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INDIA » 6. EL FINAL DE TRAYECTO

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chowk estaba fuera de la fe, y que de aquel mundo exterior llegaban amenazas y provocaciones.

Casi al final de mi estancia en Lucknow, Rashid me habló de las amenazas más recientes y preocupantes. Un hombre de Bangalore había presentado una petición ante los tribunales solicitando la prohibición del Corán en la India en todas las lenguas y ediciones, basándose en que el Corán predica la sedición. La petición era una forma de provocación, y no deberían haberla tomado en serio. Por el contrario, dijo Rashid, el juez, una mujer demasiado legalista, accedió a considerar la petición. Su actitud ocasionó disturbios. Más adelante, la petición fue denegada por otro juez, quien dictaminó que el Corán, como la Biblia, era «un documento básico» y no podía ser objeto de esa clase de petición legal.

Después fue el asunto de la mezquita en la ciudad de Ayodhya, a unos cuatrocientos ochenta kilómetros de distancia, que los hindúes habían transformado en templo. Ayodhya era importante para las hindúes, incluso sagrada. Allí había nacido Rama, el héroe del

Ramayana, y había hindúes que afirmaban que, tras la invasión, los musulmanes habían erigido una mezquita en el lugar de nacimiento de Rama. Con la independencia, los hindúes reclamaron el lugar. En 1949 cerraron la mezquita ante el peligro de disturbios, dijo Rashid. Después, hacía unos cuatro años, ocurrió algo. Un hindú solicitó permiso al juez del distrito para rezar allí. El permiso le fue concedido; abrieron las puertas del templo; los hindúes tomaron posesión de él y aún seguía en su poder. Hubo disturbios; murieron bastantes personas, y todavía continuaba la encarnizada disputa.

La tercera amenaza estaba relacionada con la ley personal musulmana. Un acaudalado abogado musulmán se divorció de su primera esposa y volvió a casarse. Le dio la cantidad global estipulada en su contrato matrimonial, musulmán. La esposa divorciada acudió a los tribunales indios y pidió además que el marido le pasara una pensión alimenticia mensual (así contó la historia Rashid). Al cabo de veinte años, el caso llegó al Tribunal Supremo de la India. El juez criticó las deficiencias de la ley personal musulmana y le concedió la pensión a la esposa divorciada. Hubo airadas protestas de los musulmanes ante aquella injerencia en su ley personal, que formaba parte de su fe, y para acallar el clamor, el gobierno indio aprobó una resolución que revocaba la decisión del Tribunal Supremo.

Parveen vivía en una casa musulmana anticuada, espaciosa, cercada, en el casco antiguo de Lucknow. La habitación delantera era la sala; las habitaciones privadas estaban detrás. Dos años antes, Parveen había decidido dedicarse a la política. Hubo envidias, por parte de mujeres musulmanas y no musulmanas; pero Parveen había empezado a hacerse un nombre en la política, y hacía poco había encabezado una delegación de musulmanas que se entrevistó con el primer ministro. Había fotografías de aquella ocasión en las paredes ocre de la sala de Parveen.

Parveen era una mujer distinguida, de porte erguido. Había abogados, terratenientes y altos funcionarios del gobierno entre sus antepasados, y mostraba la seguridad de los de su clase, que en otra época había sido la clase dominante en la región. Todo un mundo la separaba de los musulmanes del

chowk o bazar, y de las figuritas de velo negro que de vez en cuando pasaban apresuradas por aquellos callejones. Ella no llevaba velo; hablaba bien, enérgicamente; sin embargo, tenía inesperados momentos de reserva femenina que recordaban que pertenecía a una cultura especial, que aquella casa musulmana con sus zonas de reclusión femenina representaba una parte importante de su forma de ser.

Quería dedicarse a la «política laica»: se refería a que, como musulmana, quería dedicarse a la política del estado. Aquella ambición no diluía en absoluto su fe religiosa. Ciertos aspectos de la fe musulmana eran «la ley», dijo: no podían ponerse en tela de juicio. Uno de tales aspectos eran los derechos de las mujeres.

