India

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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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La señora Raote había estado entrando y saliendo del salón, pero sin hacerse notar. De repente, se acercó a nosotros, sonriendo, con un álbum de fotos abierto. Nos había oído hablar de religión, y las fotografías que quería enseñarme eran de una celebración religiosa: la ceremonia del hilo de uno de sus hijos, lo que animó al señor Raote a salir y traer la pieza de tela sin coser —malva, con una lista de otro color— que se ponía para hacer el

puja. La señora Raote era una mujer de piel clara, guapa, y, como en tantos hogares indios, impresionaba la dedicación sencilla y en apariencia desmañada de la mujer al marido.

La señora Raote se retiró. El álbum abierto descansaba sobre el sofá. Y el señor Raote siguió contando su vida.

—Tengo que añadir algo en este punto. En 1962, tres años antes de coger el trabajo del ayuntamiento, y al principio de la temporada de mis fracasos y frustraciones, encontré una revista semanal llamada

Marmik. Era cómica, la primera en lengua márata. La editaba Bal Thackeray. Su hermano, su padre y él lo escribían todo.

Marmik siempre llevaba una gran caricatura en la portada. Fue eso lo que me llamó la atención. La revista distribuía unos treinta y cinco o cuarenta mil ejemplares en aquella época.

»Y entonces, con mi hermana en la facultad de medicina, yo de administrativo en el ayuntamiento, y mi padre trabajando de carpintero en los estudios de cine,

Marmik empezó a ejercer influencia sobre mí. Todas las semanas hablaba sobre las injusticias que se cometían en Bombay y Maharashtra con los hijos de la tierra. Y descubrí que me sentía terriblemente atraído hacia la personalidad emocional de Bal Thackeray y su padre, tal como se expresaba en la revista. Incluso intenté conocer a Bal Thackeray. Por entonces él vivía en Sivaji Park.

El señor Raote señaló con la mano hacia el oeste, hacia una zona verde: Bombay, desde aquella altura, se extendía con claridad ante nosotros, desde la Puerta de la India y la zona del Fuerte al sur, hasta las colinas y los barrios del norte: la gran ciudad, desde aquella altura, perdida la sordidez entre el verde de los árboles, era de verdad la del señor Raote.

—En mayo de 1966 apareció en

Marmik el anuncio de la creación de una organización juvenil. Iba a llamarse Siv Sena. Empecé a ir a casa de Bal Thackeray. De hecho, se rompió un coco el 19 de junio de 1966 en su casa. —Romper un coco al inicio de una empresa importante es para los hindúes una especie de

puja o acto religioso—. Había dieciocho personas. A las ocho y veinte de la mañana.

—La hora, ¿la eligió un pandit?

—No. Ocurrió por casualidad. Yo era una de las dieciocho personas. Cuatro de ellas vivían en casa de Thackeray: el propio Bal Sahib, su padre, y sus dos hermanos. La primera reunión duró una media hora. Fue en la habitación principal de la casa, muy pequeña. Su padre ocupaba aquella habitación, por ser viejo. Lo escribía todo a máquina, en márata. La máquina está todavía en la casa, como recuerdo. Fue el padre de Bal Thackeray quien le puso nombre al Siv Sena. —El Ejército de Siva—. Parecía normal y natural. Y en esa reunión nos comprometimos a luchar contra las injusticias que se cometían contra los hijos de la tierra.

»Así fue como empezó el Sena. Bal Sahib celebraba pequeñas reuniones aquí y allá. Cuatro meses después de la fundación del Sena anunció una reunión multitudinaria sobre el tema de la injusticia. Se celebraría el 30 de octubre de 1966. La gente respondió masivamente. Entre cuatro y cinco laj. —Entre cuatrocientas mil y quinientas mil personas—. Y empezaron a interesarse varios gimnasios de la ciudad.

¿Qué gimnasios? No había oído hablar de ellos.

—El gimnasio es una institución maharashtra. Mi padre era demasiado pobre para llevarnos, pero, como ya le he dicho, nos obligaba a correr y a hacer ejercicio por la mañana. El gimnasio es una institución maharashtra desde la época de nuestro gran santo, Ramdas Suami. Era el gurú de Sivaji. (Sivaji, el dirigente guerrero de los marazas en el siglo xvii, fundador de su poderío militar.) Ramdas era un gurú con mucho sentido práctico. Una parte de su mensaje consistía en que hay que hacer ejercicio y mantener el cuerpo en forma. Uno de los dichos más famosos de Ramdas es: «No hables. Actúa.»

