pregunté por el odio a muerte entre los adultos: ¿le afectaba de algún modo a su familia?

Su respuesta me sorprendió.

—Mis hermanos tienen fama de

gundas, de matones. No son buena gente. Y por su fama, los vecinos se lo piensan dos veces antes de empezar cualquier cosa.

Unos hermanos agresivos: por alguna razón, debían de ser físicamente distintos de Anuar y su padre. Hermanos agresivos, no buenas personas; no obstante, le permitían a Anuar hablar con cierta agresividad. ¿Cabían todos en aquella casita?

Le pregunté a Anuar:

—El vecino de al lado, el que salió a vernos... ¿qué tal se lleva con él?

—Estudia en una universidad a las afueras de Bombay. Podrá imaginarse qué clase de hermanos tengo... Son seis, y mi padre tiene que seguir trabajando.

Una fragmentación familiar. Quizá los hermanos a los que se refería Anuar, los agresivos, fueran de otra madre. Dijo:

—No los considero hermanos míos. —Pero inmediatamente suavizó sus palabras—. El entorno los ha hecho como son. Tuvieron que embrutecerse para sobrevivir. Voy a contarle el porqué de la violencia de mis hermanos. Habrá leído recientemente en los periódicos lo que ocurre con el mafioso que se ha convertido en el nuevo jefe de los delincuentes de Bombay. Hace algún tiempo, cuando le contrataron para matar a una persona de la localidad, vino a inspeccionar nuestra zona. Y, le parecerá increíble, pero uno de mis hermanos se enzarzó en una pelea con él.

—¿A qué clase de persona tenía que matar el mafioso?

—El hombre a quien tenía que matar estaba metido en el negocio de enviar gente a Oriente Medio —exportación de mano de obra—, y debió de engañar a alguien. Pero mis hermanos pensaron que estaba invadiendo su territorio. Se insultaron y se faltaron al respeto, mis hermanos y el mafioso, y cada bando dijo que ya vería lo que hacía el otro. Mi hermano cogió un coche Ambassador y lo llenaron de armas. Tenían planeado atacar el barrio del mafioso, pero alguien le dio el chivatazo a la policía y cogieron a mis hermanos. Los soltaron al cabo de dos días. Salieron bajo fianza.

—Entonces, ¿sus hermanos tienen dinero?

—Cuando ganan dinero hacen apuestas.

—¿Diría usted que también ellos viven con los nervios de punta?

—No tienen la misma mentalidad que yo. Si se presentara la ocasión, darían la vida sin pensárselo. Es el entorno.

Al hablar sobre sus hermanos camorristas, dispuestos a dar la vida, aprecié de repente una especie de orgullo a la inversa, como cuando me explicaba el temor que les inspiraban sus hermanos a los vecinos.

Le pregunté por los disturbios de 1984. La gente hablaba de ellos como de un terrible acontecimiento en Bombay, un hito histórico.

Pareció como si soplara la leche, como si quisiera enfriarla. Pero la leche no estaba caliente. La boca constantemente abierta, aparentemente para expulsar aire, era solo un movimiento de los músculos de su delgada cara, parte de su cara trémula. Dijo:

—Fue entonces cuando empecé a sentir el deseo de luchar. Estaba en el último año de mis estudios. Hay un cementerio musulmán cerca de Marine Drive, y un día, cuando se aproxima el Ramadán, hay que ir allí. Fue un grupo de esta zona. Volvimos a casa a las dos de la mañana. Algunos llevábamos fez, el gorro musulmán. Pasamos junto a un refugio del Siv Sena. Nos apedrearon. Nos quejamos a unos policías. No nos hicieron caso. Es más: nos siguieron durante unos tres kilómetros. Creían que los agresores éramos nosotros. Ese fue el primer indicio de los disturbios. Hasta aquella noche nada indicaba que fuera a haber problemas. De hecho, el verdadero problema estaba muy lejos, a unos veinticinco kilómetros de aquí.

Empezó a costar trabajo oír lo que decía Anuar en el establecimiento. Además del ruido del tráfico en la carretera, había voces quejumbrosas en el bar, voces indias, especialmente afiladas como para cortar la mayoría de los ruidos de hombres y máquinas y, por encima de todo, el ruido, como el canto de las cigarras, ascendente y descendente, de las bocinas de los coches.