Las mujeres disfrutaban de muchos derechos en el islam. No necesitaban que el estado rectificase sus derechos, que, de todos modos, eran «la ley». Por ejemplo: tenían el derecho de heredar de sus padres; las hindúes no lo tenían. Lo que se le daba a una mujer musulmana casada durante el matrimonio era suyo para siempre; no les ocurría otro tanto a las occidentales. Cuando se concertaba un matrimonio, el hombre se comprometía a darle a la mujer cierta suma si se divorciaba de ella. Eso era suficiente; la idea de que la mantuvieran repugnaba a una musulmana. Cuando una mujer pasaba a ser esposa, no significaba que fuera una criada. Tras el divorcio, el marido era un extraño, y a una mujer no se le ocurriría aceptar su dinero a partir de entonces. Otros países o comunidades podían pensar en modificar los derechos de las personas de acuerdo con las necesidades de la época; pero el Corán había dispuesto las leyes para los musulmanes para todas las épocas.

Las palabras eran duras, pero Parveen las pronunció con facilidad cuando —con Rashid para ayudarla con el inglés— vino al hotel a hablar de su tarea política. Era defensora de la fe; pero la fe —completa, plenamente formulada— era una carga leve para ella. En su nivel social, incluso formaba parte de su fuerza y su certidumbre, como si la equipase para la vida pública en la que quería entrar.

Tenía capacidad de organización. Aquel día iba a conocer —informalmente— a una joven que había sido propuesta como futura esposa de su hermano. Iría a una ciudad bastante lejana; visitaría a una amiga, y en casa de la amiga —y aparentemente por pura coincidencia— estaría la joven que su hermano quería que conociese.

La vida progresaba para Parveen. No tenía la visión oscura de Rashid. Rashid era soltero. Era un lector, un solitario. Se desalentaba; cambiaba fácilmente de humor. Le encantaba su apartamento; le encantaba retirarse a él.

Con respecto a los musulmanes del

chowk o bazar: desde luego, dijo Parveen, estaban atrapados en la ignorancia, y resultaba difícil llegar hasta ellos; pero aunque la gente hablaba de aquella ignorancia y aquella constricción como si se tratase de un problema específicamente musulmán, en la India había muchos más grupos en una situación semejante: las gentes de las zonas rurales, las castas establecidas.

Quizá fuera esa comparación lo que deprimía a Rashid. Los musulmanes habían sido allí la comunidad dominante, quienes habían marcado la pauta. Después quedaron mermados por la emigración de la clase media a Pakistán y, a pesar de la estima de que gozaban los individuos, como grupo ocupaban un lugar muy bajo.

Rashid pertenecía a una antigua familia musulmana, shií. En el siglo xviii, uno de sus antepasados era comerciante, con siete barcos que zarpaban de Bombay. Quizá no fueran realmente barcos, dijo Rashid; probablemente solo

dhows. Pero a aquel antepasado le fueron bien las cosas. Incluso construyó una

imambara, una réplica de uno de los mausoleos shiíes erigidos en Irán e Irak para los descendientes del Profeta. En aquellos tiempos era costumbre que los shiíes que habían prosperado edificasen una

imambara, donde podían darse discursos religiosos.

En el siglo xix, otro antepasado suyo sirvió en la corte del último nabab de Oude. Cuando los británicos exiliaron a aquel gobernante, a Calcuta, el antepasado de Rashid fue con él y vivió en Calcuta hasta su muerte, hacia 1880. El padre de la madre de Rashid fue administrador en uno de los mayores estados principescos. Se ocupaba de todos los miembros de su familia; escribía poesía y vestía como un caballero eduardiano. Rashid pensaba —juzgando tan solo por fotografías— que aquel abuelo suyo se parecía un poco a Bertrand Russell.