Y la señora Raote volvió a aparecer, en esta ocasión con un libro grueso y grande en márata. Era un libro con los versos de Ramdas, una edición moderna, bien impresa, con tapa. Ante eso, el señor Raote salió para traer varios libros más en márata, también grandes: los versos de otros maestros clásicos: Dineswari, Tukaram, Eknaz. Estos nombres no me resultaban realmente conocidos. Todos los libros parecían nuevos, y estaban bien impresos y bien editados; pero eran demasiado voluminosos para manejarlos con facilidad, y me dio la impresión de que eran objetos sagrados de la casa, no libros para leerlos físicamente. Me los pasaron uno a uno, y yo los tuve en las manos un rato y después los devolví. A continuación los colocaron en el sofá, junto al álbum abierto con las fotografías del señor Raote con la tela del

puja en la ceremonia de su hijo.

Me pregunté cómo, en las condiciones de Bombay, en las condiciones en que se había criado el señor Raote, se mantenía la gente en contacto con sus libros sagrados.

Dijo que no había habido ningún problema.

—En una casa maharashtra tradicional, los mayores recitan, mañana y tarde, los

eslokas o versículos de los escritos de los gurús famosos, de modo que un niño, tanto si ha leído los textos como si no, los conoce. Hoy en día se hace con cintas.

Había una pequeña estantería con ese tipo de cintas en el cuarto de estar del señor Raote, en un rincón que parecía, a juzgar por los objetos colocados en él, una especie de lugar sagrado o santo.

Dijo:

—Maharashtra es tierra de santos. —Puso una cinta con un cántico o canto de los versículos de Ramdas, y sus cadencias me transportaron a cuarenta años atrás o más, al canto del

Ramayana que oía en mi infancia. Según dijo el señor Raote, los versículos de Ramdas habían perdurado por su cadencia—. Los

eslokas de Ramdas tienen un ritmo sencillo, repetitivo. —No eran musicales por la música misma—. Están dirigidos a la mente. Todo maharashtra, incluso si vive en una chabola, tiene cultura.

Cortó la cinta y volvió a hablar de los primeros tiempos del Siv Sena. El Sena, el ejército de la tierra de los santos, se estableció rápidamente. Pero mientras el Sena crecía, la vida personal del señor Raote fue declinando. Entre la creación del Sena, en junio de 1966, y la reunión multitudinaria de cuatro meses más tarde, con la que se estableció su poder en Bombay, murió el padre del señor Raote.

—Tenía a toda la familia sobre mis espaldas, y no me quedó más remedio que seguir de administrativo en el ayuntamiento. Ya le he dicho que en primer lugar quise ser militar, y me presenté al examen de piloto de las fuerzas aéreas. Aprobé el primer examen en Bombay. De los mil quinientos que estudiaban en mi centro, solo eligieron a doce para hacerles una entrevista en Bangalore. Yo era uno de ellos. Fui a Bangalore, y pasé todas las pruebas de aptitud de las fuerzas aéreas, pero la prueba más delicada —la de máquinas—, la suspendí. Una parte consistía en contestar a cien preguntas en cinco minutos. La rapidez de las preguntas me confundió. Nadie me había orientado en esos temas. Hay que tener práctica para contestar a cien preguntas en cinco minutos. Hoy en día hay academias que preparan a la gente para ese tipo de exámenes, pero entonces no había. Y aquel fracaso vino a añadirse a mi frustración por tener que servir en el ayuntamiento, a pesar de que nunca me había interesado el servicio.

Había observado en otras personas esta aplicación, al modo indio, de la palabra «servicio». En un sentido, iba ligada al «servicio de los funcionarios»; en otro, a la antigua aplicación del término en Inglaterra, como «servicio doméstico». El significado en la India se encontraba a medio camino entre los dos. «Servir» en la India equivalía a empleo; pero también significaba trabajar para otro, trabajar a sueldo, ser dependiente. (El señor Patil, de Zane, por ejemplo, al hablar de su padre, que había trabajado cuarenta años en la sala de herramientas de una fábrica, dijo que su padre «había servido»).

—Pero yo tuve que servir en el ayuntamiento hasta que mi hermana obtuvo la licenciatura. Y me casé en 1968. Me obligaron a casarme mi suegro y mi suegra. Iba a las clases nocturnas del Instituto Técnico de San Javier, y hubiera preferido casarme cuando hubiera terminado mis estudios. Fue un matrimonio por amor.