Anuar dijo:

—Volvimos a nuestro barrio hacia las tres de la mañana. Algunos íbamos sangrando, por las pedradas, y la gente nos preguntó qué había pasado. He de decirle que esa noche, la

chabe-baraat, los musulmanes se quedan despiertos.

»Al día siguiente yo ya me había olvidado del incidente, pero cuando fui con un amigo a una casa cerca de aquí, vi que estaba llena de armas. Era obra de uno de los grandes mafiosos. Sus hombres se habían pertrechado, para tomar represalias. Poco después empezó un tiroteo en la zona. Impusieron el toque de queda durante todo el día, y después prohibieron las reuniones de más de cinco personas. En la colonia propiamente dicha —la zona donde vivía el mafioso— se infiltró la policía para comprobar si había armas.

—La presencia de la policía, ¿calmó a la gente?

—No confío en absoluto en la policía. Verá usted por qué. Aquí no se pueden matar vacas en público: hay que llevarlas a un matadero. Pero se puede dar dinero a un policía para matar una vaca en público. Cuando tienen que sacrificar cabras en la festividad de Id, la mayoría de los musulmanes llevan las cabras al matadero. Pero hay algunos rufianes de la zona que se empeñan en matarlas en público. Es un acto de machismo, un desafío a la policía. Cuando llega la policía, los camorristas dicen: «Si os metéis en esto, no saldréis vivos de aquí.»

Se había apartado del asunto de los disturbios de 1984 para volver al de los camorristas.

—Le dije:

—Esas peleas con la policía, ¿le exaltan?

Dijo, con cierto tono de solemnidad:

—Claro que me exaltan. Me gustan. Es porque la policía discrimina a los musulmanes, y los musulmanes detestan a la policía.

—Pero ¿qué sentido tiene todo ese juego?

No contestó de una forma directa. Dijo:

—Entre los musulmanes hay muy pocas personas sensatas. —Pronunció la palabra «sensatas» en urdu:

samajdar—. Aquí hay pocos musulmanes cultos. La gente culta no participaría en esas peleas.

Me dio la impresión de que había cambiado ligeramente de actitud hacia los contrincantes.

—Entonces, ¿todo continuará como hasta ahora?

Dijo, con aquella curiosa mezcla de melancolía y resignación:

—No veo que esto vaya a acabar. No veo cómo puede acabar.

—¿Cómo acabaron los disturbios aquella vez?

—Vino la señora Gandhi y le pidió a la gente que arreglara las cosas. Pero las cosas se arreglaron y después... todo volvió a estallar.

Pensé en los estrechos callejones y las viviendas bajas con alambrada, con desvanes para dormir bajo los frágiles techos de uralita.

—¿Cómo era la vida durante los disturbios? La gente, ¿podía dormir?

—Cuando hay disturbios, nadie sabe lo que es dormir. Es un gran pecado que ataquen a alguien de tu misma fe y no hagas nada.

—¿No cree que una persona como usted debería intentar vivir en otro sitio?

—No puedo dar ese paso. —Justo lo que yo pensaba que iba a decir—. Hay demasiados vínculos familiares. El musulmán tiene la obligación de respetar esos vínculos.

Familia, fe, comunidad: constituían un todo.

—¿Qué le aconsejaría a un hermano más joven que usted, o a alguien que viniera a verle?

No me refería a que le aconsejara sobre marcharse o escaparse. Era algo más inmediato, una cuestión de supervivencia, en la zona.

—Le diría que pensara en desquitarse y devolver el golpe únicamente si la persona que se le enfrentaba había cometido un error.

—¿Cómo que un error?

—Si alguien te ofende, por ejemplo.

Ofensas, discusiones, peleas, dentro y fuera: ese era el mundo en el que vivía y para el que, físicamente, estaba tan poco preparado.

Le hablé de la pintada que había visto: LIBERAD A LA HUMANIDAD CON EL ISLAM. Dijo:

—Estoy totalmente de acuerdo.

—¿Cuándo se enteró de qué era el islam?

¿Cómo, viviendo donde vivía, había tenido tiempo, intimidad y calma para ello?

—Me enteré por mis padres. Y, además, he leído el Corán.

—Hay muchas personas en Bombay que creen saber cómo liberar a la humanidad.

Me dio la impresión de que cambiaba de opinión.