El padre del padre de Rashid fue el primero de su familia que aprendió inglés. Trabajaba en los ferrocarriles, en la por entonces nueva estación de Lucknow, que sigue siendo uno de los edificios más impresionantes de la ciudad. Cuando llegó a la edad, el padre de Rashid pensó que quería entrar en la policía. En aquella época, los musulmanes de clase alta, terratenientes, elegían una profesión: estudiaban derecho y medicina. Las personas como el padre de Rashid ingresaban en el cuerpo de policía o en la administración. Rashid pensaba que su padre era un hombre apuesto. Medía uno setenta y cinco, unos cinco centímetros más que él. Tenía leves señales de viruela; pero entonces casi todo el mundo las tenía.

En aquellos tiempos, a un hombre como el padre de Rashid le resultaba fácil ingresar en el cuerpo de policía. Alguien te presentaba al oficial inglés y ofrecía tus servicios. El oficial decía: «Que venga pasado mañana.» Eso fue lo que le ocurrió al padre de Rashid. Ingresó como secretario del inspector jefe; ese era el rango en el que empezaban los oficiales. Pero solo duró tres días. No le gustaba la instrucción, y no soportaba el lenguaje ofensivo de los profesores. No podía considerarlo simplemente parte del juego, parte del proceso de endurecimiento; se marchó de allí inmediatamente.

Después de aquello decidió meterse en los negocios. Su hermano y él pusieron una tienda en Lucknow para vender cámaras de fotos y material fotográfico. Eso era en 1911, el año de la coronación del rey-emperador Jorge V: la cima del Imperio británico y del Raj indobritánico. La tienda de fotografía que abrió el padre de Rashid aquel año prosperó en la India imperial. Encajaba en la ciudad; fue desarrollándose al mismo tiempo que la fotografía misma, y llegó a ser uno de los mejores establecimientos en su género. Abrieron sucursales en otras ciudades indias, sobre todo en los centros de veraneo de las montañas. La tienda de Lucknow estaba situada en la principal calle comercial, llamada Hazratgunj. En aquella época imperial, un camión del ayuntamiento regaba todas las noches Hazratgunj, superpoblada y cochambrosa en la actualidad.

Los demás establecimientos de la ciudad eran propiedad de ingleses, judíos y parsis. Rashid recordaba especialmente la tienda de un judío llamado Landau. Landau tenía una tienda muy grande que hacía esquina, y vendía relojes. El pasadizo a la puerta de su establecimiento estaba techado o endoselado por el piso de arriba. Abajo había columnas de hierro forjado; la parte del edificio dedicada a vivienda estaba arriba, con una terraza con esbeltos arcos apoyados sobre columnas que eran reflejo de las de abajo, más sólidas. Anderson Brothers eran sastres: cerraron tras la independencia, en 1947. Había otro sastre, MacGregor. No se marchó en 1947; se quedó en Lucknow y allí murió. Entre la clientela de MacGregor había personajes de la realeza india e ingleses, y también funcionarios de la India.

—Se notaba cuándo una chaqueta la había hecho «Mac» —dijo Rashid—. Podía llevarse treinta años seguidos.

Rashid, que había nacido en 1944, recordaba que en la tienda de su padre había vitrinas de madera de teca birmana. Las habían fabricado en Lucknow, siguiendo un diseño de su padre. La tienda era como un club: a los extraños y ociosos les ponía nerviosos entrar en ella.

—El dinero no era lo más importante. La gente venía a ver a mi padre y a otros amigos que estaban allí.