Utilizó las palabras inglesas,

love-match, pronunciándolas juntas y rimando

love con

how, de modo que sonaron como palabras márata.

—Pertenecíamos a distintas castas. Por entonces yo daba clase, y ella era una de mis alumnas. Así fue como surgió esta historia. —Lo de que diera clases me resultó inesperado, un aspecto distinto al del administrativo del ayuntamiento—. Mi mujer vivía allí, en aquella casa.

Desde la última planta del edificio en el que estábamos señaló con la mano una zona de verde y tejados no muy lejana: Bombay, desde allí, era una ciudad inmensa, pero los espacios a los que se había mudado, siempre pequeños, como de aldea.

—Había oposición a nuestra unión por ambas partes. Pertenecíamos a castas distintas, pero en realidad no tanto. La casta no fue el motivo de la oposición. En nuestra familia no queríamos matrimonios por amor. Nuestra tradición es la del matrimonio por acuerdo, matrimonio de conveniencia. Por su parte ocurría lo mismo. Así que mis suegros, o los que serían después mis suegros, me obligaron a casarme. Y el matrimonio se convirtió en otra carga.

»Para reducir la carga, le pedí a mi mujer que abandonase sus estudios y se pusiera a trabajar al servicio de alguien. Dejó de estudiar y empezó a trabajar de telefonista. Era un puesto gubernamental, en la Secretaría de Estado. Ganaba entre ciento setenta y una y ciento ochenta rupias al mes, unas nueve libras, después de la devaluación de la rupia. Tuvimos un hijo en 1970, pero como mi mujer trabajaba, no me preocupó demasiado.

»En 1972, mi hermana se doctoró al fin. Un día, a las doce de la mañana, me contó por teléfono que lo había conseguido. Y ese mismo día me despedí del ayuntamiento. Había servido ocho años, mientras mi hermana estudiaba medicina, como quería mi padre. El día que terminó, yo me despedí. No tenía otro trabajo, pero me despedí. Lo único que teníamos era lo que ganaba mi mujer. El puesto en la Secretaría era temporal, pero afortunadamente entró de telefonista en el ayuntamiento. Fue una casualidad que entrase a trabajar allí justo cuando yo me marché.

Durante sus últimos años de servicio, el señor Raote llevaba una vida paralela en el Sena. El Sena había ascendido, había empezado a progresar, a ser temido. En 1968 obtuvo más de un tercio de los escaños del ayuntamiento. Provocó disturbios en las fronteras de Maharashtra; convocó una huelga que dejó paralizada Bombay durante cuatro días. Sobre todo los emigrantes del sur de la India temían al Sena. Y Dadar, el barrio de las afueras en el que estábamos —con vistas a Sivaji Park, cerca de la casa de Bal Thackeray, y también con vistas a la casa de vecindad de dos plantas en la que aún vivían por entonces el señor Raote y su familia, con una sola habitación—, Dadar, como dijo el señor Raote, fue «el epicentro» del terremoto del Siv Sena.

Yo conservaba un recuerdo de aquellos primeros tiempos del Sena, desde el otro lado. Ocurrió en 1967, un año después de su creación. Había ido a ver a un parsi, un conocido. Era

boxualah, como se decía en aquella época. Un

boxualah era un ejecutivo de una gran empresa, por lo general con filiales en el extranjero, y en aquellos días, antes de la explosión industrial de la India, eso significaba seguridad, incluso encumbramiento. El hombre que yo conocía se había casado con una mujer hindú de una conocida familia; y me sorprendí al enterarme, por unas personas que deberían haber estado muy por encima de las tensiones cotidianas de la vida india, de que aquel matrimonio «mixto» les había expuesto a ambos al riesgo de ataques físicos por parte del Sena en su zona.

Era de noche; estábamos en un paraje elevado; había luces abajo, algunas débiles y amarillas, en las chabolas. Mi visión de Bombay empezó a cambiar: los «pobres», la gente de allá abajo, empezaron a adquirir individualidad y a reclamar sus derechos sobre la ciudad; la fe (o la rabia por su situación, o la aversión) ya no era respuesta suficiente. El hombre que yo conocía —y que en 1967 hablaba con cierto apasionamiento, semejante al que encontraría después en Papú, el joven corredor de bolsa jainista— dijo, refiriéndose a los peligros de ser atacado por una multitud: «Intento no preocuparme. Me digo que, si veo que empieza a pasar algo, lo mejor es considerarlo como un terrible accidente de tráfico.»