—Así es el mundo. Cuando la gente se agrupa, todos dicen que su grupo es mejor que los demás.

Volví a pensar en la familia del gran televisor en color cerca de la casa de nuestro anfitrión. Le pregunté por ellos.

—Tienen un negocio, de confección de ropa. Ganan algo de dinero.

Gente con negocios, que ganaba dinero y, sin embargo, seguía viviendo allí: otra prueba de lo que se decía, que lo único que se necesitaba en Bombay era alojamiento. En cuanto se tenía un lugar en el que dormir, en cualquier sitio, ya fueran las aceras, una chabola, un rincón en una habitación, se podía encontrar trabajo y ganar dinero. Pero la gente del televisor, ¿no se daba ciertos aires?

La gente del televisor y del negocio de confección no se daba aires, según dijo Anuar. Pero mi pregunta le inquietó, por algo. Dijo:

—Saben que su religión prohíbe la televisión. —A continuación, como tantas otras veces, suavizó un poco lo que acababa de decir—. Pero no quieren que sus hijos vayan a otras casas a ver la televisión y que los rechacen. Eso puede causar problemas.

—¿Por qué cree que tantos mañosos de Bombay son musulmanes?

—Ya se lo he dicho. Entre los musulmanes hay pocas personas cultas. Se descarrían desde muy jóvenes.

—¿Son gente religiosa, los mafiosos?

—Son seguidores fervientes del islam.

—¿Defensores de la fe?

—Es inevitable que luchen por el islam. Un papel contradictorio, el que desempeñan. Por un lado, continúan con sus actividades delictivas, pero también leen el Corán y hacen el

namaaz cinco veces al día. La comunidad no siente ninguna admiración por esta gente, pero les encanta el comportamiento de los mafiosos con los musulmanes normales y corrientes.

—¿Son los guerreros de la comunidad?

—Nos organizan en la clandestinidad.

Tanzin-Aláho-akbar: así se llama. Lo dirige un mafioso. Fue creado después de los disturbios. Tenemos reuniones para decidir la estrategia a seguir. Nos reunimos todos los meses, incluso cuando no hay problemas.

—¿Qué cree que les pasará a los niños de su colonia?

—El futuro se presenta terrible para ellos. Todos esos niños ven asesinatos, atentados.

—¿Usted ha visto asesinatos?

—Sí, sí.

Era una afirmación india, no inglesa ni norteamericana, y la pronunció con el movimiento de cabeza de un lado a otro, al estilo indio.

El dueño de la cafetería se había puesto a hablar con todo el bar sobre la gente que estaba en el extremo —es decir, nosotros—, que llevaba demasiado tiempo ocupando una mesa. Yo iba a dejarle una buena suma, pero él no podía saberlo. Estaba de espaldas a él, y pensé que no debía volverme y mirarlo; que si nuestras miradas se encontraban, quizá se pusiera más furioso. Nijil, que había estado todo el tiempo frente a él y nos informaba de vez en cuando sobre su estado de ánimo, pidió

gulab yamun para todos; y Anuar, que ya había trasegado dos vasos de leche, empezó —y todo el rato parecía estar soplando— a comerse una ración de aquel untuoso dulce de leche, chorreando almíbar. Dijo:

—La primera vez que vi un asesinato tenía diez años. Estábamos en la colonia, jugando al badminton. Había una chabola cerca, y dos hombres empezaron a pelearse. Normalmente, los dos dormían en el mismo carretón por la noche. Ambos tenían unos treinta años. Empezaron a pelearse, y de repente vi que uno de ellos salía corriendo. Fuimos a enterarnos de qué pasaba, y vimos que el hombre que estaba en el carretón tenía la cabeza casi cortada. No estaba muerto. Estaba agonizando.

—¿Qué ropa llevaba?

—La ropa interior. Calzoncillos y camiseta. Y el cuerpo agonizante hizo que el carretón volcase.

—¿Y la gente fue a verlo?

—Solo los niños. Éramos unos seis o siete. Y cuando el cuerpo cayó al suelo, nos salpicó de sangre. Yo me asusté mucho. —Se echó a reír, siguió comiendo el dulce, chupando el denso almíbar de la cuchara de aluminio. Era la primera vez que se reía aquella tarde—. Éramos niños. No se nos ocurrió que tuviera que venir la policía. Nuestra primera reacción fue ir a lavarnos las manchas de sangre de la camisa.