La casa familiar de Rashid estaba en el casco antiguo de Lucknow. Había aposentos reservados para las mujeres. Los invitados no podían entrar en la casa principal: se quedaban en el salón, que estaba en la parte delantera y tenía una entrada distinta. Los muebles del salón eran de estilo inglés, fabricados en Lucknow: enormes, incomodísimos. Detrás del salón había varias habitaciones, y después estaba el patio de la casa principal. En verano, la familia dormía allí. En primer lugar; echaban agua en el patio para refrescarlo. Luego, los criados tendían las hamacas en hileras y colgaban los mosquiteros de postes de bambú. Había una mesita en la que dejaban jarras de agua, para que estuviera fresca al día siguiente. En una esquina del patio había una gran mesa cuadrada; la cubrían con una tela blanca y un mantel de color en el centro. En aquella mesa cuadrada ponían comida. La cena era a las nueve, cuando el padre de Rashid volvía de la tienda.

Casi en cuanto Rashid empezó a conocer aquella ordenada vida de clase media, cambió la suerte de la familia. En 1947, cuando llegó la independencia, el padre de Rashid quiso emigrar a Pakistán. Tenía un sobrino que se ocupaba de la sucursal de Mussoorie, una ciudad de las montañas; le pidió a aquel sobrino que llevara las existencias de allí a Karachi, que había pasado a formar parte de Pakistán. El sobrino hizo lo que le había dicho; pero, con la confusión de aquellos días, puso la tienda de Karachi a su nombre.

—Así que mi padre se quedó empantanado. Renunció a la idea de trasladarse a Pakistán.

—¿Qué pasó con su primo?

—Perdió una pierna en un accidente de motocicleta. Se cargó la tienda y se tuvo que conformar con llevar comestibles al colegio que dirigía su mujer. Podría decirse que recibió su castigó; pero a nosotros no nos sirvió de nada.

Empezaron a llegar a Lucknow refugiados hindúes y sijs de Pakistán.

—Para nosotros eran unos extraños. Los que vivían detrás de nuestra casa, aunque no demasiado ricos, eran una familia musulmana culta. En 1947 se marcharon a Pakistán. Después, concedieron su casa a una familia de refugiados. Se me ha quedado grabado en la memoria un recuerdo: que la madre de la familia recién llegada obligaba a sus hijos a defecar sobre trozos de papel y los tiraba a nuestro patio por encima del tabique común a las dos casas. Protestamos; ellos lo entendieron, y no volvieron a hacerlo. Probablemente eran del Punjab, pero no estoy seguro.

»Poco a poco empezaron a aparecer letreros nuevos en la ciudad. Las antiguas tiendas eran propiedad de los musulmanes. En los carteles nuevos se veían nombres distintos. En lugar de tiendas discretas, al estilo inglés, se veían tiendas recargadas, brillantemente iluminadas, con música. En Aminabad, la Lucknow antigua, los sindhis abrieron hileras enteras de tiendas de ropa. Lo primero que hacían era pedirte a gritos que entrases en sus establecimientos: “Venga, hermana. Entra a echar un vistazo.” Eso era algo insólito entre nosotros. Y nada de vitrinas de cristal: unas simples cajas tambaleantes. Pero muchos de los que llegaron entonces ahora han abierto tiendas enormes, todo de metal cromado y cristal.

»Eran mejores negociantes que nosotros. Mejores vendedores. Vendían artículos de contrabando, algo a lo que nosotros ni nos acercábamos. Trabajaban por el volumen de ventas, no con un margen decente. Y nuestras existencias empezaron a ponerse viejas y a ensuciarse de tanto estar en la tienda, y cada día había menos demanda.

En 1951 fue abolido el sistema

zamindari de propiedad de la tierra.

—Se redujeron los arrendamientos de tierras. Los derechos hereditarios se sacaban de la parte más grande. El sistema

zamindari fue establecido por los británicos en 1828. Sustituyó al sistema mogol, el

mansabdari, en el que a las personas a quienes se concedían los derechos de las tierras se les exigía que aportasen cierto número de caballos cuando era necesario: en el sistema

mansabdari, la posición social dependía del número de caballos que te asignaban. Así que, en 1951, muchos

zamindares o grandes terratenientes con enormes casas en Lucknow —no vivían en sus tierras— tuvieron que adaptarse a los nuevos tiempos. Muchos se marcharon a Pakistán. La abolición del sistema

zamindari nos dejó sin clientela de golpe y porrazo. La economía cambió repentinamente. Y los clientes ingleses se marcharon. Nuestra tienda fue «proveedora de» varios gobernadores de la provincia: tal era el respeto que nos tenían.