Sin embargo, por entonces, en 1967, y durante varios años después, el señor Raote, uno de los dieciocho fundadores del Sena, estuvo trabajando de administrativo en el ayuntamiento: su sueldo ascendió de doscientas dieciocho rupias al mes a doscientas setenta y dos rupias y cincuenta paise (cien paise equivalen a una rupia), mientras iba y venía en los abarrotados trenes suburbanos entre el edificio gótico-victoriano en el que trabajaba y la casa de vecindad de Dadar en la que había nacido y en la que siguió viviendo, en la misma habitación, cargando con la pena por su padre, la gran ambición por su hermana, sus propias frustraciones por haber sido militar, después ingeniero, y después algo en la armada india, con la sensación cotidiana de humillación por su trabajo en el ayuntamiento, por tener que «servir».

Fuera de allí, era un desconocido. Pero a medida que el Sena fue creciendo, él fue ascendiendo en su seno. Le dedicaba todo el tiempo que le quedaba libre. Calculaba que, en aquellos días, entre el ayuntamiento y el Sena trabajaba veinte horas al día. Se encontró dirigiendo veintidós zonas del Sena en el centro de Bombay; estrechó relaciones con los dirigentes; lo pusieron al frente de la organización de las elecciones del Sena. Empezó a ser conocido; su nombre empezó a aparecer en los periódicos.

Y sin embargo, cuando abandonó el ayuntamiento, en 1972, con lo único que contaba era con el sueldo de telefonista de su mujer. Después, parece que tuvo un poco de suerte. Justo dos días después de dejar el ayuntamiento encontró trabajo, como supervisor comercial del departamento de tuberías para pozos en una de las empresas de ingeniería más prestigiosas de la India. Su sueldo ascendía a setecientas cincuenta rupias al mes, casi tres veces más de lo que ganaba en el ayuntamiento. Fue una racha de buena suerte, pero le duró poco. Su fama como miembro del Sena le trajo la ruina.

Los trabajadores maharashtras empezaron a tratarlo más como activista del Sena que como supervisor. Querían que crease un sindicato. Semejante agitación no podía pasar inadvertida para la dirección. El director de la fábrica lo llamó un día —el director era un antiguo oficial del ejército: la clase de hombre que el señor Raote hubiera querido ser—, y lo interrogó. ¿Había entrado en la empresa para trabajar o para dedicarse a la política?

El señor Raote no pudo soportar el interrogatorio.

—Tengo mal genio. Presenté mi dimisión aquel mismo día. Llevaba en la empresa un mes y veintidós días.

Al llegar a este punto, el señor Raote guardó silencio. Entraba en la parte de su vida que más le interesaba contar: la época que deseaba que yo conociese casi en cuanto se decidió a hablar seriamente conmigo, en su despacho del ayuntamiento. De modo que, en aquel momento, sentado en su casa tras el

puja matutino, con el álbum de fotos abierto y los libros sagrados escritos en márata sobre el sofá, guardó silencio. A continuación dijo:

—Fue entonces cuando empecé a pasar hambre. Fue la época más difícil de mi vida. —A pesar de que había sido su época de esplendor en el Sena—. Empecé a trabajar a jornada completa para el Sena. Mi mujer alimentaba a mi familia con lo que ganaba en su trabajo. Y entonces, como nos habíamos casado por amor, empezaron los problemas en nuestra familia. Mi madre y mi mujer no se llevaban bien.

Tanto si surgía de un matrimonio por amor o de conveniencia, era el eterno conflicto en la vida familiar hindú, un aspecto ritual del destino de la mujer, como el matrimonio mismo, el tener hijos o la viudedad. Ser martirizada por la suegra formaba parte de las pruebas a las que se sometía a una mujer joven, parte, o casi, de la madurez. La joven lograba sobrevivir, de una u otra forma, y un buen día también ella pasaba a ser suegra, con una nuera a la que martirizar, para redondear toda una vida, para equilibrar el dolor y la alegría.

—Al final, decidí dejar mi casa. —Dejar, al fin, la habitación al extremo de la terraza del piso superior—. Me marché con mi mujer y mis hijos. Nos fuimos a vivir a casa de mi suegra.

No estaba lejos. Como la casa de vecindad que había abandonado, el edificio al que se mudó podía verse desde el piso en el que estábamos. Más adelante, me enseñaría los dos desde la terraza de arriba: lo dramático de los espacios pequeños y las distancias cortas, los lugares mismos siempre accesibles después, sin que nunca se llegaran a perder realmente de vista, y quizá por esa razón despojados (como escenarios teatrales) de las emociones que habían despertado en su momento.