—¿Cuántos asesinatos ha visto desde entonces?

—Diez o doce.

—¿Por qué se ríe?

—Aquí, forma parte de nuestra vida cotidiana. Las razones para esos asesinatos son mínimas. Por ejemplo: un día, dos hombres que llevaban paraguas tuvieron una ligera colisión. Uno de ellos fue a pegarle al otro, y este entró corriendo en una casa, y el que lo perseguía entró detrás de él. Yo estaba hablando con un amigo justo al lado, y lo vi todo. El hombre que perseguía al otro sacó un cuchillo y lo mató, así por las buenas. Un 80 por 100 de la gente de esta localidad lleva armas.

El dueño de la cafetería no se había tranquilizado con que hubiéramos pedido

gulab yamun; siguió quejándose. Y cuando Anuar terminó el dulce, nos dispusimos a salir. Mis pensamientos volvieron a la gente del televisor grande.

—La gente del televisor, ¿es muy religiosa?

—Son devotos. Son más religiosos en cierto sentido y menos en otro.

—¿En qué sentido son más religiosos?

—Ofrecen

namaaz cinco veces al día. Yo, solo una.

Oraciones formales cinco veces al día y, sin embargo, para Anuar y su padre, aquella fe, a pesar de ser obsesiva, tenía sus defectos.

—¿Se imagina viviendo sin el islam?

—No.

—¿Qué le ofrece?

—Hermandad. Hermandad en todo. El islam no propugna la discriminación. Hace que las personas se ayuden. Si hay un ciego cruzando la calle, el musulmán no se para a averiguar a qué credo pertenece. Sencillamente lo ayuda.

—¿Qué piensa que le ocurrirá a su colonia?

—No veo ninguna solución.

—¿Seguirá como está? ¿De verdad piensa que seguirá igual cuando usted llegue a la edad de su padre? —Sí.

—¿Ni siquiera piensa en marcharse?

—De momento, no tengo intención de hacerlo.

—¿Es usted suní?

Pareció sorprenderse. No creía que yo pudiera saber nada sobre los suníes. Para él, su fe era algo secreto, algo que los extraños no conocían.

Yo quería saber si había otros grupos o sectas musulmanes en su colonia. Le pregunté si había ismaelitas o amaditas entre ellos. Dijo que no había oído hablar de esos grupos. ¿Había shiíes?

—En la comunidad no hay shiíes.

—¿No es un poco raro?

—A mí no me parece raro.

Su fe ortodoxa era lo único puro a lo que aferrarse. No podía imaginarse la vida sin ella. Era una fe muy estricta. Proscribía la televisión; los herejes no tenían cabida en ella. Todas aquellas normas, festividades y prohibiciones constituían el mundo de Anuar. Una norma incumplida y todo podía verse amenazado; todo podía empezar a desmoronarse. Se consideraba correcto, por ejemplo, que los hombres musulmanes hicieran pis en cuclillas, y más adelante me enteré, por una persona que trabajaba con Anuar, que él se empeñaba en hacerlo así en los urinarios modernos de su lugar de trabajo, a pesar de que le creaba problemas.

Muchas de las personas que se veían por las calles y en las oficinas vivían en un espacio reducido. De esos espacios pequeños, todas las mañanas, salían limpias, frescas y dispuestas. Familias enteras, y no las que habitaban en chabolas o en las aceras, vivían en una sola habitación, y podían hacerlo durante una generación entera.

El señor Raote se había criado en el seno de una familia así. Era uno de los primeros miembros del Siv Sena: se contaba entre las dieciocho personas, ni una más, que asistieron a la primera reunión del Siv Sena en 1966. Después, con la victoria del Sena en las elecciones municipales, era un hombre con autoridad, presidente del comité permanente del ayuntamiento de Bombay. Tenía despacho en el edificio gótico-victoriano del ayuntamiento, con una sala de espera, secretaria y sillas de respaldo recto para la gente que se le presentaba con peticiones y necesidades. Pero había pasado los primeros veintiocho años de su vida en la habitación, la única de la casa, en la que había nacido, en el barrio de Dadar, situado a las afueras de Bombay.

En Dadar, el señor Raote vivía en el último piso de un alto bloque que había construido él mismo, después de haber empezado a dedicarse a la construcción, cuando tenía unos treinta años. Pero la casa de vecindad que había sido su hogar durante más de la mitad de su vida estaba cerca: se podía ir andando, y me llevó a verla una mañana.