»Dejaron de enjalbegar Hazratgunj. Las carreteras estaban más sucias. Había muchas tiendas en la calle, y era imposible andar por las aceras. El ambiente cambió totalmente.

Junto al desastre comercial sobrevino una tragedia familiar. Tenían una casa de veraneo en Mussoorie, y el hermano mayor de Rashid se ahogó allí un verano. Los años inmediatamente anteriores y posteriores a la independencia asestaron un golpe tras otro al padre de Rashid: los terribles disturbios hindomusulmanes de Calcuta, en 1946; en 1947, la partición y la pérdida de la tienda de Karachi, la abolición del sistema

zamindari y, después, la pérdida del hijo mayor.

Resultó más arduo para los viejos que para los jóvenes. Rashid iba al famoso colegio angloindio de Lucknow, La Martiniére, y estaba muy contento allí. La Martiniére fue fundado por un aventurero francés del siglo xviii, Claude Martin, quien, al llegar a la India, entró al servicio de los nabab de Oude. Su esposa era india, o sus esposas lo eran, y al morir dejó parte de su gran fortuna para la construcción de escuelas para niños euroasiáticos. Ciento cincuenta años más tarde, La Martiniére de Lucknow aún tenía un ambiente mixto, cosmopolita, y durante aquella época de aflicción familiar, Rashid pudo crecer con cierto grado de seguridad y casi en un estado de inocencia política.

—En el colegio había chicos de todas las comunidades, de la misma clase social, la clase media. Las familias se conocían. Yo no le daba importancia a mi mundo. Estaba allí; mi familia estaba allí, la familia ampliada, los primos. La religión simplemente formaba parte de la vida. No suponía una carga. Había muchas cosas que ayudaban: el colegio, y los amigos que venían de visita a casa de mi padre. Eran de todas las religiones. Nos hicieron leer el Corán con una serie de

moulvis, pero nunca pasamos del primer capítulo.

»Nuestro padre no nos obligaba a ir a la mezquita, y yo, personalmente, no he ido nunca. Era mi carácter, no una actitud de “Dios ha muerto”. Asistíamos a los

majlis, en la

imambara o en casas de amigos, en teoría para escuchar los discursos religiosos sobre la batalla de Kerbala y la muerte de Husein, el hijo de Alí; pero, en realidad, era un acto social. Ese era el aspecto shií de nuestra educación, opuesto al puramente islámico. En lo único en que mi padre mantenía una postura de absoluta firmeza era que el décimo día del Moharrem fuéramos descalzos a Taalkatora-Karabala, un cementerio con

imambara donde enterraban a los shiíes. Así teníamos la oportunidad de ir también a las tumbas de nuestros familiares.

Al crecer, como es normal, Rashid empezó a tomar conciencia de todo lo que significaban la independencia y la partición.

—La consecuencia inevitable era que mi hermana se casara con un chico paquistaní, porque a los musulmanes de la India no les iban bien las cosas, y además, los paquistaníes querían casarse con chicas del antiguo país. A los musulmanes de la India no les iba bien porque después de la partición no quedó trabajo para ellos, y no había oportunidades para nadie. La comunidad mayoritaria estaba resentida, algo muy natural. Primero luchas por tener un país, y luego te niegas a ir allí.

»Además, se trataba de la supervivencia del mejor dotado. Todas las casas musulmanas se dividieron tras la partición. No hubo una sola familia a la que no le afectara. Los padres se quedaron; los hijos se marcharon. Los que se quedaron no estaban preparados para enfrentarse a aquella jungla. Muchos eran terratenientes, y carecían de espíritu competitivo. Mi hermano terminó sus estudios con excelentes resultados, en la India y en Estados Unidos. Cuando volvió a la India no encontró trabajo durante seis meses. Se fue a Pakistán y encontró algo inmediatamente.