—Si mi suegra me daba de comer, yo comía. Si no me daban comida allí, pasaba hambre todo el día. En aquella época no tenía dinero ni para tabaco; pero, como soy muy orgulloso, nunca me he rebajado ante nadie. Prefiero morirme de hambre. Y pasé una época de auténticas penurias. Fíjese: desde entonces, solo como una vez al día. Por la noche. Por la mañana no como nada. Solo me tomo un café.

»Uno de mis tíos maternos venía a verme con frecuencia por aquellos días. Dos o tres veces a la semana. Era muy pobre, pero me llevaba a un hotel. —La palabra “hotel”, tal como la empleó el señor Raote, pronunciando

hotal, era más una palabra márata o hindi que inglesa, y se refería a un restaurante, por lo general sencillo—. Me invitaba a comer. Comida de pobres. Y a una taza de té y un cigarrillo.

»Un día, mi suegro no vino a casa. Tampoco vino al día siguiente. Lo estuvimos buscando. Al cabo de cuatro días volvió él solo. Lo encontramos en la carretera. Había tenido un accidente de tráfico, y le habían dado de alta en el hospital. Después de aquello, empezó a estar “de psiquiatra”. Atacaba a todo el mundo. Así que yo no me acercaba a casa de mi suegra en todo el día. Se puede decir que no tenía un techo bajo el que cobijarme. En casa de mi suegra solo dormía.

»Un día, un amigo de mi suegro me ofreció una casa en la zona este de Dadar. Nos mudamos, y fue allí donde nació mi segundo hijo. Durante aquella época tan dolorosa, mi mujer estaba embarazada. Me instalé bien en la zona este de Dadar. Llevaba una vida tranquila. Solía llegar a las once de la noche, después de mi trabajo en el Sena. Fue entre 1973 y 1974.

»Esa época de mi vida duró cuatro años. Tenía que recorrer muchos kilómetros para ir a las reuniones del Sena. Por entonces no me quejaba. Cuando, más adelante, me eligieron para el ayuntamiento, y empecé a hablar allí, todo lo que soltaba en los discursos venía de esos años que le he contado.»

¿Qué le había servido de apoyo? ¿Se había sentido «guiado»?

Sí, se había sentido guiado. Tenía un gurú. En lo que yo había creído el rincón sagrado del cuarto de estar —no lejos de la pequeña estantería con cintas religiosas— había una fotografía grande, quizá de tamaño mayor que el natural, de un hombre bien parecido, con barba; solo la cara. Vi la fotografía en cuanto entré, pero como me dio la impresión de que aquel rincón tenía carácter sagrado, y privado, no la miré con más detenimiento. Aquel hombre —con rasgos de una regularidad y una belleza casi fuera de lo común, en la fotografía— había sido el gurú del señor Raote.

A punto de acabarse la mañana, era de religión de lo que quería hablar el señor Raote. Me llevó a la habitación donde hacía el

puja. Estaba al lado del salón. El santuario era un hueco profundo, a la altura del pecho, en la pared. Las imágenes tenían guirnaldas recién puestas; había un coco sin corteza con un penacho de pelos o fibras arriba. Al fondo del hueco, ocupándolo por completo, había otra fotografía del gurú, quizá recortada para adaptarla al espacio, pero muy parecida a la del salón: el creyente, y el santuario, bajo la mirada del gurú. Colocaban flores frescas en el santuario todos los días; cambiaban el coco todos los meses. El señor Raote dedicaba una hora y media

al puja. Se sentaba sobre una piel de ciervo. Después, enrollaba la piel y la colocaba en un estante alto.

Unos días más tarde, cuando volví a ver al señor Raote a su casa, me contó el resto de su vida.

Al final de aquella época de penurias, que duró cuatro años, la suerte lo visitó inesperadamente. En el garaje de un amigo, allí mismo, en Dadar, empezó a hacer muebles. Supuso un nuevo giro en su vida, pero no era totalmente novato en el tema. En el colegio había estudiado ebanistería y carpintería como asignatura técnica especial. En el garaje de su amigo empezó a hacer sofás, mesas y sillas, y a vender lo que hacía. Descubrió que tenía talento.