Cogimos el ascensor hasta la planta baja del edificio, salimos al patio delantero, de arena, pasamos de la parte trasera a la delantera por un corredor del edificio, entre tiendas con elegantes letreros, y desde allí salimos a la carretera. El señor Raote era muy conocido; a su paso se producía cierto revuelo; la gente le mostraba mucho respeto. No debía de estar al alcance de muchas personas tener el pasado (y un triunfal regreso a él) tan a mano, justo al final de un corto paseo.

Abandonamos, al cabo de muy poco tiempo, la acera de la carretera y entramos en un patio con un viejo edificio de dos plantas. Fuimos hasta la parte trasera y subimos los escalones de un lateral del edificio que llevaban a una terraza o galería en el piso superior. Esta terraza (como la del piso bajo) rodeaba todo el edificio, y el suelo estaba hecho a la manera maharashtra, de losas. A la terraza se abrían varias habitaciones independientes. La del extremo era la que había ocupado la familia del señor Raote.

Nos asomamos desde la puerta, y vimos carpintería y pintura nuevas, en colores y estilos contemporáneos.

—La han arreglado —dijo el señor Raote.

La habitación de al lado era más oscura y más sencilla, como la que había conocido el señor Raote. Tenía unos cinco metros de largo por tres de ancho, con una cocina en la parte trasera y un desván para guardar cosas y dormir. Había un baño y un retrete comunes para todas las habitaciones del piso superior.

Antes de llegar, el señor Raote había dicho:

—Mi padre nos obligó a estudiar a todos. Comprenderá las dificultades cuando vea el sitio.

Y cuando me encontré en la terraza por la que el señor Raote había andado y corrido miles de veces, mirando el patio que había compartido con toda la gente de todas las habitaciones del edificio, me pregunté qué vida habría llevado en un espacio tan pequeño, cómo se las habrían arreglado cinco hermanos, dos hermanas, el padre y la madre. ¿Cómo dormían los niños, cómo jugaban y se preparaban para ir al colegio?

El señor Raote me dijo que su padre y su madre despertaban a los hijos a las cuatro de la mañana. Entre las cuatro y las siete hacían gimnasia —carreras, flexiones— y estudiaban. Tenían que hacer todo eso antes de las siete. ¿Cuáles eran las dificultades después? ¿La aglomeración del edificio y del patio, el ruido? El señor Raote dijo: —El ambiente.

En calidad de dirigente del Siv Sena, el señor Raote tenía fama de duro. Y fue un poco duro conmigo cuando me llevaron a su despacho para presentármelo. Cuando se dio cuenta de que no iba en busca de material para otra entrevista hostil, que me interesaban más su educación y su desarrollo, cambió de actitud. A él le interesaba la historia de su propia vida; se consideraba un hombre que había luchado.

Era presidente del comité permanente del ayuntamiento, según me dijo; pero el primer trabajo que desempeñó en el ayuntamiento fue de simple administrativo, en 1965, cuando tenía veintiún años, y por entonces cobraba un sueldo de doscientas dieciocho rupias al mes, unas dieciséis libras esterlinas. Me confió aquel dato casi en cuanto empezamos a hablar seriamente. Y a continuación me confió otro: cuando era joven, ayudaba a su padre a hacer ataúdes.

Me gustó aquel detalle. A él también. Quería contarme lo demás. Me invitó a ir a su piso de Dadar, y envió su coche Ambassador un día por la mañana temprano a recogerme. Las ventanas del coche tenían el tinte oscuro que se había puesto de moda en Bombay; había dos pequeños ventiladores de plástico que resultaban muy agradables, y en el salpicadero una imagen de Hanuman, la deidad que simboliza la fuerza.

Cuando me llevaron al piso, el señor Raote todavía estaba haciendo

puja. Mientras esperaba, salí a la terraza y contemplé el panorama de norte a sur, la gran extensión de Bombay, inesperadamente verde desde aquella altura. Cuando terminó el

puja, entré en el cuarto de estar y empezamos a hablar.