»Después, empezó a cambiar la lengua. Aquí, los niños aprendían hindi, y los padres musulmanes no les enseñaban urdu a sus hijos. No se hacía nada por conservarla, al contrario que los armenios con su lengua o los judíos con el hebreo. Junto a la religión, la lengua era lo más preciado para el musulmán, porque era la esencia misma de su identidad. El urdu no está muy alejado del indostaní, la lengua franca de la élite del noroeste; pero el indostaní empezó a cambiar, a sanscritizarse más: se convirtió en hindi.

En 1971, los padres de Rashid fueron a Pakistán, a la boda del hermano que había emigrado unos años antes. Mientras estaban allí, estalló la segunda guerra indopaquistaní, la guerra por Bangladesh. El padre de Rashid, ya muy mayor, murió en Pakistán; la madre se quedó con el hijo casado.

—Se rompió otro vínculo en mis relaciones. Hasta entonces, yo había estado aprendiendo en la tienda de mi padre; pero cuando falleció en Pakistán (y como, además, el negocio se estaba viniendo abajo), la cerré.

La tienda se había abierto hacía sesenta años, el año de la coronación del rey-emperador Jorge V; se cerró el año en que el estado de Pakistán se dividió en dos. La vida entera de la tienda —si bien Rashid no lo expresó así— estaba incluida entre esos dos momentos históricos.

Rashid empezó a ir a la deriva. Se marchó a Inglaterra y allí trabajó en varias cosas. Vendió seguros de accidente con una duración de seis meses por dos y cinco libras, yendo de casa en casa. Tenía que llamar a la puerta y decir: «Buenos días. ¿Es usted el propietario? Me llamo Rashid, y estoy seguro de que esto va a interesarle.» Detestaba aquello de ir llamando a las puertas. Un día —a Rashid le asaltaron recuerdos de Landau, el de la relojería, la enorme tienda de la esquina en Lucknow— le abrió un anticuario judío, francés, y le dijo, con cierta preocupación, que en Londres no lograría nada como vendedor de seguros y que debía volver a la India. Rashid entró a trabajar en una crepería. Después trabajó en un establecimiento de Kentucky Fried Chicken. Aprendió a cortar un pollo en nueve partes iguales con una sierra eléctrica y a freirías en grasa en once minutos. Cortaba ciento veinte pollos al día.

Se marchó de Inglaterra al cabo de dos años. Fue a Pakistán. Descubrió que allí no tenían «crisis de identidad»; la religión no era el rasgo distintivo de una persona; pero no le gustó la cultura del dinero, la belicosidad comercial de personas que, cuando estaban en Lucknow, eran más sosegadas. No le gustó que alardeasen de su dinero y sus posesiones: en Lucknow, sencillamente no se hacía. Se marchó, y volvió a la India, a Bombay, y estuvo trabajando allí tres años, en una empresa de exportaciones.

Estaba esperando una herencia. Quería invertir el dinero en el negocio inmobiliario; pero de repente se topó con un funcionario de ideas comunitarias, que le puso toda clase de obstáculos. El litigio que inició entonces aún continuaba. Estaba a punto de solucionarse, y todo parecía indicar que iban a darle lo que era suyo; pero había desperdiciado muchos años activos.

—Hasta entonces no me había enfrentado con un problema comunal. Los disturbios comunales eran algo que les ocurría a las clases bajas. Es como el conflicto étnico del que hablan en Pakistán. Cuando leo u oigo algo sobre el tema, sé que mi hermano no tiene nada que ver, que el problema no llegará a su casa. Aquí, yo me trataba con mis amigos hindúes y jamás pensé en el asunto... hasta que tuve que soportar las iras de un funcionario así. Me dejó pasmado: que un hombre pudiera cambiar tanto mi vida de un simple plumazo.