Había fabricado gran parte de los muebles de su casa. Apoyada contra una pared había una mesa especial que había diseñado él mismo. Era de estilo Pembroke, con dos alas plegables a ambos lados de una tabla central. Pero en este caso la tabla central era muy estrecha, de unos veinte centímetros, ideal para los espacios pequeños, con múltiples usos, de las viviendas de Bombay. El diseño tuvo gran aceptación: lo adoptaron los fabricantes de muebles más destacados de Bombay. El señor Raote se especializó también en módulos para estudio que se transformaban en tabiques. Los objetos que fabricaba eran de diseño propio: se le ocurrían ideas sin cesar. «En cuanto empecé a trabajar con muebles pensé en estas cosas.» También hacía puertas. Había fabricado todas las de su casa, y diseñado y fabricado los arquitrabes con decoración de madera de teca. La casa suponía un triunfo especial para él, prueba de su éxito y muestra de su talento. Yo no me había fijado demasiado al principio, y solo después, con su ayuda, empecé a verlo.

Su éxito fue en aumento. Empezó a hacer trabajos de carpintería para edificios grandes, con subcontrato, y más adelante se le ocurrió meterse en el negocio de la construcción propiamente dicha. Dos años después de haber comenzado a hacer muebles construyó su primer gran edificio, con otros socios. Aunque el camino le había parecido muy largo, en aquella época solo tenía treinta y tres años. Desde entonces había realizado quince o dieciséis grandes proyectos.

—Pero, como miembro del Siv Sena, en todos mis negocios siempre he intentado adaptarme a la clase media maharashtra. O sea, que en lugar de ganar millones con la construcción, prefiero seguir el sendero del dirigente, respetar los principios que él ha señalado.

Aquella dedicación al Siv Sena y a su dirigente era como un aspecto de la religión del señor Raote. Siempre había tenido valor, y confianza, el don de la religión, el

atma-vishwas de que hablaba el señor Patil en Zane.

—En los altibajos, por muchos problemas que surgiesen, me enfrentaba a ellos abiertamente, como hombre de negocios, como asistente social y como cabeza de familia. Hasta la época de la universidad, tenía a mi padre para alentarme. Después, en 1964, me topé con el gran santo que había establecido su

asram en Alibag.

Era el gurú cuya fotografía estaba en un rincón del salón y al fondo del santuario de la habitación del

puja. Según lo que me dijo entonces, el señor Raote empezó a ponerse en contacto con él durante el año que sufrió una gran decepción por no poder entrar en la escuela de ingeniería de Solapur.

—Iba a verlo para que me diera su bendición. Nunca le pedí nada. Solo iba a pedirle su bendición, a servirle porque era santo, y pienso que me cambió la vida. Murió en 1968, pero tengo la sensación de que sigue dándome su bendición siempre que la necesito. Aunque no está aquí de una forma física, corporalmente, siempre nos ofrece su presencia, a mi familia y a mí. Mire —dijo el señor Raote, al tiempo que me llevaba hasta la puerta de madera de teca de su casa—. La puerta no tiene cerrojo. Siempre está abierta.

Había cogido al señor Raote justo a tiempo de enterarme del final de la historia de su vida. A pesar de que, cuando estábamos quedando para vernos, no me dijo nada al respecto, resultó que lo vi, aquella segunda mañana, precisamente el día en que se iba al

asram a pasar nueve días. Iba solo, sin su mujer.

—Voy todos los años, sin falta. No puedo dedicar esos nueve días del año a nadie más.

Había hecho otras peregrinaciones. Su mujer y él habían estado seis veces en la cueva de Amarnaz, en Cachemira, a cuatro mil metros de altura, en el Himalaya, donde —milagro desde antiguo en la India— todos los veranos se formaba un falo de hielo, símbolo de Siva, que crecía y disminuía con los cambios de la luna. Dijo:

—Me encanta ese sitio del Himalaya.

El hombre mundano que quería ser militar e ingeniero, el trabajador del Sena, el hindú devoto: había tres estratos en él, que formaban una cadena de creencias y acción.

Hablando un día sobre el Siv Sena, uno de los múltiples elementos de la amenaza que lo rodeaba, Papú, el joven corredor de bolsa jainista, dijo:

—Todos nuestros problemas son económicos. No tendríamos ningún problema si no fuera por el problema económico.

Aquella tarde —cuando acabara la actividad de la Bolsa— iba a llevarme a ver dónde vivía, y sobre todo a ver el barrio de chabolas que lo rodeaba. Daravi, que así se llamaba, era un barrio de chabolas famoso. En Bombay había quienes aseguraban, con cierto orgullo, que era el mayor de toda Asia.

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