—Cuando nací, mi padre trabajaba de mecánico en All-India Radio, AIR. Era 1944. Ganaba trescientas rupias al mes. Era suficiente. Me crié considerándome de clase media baja. No teníamos lujos, pero sí lo suficiente para comer. Por la mañana tomábamos una especie de trigo que se pone en remojo,

satva. Da mucha energía. Se necesitan dos horas para prepararlo.

»Estudié hasta la enseñanza secundaria, en márata. Después empecé con la enseñanza superior. Más o menos por entonces, mi padre dejó de trabajar en AIR, y se dedicó a hacer chapuzas. Sus ingresos descendieron enormemente. Ganaba entre setenta y cinco y noventa rupias al mes trabajando de carpintero en el estudio de cine, muchas horas al día.

»También trabajaba de carpintero haciendo ataúdes. Yo iba con él algunas veces. Fabricar ataúdes es algo muy especializado. No resulta fácil dar la forma de los hombros. La tabla tiene que estar entera; no se puede cortar. Y el fondo del ataúd tiene que ser muy bueno, porque ahí recae todo el peso del cuerpo. Sacábamos cuatro annas, un cuarto de rupia, por un ataúd de niño pequeño. Doce por un ataúd de tamaño medio. Por uno más grande, de uno ochenta o dos metros, nos daban una rupia y cuarto. Solo por la mano de obra. En un día podíamos preparar cinco o seis ataúdes. Normalmente, a nadie se le ocurre hacer ataúdes. Es un oficio para los sin casta, no para quienes pertenecen a una casta. Pero nosotros lo hacíamos por el dinero.

»Mi padre quería que al menos uno de sus hijos fuera médico. Mi hermana aprobó el examen para estudiar ciencias. Yo terminé mis estudios de formación profesional. Lo primero que elegí fue entrar en el ejército. Quería ser militar, pero no tenía a nadie que me aconsejara. Me apunté al curso de adiestramiento de la armada india en 1962, y me preparé para los exámenes y todo eso, pero era demasiado mayor, por un mes de diferencia, y tuve que volver. Entonces intenté estudiar ingeniería. Era difícil entrar en una escuela de Bombay. Me admitieron en el Politécnico de Solapur, que está muy lejos de aquí. Mi padre me dijo que no podía costear los gastos, y era verdad. Los gastos en Solapur habrían sido de doscientas rupias al mes. Así que también tuve que dejarlo. Eso fue en 1964. Al año siguiente me apunté al desempleo. Todavía vivíamos todos en una sola habitación. Empecé a asistir a clases nocturnas en el Instituto Técnico de San Javier.

»De modo que ya llevaba dos o tres fracasos en mi vida: no entrar en el ejército, ser demasiado mayor para el curso de adiestramiento de la armada y no entrar en la escuela de ingeniería. A esa edad es frustrante. Es la edad en la que los chicos pueden empezar a tener ambiciones. Si no, se echan a perder.

»Mi padre y mi madre me dieron ánimos, y yo siempre quise hacer algo en la vida. Tenía confianza.

Recordé lo que había dicho el señor Patil, el jefe de zona del Siv Sena de Zane, sobre la confianza,

atma-vishwas: que se la había otorgado Ganpati. Le pregunté al señor Raote si pensaba que su confianza le había sido concedida por Ganpati.

Dijo que su confianza le venía de la religión en un sentido más amplio, no de Ganpati en concreto.

—No es una deidad especial. Todo en la India comienza en Ganpati o en Ganesha. No hay

puja hindú que empiece sin él. La religión que tenemos nos viene desde la infancia. Va unida como uña y carne a nuestra vida. Ninguna familia hindú pasaría por alto el

puja de la mañana. Nos ponemos ropa especial para eso. Desde luego, la religión nos dio confianza. Formó nuestro carácter.

»Ahora vamos a llegar al aspecto más importante de mi vida. Le he contado mis fracasos y mis frustraciones, y que renuncié a todo y me apunté al paro. En 1965 encontré trabajo de administrativo en el ayuntamiento de Bombay. El sueldo era de doscientas dieciocho rupias. ¿Un buen salario? Para quien no tiene ingresos, cualquier cosa le viene bien. Y mi mayor ambición por entonces era que mi hermana estudiara medicina, que es lo que quería mi padre. Hicimos todo lo posible para que la admitieran, y le ofrecieron tres becas: del British Council, de Tata y de otro sitio. Elegimos Tata. Pagaban todos los gastos de enseñanza. Los libros nos los dieron otras personas.

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