»La guerra indopaquistaní de 1971 fue un momento crucial no solo en la vida de los musulmanes, sino en las relaciones entre hindúes y musulmanes. La leyenda de la superioridad musulmana estaba, acabada. La India desempeñaba un papel decisivo en el subcontinente. Todo musulmán sentía, en el fondo de su corazón, cierta debilidad por Pakistán, y a todos les entristecía que el experimento hubiera fracasado al cabo de menos de veinticinco años. El sueño había muerto. Además, los soldados paquistaníes fueron prisioneros de guerra durante dos años: un constante recordatorio.

»Noté que se producía un cambio en las relaciones personales. Mis amigos hindúes empezaron a sermonearme. “¿Qué están haciendo los musulmanes?” Adoptaron una actitud reformista ante la fe musulmana y nuestras costumbres, que ellos consideraban arcaicas. “¿Cuánto tiempo pensáis seguir así los musulmanes? ¿Hasta cuándo vais a seguir siendo tan dependientes de vuestros almuédanos, de vuestros

mohallas?” Lo triste es que había una gran parte de verdad en lo que decían. A mí me dolía, pero tenía que aceptarlo.

El principal palacio del último nabab de Oude, el palacio de Kaiserbagh, fue destruido casi por completo por los británicos durante el Motín Indio de 1857. En 1867, cuando parecía que el poder británico había vuelto a afianzarse, incuestionable, concedieron al rajá de Mahmudabad el ala del Kaiserbagh que seguía en pie como residencia urbana.

Casi setenta años más tarde, el descendiente del rajá fue nombrado tesorero de la Liga Musulmana, y luchó en favor de la formación del estado musulmán independiente de Pakistán. Pakistán nació al cabo de diez años. Y entonces —como si no hubiera calculado plenamente las consecuencias de la creación de Pakistán: Lucknow estaba en la India, y a muchos centenares de kilómetros de Pakistán—, el rajá vio que era un vagabundo. Hasta 1957 no se comprometió con el estado por el que había luchado. En ese año se hizo ciudadano paquistaní, y resultó que, durante la guerra indopaquistaní de 1965, todas sus propiedades de Lucknow, el palacio y las tierras, fueron confiscadas por el gobierno indio al considerarlas posesiones del enemigo.

Las propiedades de la familia seguían considerándose extranjeras (no enemigas); pero elevaron varias peticiones al gobierno indio, y el hijo del rajá, Amir, vivía al fin en el palacio de Kaiserbagh que los británicos habían concedido a su antepasado hacía ciento veinte años.

Conocí a Amir en el salón de la casa de Parveen. Llevaba traje de etiqueta indio: chaqueta larga y pantalones ajustados. Era un hombre bajo, de delicado semblante, cuerpo robusto y modales principescos. Un colegio privado inglés y unos años en Cambridge le habían conferido un estilo inglés; pero la siguiente vez que lo vi, en la biblioteca de su palacio, me dijo que cuando hablaba otro idioma, urdu, por ejemplo, y estaba con personas que podían ver en él al príncipe y al defensor de la fe —musulmanes, shiíes— era completamente distinto. La historia reciente le había aportado muchos estilos, muchas personalidades; le había impuesto tensiones desconocidas para sus antepasados.

Amir se dedicaba a la política del estado, y era miembro de la Asamblea Legislativa como defensor de los intereses del Partido del Congreso desde hacía unos tres años. Su padre había pertenecido a la Liga Musulmana, que en los años treinta y cuarenta se oponía al Partido del Congreso; pero después, el del Congreso pasó a ser el partido de la India que mejor defendía los intereses de los musulmanes y, además, como político, Amir usaba el título, rajá de Mahmudabad, para establecer el vínculo con sus predecesores y proporcionar un «foco de identificación» a las comunidades shií y musulmana locales.

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